Paty Aguirre (Fragmentarium)
X.- Metafísica de la Luz
Por Alberto Espinosa Orozco
Los peces
representan un complejo símbolo, pues por un lado, al sumergirse en las aguas
inferiores y vivir en el mundo subterráneo, representa lo impuro y la confusión
de los elementos, donde queda
identificada la cabeza con el cuerpo, siendo por lo demás la morfología
cilíndrica del pez semejante al falo. Sin embargo, el pez es también símbolo de
vida y fecundidad, de prosperidad y suerte, relacionándose en este sentido
con Cristo y sus apóstoles, que son
pescadores, fuerza salvadora e instrumento de revelación, refiriéndose entonces
el pez a la restauración cíclica del nuevo nacimiento y a la manifestación que
se produce en la superficie de las aguas -apareciendo así el pez en el sacramento
de la eucaristía al lado del pan y el vino. Los tres pescados pareciera así
hablarnos del misterio de la eucaristía, pues si son el Padre, el Verbo y el
Espíritu Santo los que dan testimonio del cielo, en la tierra la unidad es
conformada por el pan del Espíritu, por el pez del agua y por el vino de la
sangre, pues los tres elementos conjugados posibilitan la comunicación Dios si pedimos una cosa de acuerdo a su
voluntad.
Imagen
reforzada por el símbolo del león, el cual si empezó por representar la imagen
de la fuerza despótica e incontrolada, encuentra sin embargo en este contexto
su contraparte iconográfica: es el león de la tribu de Judá, que salvará en los
tiempos finales al pueblo elegido, siendo entonces emblema de Cristo como
Doctor y como terrible Juez, que es portador de conocimiento, pero también de
la justicia y la resurrección. Se trata entonces del aspecto solar del león,
asociado al rejuvenecimiento de las energías cósmicas y biológicas periódicas,
siendo en el plano iniciático guardián del castillo misterioso o de un umbral
de difícil acceso.
En contraste
con la serie de imágenes que hacen alusión al psiquismo aquejado por debilidad
o la soberbia, aparece ahora en la obra la figura central y redentora de
Cristo, tocado ya con la corona de espinas en el momento de tomar la cruz. La
imagen resalta de entre las demás por su claro colorido, por su belleza de
trazo y evidente luminosidad y pureza, incorporando la figura una serie de
emblemas que lo caracterizan en su pasión, poniendo la artista de manifiesto en
la mirada del santo tanto la tristeza de Cristo como su pertenencia a un orden
trascendente que nos rebaza por todas partes, al ser hijo del Altísimo.
Tristeza por la gran desgracia humana, consistente en que el mundo y su propio
pueblo no lo haya reconocido, que se hayan incluso escandalizado por su venida
y por su doctrina, haciendo que la fe, y no del pecado, sea motivo de
persecución. Que sea motivo, pues, de señalamiento la creencia de la
pertenencia de Cristo a un orden trascendente, de que el hijo de Dios se haya
hecho hombre, de que haya encarnado en
medio de la historia para llevar su mensaje de amor infinito y de misericordia
a la humanidad; de que Dios se haya hecho hombre por amor, que haya sufrido,
que haya sido pobre, insignificante y abandonado. Escándalo, es verdad, de que
haya sido su misión el despertar al hombre, que cada uno se examinara a sí
mismo, reconociendo que Dios que es el creador y que decide de todo lo
existente, para que el hombre siguiera su camino apoyándose por virtud de la fe
y lucidamente en el poder que lo
fundamenta queriendo ser uno mismo al atender al fenómeno central del
cristianismo: el de la conversión del hombre a una vida espiritual.
La imagen se
presenta en la obra entonces como un punto a la vez de inflexión y de
equilibrio para la psique humana, pues el hombre esencialmente es una síntesis
de cuerpo y alma dispuesta naturalmente para ser espíritu. Así, orillados al
extremo de las preguntas últimas por el pentagrama convulso de nuestra época,
el retablo apunta a una respuesta que no pude tener sino una dimensión
espiritual: la promesa de Cristo de la salvación y la revelación de las
verdades arcanas del más allá, del
camino que lleva al hombre a bienaventuranza de la eternidad en la gloria de
Dios –todo lo cual constituye la real liberación humana. Porque el bien supremo
para el alma humana no puede ser otro que el de relacionarse directamente con
la verdad y desarrollar así, en la contemplación de su verticalidad o de sus
bóvedas altísimas, su espíritu singular, para alcanzar con ello la dignidad
espiritual que radica en cada uno de nosotros. Porque el espíritu, en efecto,
es un grado ascensorial de la conciencia, cuyo concepto, propiamente
ético-religioso, tiende a universalizar al yo por virtud de la aceptación de la
verdad, ligando por tanto al hombre fraternalmente con los demás hombres cuando
el alma se fundamenta transparentemente en Dios. La salida del laberinto
estrecho de la angustia y de la desesperación existencial, sea causada por
debilidad u obstinación, radica entonces esencialmente en relacionarse sin
rebelión y humildemente con Dios, siguiendo el ejemplo de Cristo y obedeciendo
los mandatos del Padre eterno, que es la salvación cuando el hombre mientras
más conozca más se conozca a sí mismo –desarrollando así la comunión con la
voluntad infinita, regresando a sí mismo con un vigor esclarecido en sus tareas
y en la aceptación de su finitud. Verdad, sin embargo, que entraña un riesgo
constitutivo, porque no es sólo índice de sí misma, sino también de lo falso (Veritas est index sui ot falsi).
Luminosidad
y transparencia de la imagen, porque Dios es luz y en Él no hay ningunas
tinieblas, siendo posible tener comunión y andar con Él cuando habitamos en la
luz y guardamos sus mandamientos, estando en el amor del Padre eterno, en el
amor del bien, que es estar en la luz –alejados por tanto del amor al mundo y
de las cosas que están en el mundo, de la concupiscencia de la carne o de los
ojos, de la soberbia y de la iniquidad del pecado, de las tinieblas que ciegan
los ojos y llevan a aborrecer al hermano.[1] Porque no hacer justicia, ni amar al
hermano, no es de Dios, sino del maligno, del diablo que ha hecho pecado desde
el principio y que con el mundo desconoce a Dios y aborrece a los hijos de
Dios, viviendo así en la muerte, siendo del mundo y hablando del mundo, que es
la instancia desesperada que oye los
desesperados. La esperanza, por lo contrario, está en Dios, en quien no hay pecado,
por lo que quien cree en Él cree se purifica a sí mismo -mientras quien no ama,
no conoce a Dios, porque Dios es amor.
Así, el
nombre santo del Señor, clemente, misericordiosos, raíz y origen del bien
universal y de todo deseo honesto, que encierra también el atributo de la
eternidad y capaz de superar todo obstáculo imposible al ser Todopoderoso,
lleva la gracia donde abundó el pecado –dándonos así la posibilidad de la
redención, a nosotros, viles pecadores, cautivos del mal y desviados de la
antigua senda por el mundo o por los espíritus malignos. La verdad de Cristo,
del verbo hecho carne, lleno de gracia y plenitud, no puede ser otra que la de
enderezar el camino hacia le Señor –pues Dios, por quien fueron creadas todas
las cosas, es la vida y la luz de los hombres.
El retablo
consagra un nicho también para la imagen
de la Virgen María en su pasión dolorosa. Porque si Dios es amor, y el amor es
sufrido, paciente y no se vanagloria, la Madre de Cristo no puede sino estar
movida por la piedad, siendo por ello elevada por la gracia de Dios por encima
de los ángeles y de todos los hombres, amada por Dios más que todas las
criaturas, -concediéndole por ello como grandioso misterio milagroso la
asunción corporal en vida al cielo. La veneración mariana tiene su raíz
teológica en ser ella intercesora y mediadora entre los hombres y la divina
trinidad. Su alma, en efecto, fue engrandecida ante el Señor y se llenó de gozo
porque miró a su sierva María eligiéndola como madre del Redentor, siendo su
concepción inmaculada, exceptuada del pecado original, es decir, libre del
pecado hereditario y por tanto de la presión generacional. La figura de María,
quien sufrió por su hijo y a través de él por la humanidad entera, se yergue
majestuosa por tener un papel trascendente en la labor de redención del ser
humano. Modelo de mujer por la excelsitud de sus virtudes, por su pureza,
sencillez y por su humildad, quien tiene un lugar privilegiado en la historia
del arte y en las postales populares, que la eligen preferentemente como la
Madre Doliente, es María el símbolo supremo del amor materno, siendo así la
abogada y mediadora entre el hombre y lo divino.
Sin embargo,
su culto, estratificado en las oraciones marianas del Avemaría, la Magnífica
(Lucas I, 46 a 55) y el Rosario, ha sido relegado en la modernidad, siendo
absorbido por el estancamiento cultural, que hace decaer la vida espiritual en
el ritualismo y el habito de la costumbre vaciada de fe viva y carente de toda
significación profunda. La artista por ello agrega en el colorido de la imagen
una especie de ácido fuego combustible a la imagen, que a la vez que la
incendia la patina de un oro añejo, como subrayando con ello el fondo del fondo
la crisis de la modernidad: el hecho que los valores tradicionales han dejado
de ser efectivamente operantes en las conciencias, sin que se vislumbre un
esfuerzo cultural conjunto ni por volver a ponerlos en actividad, ni por creer
nuevos valores que puedan alcanzar a sustituir los anteriores.
[1] Amar a Dios se traduce así en términos
existenciales en amar al hermano, al prójimo, como a uno mismo –doctrina
opacada por la completa desorientación contemporánea y nuestra, que oculta
aquello que más se precisa y que más importa. Idea de Dios, pues, que no exige
ser comprendida, pues en su eternidad e infinitud escapa a la comprensión
humana, sino creída con fe y esperanza: creer en Dios siguiendo el ejemplo de
Cristo en las obras, en el amor al hermano que deja a tras al hombre viejo,
endurecido de corazón, idólatra y curtido como un cuero por haber abandonado
toda moralidad humana, para regresar al seno jubiloso del bien y la alegría.
Esperanza, porque el Padre envió al mundo a su Hijo para ser la salvación del
hombre, por lo que quien mora en el amor mora en Dios –amor en el que no hay
temor, porqué el temor tiene castigo, por lo que quien teme no es perfecto en
el amor. En cambio quien ama a Dios guarda sus mandamientos y ama también a su
hermano –vence al mundo por la victoria de la fe, que es el espíritu e la
verdad: que Dios nos ha dado vida eterna, y que esa vida está en su Hijo, por
lo que quien tiene el espíritu del Hijo tiene la vida, mientras que el que no
tiene en su espíritu al Hijo de Dios no tiene la vida, pues Jesucristo es el Dios
verdadero y es la vida eterna. Primera Epístola de San Juan.
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