Horacio Rentería: el Último Pintor Novohispano
y Pionero del Muralismo en Durango
y Pionero del Muralismo en Durango
Por Alberto Espinosa Orozco
A Don Guillermo Tovar de Teresa (+)
I
Germán
Horacio Rentería Rocha (1912-1972), miembro de una modesta familia, nació en el
barrio de Analco de la ciudad de Durango, el 21 d octubre de 1912. De niño
pintaba rústicos paisajes y burdos rostros de querubines en las paredes ajadas
de su casa, con polvo de ladrillo y cal o con trozos de carbón quemado. Hizo
sus estudios de primaria y secundaria y egresó como bachiller del Instituto
Juárez, antecedente de la actual Universidad Juárez. Trabajó como profesor de
escuela, siendo catedrático de idiomas,
de francés y español. En 1929, a la edad de 17 años, contrajo matrimonio con
Socorro Blancarte, de 30 años, también oriunda de Durango, atormentado por su
raquítico de sueldo de profesor de primaria, que apenas le alcanzaba para cubrir
los gastos necesarios. Se dedicó al magisterio en las ciudades de Durango y
Gómez Palacio de 1933 a 1944, dando
clases de dibujo constructivo y matemáticas.
Fue discípulo del maestro Guillermo de
Lourdes desde 1934, cuando el pintor oriundo de Texcoco realizaba sus primeros
murales en Durango, en la Escuela Superior Guadalupe Victoria. En 1935 fue su principal
ayudante en algunos de los murales del Palacio de Gobierno de Durango, pitando junto
con su maestro el grandioso mural del primer piso del Palacio de Zambrano,
titulado “La Patria con los brazos
abiertos cobijando al pueblo”. En el año de 1936 es comisionado para pintar,
en el patio central del majestuoso edificio, sobre cada una de las columnas,
los escudos de armas de algunos municipios pertenecientes al Estado de Durango,
dejando entrever en esa obra su gusto por el simbolismo, no menos que una
cierta inclinación por la dilatada fantasía. Por esas fechas Rentería pintó su
primer mural, en la escuela kínder de Challito Pérez Gavilán, en su ciudad
natal, ayudado por su fiel amigo Rodrigo Ávalos.[1]
Al año siguiente,
en 1937, es comisionado para pintar un mural en el Jardín de Niños 18 de Marzo, en la ciudad de Gómez Palacio,
aplicando las enseñanzas recibidas por el pintor Guillermo de Lourdes, con
quien había aprendió la técnica de preparar las telas y a usar los colores
diluidos. Estando prestando sus servicios como maestro en esa misma institución,
pinta varios murales en el Jardín de Niños, cuyos temas infantiles fueron
precursores de lo que más tarde pintaría y lo haría tan famoso como buscada su
obra, alcanzando en los Estados Unidos a cotizarse en miles de dólares. Se
trata de unos frescos de gran belleza, un par de ellos con el tema legendario
de Caperucita
Roja, basado en el cuento de Charles Perrault, el otro con el tema de Don
Quijote de la Mancha, del inmortal Miguel de Cervantes.[2]
En 1940
le ofrecieron una beca del general Lázaro Cárdenas para estudiar en la Academia
de San Carlos, la cual no aceptó debido a las obligaciones contraídas con su
reciente familia. Sin embargo, para 1943 expone en la ciudad de Gómez Palacio,
en la Galería de Arte Decoración y obtiene un tercer lugar en la Feria Anual de
San Luis Potosí, con un paisaje al óleo. Rodrigo Ávalos, excelente dibujante y
acuarelista durangueño, acompañaba a su amigo Horacio Rentería por aquella
época a pintar al aire libre los paisajes de Durango, los atardeceres, los
cerros, sus gentes y sus costumbres, las iglesias y sus cúpulas, quedando el aprendiz
de dibujante impresionado por el extraordinario colorido que Rentería lograba imprimir
en sus telas y por su concepción paisajística.
Habiendo enviudado a los 31 años de edad y
siguiendo su vocación de pintor, luego de renunciar al magisterio estatal, sosteniéndose
no sin penurias materiales durante doce años siguientes, viaja en 1943 a la
ciudad de México con su nueva esposa, Elisa Coronado, junto a quien procreó cinco hijos, Victoria, Elisa, Salvador, Melitón y Jesús, viviendo cerca de la Villa de Guadalupe. Sin embargo la carencia
de medios materiales e ingresos económicos los obligan a regresar a la ciudad
de Durango para buscar ayuda monetaria y moral. Después de un breve periodo en
su tierra natal y en 1945, a los 33 años de edad, expone una serie de paisajes
en la ciudad de Torreón, Coahuila. Se traslada a vivir nuevamente a la gran
metrópoli para dedicarse exclusivamente a la pintura, empujado por la confianza
en su arte.
En el año
de 1948 conoce al comerciante judío Agapito Engels, conocido marchante de
antigüedades de la calle de Isabel la Católica, quien ante la belleza de su
obra compra todos sus trabajos, haciéndolos pasar en el extranjero como cuadros
auténticos del siglo XIX mexicano, pagando al artista no más que 15 pesos
diarios por su obra, bajo la costosa condición de mantener su firma en estricto
anonimato. Los cuadros, vendidos luego a ochenta y cien pesos por el
comerciante judío, atraen pronto la atención internacional volviéndose su obra,
al cabo del tiempo, muy famosa, tanto en Paris como en Estados Unidos, siendo
conocidas sus pinturas como los “Niños de Horacio”. Sus trabajos de caballete
representan a hermosos niños criollos, espléndidamente vestidos, ataviados con
vestimentas que más que corresponder a una época determinada, son productos
líricos de la invención del artista, sacados de motivos idealizados, las cuales
han llegado a cotizarse en decenas de miles de dólares. Se trata de una larga
aserie de excepcionales obras de caballete, de pequeño formato (de entre 50 x
30 cts.), que hoy en día son muy buscadas y codiciadas en las galerías de arte.
Agapito
Engels, del mismo apellido que el afamado mecenas y colaborador de Carlos Marx,
resultó sin embargo un anticuario y librero más bien cínico y sin escrúpulos, según
cuenta en sus memorias el agente del ministerio público Don Héctor Palencia
Alonso, pues siempre daba datos erróneos sobre la identidad verdadera del
pintor, jactándose luego de haber sido maestro, inventor y finalmente creador
de Horacio, cuando ya las galerías de arte pagaban hasta mil 500 dólares por
sus trabajos.[3]
Entre los asiduos buscadores de antigüedades, que de domingo a domingo
frecuentaban el mercado de “pulgas” de la Lagunilla, apareció la señora Solane
Simpson de O. Dwyer, ex esposa de William O. Dwyer, embajador norteamericano en
México durante el gobierno de Miguel Alemán,
quien se entusiasmó con las obras de Horacio Rentería, haciéndolo muy
popular en México y despertando el gusto por las obras de ese estilo y época,
pero guardando su nombre en el anonimato.
Rentería
pintó en telas de magnífico colorido: niños pequeños, criollos y mestizos, de
aspecto y de facciones hermosas y regulares, espléndidamente vestidos a la moda
de un tiempo misceláneo, un poco inventado por Horacio, que se apegaban a la
moda decimonónica, plasmados en un
ambiente colonial. Los famosos “Niños de Rentería”, ataviados de singulares
atuendos, se encuentran generalmente rodeados de bellos objetos de la cultura
nacional, tales como piñatas, juguetes mexicanos, barcos de papel, caballos de
cartón, papalotes, alcancías de barro, panes de muerto –haciendo con ello eco
del movimiento muralista que puso en alto el arte y la artesanía popular
mexicana, como un potente muro de resistencia contra las influencias fabriles y
consumistas del extranjero. También son frecuentes las mascotas que acompañan a
los niños, especialmente los perros y gatos domésticos, exaltando su obra a los
niños en sus momentos intimistas y de juego, desarrollando así el artista toda
una idea del mestizaje, colocando en ocasiones a sus figuras en medio de
enormes los paisajes de México, de Taxco, de los volcanes de valle de México o
de la Catedral Metropolitana.
Revistas
como Time, Life y Visión se ocuparon
de su figura debido al éxito internacional de su trabajo. Así, Rentería
sorprendió a la crítica, levantando en torno suyo una serie de leyendas, polémicas
e hipótesis sobre su verdadera identidad, pues el judío que lo explotaba había
tenido buen cuidado en mantener su nombre en el anonimato, haciendo que se le
considerara el “Bruno Traven de la Pintura Mexicana”. Fue entonces cuando una
dama mexicana, de nombre María Luisa Alcázar del Fernández del Valle, introduce
los cuadros de Horacio Rentería en las galerías de París y otras ciudades de
Europa y los Estados Unidos, organizando incluso una exposición en la Ciudad Luz,
titulada: las “Niñas Calzonudas” de
Rentería, obras que fueron adquiridas con avidez por los coleccionistas
afamados de Europa.
No fue
sino hasta 1953 que Guillermo Mayne lo presentó a los críticos de arte de la
ciudad de México, formando parte al poco tiempo su trabajo de renombradas
colecciones privadas, siendo sus compradores personajes famosos y acaudalados
coleccionistas. En 1960 se trasladó a vivir con su numerosa familia y su esposa
Elisa a la ciudad de Taxco, Guerrero, donde vivió por ocho años, captando la belleza del paisaje
del lugar, iniciando una amistad con el artista norteamericano Lennart E.
Phillipson, quien le serviría de ayudante y le prestaría soporte moral en los
difíciles años de su retiro en aquella ciudad. En 1968 marchó a vivir a la
ciudad de San Luís Potosí –en parte para ocultarse de los agentes de la FBI que
lo buscaban, enterándose tiempo después que la infructuosa persecución obedecía
más bien a que el presidente de Estados Unidos, Lindon B. Johnson, lo intentaba
localizar, a petición de su Señora, para que hiciera un retrato de su nieto.
El genial
pintor Horacio Rentería Rocha sufrió desde 1962 graves problemas renales, y luego
de superar su convalecencia, debido a su avanzada diabetes, redobló sus
esfuerzos estéticos, dándose prisa por trabajar, teniendo en esos años un
fecundo periodo creativo. Horaco Rentería murió sin riqueza material alguna, de
un coma diabético, el 2 de marzo del año de 1972, a las 20, 30 horas, contando
con 60 años de edad, prácticamente ciego, en la ciudad de México, en el
Hospital 20 de Noviembre del ISSSTE, luego de ocho meses de penosa enfermedad.[4]
II
Un
capítulo o dimensión de su arte lo expresó Rentería en sus pinturas de
paisajes, en las cuales puede sentirse la influencia de José María Velazco, del
Gerardo Murillo el Dr. Atl, pero también, en algunos casos, de Javier
Covarrubias y del costumbrismo español. De hecho Horacio Rentería había
comenzado su carrera de pintor de caballete como paisajista. Su visión ante los
grandes espacios es sorprendente tanto por su diafanidad como por una pureza
que se antoja aérea, habiendo en sus pinceles algo de la grandiosidad que hay
en la obra José María Velasco, y algo también de las perspectivas aéreas y
curvilíneas desarrolladas por Gerardo Murillo, el Dr. Atl, resultando, en su singular
estilo eclético, sorprendentemente fiel a la realidad y a la vez original.
La obra de
Horacio Rentería como paisajista es la de un artista enamorado de las formas,
que a partir de los contrastes, e incluso del tenebrismo, se da a la tarea de
buscar las atmósferas oxigenantes, la
luz y la transparencia. Pintor efectivamente aéreo cuya principal virtud
es a la vez el sentimiento de la distancia bajo la potencia de la escucha: me
refiero a esa virtud clásica consistente en “pararse en sitio”, en detenerse
ante el curso y la corriente del devenir universal, frenando también las
asociaciones desbocadas de lo psico-mental, para escuchar las normas eternas y
verlas reflejadas en los ritmos cósmicos, respetando con ello los límites –todo
lo cual le permite al artista, sin dejar de ser él mismo al identificarse con
su propio ser personal, alcanzar una belleza a la vez clásica y profundamente
nacional.
Su obra
del paisajista se presenta entonces como una lucha contra el caos, contra las
olas altas y las arenas amorfas del devenir, como una lucha en contra de las fuerzas irracionales
evasivas, que no conocen ni de forma ni de memoria, que se manifiestan también
como el mero flujo vital y colectivo que arrastra a los hombres a una vida
subpersonal, sombría e insignificante. Paisajismo, pues, que se imponen como un
acto de dominio sobre el tiempo y sobre sí mismo -y que empieza quemando las
naves de la temporalidad vacía de todo contenido metafísico, meramente
inmanente, incendiando la torre fugaz del ahora, donde se pierde el sentido. Entonces,
lo que se abre a la visión es un espacio ingrávido donde se posan las formas
para dejarnos ver en ellas los símbolos eternos, marcados por los signos de los
tiempos –donde se revela una de las paradojas del misterio: que lo eterno
teniendo todo el tiempo forma, siedno siempre símbolo transhistórico, lleva a
vez el signo de su tiempo, siendo a la vez historia.
La obra de
Horacio Rentería en los espacios abiertos nos habla de una tarea de búsqueda de
la identidad, no del lugar que nos pertenece, sino más bien al cual
pertenecemos y donde se vierte entera el alma de una nación. Mirada que así
arraiga en el paisaje, adoptando como suya su modulación, desarrollando así ese
sentimiento de pertenencia, que se presenta simultáneamente como una labor de
recuperación y de reconocimiento de nosotros mismos. Búsqueda y descubrimiento,
pues, de una grandeza mexicana perdida
en el tráfago y baraúnda del tiempo, que por el imperativo mismo de su empresa
tiene que volver a contemplar las formas para renovarlas, actualizando con ello
a la vez las normas eternas. Doble trabajo, en efecto, que tiene a la vez que
recuperar las normas y los límites, desempolvando las vestigios dejados por
memoria, recolectando las semillas que encierran la vida de lo que pudo ser,
para vivificar su sentido bajo la óptica de un estilo a la vez nacional y
universal.
Visiones
del campo y los colosos de roca, en cuya
óptica única se citan las
energías uránicas del sol y del agua vaporosa de las nubes, volviéndose
potentes para fecundar la tierra. Emoción
ante la inmensidad del paisaje, que el pintor contempla en su enorme
profundidad de campo, condensando el artista en una sola mirada la visión
completa de un largo camino recorrido, y donde el horizonte se desdobla una y
otra vez, reduplicadamente, alcanzando así a tocar los campos labrantíos, el
monte y luego, ya desde las alturas, la amplia extensión del valle coronado, allá
a lo lejos, por las montañas níveas. Pintura sedienta de más allá y a la vez colmada
de aire; donde la norma y el límite se dan en conformidad con la distancia –por
estar tendida su observación más allá de lo inmediato, hacia los confines de un
horizonte y de una verdad trascendente. Pintura que sabe aliar entonces a lo
presente la hondura del espacio y la cima del tiempo –relacionándose así con un
tiempo fijo, inmortal, que trascurre impoluto todo el tiempo (in ello tempore), coronado su obra con
un halo de eternidad.
La obra
como paisajista de Horacio Rentería aparece también como trasfondo en múltiples
de sus composiciones de figuras humanas, y corresponden a lugares determinados:
a los volcanes del valle de México, a las serranías de la Huasteca Potosina, de
Guerrero, o de Michoacán, abundando también en el paisaje urbano; en la
Catedral de la Ciudad de México, rodeada de árboles como era en el Siglo XVIII,
en las calles de Taxco, ciudad donde el pintor vivió en los últimos años de su
vida. Con su viejo amigo Rodrigo Ávalos salían de jóvenes juntos a pintar los
cerros y los atardeceres, las iglesias y cúpulas del cascado y bello Durango,
captando sus imágenes también el alma de sus gentes y de sus costumbres -e
impulsando con ello un sano provincialismo bajo la solfa de un mundo espiritual
que, como recuerda el maestro Héctor Palencia Alonso, da unidad esencial a la patria chica al estar construido
por las comunes imágenes, valores, tradiciones, costumbres, usos sociales y
formas de vida con las que el ser humano se desenvuelve desde la infancia.
Contemplación
de México, esa tierra de pintores y de volcanes, modulada por la mano creadora
del artista luego de ser purificada por un baño de luz, desde la perspectiva de
sus más grandiosos estallidos atmosféricos y bajo la forma de bellísimas
composiciones, donde aparecen las montañas dormidas, los volcanes del valle de
México, los montes y las serranías, como protegiendo más allá de sus faldas,
los poblados y los campos labrantíos –obra a las que habría que sumar sus
trabajos de acuarelista. Tierra de encanto y maravilla, es verdad, representada
por el pintor bajo un estilo fiel y veraz es sus cumbres detenidas, posadas con
sin igual gracia en el verde espacio de sus valles.
III
Sin
embargo, el estilo que daría fama a la firma de Horacio Rentería es el de un muy cuidado
miniaturismo, no exento de preciosismo, vertido a la vez en una pintura
esencialmente decorativa y costumbrista, a la vez ostentosa e idílica. Obra que
en cierto modo tiene como tema la inocencia, la ignorancia del mal, siendo así,
a su manera, ingenua, donde se da también continuidad a un estilo nacional que
se formó a finales del siglo XVIII en México y que, por tanto, tiene también
algo del arte antiguo novohispano y del arte del copista.
Su
pintura, que se dio a conocer internacionalmente en la década de los 50´s
–tiempo en el que se destruía el baluarte de tesoros barrocos dispersos en la
ciudad de México-, es así el intento por restituir los símbolos más caros de la
identidad nacional, arraigados tanto en su mirada a los enormes paisajes, junto
con los que nos hacemos familiares del mundo, como en su visión de la vida
íntima, de las costumbres hogareñas, donde se preserva una buena parte de lo
mejor de nuestra tradiciones y de nuestra identidad colectiva. Se trata, en
efecto, de cierta concepción del gusto, en cierto modo barroco, determinado por
el lujo –a condición de entender éste no sólo como riqueza, sino como la
abundancia generosa de la vida.
Su
paisajismo, a medio camino del clasicismo bucólico e José María Velazco y de
las atmósferas curvilíneas del Dr. Atl, se complementa así con las escenas del
mundo infantil, poblado de juegos y de costumbres, que refleja también las más
acendradas virtudes de la vida privada, cuando esta es alta, rica y profunda.
Por un
lado, el costumbrismo mexicano, en particular el que siguió a la escuela
española de Ignacio Zuloaga que aprendió de su maestro Guillermo de Lourdes. Espíritu
de escuela, es verdad, entendido en el mejor sentido, que no resta
espontaneidad ni libertad creadora, adaptándose a la personalidad del artista,
quien no busca la originalidad per se,
como es moda en la actualidad, sino la originariedad: el ir derecho y sin
artificios a las raíces mismas de la tradición como fundamento de toda una
cultura, y que por ello se expresa y se encuentra como contenido refractariamente
en sí mismo. Por otra parte, es notaria la absorción de un estilo, más que
decimonónico, novohispano y barroco, en cierto modo de corte popular y muy
tradicional, donde se da el rescate de algo muy íntimo, que nos ha pasado de
noche en estos tiempos revueltos: la importancia de la dignidad de la persona y
del lujo de la vida; quiero decir, de la esencia de la vida personal y de su
íntima alegría.
Margarita
Nelken ha dicho que su estilo puede considerarse como “neoprimitivo”, probablemente
por haber sido el pintor durangueño más o menos autodidacta, reconociendo sin
embargo en su labor una gran calidad en la representación de las carnes, en los
detalles de la indumentaria y en los paisajes, cualidades todas propias de los
pintores antiguos. No es verdad, porque su estilo es notable más que nada por
el realismo profundo alcanzado tanto en la inmensidad de sus paisajes como en
su laboriosa representación de los infantes –destacando, ciertamente, los
detalles urdidos en la indumentaria de sus figuras, que llega incluso al
preciosismo, a la manera propia de los pintores antiguos que seguían una
técnica miniaturista logrando, en virtud de su oficio y su maestría, finísimas
transparencias en las orlas de las gasas y en los sutiles encajes de los
vestidos, dando con ello una concepción poética de la cultura patria y en su
conjunto una regia visión simbólica y espiritual de México.
Se ha
dicho que su arte de los niños frisa el límite de lo cursi. Puede ser, sin
embargo, sin caer nunca en el mal gusto de lo acartonado ni en los empalagosos
almíbares de lo chabacano, gracias a una ternura casi mística y a una especie
de velo alado que deposita o con las que toca a sus figuras, producto todo ello
la impresión de una inocencia casi virginal, una distancia angélica, debido también
en parte al alejamiento respecto de las oprimentes condiciones de la existencia,
por haber en su obra dos componentes, prácticamente olvidados en la actualidad,
que solicitan la mirada del espectador: el lujo y la alegría. Por un lado su
obra, en efecto, es la expresión del lujo, primero en lo que éste tiene de
actitud o de sentimiento del mundo con respecto a la riqueza; es decir, de
despilfarro. Porque el lujo es efectivamente esa actitud por medio de la cual
la riqueza se lava de sus herrumbres de avaricia, que introducen la escases y
la dominación en el mundo, para valorar lo económico más allá de sí mismo, más
allá de su lógica de mera acumulación o consumo egoísta. Por otro, porque en
ese lujo de la vida anidan valores sociales más amplios como son, más allá de
la belleza o de la abundancia, la cultura y la tradición, ennobleciendo con
ello y valorizando la riqueza misma.
Trascendencia pues de la misma riqueza y de la avaricia por virtud de la
generosa prodigalidad que, en efecto, se expresa en un estilo barroco,
interesado fuertemente en las apariencias, pero que no por ello oscurece el
fondo ni eclipsa el sentido trascendente de la vida, sino que, por lo contrario,
se sirve de la representación de la abundancia más bien para revelarlo –dejando
constancia así, por más que sea sólo de manera meramente formal, de la adhesión
a ese sentido metafísico de la vida que late por debajo de las apariencias
sensibles. Postura más ética que estética, pues, y más metafísica que moral, de
no ocultar las riquezas, sino de ponerlas al servicio de la revelación de la
belleza interior –y que por tanto implica una crítica de la forma a favor del
contenido, donde se manifiesta la riqueza y la prosperidad en lo que tienen de
prolijidad y de abundancia compartida y, en este sentido, de superación del
principio económico fundado en la explotación del trabajo y en la escasez. Así,
el lujo funciona más bien entonces como un emblema de la riqueza: como la
expresión de su nobleza, como aquello que la hace arraigar en la tierra para
ser como ella, como la exuberante naturaleza y la tierra pródiga, restituyendo a
la cultura el sentido natural de la tierra y de la naturaleza en lo que tienen
de abundancia y de fruto compartido.
La pintura
de Horacio es también, por sí misma, un objeto de lujo, tanto por su
laboriosidad, por acumular en un pequeño espacio una gran cantidad de trabajo, y
cuyo principio es primordialmente artesanal, teniendo como valor agregado su
relativa escasez como producto –que, a la postre, es lo que le dará su
carestía, su precio a la obra. El objeto lujoso presenta así y representa esos dos
sentidos compartidos: el de la belleza laboriosa y el del precio. Sion embargo
en sus obras no hay un paso de lo artesanal al artificio, ni del oficio a la
técnica o de la maestría a la profesión, por quedarse el artista arraigado a
los valores puramente originarios de la artesanía: una maestría barroca en el
detalle, un dominio cada vez más logrado del oficio e incluso una veta
culterana, un arte de clerecía, que
no por nada encontró pronto su precio –aunque no para él, porque lo que el
artista buscaba no era tanto el preciosismo del símbolo, del camafeo, que se
convierte en mero objeto lujoso y que por tanto puede convertirse o trocarse
por un precio, que es lo propio del arte burgués (que a fuerza del interés por
el precio despoja a la obra de arte incluso de significación). porque lo que
buscaba el artista es otra clase de preciosura, más escondida y más íntima, más
hundida en la naturaleza de la tradición y de la tierra fértil del sentido: los
tesoros espirituales del alma de un pueblo, la raíz de su encanto, de su gracia
y de su alegría. Porque, así como los tesoros escondidos que guarda la tierra
son revelados por el trabajo del hombre, que son los tesoros naturales
sepultados que el hombre desentierra con sus manos, Horacio Rentería descubrió
con sus manos en la historia misma de la tradición colonial mexicana uno de sus
grandes tesoros escondidos: el valor de nuestras más validas costumbres, donde arraiga la vida íntima y la
alegría de la inocencia.
Lo que
ponen de relieve entonces sus retratos es el lujo de las formas, entendidas
estás bajo el matiz de las costumbres: de la cultura castellana rayada de
azteca, caracterizada con las notas de
la amabilidad, de la cortesía, de la caballerosidad y de la educación, virtudes
que apuntan todas ellas a la reintegración (o a la nostalgia) de una cultura
modelo a todas luces superior. El fondo de esos contenidos aparece entonces no
como algo oscuro u ocultado, sino como una transparencia que nada oculta, sino
que es radiante; como un misterio también, sin duda, pero cuyo contenido de fe
trascendente es el mismo que el misterio radiante de la vida, el de la
animación de los cuerpos orgánicos, de las formaciones sociales y de la cultura
misma –de lo que sólo se manifiesta, que es algo, dado, imposible de explicar o
demostrar, por resultar ya del todo inanalizable.
Pintor sui generis de extraordinaria fantasía
creativa, Rentería desarrollo, en su serie más exitosa el tema de los “Niños
Virreinales”: niños y niñas espléndidamente vestidos a la usanza colonial,
posando en espacios típicos mexicanos o ensoñados y portando todo tipo de
objetos. Uno de sus elementos predilectos es así el del juego –en todo lo que
tiene a la vez de seriedad y de inocencia. Porque el universo del juego, por el
que también se ha definido al hombre (homo
ludens), tiene un elemento sine qua non de profunda gravedad, por ser el
juego la arena sobre la cual se proyecta toda la fantasía del mundo futuro,
como valores latentes y electivos a realizar en el transcurso de la
temporalidad. Porque el mundo de los juegos infantiles es algo más que el de un
mero esparcimiento o una ejercitación de las facultades para su desarrollo: es
también la semilla de la fantasía y del
relato, donde el niño prueba en el presente las virtudes del mito
proyectándolas a la vez en el ahora intemporal y presintiendo así las
construcciones de la vida adulta –pues, a fin de cuentas, el niño es la
reliquia del hombre.
Así,
desfilan por su obra toda suerte de juguetes, de mascotas, de adornos y de
implementos: cacharros de cocina, piñatas, alcancías de barro, papalotes,
caballitos de cartón, barcos de papel, polluelos, patos, pericos, perritos
falderos y gatos, pelotas, soldados de plomo, calaveras, flores, tambores,
trompetas, muñecas, sonajas, caballos, cuervos, pañuelos, santos, carriolas,
paraguas… haciendo con ello una especie de inventario de los bellos objetos de
la cultura artesanal mexicana que, en su diversidad, dan una idea de la
totalidad y en cierto modo también de lo infinito. No faltan entre aquellos
objetos las galas, que si bien sujetas a las modas europeas de la etiqueta y
del buen vestir, añaden a las costumbres nacionales elementos autóctonos,
adaptándolas así a las propias circunstancias bajo el orden de un estilo ecléctico,
a la vez de rica fantasía y de contenida sobriedad.
Representaciones, sin embargo, no carentes en ocasiones de dramatismo,
en donde los espacios se sumergen en laberintos compositivos que tienen la
estructura del damero, del juego de damas o del ajedrez –cuyas figuras
geométricas cuadradas y colores alternados de negro y blanco sirven para
simbolizar la reunión de fuerzas contrarias y opuestas, encuadrando con ello
las situaciones conflictivas de la existencia: la lucha de la razón contra el
instinto, del orden contra el azar, de las combinaciones y contradicciones de
la fuerzas, tanto materiales como espirituales, que simbolizan las diversas
potencialidades del destino y el lugar más íntimo de las oposiciones y los
combates, expresando por ello el mismo drama cósmico de la existencia -un poco
a la manera de Remedios Varo o de Benjamín Domínguez.
Pintura a
la vez didáctica y nacionalista; esfuerzo de síntesis también, donde
refractariamente se conservan los símbolos más caros de la identidad nacional,
que han quedado latentes en nuestras costumbres a la vez como emblema y semilla
de nosotros mismos: como una promesa de
participación compartida, de pertenencia y de futuro cumplimiento –que a
la vez nos enseña, por contraste, la proletarización creciente de la burguesía
actual, en pago o sanción histórica creciente por no haber cumplido su misión de
educar y elevar a la plebe. Microcosmos de gran miniaturista que contienen, por
decirlo de algún modo, al mundo entero en una nuez. Pintura fuertemente
costumbrista e intimista no exenta de romanticismo, pues, que incluye en sus
composiciones desde el paisaje natural hasta el urbano, pasando por las vivas
naturaleza muertas, constituyendo el otro polo, opuesto, complementario y
necesario, de los grandes tableros muralistas.
Pintura
ricamente nacional, en la que es evidente una tendencia conservadora, que lucha
por preservar la tradición y que, en casos, es incluso monárquica, al hablarnos
no sólo de la dignidad humana, sino incluso de la nobleza y de la majestad de
la persona –derivándose de todo ello un tono inglés y un sabor afrancesado que
buscan, junto con los elementos autóctonos, una síntesis universal. Aristocracia
del espíritu, efectivamente, no corroída por los vicios, cuya relación con la
riqueza se orienta decididamente en el sentido de la cooperación de las clases
tanto en la educación como en el trabajo, y donde se corona el ideal nacional
del mestizaje.
Más allá
de las bizarras morfologías de la melancolía o de las tumefacciones de la
nostalgia, los cuadros de Rentería nos presentan también al hombre que juega a
volver, con no menor seriedad, no tanto a ser niño cuanto a ser inocente –no
inocente como los animales del cinismo, sino con la segunda inocencia que nos daría la pureza de espíritu, del hombre
que ha vuelto al camino del centro para reconocerse a sí mismo y lavar las
herrumbres de su alma (no de sus procesos mentales, sino de la misma esencia de
su ser como entidad ontológica).
Sus obras
de arte resultan de tal manera auténticas, porque su significación, su
contenido, alcanza el ser. Precisamente porque son significativas como una
persona, no como un objeto, no como una cosa que no quiere decir o dice
cualquier cosa, sino como una mirada que mirando al pasado también nos mira en
el presente y en nuestra proyección futura: como esas miradas verdaderas, que
desbordan interiormente y nos quieren decir algo: que las aceptemos y que les respondamos.
Su arte, así, es también un esfuerzo por dejar constancia de lo que somos y de
los que nos ocupa, dando a la vez con humildad a las costumbres su lugar de
prioridad en la vida, y simultáneamente celebrando con orgullo el misterio
radiante de esa misma vida cuando se logra armonizar con las normas y
principios éticos universales en una sociedad.
Arte
claramente decorativo, pero que además está vivo, que no manifiesta una vida
enfriada, vaciada o en una mera forma, sino que expresa en el gusto por las
apariencias externas el interés por la cultura, que remite a contenidos
espirituales internos; donde no hay, pues, propiamente ni dentro ni fuera, por
ser su realismo profundo minuciosamente íntimo y ponerlo en relación con la exuberancia
de la vida -manifestado todo ello en esa calidad del oficio, que se relaciona
con un amor artesanal con la materia y que se traduce en la calidad terrenal, a
la vez casi celeste, de sus paisajes, pero también en la calidad de la
encarnación de sus figuras. Arte, pues, que sin dejar en ningún momento de ser una
artesanía, encuentra en la moral del oficio una autoridad y una maestría, convirtiendo
así cada una de sus representaciones en una meditación y en una vía de
sabiduría. Arte que abre las puertas y nos comunica directamente con nuestra
alma interior, donde no ha muerto el tiempo histórico, ni la solidaridad con los
espacios cósmicos y aéreos, pero tampoco ese núcleo sagrado que constituye la
integridad de la persona.
Pintura
que se inscribe así y de lleno en la escuela mexicana, por buscar el meollo de
la identidad nacional, obedeciendo entonces a las tradiciones de la vida íntima
y popular no estancadas del todo en un pasado irrecuperable o perdido, sino
vivas en sus semillas, y que están manando todavía de la fuente de nuestra
cultura occidental, criolla y mestiza, donde supersiste algo del sueño estético
y latinoamericano de una futura “raza cósmica” caracterizada por su nobleza de
espíritu, por su sencillez, y por el
refinamiento de sus formas y de su gusto estético.
Inspección
también al alma colectiva que, aunque distorsionada por quienes se empeñan en
mentir su destino, quisiera seguir siendo fiel a ese su espejo diario, para
encontrar en ella la medida de su fuerza y de su felicidad futura. Pintura,
pues, preñada de más allá, de futuro vislumbrado; también de pasado y de
presente, pues constituye su arte una reflexión, latente como una semilla, ligada
al Siglo del Esplendor en México (el Siglo XVIII), de una cultura que se soñó
independiente, autónoma, a su manera también central, no tanto por imperial o
monárquica, sino por el anhelo de unidad y de una vida más plena, incluso
lujosa, que coincidiera en su camino con la senda que lleva al centro de alma
de la persona.
Necesidad
urgente, pues, de definir un estilo y de sazonar un gusto nacional auténtico
–para resistir también a las oscuras asechanzas, siempre presentes, del enemigo
oculto. Un estilo que no sea un “ismo” más, que se aleje en definitiva del
vulgarismo y de la mala fe, con lo cual Horacio Rentería colaboró con su grano
de sal a resolver la aguda problemática que tanto afligió a los pinceles
revolucionarios de la generación anterior y de la suya propia –no siendo ajeno
por ello ni a temas centrales que tanto afligieran a las grandes figuras del
arte contemporáneo nacional, ni a los inaplazables reclamos de la justicia
social.
IV
A últimas
fechas se han ido descubriendo interesantísimas obras del pintor oriundo de Analco. Sobresalen
entre ellas dos cuadros sobre los “Virreyes
de la Nueva España” y una copia de un cuadro de Sor Juana Inés de la Cruz.
Tanto “Los Virreyes de la Nueva España.
1525-1821. De Don Fernando a Juan Ruiz de Apodaca”, como “Los Virreyes. De Hernán Cortez a Juan de
O´Donojú”, son retablos inspirados en las obras pertenecientes a la época
colonial que se encuentran en el Museo del Virreinato de Tepozotlan, en las
cuales, a partir de un estilo sobrecargado y barroco, van desfilando los
gobernadores novohispanos, siguiendo una trayectoria de 300 años de colonia
española, en que México fue absorbiendo una sabia y modelándose hasta alcanzar
en el Siglo XVIII su época de esplendor, sobresaliente por sus palacios no
menos que por su arte y sus refinadísimos ingenios.
El pintor
Horacio Rentería Rocha, quien fuera humilde profesor por muchos años, fue
ahondando en su conocimiento de la historia de México tanto como su
sensibilidad estética, halló en el arte de la copia un estilo propio, personal, de
gran fantasía creadora. Siguiendo la obra de José María Estrada y de Agustín
Arrieta parafraseó el estilo de la pintura barroca en una versión a la vez
sintética y personal, superando de tal suerte la mera calca mecánica
de sus modelos para alcanzar una versión muy original de aquella época y
estilo, ya despojados de sus excesos sobredorados y tenebristas.
Así, la
época en que se desenvuelven sus figuras resulta incierta, pues nos hablan de
un tiempo un poco inventado y de un siglo o mundo ya caduco, pero visto a la
vez con ojos nuevos, activando, fertilizando sus obras por el descubrimiento
del secreto elixir de vida que rejuvenece la historia. El realismo profundo de
su arte estriba entonces en ese amor desprejuiciado a la tradición, que da esa
especie de sobrevida que encierran sus obras, potentes para despertar los
ideales dormidos que alimentaron a toda una cultura -ya purgada del lastre que
implica su encarnación en el tiempo, ya purificada de las adherencias
hirientes, amargas o corrosivas, con que todo lo espiritual se impregna y
mancha en su tránsito por establecerse en el mundo. En este sentido son dignas
de mención sus obras sobre las “Niñas y
Monjas Coronadas”, pero también su impecable lienzo “Sor Juana Inés de la Cruz. Siglo
XVIII”.[5]
Obra sobre
todo lírica y viva, pero que no por ello desatiende la severidad de las normas,
las pinturas de Horacio Rentería exploran un territorio prácticamente virgen en
la creación estética, pues a la vez que quieren ser estrictamente modernas sin
por ello guardar ningún temor en dar continuidad a la tradición y recurrir a
las técnicas de los pinotes antiguos –iniciativa que ha logrado acuñar
continuidad en la tradición mexicana. Obra tendida hacia el futuro y que a la
vez se alimenta del pasado, absorbiendo el estilo novohispano -como muestra de
ello podría citarse el retrato del Marqués de Jaral de Berrio, montado en su
caballo "El Tambor", temple sobre lámina de marfil, obra mexicana de
hacia 1800.[6]
Rentería realizó así interesantísimas copias del arte novohispano, barroco y
colonial, absorbiendo el espíritu de aquella época, despreciado por jacobinos e
ignorantes de toda laya, pero cuyo legado es, sin embargo, uno de los grandes
tesoros del arte y la cultura mexicana de todos los tiempos.
Visión
poética y profética de México, es verdad, que inquiere persistentemente sobre
nuestra identidad, sobre el ser que íntima e históricamente nos constituye, que
nos dará al cabo madurez y acento propio; también reflexión sobre las
preocupaciones esenciales que permean toda una época del México contemporáneo, vertida
en obras de gran carácter, a medio camino de la copia y de la invención, cuyo
esmerado trabajo y humildad artesanal ha dado a Horacio Rentería una especie de
autoridad en la historia del arte mexicano, ganada a pulso por la incuestionable
maestría de sus realizaciones.
V
Pintura
costumbrista, un poco inventada, idealizada quiero decir, de un México ensoñado
donde la naturaleza muerta florece y el paisaje, tanto bucólico como urbano y
arquitectónico, se ahonda, crece o se expande obedeciendo a los ritmos de su
propia libertad creadora. Pequeños y detenidos alephs, donde reposan las cifras
de un mundo de estabilidad y de bonanza contenido en pequeñas nueces arrojadas
al río del tiempo, y donde navega un orbe de valores nacionales capaces de
meter en un frijol todo un palacio -sin caer por ello, empero, en los extremos
de las pulgas vestidas. Eclecticismo alimentado por diversos estilos, escuelas
y épocas que sin embargo se resuelve en una especie de muy atemperado
refinamiento barroco, cuyo horror vacui queda
colmado en un caldo primordial saturado de con los elementos de la vida.
Pintura
ecléctica, es verdad, desarrollada por un artista sui gneris, poseedor de una gran fantasía creativa no menos que de
una gran profundidad de visión -profundidad de campo, quiero decir, cuya
hondura es más que nada cronológica, pero que a la vez se desenvuelve sobre la
línea horizontal y geográfica de la distancia para darnos una especie de
oriente, un punto cardinal donde se abrazan en el horizonte del sentido una definida
constelación de valores propios, concretos, sin disputa mexicanos por su
ejemplaridad, que van más allá del folklore o de lo meramente típico, potentes para
guiarnos por entre los escoyos y abruptos precipicios de los tiempos revueltos
que azotan a la modernidad.
No es de
extrañar que ese dilatado universo axiológico detenido en los cuadros de
Horacio Rentería, este firmemente vinculado con el arte de la juguetería
tradicional mexicana, por encontrarse en ella un mundo en potencia, a la vez
diáfano e íntimo, que a su manera recrea también desde el mito hasta las faenas
diarias y futuras de la vida. Mundo no ajeno a la complejidad de la fantasía y aún
de la utopía, pero que simultáneamente se hermana con la alegría de las
recreaciones íntimas y de las horas compartidas. Pues desde los escudos de
armas municipales pintados en el Palacio de Zambrano con singular originalidad
por el artista, puede detectarse, post
factum, en toda la obra del artista, el imperativo de encontrar la identidad
regional y nacional, y de valorar el modo
específico de nuestra particular idiosincrasia como toda una manera de ser y de
estar en el mundo.
VI
El valor
de la firma es el valor de ese gesto con el que el autor rubrica y da cima a
una obra; gesto que representanta también un carácter, un genio, sintetizando
en él los valores propuestos por el artista. Condensación de toda una
personalidad y de un estilo, de un hombre, la firma es la señal inequívoca de
su originalidad, es decir, de su autenticidad. Se trata, así, otra vez, del
valor de la identidad, pero esta vez de la historia personal –pues la firma
auténtica es aquella que vale oponiéndose a la falsificación.
El valor
de la firma, asociado a la originalidad de la obra y a su validez estética como
producto cultural, encierra en sí misma las dos coordenadas de la existencia de
cada esencia humana, cuya cifra no es otra que la de su universalidad y la de
su autenticidad. Se ha dicho que el estilo es el hombre; es cierto, porque en
el estilo condensado en el gesto con que se rubrica una obra, en su firma,
deben latir al unísono la universalidad de ciertos valores compartibles, de un
ideal de belleza, de una norma resistente al devenir y al diente roedor del
tiempo, y la validez de una técnica, cuyos modos sean la activación de un recto
y cuidado procedimiento -pero que a su vez tanto ideal, norma y procedimiento
sean conformes a una sensibilidad, particular, concreta, amoldados a una
existencia limitada, singular, para volverla auténtica, original y fértil.
Sensibilidad cuidadosa de la universalidad de la manera y del estilo,
pero ni atenazada por dogmas ni desordenada por las mecánicas automatizadas o
por las exigencias desmedidas del mercado, o de lo pomposo, de lo hinchado o de
la pasión por lo ilimitado, es la obra de Horacio Rentería también un símbolo,
insólito por lo demás, en el desarrollo de la historia del arte mexicano
-justamente por situase más allá de la idea hipnótica del progreso o del
historicismo, dándose por ello en ella una feliz yuxtaposición de épocas y
estilos. Sus obras, efectivamente, tienen algo de emblemas, por rescatar una
serie de valores que, refractarios al tiempo, fueron imantados por sus
pinceles.
No es por
tanto de extrañar que su obra sea hoy en día muy buscada por los grandes coleccionistas,
ni que se encuentren sus pinturas en las galerías de las grandes ciudades y en
las casas de los hombres más acaudalados del planeta, así como en las más
renombradas colecciones privadas, siendo atesoradas por personajes de la talla
del director de orquesta Leopoldo Stokowsky, la familia Vanderbilt, el actor
Henry Fonda, el modista Cristian Dior, la viuda del presidente de EU Johnson,
Laydy Bird Johnson, el expresidente de esa misma nación, William Delano
Roosevelt, de Solan Simpson, ex esposa de William O. Dwyer, el ex embajador
norteamericano, quien posee una de las mayores colecciones de su obra, la señora
Carmen Landa de Beistegui, el español Marques de Cuevas, el coleccionista mexicano
Salvador Junco, y también por algunas instituciones como el Instituto
Mexicano-Norteamericano de Relaciones Culturales.
A pesar de
que la vida del artista estuvo llena de necesidades y de dificultades, saturada
de privaciones, de dolorosas rupturas, separaciones y conflictos, de luchas
contra las capillas, de abusos y mentiras,
Horacio Rentería supo atinar en su arte con esa especie de
sobresignificación de la vida, que mantiene fresco a su arte, disfrutando así
de su trabajo, que realizaba de manera a la vez infatigable y metódicamente,
viviendo muy modestamente y luchando siempre por vencer la adversidad de un
medio hostil.[7]
El
abogado, mecenas de la cultura y mentor de los más altos ingenios durangueños,
el querido maestro Don Héctor Palencia Alonso, gran conocedor y difusor de la
obra de Horacio Rentería, encontró la palabra justa cuando escribió
refiriéndose al pintor: “No importa ser pobre ni vivir de modo inseguro, si al
fin se consigue dar con la sobrevida que
encierra la obra de arte.”[8] Palabra
justa, porque tarea de la cultura es también mantener viva en la memoria la
figura de aquellos hombres que han explorado y habitado un mundo espiritual,
que no perece con la desaparición física de la persona, y con cuyas cenizas se
fecunda la historia. Horacio Rentería Rocha así entregó su vida a su obra,
depositando su alma poética en cada pincelada, dando testimonio de su sensibilidad
y fantasía creadora como también de una visión inédita de lo mexicano, tanto de
su encantadora intimidad como de su ser geográfico y urbano externo, recordando
ahora su genio y figura, a manera de pequeño tributo, con el verso del bate
jerezano Ramón López Velarde que reza:
“Vengan a ver cómo es
que se despilfarra todo el ser”.
que se despilfarra todo el ser”.
[1] Horacio Rentería (Catálogo). Ed. ICED y Editorial Tiempo de
Durango, Durango, México, 2001. Existe
un libro sobre el pintor escrito por su segunda esposa, Elisa Coronado de
Rentería, el cual se presentó el 25 de septiembre de 1975 en la Galería
Nabor Carrillo (Hamburgo 115) de la Zona Rosa, en la exposición
organizada por el Instituto Mexicano Norteamericano de Relaciones Culturales.
Ver el artículo periodístico de Rodrigo Ávalos aparecido el 4 de mayo de 1972
en el diario La Voz de Durango.
[2] La Escuela
18 de Marzo de la ciudad de Gómez Palacio cambió de nombre en el año de
1940, durante el gobierno de Enrique Caderón, funcionado desde esa fecha como Instituto Industrial 18 de Marzo.
[3] Agapito Engels Cifuentes (1898-1996) nació en Pachuca, Hidalgo,
estando lejanamente relacionado con el famoso socialista alemán Federico
Engels. Estuvo en prisión por algún tiempo debido a los crímenes derivados de
la revuelta armada anejos a la Revolución. Teniendo alguna habilidad para el
dibujo cuando salió en libertad realizó una pintura para la hija del alcalde de
Pachuca, descubriendo en las copias del arte novohispano mexicano un mercado
extraordinario para ese tipo de pintura entre los turistas norteamericanos. Fue
así que comenzó a vender los retratos de Horacio Rentería, los cuales en un
principio intentó hacer pasar por obras coloniales, por lo que el artista se
fue adaptando a tales requerimientos, agregando a ellos inusitados ingredientes de fantasía. Al poco
tiempo Agapito Engels se hiso de su propio local en el mercado de la Lagunilla,
donde abrió una tienda de antigüedades y en la que se empezaron a hacer
conocidos los “Horacios”, que ya con firma eran buscados con avidez por los
turistas extranjeros, llegando a formar parte de la colección privada de
figuras como la de Katerin Hepburn. Para entonces el comerciante se había
cambiado el nombre al de Agapito Labios, siendo luego de su muerte sucedido por
su hijo, quien heredando su negocio también incursionó en la composición
artística y continuó en la venta de antigüedades.
[4] Héctor Palencia Alonso. Héctor Palencia Alonso y la Cultura
(Selección de Textos). Ed. ICED y
Artes Gráficas “La Impresora. Durango, México, 2006. Págs. 43 a 45.
[5] Cuadro expuesto recientemente como pieza maestra en el Centro Cultural
Mexiquense Bicentenario, en el año de 2010.
[6] El Marqués del Jaral de Berrio, Conde de San Mateo de Valparaíso,
erigió su hacienda de mezcal hace 240 años. Tenía mucho orgullo de su tierra,
del agave del que extraía su delicioso mezcal Jaral de Berrio. Incluso existe
un coctel "El Gran Berrio" en honor del Marqués. Guillermo Tovar de
Teresa nos relata que ese caballo fue el que sirvió de modelo para el “Caballito”
de Manuel Tolsá, la escultura ecuestre de Carlos IV. El retrato es una obra mexicana realizada al temple sobre lámina de marfil, hacia 1800.
[7] Cabe mencionar dos exposiciones de la obra autor: la realizada en el
Instituto México Norteamericano de Relaciones Culturales, a manera de homenaje,
en 1975; y la exposición en su tierra natal, Durango, auspiciada por FONAPAS,
con obras de la colección de su amigo y discípulo el pintor Rodrigo Ávalos, en
1985.
[8] Héctor Palencia Alonso, Apuntes de Cultura Durangueña. Ed.
Impresoras Gráficas. UJED. Dirección
de Comunicación Social. 1991. Pág. 72.
Buen día. Soy nieto de Horacio Renteria, estamos leyendo este artículos con 5 de sus hijos y gran parte de la información no es cierta. Me puede indicar quien le dio esta información? De antemano agradezco su atención. Saludo s!
ResponderEliminarDel abogado y director del ICED Héctor Palencia Alonso; espero que si hay errores o algunos detalles o cuestiones de fondo equivocadas me ayude a corregir el texto, y a completarlo de ser posible...
EliminarQuerido Alex, Querido Alberto, soy Fede LF, coleccionista y quisiera consultarlos acerca de esta información e imagenes de algunas obras, como podría comunicarme?
Eliminarpezneo(arroba)hotmail.com
EliminarDel abogado y director del ICED Héctor Palencia Alonso; espero que si hay errores o algunos detalles o cuestiones de fondo equivocadas me ayude a corregir el texto, y a completarlo de ser posible...
ResponderEliminarLic,Ana María Engel, Octubre 31, 2014, Soy hija de Dn, Agapito Engel Cifuentes (MEXICANO 100%) como en el comentario anterior su texto esta plagado de ofensas y mentiras. Yo conocí a HORACIO desde el día que fué a pedirle trabajo a mi papá. si quiere la historia real yo puedo decirsela y tambíen corroborarla.
ResponderEliminarNada más lejano a mi intención que deformar, despreciar o reducir el nombre de una figura esencial de las antiguedqades mexicanas como lo fue Don Agapito Engel, figura de por si legendaria entre los coleccionistas de M´+exico y de lagunilla... pero la fiarme del relato del Maestro Héctor palencia Alonso no pude en verdad nperder el tono de dramatismo a la compasión sentida por un artista como Rentería Rocha sumido en la penuria al final de sus días... que mantenía a muchos hijos, pobre, en medio de Taxco sin el reconocimiento en vida debido a su fama mundial como artista... etc. etc.... tono que enfatiza el drama humano, pero como le repito Sra. Ana maría Engels, en modo alguna quiso ofender la memoria de ninguno de aquellos grandes artistas y joyeros mexicanos... su historia, el otro lado de la moneda, nos encantaría saberla, pue que los Engels es una familia de extremo prestigio, no se si efectivaemente asociada al de la famosa fabrica de textiles del acaudalado Federico Engels, inventor a cuenta y riesgo personal del llamado materialismo dieléctrico, no sólo histórico llevado al extremo e la dialéctica de la naturaleza misma hasta sus capas geológicas más profundas, cosa ya inaceptable... que empero no le reduce su responsabilidad como el otro gran filósofo que originaria el archiconocido movimiento social político conocido como marxismo, por lo que van mis sincetras disculpas con estas líneas, y la reiteración a que nos contara más de ese gran personaje que fue el genial anticuario, sintesis y urna del mundo judio y el más mexicano de los nombres como es el de ese gran personaje que ha sido Don Agapito Engel....
EliminarBuen dia.
ResponderEliminarNo encontraba esta página desde hace mucho tiempo.
Claro que me pueden contactar. En estos momentos me encuentro con míos tíos (5 hijos directos de el Maestro Horacio Renteria) Victoria Renteria, Elisa Renteria, Salvador Renteria, Meliton Rentería y Jesús Renteria. Mi correo directo es alronces80@yahoo.com. con gusto los podemos atender y que se de una cita con ustedes. Saludos
Alejandro Ronces
Intente contactarte sin éxito , tengo una monja coronada al parecer del maestro Renteria , mi mail es
Eliminarvela_m70@hotmail.com
Gabriel M
Alberto algún número telefónico o bien un contacto de Facebook en donde lo puedo contactar. Mi contacto es Alex Ronces
ResponderEliminarTengo unas litografías de horacio renteria,me gustaría saber que valor tienen miden 50 x50 mas o menos.
ResponderEliminarFcogon16@yahoo.com.mx
Atte francisco chavez
Gracias
Ich bin der Eniel Daniel Velten Renteria die Werte für ORGINALBILDER bewegen sich bis zu 2 mio € ich selbst habe von meine Mutter das letze gemalte geerbt und ich wohne in Deutschland ���� bin bei Facebook zu finden Aktuell entsteht die Geschützte Marke Horacio 1912
ResponderEliminarLlego a mi una obra del maestro Horacio Renteria "Niña Virreinal" con el fondo Samborns azulejos.
ResponderEliminarSi existe interés, favor de contactarme.
Yo hace 3años conocí a un hombre q decía llamarse como el pintor yo nunca le creí q fuera hijo de el. Ya q vivía muy precario.y aparte veo q no tenia ningún hijo con su nombre.
ResponderEliminarsi,, tuvo varios hijos, incluso muchos, y creo uno se llama como él
EliminarHubo exposiciones en la cd.de México...quisiera verlas...gracias.
ResponderEliminarHola. Tengo una pintura que posiblemente sea de Horacio. Me podría ayudar a identificar si si es. Muchas gracias
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