Patricia Aguirre (Fragmentarium)
VII.-Posesos y Alienígenas: la Desesperación por lo Infinito
Por Alberto Espinosa Orozco
La
enumeración indistinta de seres psicopatológicos, de alienígenas y de villanos,
destructores del mundo y de si mismos, en el fondo por odio radical contra sus propias
personas, da así una sensación de infinito, de casos generalizable a una unidad
de sintomatología, la cual se revela como una profunda enfermedad del espíritu:
la de no poder morir a lo humano, la de no poder arrojar por fin fuera de sí la
parte de trascendencia, de eternidad e infinitud que también nos constituye,
postulando entonces la perversión de ese espíritu mismo mediante la tramoya del
conocimiento, la voluntad de poder o los
sentimientos primarios fundamentales para, finalmente, hacer del hombre un ser extraño a si mismo. Almas
atormentadas, es verdad, por la desesperación cifrada en el no poder llegar a
ser sí mismas, ya sea por alejarse lo más posible del espíritu, ya por rechazar
directamente lo eterno, ya por estar atenazadas por las culpas y las faltas
individuales azuzadas colectivamente.
Hombres que
van llenos de mundo pero vacíos de la promesa, que no pueden ni liberarse de sí
ni anclarse en sí mismos, viviendo irremediablemente el vértigo del espíritu al
vivir eviscerados del centro estable de la persona. Vidas satelitales, que
giran fuera de sí, y que de tal forma emprenden una guerra contra la existencia
misma al estar roídos desde las entrañas por el gusano inmortal, cuyo fuego
inextinguible resulta, empero, impotente para devorar lo eterno. Enfermedad
mortal, es cierto, consistente en vivir la muerte, en empezar a morir en vida
desde la propia existencia eternamente -puesto que lo espiritual en el hombre
no puede ser aniquilado, siendo su misma autodestrucción una empresa frustránea
e imposible, incapaz en todos sus puntos de lograr lo que desea. Enfermedad de
la voluntad y del deseo cuya fogosidad no es sino la frustración de un incendio
helado, y cuyo amor no es sino una cólera secreta provocada por la carcoma
insensible que consume el interior del yo.
Así, la
artista pasa revista a un grupo de poderosas imágenes de la psicología
postmoderna, visitando, en una primera selección, las figuras de aquellos seres
que, cargados de indeterminación, reflejan en grados ascendentes la angustia
existencia y la desesperación por no poder llegar a ser sí mismos, contrayendo
por tanto algún tipo de alienación, ya enajenándose en otras potencias, ya
dejándose absorber por la locura del mundo, ya siendo invadidos por los malos
espíritus, exorbitándose entonces del centro más estable de la persona a las
zonas psicológicas periféricas y tangenciales propias de la distracción y el
diletantismo, relativamente más ligeras y frívolas, o hundiéndose en las
oscuridades sin fin y sin principio de la negligencia.
Sección de
personajes que conjunta a un equipo indistinto de desesperados, una de cuyas
manifestaciones generales es, no tanto el peligro de hundirse en la necesidad,
sino en la posibilidad de lo infinito –volviéndose el yo del sujeto en algún
sentido irreal o meramente imaginario, a la vez que un receptáculo propició
para anidar a los monstruos que pululan secretamente por el inconsciente. La
fantasía se presenta entonces como el medio de toda infinitización. Porque la
imaginación, facultad de toda posible reflexión que permitir la reproducción
del yo al proyectarlo sobre la superficie analógica de lo posible, puede
conformar la imagen del yo como una posibilidad meramente abstracta, alejada
cada vez más de lo que es concreto y de las propis limitaciones subjetivas. La
fantasía, en efecto, trasporta al hombre hacia lo infinito, siendo por ello lo
fantástico propiamente lo ilimitado. Sin embargo, cundo las analogías marchan
en una dirección carente de sustento, ya sea al apoyarse en emociones hueras o
carentes de raigambre en la realidad, cuando las emociones mismas se vuelven
ficticias quiero decir, desencaminan al hombre, el cual cae tarde en o temprano
en el ardid de sus propias abstracciones, por al ser llevado por su astucia a
alejarse de sí mismo todo lo que puede, distante, irremediablemente lejos de sí
mismo sólo puede ser ya una sensibilidad meramente impersonal, participando de
la humanidad solamente a gran distancia de forma perversa, morbosa e inhumana.
Porque en el intento de volverse el hombre infinito por medio de hacer del yo una existencia fantástica al
postular una infinidad abstracta, no puede la persona sino perder las
coordenadas de sí mismo, yendo a la ciertamente proa de lo imaginario, pero
faltándole propiamente un yo -sin que por ello deje ni de hundirse en esa
infinitud, ni de exacerbar sus ansias egoístas.
Uno de los
emblemas del excentricismo es por ello la figura del payaso, quien con su
frente bombacha expresa mímicamente la capacidad y potencial de su inteligencia,
la cual empero lo lleva a pasarse de listo. Larvado por el gusano de lo morboso
y estrambótico, su pensamiento muestra el gusto por la disonancia con su
abigarrada indumentaria, la cual conlleva las marcas de lo indeterminado y lo
inconsciente, propio de una persona sin ideales, sin principios ni carácter. Su
cara empolvada, a la manera a la vez de un velo y de una máscara, indica así la
raíz de su situación conflictiva: la del ser que no ha conseguido
individualizarse o que propiamente no ha logrado estabilizarse persona, al ser
incapaz para desligarse de la confusión de los deseos, de los proyectos y de lo
posible. Aspiración a la totalidad y a lo infinito que, sin embargo, al exceder
la proporción, la distancia y su propia medida lo confina al círculo interior,
donde conviven confundidas habilidades, suertes, ideas y destrezas, utilizadas
por otra parte con el propósito, expreso o inconfesado, de manipular la
realidad, rasgo que se revela en su propensión abyecta a la adulación. Su deseo
impulsivo a decir la verdad bajo el disfraz del disparate o del hiriente chascarrillo satírico o de las
abstrusas cantinelas, revela su modo curvo de ser, esa modalidad de lo
indirecto y lo alusivo cuyo último trasfondo de interés es frecuentemente el
regodeo en el barro de la indecencia.
En otros
casos el impulso de conocimiento infinito aparece como una ascensión inhumana
que destruye el yo del hombre; lo mismo sucede cuando el sentimiento se torna
imaginario evaporando al yo. Su castigo es el de llevar una existencia
fantástica dentro de una infinidad abstracta. El yo, en efecto, puede quedar
finalmente confundido con una posibilidad abstracta cuando no atiende a su
limitación o a su contexto, cuando se olvida de la necesidad ajena y de la
finitud personal, debatiéndose entonces hasta el cansancio en los incontables
ramales de lo posible, que se abisman para tragarse al yo, encerrándolo de tal
suerte en un círculo de fantasmagorías y volverlo irreal. Porque la posibilidad
es un espejo engañoso, que al lleva al yo hasta muy lejos le impide regresar y
concretarse para volver a ser sí mismo. El hombre ha perdido entonces el camino de retorno,
rompiendo amarras y extraviando los orígenes, huérfano de la tierra y de sí
mismo, postulando entonces un yo neurótico angustiado, que por temor la
garantía segura de su yo se arroja al apetito mercenario, arrojándose con ello
paradójicamente en los fúnebres brazos de la disolución y de la muerte.
Cuando el yo
quiere disponer arbitrariamente y ab
libitum de si mismo, cuando el hombre se postula como su propio creador,
cuando quiere hacer de su yo el yo que quiere ser y determinarlo a su capricho
y a su antojo, dejándose hasta cierto punto diseñar por las presiones externas
para lograr lo que pretende, en realidad el sujeto se postula entonces como un
mero experimento que, sin embargo, no llega a ser ningún yo –por más que tenga
la conciencia de ser en acto y por más que instrumente la escena espectacular
que lo consagraría. El desprecio hacia las propias limitaciones o deficiencias
personales puede conducirá a un rechazo de lo inmediato, rechazo del tal
potencia que lo hace concebir un yo infinito como la más abstracta de las
posibilidades -no a favor de lo eterno,
sino del hermetismo y de la muda soledad interior, en cuya intimidad, en cierto
modo inexistente, se destruye la relación con el espíritu. Yo activo que, al
querer ser infinito, no puede sino intentar empezar desde el principio
construyendo su yo desde la raíz y a cada paso, encarnando de tal manera una
forma imaginaria que lo infinita al no poder reconocer ningún poder
trascendente sobre sí. Anarquía de la interioridad, pues, que por más que
atribuya a sus empresas una significación infinita deviene en una seriedad sin
gravedad, fraudulenta y hermética, que se refugia en la soledad para
extraviarse en las profundidades turbadas de la interioridad o en los
laberintos y embrollos del orgullo. Yo en cierto modo infinito, cuya destreza
de experimentador llega muy lejos, arrojándolo sin embargo a la esclavitud de
querer impotentemente justificar haber llegado a ser lo que es, siendo su
interioridad propiamente demoniaca, manteniendo en total hermetismo su
interioridad como el más sagrado de los secretos, escondiéndose bajo un disfraz
o una mascara de la mirada de la gente al poseer un yo que en realidad es
espectral y vacío, permaneciendo desligado en su infinitud de la posibilidad de
poseer un yo en el que lata algo eterno. Yo hipotético, pues, que se propone
como absoluto al construir sus castillos en el aire y que tiene que luchar todo
el tiempo contra las nubes.
Así, desfilan
por la pasarela del pequeño mural una serie de contraimágenes del hombre
centrado en sí mismo, las cuales se presentan como individualidades por decirlo
así intermitentes, que movidas por la ansiedad insoportable se detienen
esporádicamente en la estación de la lucidez, para al instante siguiente partir
apresurados, aguijonados por una especie de campaña que los altera y que los
llama, adquiriendo entonces sus personalidades demoniacas. Hombres endemoniados,
pues, que corren buscando la el veneno que los sacie, presentando a la vez la presión de su pecado
bajo las formas más tentadoras, rehuyendo cualquier intención de debilitarlo,
pues sólo pueden ya vivir dentro de la consecuencia consecutiva del pecado,
dándoles la impresión de hacerse así un yo compacto y tomando todo ello como su
personalidad propia. El hombre endemoniado se ha encerrado entonces en la
prisión de su propia consecuencia, al grado de no querer en lo absoluto
habérselas con el bien, de tener angustia del bien, viendo en el bien a un
enemigo, queriendo entonces oírse solamente a sí mismo -pareciéndole el
arrepentimiento una cosa vacía y la gracia algo insignificante, manteniéndose
con ello enhiesto en medio de su naufragio al arrojar fuera de sí toda verdad,
todo lo que es bueno y lo que es noble, tomando el hundimiento como una
misteriosa fuerza de elevación que los
aligera y glorifica al elevarlo sobre las aguas abismales donde moran los demonios.
Aprisionamiento diabólico dentro de la interioridad, es verdad, que aparece en todo lo que tiene de vacío
interior cuando ya no se tiene nada por que vivir o cuando se ha huido de las
representaciones de la vida.
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