Paty Aguirre (Fragmentarium)
VIII.- Lo Angustia por lo Temporal
Por Alberto Espinosa Orozco
En un segundo
grupo se encuentran los retratos de una serie de seres humanos sujetos a la
estrechez y limitación, no tanto material o de la necesidad, cuanto ética o
moral, por tratarse de la esfera donde el hombre se concibe exclusivamente
confinado en su finitud: ya meramente como carne para el goce de los sentidos,
ya para el despliegue de sus fuerzas instintivas o para desarrollo de su
voluntad de poder –siendo su visión del mundo, por consecuencia lógica, la de
un ser arrojado ahí (Dassein), la de
un ser sin esencia propia, determinado por su sola historicidad y el juego
social, siendo su angustia radical al ser constitutiva, por ser sin posible
trascendencia metafísica, por ser para la muerte.
Su cifra, en
efecto, es la vida vivida desde angustia radical que se desvía de su objeto
propio, el interior de la persona, para concentrarse en el confinamiento de lo
temporal y proyectarse así como una incontrolada sed por alcanzar los estados
de conciencia que brinda la comodidad, también por un ansia de posesión de las
cosas temporales y finitas. Hombre sumidos pues en la barbarie, por falta de
civilidad, por ajenos a la tradición y a la razón, que propiamente son
incapaces de hablar la verdadera lengua, anclados a un folklorismo a medias
ficticio a medias vernáculo, que en la urbe o en el salón solo atina en su
expresión a dar con el vocabulario propio de las pasiones, o con el elemental
de la vida biológica y de las emociones.
Aparecen
entonces representados en la obra, a manera de emblema para tal sector, el
conjunto hacinado de los ratones, en cuyo pequeño grupo va inscrita la idea del
parasitismo, de la miseria moral que comunica la peste o que contagia y propaga
las enfermedades. Se trata también del lugar emblemático reservado en la gran
composición al símbolo zoomorfo de las actividades nocturnas y clandestinas,
relacionadas con la avidez, el robo y la apropiación ilícita de las riquezas, o
bien con la nerviosa avaricia, al estar los pequeños robadores fascinados con
el poder y el brillo –razón por la cual, ligados al horror por frotarse sus
pequeñas y delgadas manecillas en actitud que evoca la ambición y las
atrocidades inmundas y despreciables de lo oculto, han sido asociados con la
guerra, la muerte y la pestilencia.
Así, los
ratoncillos son un emblema de la sólita ignorancia cultivada de nuestro tiempo,
que a fuerza de perderse en lo exterior da la espalda a la inteligencia,
contrayendo el mayor de todos los peligros: el que circunscribe el espacio de
las singularidades a una nota común: la codicia por los bienes materiales y la
ambición vulgar por el dinero. Lejos de
ellos la reflexión de que si no trajimos con nosotros nada al mundo, nada
podremos llevarnos de él con nuestra partida; permaneciendo así tan hinchados
de orgullo distantes de la humildad, que se conforma y contenta en el trabajo,
con la comida y el vestido. Así, el retablo no deja de insinuar cómo es que el
afán por la comodidad, la seguridad y el dinero resulta la raíz de todos los
males, pues los que quieren enriquecerse caen en la tentación de muchas
codicias insensatas y perniciosas, siendo así lazados por el diablo que los
hunde en la ruina y la perdición. Porque muchos que se dejan llevar por el afán
del oro se atraviesan a sí mismos con muchos sufrimientos y dolores.[1] Porque el riesgo mayor de la avidez por la riqueza es
la perdida de la infinitud ética, y el peligro de hundirse con ello, cada vez
más y más, en la limitación y estrechez moral, bajo las cuales el hombre se
modifica a sí mismo hasta volverse en realidad completamente finito
-convertirlo finalmente en una repetición, en una cacofonía o en un número, que
terminan por disolver al hombre o extraviarlo, al no ser sino uno copia, un
cualquiera, tan sólo uno más de tantos y tantos. También regresión del hombre a
las formas de la animalidad, pues, que luego de llevarlo a ser una cabeza de
ganado, amenaza con solidarizarlo con niveles más bajos de la creación.
Desesperarse
por lo temporal, la angustia derivada de matar el tiempo y dejar las cosas
simplemente correr, encubre sin embargo un ansia más interior, brumosa e
inconfesada, cuyo trasfondo no es sino la desesperación por lo eterno. Si el yo
se vuelve irreal en la existencia posible de lo infinito abstracto, por el
contrario cuando sólo obedece y se somete a la necesidad de las fronteras
interiores se trasforma en mole o tiritante gelatina, donde todo se ha
convertido en necesario y en meramente espacial, ya por en la pura trivialidad
de lo cotidiano, ya por las cuestiones de hecho de las rutinas burocráticas (matter of facts) –donde sin embargo
sopla como un viento fatigado la fría helada del espíritu. Mundo sin metáfora
ni fantasía, pues, en el cual la pura ambición materialista del egoísmo ciego
abstractamente deposita lo absoluta en una forma disminuida de lo infinito o la
vacía en un molde enfermizo de lo eterno: alcancía de las ambiciones donde todo
se va convirtiendo en el despilfarro de las pulsiones urgentes de lo necesario.
Así, al volverse su dios la necesidad,
al no tener ningún Dios, la religión del hombre se traslada a la sumisión
mundana, bajo cuyo yugo sobreviene la
asfixia, proveniente del alejamiento del espíritu, de la perdida del espíritu
en el hombre, que estando incapacitada
para la plegaría termina por no poder respirar a todo pulmón y oxigenarse.
La necesidad
se presenta entonces como pura pedantería falta de espíritu o como pura
trivialidad carente de toda realidad y posibilidad efectiva, moviéndose entones
el hombre en la atmosfera vaporosa del cálculo: de lo que es posible dentro de
la probabilidad. El ranchero y el burgués entran así en una curiosa asimilación
negativa: el no tener ninguno de ambos imaginación, transcurriendo sus vidas en
una insulsa sumatoria de experiencias
banales donde prevalece lo sensible sobre lo intelectual. Hombres dominados por
lo onírico, pues, donde lo sensible se mueven solo en el estrecho espectro
estético de lo agradable-desagrabable, que en
aprensión casi táctil del mundo ruedan angustiados simulando gran
seguridad, falsa en el fondo por vacía de espíritu, hasta que finalmente cesan
las ilusiones de los sentidos. En todo caso ocultamiento y simulación de la
verdadera realidad: la secreta desesperación que roe el interior de la persona
cuando se es simplemente de hecho,
inconsciente de ser espíritu, y donde el amor sobre el trasfondo del
mundo es visto sólo como forma voraz y feroz del egoísmo, es decir, como un
recurso más para el desesperado. Placeres refinados, ennoblecidos, elevados,
embellecidos, que sin embargo no son más que virtudes paganas: vicios
espléndidos y rigurosa negación moderna del espíritu.
Mundo de
vanidades y de infatuados, pues, que le dicen alegremente adiós a la verdad,
sacando acaso un pañuelo blanco en la estación para despedir al tren de la
trascendencia, para inmediatamente
después marcharse a vivir en los sótanos del inconsciente y sumirse en las
cloacas de la molicie del cuerpo, en un constante y angustioso dejarse ir tras
los engaños de lo aparente, siendo así
fácilmente succionados por las valoraciones de lo que es indiferente. Hombres naturales, inconsciente del espíritu,
cuya autenticidad alanza el radio de los objetos a la mano, que gastan sus días
en la eterna monotonía de despojarse de su originalidad característica y
retornar a la primitiva barbarie.
La mundanidad es la suma de los hombres
adscritos al mundo, de los hombres castrados espiritualmente, despojados de su
originalidad primitiva, quienes pierden su singularidad más esencial
renunciando a ser sí mismos por miedo a los hombres, resultándoles fácil y
cómodo ser como los demás, perdiendo la fe en sí mismos en favor del éxito
mundano, de la vida cómoda y placentera, de la facilidad y seguridad que otorga
ser como los demás -pero que están despojados de su propio yo por el cual
arriesgarlo todo, callándose prudentemente para verse más bonitos entre la
muchedumbre, siendo sin embargo como una moneda acuñada en serie, como una
canica pulida y sin bordes, como un mono de imitación o un número perdido en la
multitud que sin tener un yo propio, sin ser propiamente personas, resultan,
empero, terriblemente egoístas.
Por parte del paciente puede decirse que
sobre sufrir un estado de ansiedad suele presentar un cuadro de rebeldía e
inconformidad, baja autoestima, depresión e intermitentes ataques de ira, a los
que hay que sumar una vaga distracción ligada a una retrogradación hacia la
animalidad en la que funcionan exclusivamente los instintos elementales, en una
reducción de la persona que, de ser del sexo femenino, es sometida por rufianes
y proxenetas a base de maltratos, golpizas, sin faltar el abuso físico y la
violación, compensando tales vejaciones con dosis indiscriminadas de
estimulantes, somníferos, excesos alcohólicos, verbales y de comportamiento –a
todo lo cual hay que sumar los sentimientos de vergüenza y culpabilidad que
acompañan como una sombra a la víctima, determinada por poderosos instintos
biológicos. Animal humillado, vegetal dormido, que en la bonanza de la carne,
en la voluptuosidad o en la concupiscencia, encuentra una forma vulgar de
equilibrio –estando sin embargo reducido, disuelto en un plasma amorfo dentro
del cual abrazadas se debaten la desesperación y la nada. Proceso de animalización del ser humano
también, que al solicitar solo las exigencias de la nutrición, que al anhelar
solo los beneficios materialistas y la bonanza de la carne, termina no sólo por
no relacionarse con Dios, sino tampoco consigo mismo, llegando así a una
completa disociación de la propia personalidad.
Caída en la mundanidad, pues, definida como
esa instancia que atribuye un valor infinito a lo que en realidad es
indiferente, construyendo para ello ídolos de barro; instancia también que se
apresura a remarcar las diferencias entre el hombre y sus hermanos para con
ello hinchan compensatoriamente el ego -siendo en realidad el yo la cosa sobre
la que el mundo menos quisiera saber, y la cosa por tanto más peligrosa en el
mundo, donde resulta de lo más riesgoso hacer notar que se tiene un yo, que se
ha labrado una personalidad propia o que se es original, pues en tales casos se
ha abierto el insondable poso de la memoria y del alma humana. Por lo
contrario, perder el yo pasa en el mundo como una cosa sin importancia, como
una nadería, aunque sea justamente en ello que el mundo trabaja
infatigablemente y pone todo su interés. Su resultado suele ser que el hombre
reducido a una cifra y devorado por el mundo no sea más que un puesto, un lugar
en el sistema, un número al que le precede uno y le sucede otro -y que al
carecer de una relación con la infinitud se vuelve perfectamente finito debido
a sus estrecheces y limitaciones ética, siendo como todo el mundo, una
repetición monótona troquelada en serie. Vida definida, pues, por su
exterioridad, que en esencia no nos hace distinguibles de los animales, donde el
simbolismo mismo queda confinado a las capas más exteriores de la apariencia
finita, vana, sujeta a corrupción y al polvo, o de la ropa, de las joyas, de
los versos o las aparatosas posesiones temporales.
El error fundamental de la estreches moral es a fin de cuentas el del
prevalecimiento de lo sensible sobre lo intelectual, donde los hombres al ser
dominados por lo anímico-sensual no pueden sino ver a las sensaciones como su
dicha, consecuentemente despidiéndose del espíritu y de la verdad. Empero, cuando
las ilusiones de los sentidos cesan en la total falta de espíritu, cuando pasa
el goce efímero y el éxtasis toca sus límites extremos para extinguirse, la
seguridad vacía de espíritu se esfuma también y sobreviene entonces la terrible
angustia y el tambalearse de la existencia. Entonces los hombres dedicados a la
innoble tarea de engordar y crecer como bueyes haciendo alarde de ser no más
que vientres, enfrentan el peligro mayor, que devora a naciones en
masa: la superioridad vacía de espíritu, que
no es en el fondo sino secreta desesperación, cuya sobrada
irresponsabilidad consiste en no ser consciente de sí en cuanto espíritu ni de
querer serlo, fomentando así el estado larvario de confusión y de tiniebla
interior, ya sea entregándose desaforadamente a la inmediatez, ya sea viviendo
en esta misma inmediatez como alguien quebrantado por haber perdió su posición
en lo temporal. Pérdida del espíritu, pues, que conlleva perder la posibilidad
de reconocimiento de uno mismo e incuso toda intimidad, ya en el extravío de la
farsa de las aventuras de la inmediatez, ya al estar sometido pasivamente a las
presiones de lo externo. Vida que al tener poca conciencia de existir el hombre
en tanto espíritu, queda relegada a la inmediatez, ya arrojándose a una especie
de ingenuidad infantil y encantadora que lo que busca en realidad es la suprema
astucia salirse siempre con la suya, ya dándose alternativamente a la
frivolidad de la irreflexión, a la chismosería y a la maledicencia de la
hipocresía disimulada, ya a la ingeniosidad sofisticada en que consiste el vano
activismo de los sueños.
Comprensión completamente trivial y
materialista de la existencia que, queriendo desentenderse de sí misma y
desesperándose por lo temporal, no hace en realidad sino encubrir la angustia
por la pérdida de lo eterno, troquelándose así un yo terco e inferior, que se arroja a la
inconsciencia, por debilidad y fragilidad o por soberbia, hundiéndose más bajo cada vez al someter y emparejar el
espíritu del hombre al ser del animal. Retrato, pues, de las escenas anodinas
del hombre natural, incapaz de comprender y someterse a lo extraordinario que
anida en el espíritu. Estrechez de corazón también, que lucha contra lo eterno
que hay en el hombre, tratando de emparejarse a los hechos meramente externos
de la existencia, hasta el grado de desear aniquilarlo todo hundiéndolo en el
barro.
Por un lado,
debilidades de la carne humana, extirpada del logos, de la razón y del verbo
que también la constituye, la cual no
puede sino dar por resultado una caterva de seres brutalizados o enviciados,
que aplauden a la mentira que a la vez los esclaviza. Porque el pecado,
empezando por ser consciente de sí, luego se sustrae a la clara conciencia de
lo que se hace, oscureciendo así el conocimiento; ya sea al hilar el hilo de la
ley, de manera farisaica, pero sin expresarla en sus vidas, volviéndose así
farsantes que se amoldan a la mediocridad del mundo entorno, donde no hay
fuerza de elevación ni vida en el espíritu; ya oscureciendo el conocimiento
ético-religioso al dejar, como los antiguos paganos, que la naturaleza inferior
acreciente su victoria al no comprender lo que es justo ni querer comprenderlo.
Por el otro, complacencia y complicidad con el “derecho natural” propuesto por
el mercado a depredar y a deglutir, para sí libar sin asomo de culpa las
requete buscadas sustancias. Intento también de legitimar con ello una
“jerarquía natural”, no basada en la fuerza bruta como la de los animales, sino
en la fuerza de la habilidad, de la astucia y de la inteligencia práctica, la
cual no deja a los descalificados sino la lucha a ciegas para intentar
sobrevivir –imponiendo con ello el orden
de la impunidad, la mentira y la injusticia.
Retrato
efectivamente de nuestra época, asaltada por una variante especialmente frívola
del diletantismo y de la simulación, donde la experiencia humana individual se
ha reducido al ámbito de lo meramente profano, permaneciendo el alma individual
distraída y del lado de los objetos meramente exteriores apechugando sólo la
mera superficie de los símbolos caducos, cuyos signos en rotación, por virtud
del mercado, la publicidad inhumana y el consumismo, producen a la larga una
inextirpable sensación de vértigo e intoxicación colectiva, el cual arroja a la
arena de la luz pública una serie concatenada de imágenes que no penetran la
vida interior, ni la comprometen, ni la embellecen. Símbolos, pues, que ni
pertenecen a la actividad propia de la fantasía colectiva, ni a una experiencia
social auténtica; emblemas en cierto sentido vacuos que, al parejo del falso
folklorismo trascendental, están ligados artificialmente a su institución, al
ser solo el reflejo de la agobiante y monótona vida moderna, acomodada
inconscientemente a la represión del deseo de no querer o no poder entender,
constitutivamente incapacitada para comprender ninguna analogía, ninguna
alegoría o imagen sobre la verdadera naturaleza del alma humana.
Liviandad de
lo externo y crudeza de la realidad, pues, que conduce en sus zonas limítrofes
y extremas a la barbarie moderna de dislocación de las formas y de la
disolución de las fronteras, donde se desarrolla una estética inconsciente de
lo trágico y de la bizarra promiscuidad y en la que conviven sin distinción
alguna la estilización de las formas y la fealdad, mezclando de alguna forma la
ambición por altura y el regodeo en la bajeza, produciendo así
indefectiblemente una realidad alarmante o desgarrada, donde el alma humana
sufre los embates cosarios del irrespetuoso igualitarismo o la indistinción de
la violencia. Así, una de las cosas que nos enseña la artista Patricia Aguirre
al pasar revista a tales figuras es que de la humanidad no se puede escapar
pero no por ser ella hereditaria, sino por ser una tarea y un ámbito en el que
se entra por medio de a educación y de la cultura, en esencia por la anamnesis,
donde el valor de la humanidad es propiamente otorgado y conferido. El hombre
en estado natural resulta, por lo contrario, de lo más deprimente, al hacer
cosas que resultan ridículas o divertidas, es verdad, pero también terribles y
repugnantes. Porque de lo humano no se puede huir, ni hay escapatoria espacial
ni vuelta atrás en lo temporal, pues en materia del espíritu no existen los
cangrejos cronológicos pretendidos por el neo-paganismo postmoderno y contemporáneo
nuestro que quisiera ser como antes del bautismo. Se trata en el fondo de n
muestrario que retrata a la sociedad postideológica nuestra, desinteresada por
completo de la mentira y el pecado, de la violencia incoherente, de la droga,
de la contaminación del planeta y del mercado que dicta el consumo. Sociedad
irresponsable ante el futuro también, cuyos objetos últimos son el consumo y la
especulación financiera: paraíso inocente y cínico de ciudadanos que viven para
consumir como los cerdos que viven para engordar, en beneficio de quienes los
engordan, y todos ellos en una existencia cuyo verdadero fin que se les
escapa.
Es así que la
secuencia puede cerrarse con aparición del símbolo del sapo, el cual representa
el aspecto acuático del ratón. El sapo, en efecto, es el emblema que anuncia o que es portador de las lluvias;
sin embargo, las metamorfosis del anfibio hacen pensar, más allá de sus
asociaciones con la fertilidad, en las modificaciones y mutaciones del ser,
cuya imagen se resuelve en la del
príncipe convertido en sapo –estando la imagen relacionada así con los hechizos
demoniacos, con la estupidez y con la magia negra. Símbolo de la materia
oscura, de la tierra fecundada por las lluvias y de la sexualidad femenina, la
imagen remite también a los pensamientos fragmentarios y dispersos, a la
enseñanza aburrida y rutinaria, y a las preocupaciones materiales de la
existencia. Porque el símbolo del sapo, que
hace referencia a la transición entre el agua y la tierra, siendo por
ello una imagen ambigua de la evolución: la del paso de lo heterogéneo a lo
homogéneo que, sin embargo puede involucionar, simbolizando por tanto la vuelta de los sucesos ya superados y
la torpeza humana –pues el sapo, por
vivir en un pozo o en una charca, es símbolo de lo viejo, de la lentitud y de
la lujuria.
Las imágenes
de ratones y ranas remiten a determinadas formas de la descomposición y de la
disolución, de la suciedad y de la podredumbre: a las colonias de larvas y
gusanos que crecen con una vitalidad monstruosa en los cadáveres, como las
ranas y ratones que crecen y se reproducen incontroladamente que a su vez
producen un sentimiento biológico de nausea y asco. Sentimiento de temor que
penetra directamente en lo biológico, por ser cosas que atentan directamente en
contra de la vida; ansiedad también por la correspondencia que tales imágenes
pueden tener con el humano revolverse de la masa viviente de la gente, ante el
temor de quedar aniquilado el individuo bajo una categoría múltiple.
Sentimiento de repugnancia, pues, por el hormigueo y el pulular de los
parásitos, asociados a los harapos de los muñecos mugrosos, a los terrenos
mugrientos y a las enfermedades asquerosas. Visiones todas ellas que conducen a
una especie de ascesis laica, a la contemplación de cómo es que todo se
descompone en este mundo evanescente de ilusiones y transido por los dolores.
Imágenes de la pesadumbre del mundo que, sin embargo, conducen a la
indiferencia de la contemplación y a la ecuanimidad de la conciencia, que ya
sin las perturbaciones de la voluptuosidad o del apetito puede contemplar igual
una pierna de ternera que la de una mujer.
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