Paty Aguirre (Fragmentarium)
XI.- De la Mística y sus Albores
Por Alberto Espinosa Orozco
Para cerrar
con los emblemas zoológicos, aparece en el retablo el símbolo del gallo.
Soñador intrépido, el gallo es imagen del orgullo y a la vez un símbolo solar
benéfico que suma a su estampa toda una constelación de virtudes, tanto civiles
como militares, las que corona con la previsión,
el valor, la bondad y la confianza. Animal que se quita el grano del pico para
dar de comer a las gallinas, es el gallo también talismán contra las malas
influencias de la noche, siendo sobre todas las cosas el símbolo por
antonomasia de vigilancia y de la luz naciente –relacionándose por el ello con
el Mesías, pues anuncia al día que sucede a la noche y, por tanto, la
supremacía de lo espiritual. Así, el gallo se refiere a una fase del desarrollo
espiritual, en donde encuentran unidad y armonioso equilibrio el espíritu y la
materia. El secreto gallo, enemigo de los enemigos de Dios, es también un
maestro de urbanidad -sin embargo, en su aspecto negativo, se relaciona con el
puerco y la serpiente, representando entonces el apego, la cólera y los deseos
desmesurados contrariados.
Figura, pues,
que preside la sección final del retablo, pues, y que nos habla de la larga
noche de el espíritu y de los tiempos de prueba y purificación, de los tiempos
finales de los que hablan los profetas. También de una nueva actitud frente a
las fuerzas de la noche, la cual marcha en dirección de la maceración del la
carne por la vía de la ascesis y de la purificación del cuerpo por el agua y el
Espíritu. Aparece entonces la imagen del un rostro sufriente femenino, acaso en
trance de beatitud, la cual representa ambiguamente, el éxtasis de la
contemplación de la vía mística y de la ascesis. Vía cuya misión no es otra que
la de disolver al hombre profano, aniquilando progresivamente las formas
vulgares del equilibrio psíquico mediante la humillación de la condición
humana, extinguiendo así la voluptuosidad, la concupiscencia y la bonanza de los sentidos, agotando con ello el deseo
de comodidad y la escoria depositada en el cuerpo por obra del pecado -para con
ello restaurar la luz pura que hay en el principio de lo creativo. Su técnica:
desvalorar la vida profana, someter al imperio del espíritu todos aquellos
receptáculos donde se incube el chancro de la pequeñez humana, todo aquello que triunfa en la
apariencia, que se solaza en la vanidad, y que en su fondo es polvo,
disolviendo con ello la oscuridad del ama inferior para concentrar con ello el
fuego siempre vivo del espíritu –confiriéndole así al ser humano una dignidad
que desde hace mucho ha perdido ante las filosofías modernas.
El
cristianismo ha sido en este campo también la guía para recuperar la salud
espiritual de la humanidad pues, por virtud de sus creencias en un orden
trascendente, canaliza las pulsiones humanas detonadas por la sed de infinitud
y de absoluto en una dirección luminosa y creativa, al proporcionar un sentido
a la vez concreto y central a la existencia en base a un concepción metafísica
coherente, de la que mana un simbolismo no discordante, potente incluso para amalgamar lo social en un
orden superior.
Las imágenes
cristianas en el políptico nos hablan así de una sed de redención en la cultura
contemporánea y del esfuerzo permanente por restituir las normas primordiales
de la existencia, dando con ello continuidad a las verdades trascendentes y a
las tradiciones milenarias suprahistóricas. Camino que lleva a la lucha por
desolidarizarse de las esencias caducas, demoniacas e infernales de la
sociedad, pero que en el fondo no es sino una eterna invitación al amor y una
renuncia al egoísmo –porque sólo por el amor el hombre llega a ser
verdaderamente libre, controlando la bestia y dominado al demonio que radican
en el interior de la naturaleza humana inferior. Imágenes, pues, que apuntan en
la dirección del establecimiento de una comunidad de amor en verdad libre, que asegure la continuidad de la nobleza
humana -en medio de una constante lucha contra las heterodoxias y soterradas
herejías del mundo moderno, exasperado por la presión histórica del temor, ya bimilenario, a la verdad del cristianismo,
porque la verdadera tarea del cristianismo es la lucha constante contra las
confusiones programáticas, contra los truismos de las modas y contra las
herejías. Superioridad del cristianismo,
en efecto, que empero devalúa la imagen que el hombre tiene de sí mismo al
homologarlo con niveles cósmicos inaccesibles al hombre profano y nunca antes
vistos por el paganismo.
Lucha
espiritual es verdad, porque las verdades fácilmente se olvidan, mientras que
los errores y las confusiones se adaptan por todas parte y reaparecen siempre
bajo nuevas formas, cada vez más fascinantes, más modernizadas, más atractivas
–pero en cuyo interior late la tendencia de hacer regresar al hombre a la
animalidad o a la miseria física o moral, de tal modo que no pueda más y se
refugie en la embriaguez, en la bajeza, en la bestialidad, en la inconsciencia
o en la herejía. Dando todo ello cono triste corolario el hombre de la
existencia, descreído no ya digamos de Dios sino hasta de las esencias, ayuno
de orden moral y despersonalizado, carente de empatía, insensible ante el
prójimo, que adopta las convenciones y reglas sociales sólo para evitarse
inconvenientes o para obtener ventajas, y que reacciona con escándalo ante el
cristianismo, por el temor inconfesado a que su metafísica destruya por
completo la imagen que el hombre en estado natural se hace de sí mismo.
Resistencia, pues, que no sólo se expresa como violencia por parte del
paganismo, sino como una tensión angustiosa por parte de cada individuo,
incluso por parte del converso, ante la dificultad de remover otras formas
mentales y de renovar una imagen antropológica que restituya los componentes
metafísicos –desconfianza y temor que inspiran igualmente las personalidades
creativas, las cuales representan para el individuo una fuente de desasosiego e
inquietud. Mundo moderno, pues, reacio esencialmente al cristianismo; mundo de
sociedades urbanas donde se dan cita una profusa mezcla de imágenes
antropológicas, siendo la lógica y los símbolos del hombre moderno aquellos que
condenan la inocencia y donde se envidia al vicio, viendo sin embargo en el
prójimo el tamaño del infierno y en el vecino a un demonio.
Intento, pues,
por reconstruir todo un ideal de vida ligado a la sencillez de la vida, a la
autenticidad, a la marca de origen, a la profundidad dogmática de las virtudes
teologales, a la preeminencia de la trascendencia de la mística y de la
metafísica, a la poesía y a la sinceridad cristiana, pero sobre todo tentativa
por reivindicar una serie de principios, que al ser desdeñados por las filosofías modernas, no han logrado
fecundar el alma del hombre occidental y que son por ello la raíz cegada de su
propia crisis: el valor del símbolo, de su autonomía y su eficacia espiritual.
Porque el símbolo visto en lo que tiene de principio metafísico, contrariamente
a lo que suele pensarse, expresa en el fondo es una profunda sed ontología de
conocimiento de lo real. Su técnica de la real a la vez que evita los
automatismos psicológicos y reacciona tanto contra los esquemas abstractos y
formales como contra las ilusiones, es un intento por expresar lo concreto, lo
dado, tal como se presenta. Actitud metafísica, pues, que adquiere todo su
valor a la prueba o el documento que esta detrás de la experimentación empírica
sino en la medida en que estos participan de lo real y se relacionan con la
autenticidad de la persona –donde se toman en cuenta la evidencia de las
experiencias irracionales, reconociendo con humildad la limitación humana, que
es su finitud, sin por ello renunciar a la universalidad de la verdad y de los
valores de la metafísica y el simbolismo, que son tradicionales en virtud de su
profundización en los más altos niveles de la racionalidad, al sondear las
profundidades del ser infinito, siendo por ello suprahistóricos o
transhistóricos y por ello mismo justamente universales
No hay comentarios:
Publicar un comentario