Paty Aguirre (Fragmentarium)
IX.- Oscurantismo y Tenebrismo; las Místicas Inferiores
Por Alberto Espinosa Orozco
Para poner en
foco y armonizar las imágenes brillantes del retablo, la artista pone algunas
notas negras en su pentagrama colorístico, las cuales dan realce al conjunto al
crear una especie de telón fondo donde descansa el conjunto entero la serie.
Descanso no menos angustiante, sin embargo, por tratarse de un descenso
axiológico hacia las zonas del derrumbamiento y de la caída en la decadencia
explícita de la cultura, que si bien introducen las notas de la elegancia, el
poder y lo misterioso, van con ellas acompasadas las del miedo, el dolor y la
pena. Imágenes de la soledad, del aislamiento, del constreñimiento y de la vida
interior que, sin embargo, evocan la
presencia de las fuerzas inferiores desatadas, mudas ante lo infinito,
encargadas de impedir el crecimiento y el cambio.
Presidiendo
este apartado se encuentra el complejo símbolo del perro, apareciendo en un par de ocasiones en el
intrincado laberinto, ya bajo la forma del dobermann con bozal, ya en la efigie
del chato y arrugado perillo chihuahueño, subrayando de tal manera la dualidad
simbólica de su figura –como de todos los símbolos en general. Porque el perro
es, por un lado, emblema de la nobleza, de la amistad y de la fidelidad, un
mensajero intercesor que destruye a los enemigos de la luz cuyos poderes
adivinatorios se derivan de sus ligas con lo invisible, siendo guía en la noche
de las regiones bajas, donde imperan las tinieblas o el infierno, conduciendo a los hombres a
través de la noche y de la muerte. Sin
embargo, por otro lado, es símbolo de avidez desenfrenada y de la erecta cólera
sexual, como también de los celos, de la vileza y del apego a las cosas efímeras
del mundo, emparentándose por tal costado con los animales maléficos, como el
lobo, o satánicos, como el chacal, siendo por ello portador de las
enfermedades. El perro negro adopta entonces los atributos de la vileza, de la
glotonería, de lo impuro y lo despreciable, siendo imagen de la traición y
responsable en este sentido de la caída del hombre, al permitir al demonio
profanar las imágenes de Dios, y por ello emblema del caos: es entonces el
enorme perro negro que tiene nervios, pero no vive, ojos pero no ve, orejas
pero no escucha -ominosa presencia que en la clave onírica se refiere a la
presencia de enemigos encubiertos.
Paisaje gris,
nublado, cada vez más oscurecido, el cual nos habla del aumento constante de la
entropía en los sistemas filosóficos y espirituales de nuestra era o mundo,
detonada por la neutralización de la cristiandad y por el aumento geométrico de
lo convencional numérico, pues mientras todos los hombres se dicen ser
cristianos se incuba las entrañas de la comunidad el fariseísmo sordo, en cuyo
fono lo que reina en realidad es un soterrado paganismo. Proceso de
secularización del siglo, pues, que bajo el manto de la modernidad y sus
hazañas técnicas cientificistas ha superpuesto al estrato espiritual de lo
religioso del hombre medieval la pesada capa tectónica el del hombre de la
técnica, del homo faber dominado por las neurosis de la voluntad de dominio,
desgastado ya por sus movimientos obsesivos y mecánicos. Todo lo cual ha ido
acuñando una imperfección humana más, condicionándola socialmente: la del
vertiginoso movimiento dialéctico de aparejarse a aquello que anhela por medio
de su contrario: así, el disoluto desarrolla un agudísimo sentido moral al cual
degrada; el voluptuoso comprende lo más idílico sin poder participar realmente
en ello; y el escéptico desarrolla su
sentido religioso solo para inmediatamente crear una metafísica inferior; para,
finalmente, convertirse las tendencias compulsivas del hombre moderno hacia la
mecanización y la automatización de las tareas no en una forma de la creación y
la inventiva, sino de la compulsión desarticulada.
Por esas vías
vamos entonces penetrando a las galerías subterráneas del horror, al mundo
donde magos viscosos, obtusos, posesos, alienígenas y fanáticos reclaman, para
recuperar su bizarro equilibrio interno, experiencias cada vez más fuertes,
densas y perturbadoras. Ámbito de lo irrealidad y de la esclavitud del mal,
donde asistimos a la presentación de las hirientes fantasías empeñadas en
falsificar la realidad, ya al amordazarla o humillarla, ya al mutilarla u
ocultar su verdadero signo. Exhibición de la tragedia de la condición humana,
que consiste no tanto en no tener, o tener, aquello que se desea, sino en el
descenso a las formas inferiores de la mística.
Místicas
inferiores, en efecto, que ponen en juego el miedo y la fascinación que lo
oculto y lo desconocido ejercen sobre el alma humana. Jugueteo con el “misterio terríbilis”, presente en las
manifestaciones de fuerza y poder en la naturaleza y en el hombre (kratofanías),
en las que se mescla el éxtasis con la humillación de la condición humana y que
son una fuente inagotable de supersticiones. Uno de los grandes esfuerzos del
arte contemporáneo has sido el describir las realidades demetéricas y
dionisiacas, para examinar su ritmo y los niveles de confusión en el alma
humana. Penetrar en las profundidades de la inconsciencia, descifrar las
místicas de las tinieblas con sus extremos de posesión y humillación,
investigar los nocturnos abismos subterráneos del ser humano, para encontrar
los ritmos y las normas del caos y de la neurosis.
Se trata
entonces del retrato de la gente equivocada, de los mediocres y de los
miserables, que soterrada o abiertamente y movidos por el error practican la
magia negra, luchando contra las normas y contra lo concreto para irrealizar
así la realidad –a precio de volverla cada vez más artificial y fantasmagórica.
Asamblea de los horrores, pues, de los hombres succionados y empujados por el
oscuro instinto cuya dirección es perderse, por la vía de degradarse y diluirse
finalmente. Porque cuando ya no puede más o cuando ya no cree se detona en el
ser humano el oscuro instinto a disiparse en la fuga, a huir fuera de si en la
orgía, en los rituales o en el frenesí de los sentidos y de las imágenes: sed
de olvidarse de todo, de perderse en un absoluto de esencia tóxica. Cuando se
pierde a Dios, cuando ya no se puede vivir conforme con las normas del
espíritu, entonces el hombre se pierde en el alcohol, en el opio, en la cocaína
o en la histeria colectiva. Se trata de un instinto humano poderoso, que empuja
a hombre a entregarse, a extraviarse, buscando su salvación en el gregarismo
larvario o en la degradación de y extinción de la propia personalidad –pues su
fin es el de anularse el sujeto como ente separado y afligido, sacrificándose
así y en vano al entregarse de lleno al sin sentido, al olvido, o al
abandonarse a una pasión esterilizante, no controlada ni creativa.
La
composición de la artista Patricia Aguirre retrata así los rostros y las
indumentarias de los seres marcados por los actos demoniacos de la dislocación
de las fronteras, de la disolución de las formas, de la autoanulación, de la
humillación y de la descomposición social, todas ellas técnicas de lo irreal
que usan a la vez para atacar con violencia al mundo de las normas y las leyes.
Desfile de las existencias luciferinas, pues, que se oponen a Dios no en sí,
sino indirectamente, al imitar vulgarmente su obra, para destejer con ello el
minucioso tejido de la creación, siendo sin embargo sus estigmas la imitación y
la fachada, mientras marchan a las aguas estancadas y en descomposición,
yéndose a fondo, a pique, a morir.
Mediocridad espiritual y opacidad metafísica sobre cuyo fondo surgen las
formas idiotizantes del desprecio a la vida y al prójimo, que en venganza y
abierta rebeldía degradan al misterio por medio de metafísicas inferiores, de
la pseudotranza o de la confesa vulgaridad profunda –reduciendo al hombre
finalmente a un escenario donde a media luz se proyecta el carrusel de sus
fantasmas.
Confesión
desviada y secrecía mal entendida ligada al poder oscuro también, porque si el
pecado es una cosa grave, de no confiesa se convierte en algo terrible, debido
a que entones las fuerzas mágicas negativas aumentan, por el poder del secreto,
llegando incluso a amenazar a la comunidad entera, incluso llegando a
desestabilizar a las fuerzas y ritmos de la naturaleza en inundaciones o
sequías. Es por ello que, cuando una comunidad de estructura tradicional es
amenazada por la derrota o por la sequía, sus miembros se reúnen apresurándose
a contarse sus pecados. En las sociedades agrarias las mujeres descubren entre
ellas sus faltas también cuando es puesto en riesgo el esfuerzo de los hombres.
Esfuerzo del cristianismo primitivo fue
también la abolición de los secretos particulares, para que así los
hombres fueran trasparentes, única base firme para establecerse como iglesia
ecuménica y hermandad universal.
Sin embargo,
la mentalidad de las sociedades modernas invierte tal esquema, al estar
fundadas en la opacidad de la libertad contractual individual, que resulta no
más que un permiso de libre circulación, una libertad exterior y automática,
que no compromete al sujeto ni moral ni socialmente: libertad de los derechos
que siendo otorgados por otro no comprometen la propia vida. Libertad absoluta
y contradictoria que es la mayor matriz que hay engendrado civilización alguna
de hombres fracasados, no creativos, ni fértiles, ni responsables,
irresponsables ante sus propias vidas. Liberad contractual, superficial,
consistente en exclusiva en la posibilidad de cumplir con actos que no pueden
ser sancionados –lo que bien visto, no puede significar ser libre al terminar
por reducir al individuo a un mero átomo, autónomo, es cierto, pero desgarrado
en su conciencia al estar ontológicamente
separado y desligado esencialmente de la comunidad. Así, cada uno de los
eventos personales, las aventuras y desventuras del sujeto y sus pecados, es
cuidadosamente ocultado, silenciado, estableciéndose como virtudes efímeras la
discreción y la reserva.
Porque si en
las sociedades tradicionales el secreto propiamente se refiere sólo a las
realidades trascendentes (secreto es dogmático, pues se refiere a las
realidades sagradas cuyos misterios sólo unos cuantos iniciados son capaces de
comprender), en la sociedad moderna el secreto es tan individual como profano,
en cierto sentido intocable, precipitándose por ello con frecuencia en as zonas
amorfas del morbo, del fetichismo o de la idolatría, al atribuir a lo profano
un valor simbólico que propiamente pertenece sólo a lo sagrado –forma de
sacrilegio paralélela al tratar de manera profana las realidades sagradas
(heterodoxias modernas y herejías consistentes en la profanación de lo santo,
pues, al poner todo dogma y todo misterio expuesto a la vista pública y donde
el propio cuerpo deja de ser templo de Dios).
Para el
hombre moderno, en efecto, los secretos personales resultan a la vez
particulares, sus episodios y sus pecados, que pertenecen a la vida profana del
individuo, no son hechos públicos mediante la confesión, quedando confinados en
celoso secreto, al precio de dejar al individuo solo debatido en la
incomprensión social e individual más absoluta. En una de sus perores
derivaciones, la continua pérdida de espíritu y de conciencia que ello
significa, lleva a la conformidad de las convenciones sociales del statu quo, o
a la mera ambición de perseguir objetos –llegando el sujeto, al agotar la
energía positiva, a vivir en los sótanos del mundo inferior, animado sólo por
la emoción pura de la caída que se desbarranca por los bajos caminos, donde
gobierna en realidad la opacidad y la negatividad pura. Espíritus distraídos
por una presencias que se apega (nostalgia, melancolía), que son llevados de
aquí para allá en una búsqueda incontinente de signos mágicos o abstractos, o
que son roídos por la negligencia cuando el alma inferior y biológica a asumido
todo el control, no pudiendo sino vivir así en los niveles más profanos de la
existencia, carentes de valor metafísico, siendo paulatinamente engullidos por
la nada del devenir universal.
Filosofías
negativas que, en sus variadas deformaciones psicológicas, sólo alcanzan a ver
la bienaventuranza a través del cristal de aumento del pecado –sumando con ello
a su pecado un pecado más: el de la envidia infinita de la murmuración. Los
sociópatas, que expresan sus instintos reprimidos como una imperiosa necesidad
de satisfacer sus propias necesidades, convirtiéndose en proyecciones de una
imagen, que es “la sombra” de la inconsciencia, ven así lo secreto, más no como
aquello que resulta innombrable debido a la altura insondable de su infinitud, sino como aquello
que tiene un nombre prohibido. Luz negra, que es más luz que la luz del
mediodía por revelar la parte escondida, la sombra del alma que conduce al
antro de fieras inmundo en que consiste
el inconsciente.
Metamorfosis
humana, precipitada por el imperio de la novedad a solidarse con los
movimientos y los eventos históricos, los cuales se consuman como algo amorfo,
irracional o debido al azar, que ha llegado a la confusión generalizada acerca
de la idea que nos hacemos de la naturaleza auténtica del hombre mismo y del
tipo humano que damos por aceptable, quedado el ser humano, como antes de su intrépida
aventura histórica, funesto y sin esperanza. Hombres con el corazón gangrenado
y la mente entenebrecida que al perder los principios metafísicos han adoptado
mansamente y en manada los sistemas de consolación que apelan al misterio como
clave para explicar la realidad en su totalidad, reduciéndose a formulas
inexpugnables adoptadas por cualquiera, sea ésta la raza, la pseudotranza, el
Lingam, la cabra de Amaltea, la Diosa Madre, el culto a la serpiente, la lucha
de clases o la Atlántida.
Ante tal
espectáculo no queda más que, renunciando en cierto modo al mundo, hacerse un
criterio de contemplación seguro, quedándose exclusivamente con las
significaciones morales y los símbolos vivos de nuestro tiempo, en que la
metafísica y la mística ascendente han sido atacadas, han triunfado el
espiritismo y la mistagogía, el mesmerismo y la francmasonería. Apenas
empezamos a salir de tales supersticiones, productos indirectos del positivismo
y los sistemas de comunicación masiva, al atender a la autonomía y eficacia
espiritual del símbolo (Mircea Eliade, Karl Gustav Jung, Jean Chevalier, Tomás
Segovia), descubriendo en la sed de dogmas, de signos y de alegorías lo que el
simbolismo y la metafísica tienen, no sólo de sentido tradicional, sino incluso de profundidad racional.
Cierra este
ciclo la imagen del sacerdote, el cual se presenta enfundando en una cofia
negra que es una especie de cripta, dejando asomar en su barbilla hendida al
ideal propio de la belleza clásica, que es el de la mera proporción de las
partes, el de la armonía apariencia física de la exterioridad -ignorante por tanto de la verdadera belleza
romántica, que es toda ella belleza de interioridad espiritual infinita
(Cristo). Hombre enlutado, desindividualizado por la convención social de un
burocratismo ritualista, aparece el prelado entones como un mero maniquí sin
rostro, encerrado en la tumba del cuerpo, amortajado en su sotana, y en cuya fe
sin vida se presienten las notas dominantes del existencialismo ateo: el ser
sólo de hecho y sin razón de ser. Reverberan empero también en la imagen las
asociaciones monacales imantadas por la historia: el moho de las abadías
tenebrosas, el sadismo de sus normas, la maldad de los frailes abusando de
vírgenes inocentes, las sombras de las catedrales, los escenarios de horror y
de torpeza que a través de los siglos emiten signos y siguen resonando con ecos
lúgubres las notas patéticas de una
época oscura ligada férreamente a las monarquías.
La tradición
metafísica misma se ve entonces opacada y nimbada de grisura, para ser luego
almidonada por la parálisis de su propia esterilidad –para luego ser manchada
por las excrecencias de la terca desobediencia, de la andrajosa mentira, de la
superstición fantasmal o de la espejeante hipocresía. Su resultado no puede
sino conducir a la chusca bancarrota del pecador vulgar, cuya patética
manifestación se pronuncia en arengas de púlpito sin pasión, sin alegría y sin
vida, absorbidas por completo por un burocratismo de salón, sin participación
ninguna con lo numinoso en lo que tiene de fascinante misterio. Decadencia de
la vida religiosa y sacerdotal, pues, cuya institución reniega incluso del Dios
lejano, sustituyendo la plenitud del ser y de su presencia por un hueco mordaz
en la conciencia. Porque reducir el
cristianismo hasta hacerlo susceptible de ser adoptado en masa y por
cualquiera, al convertir indulgentemente sus normas de vida y sus misterios en
un fácil convencionalismo, no puede tener como resultado sino la vaciedad de la
vida interior –roída en el fondo por una secreta desesperación por lo infinito
o ante la idea de lo eterno.
Los pastores,
en parte responsables de extraviar al rebaño al anclarlos a la cómoda acidia
muelle del confort o en la mecánica inconsciente y repetitiva de traer de aquí para
allá el “Jesús en la boca”, presiden así a la cristiandad contemporánea, que en
bloque deja propiamente y estrictamente de serlo. Maniquís de papel de roca que
tiemblan con temor por dentro, erizados de espanto por aquello en lo que en
realidad se ha convertido: paganos que no marchan en la dirección del espíritu,
reducidos al menos a un mínimo común denominador, consagrando con ello una de
las tendencias más opacas de la sociedad humana, consistente en suplantar al
individuo y a la verdad subjetiva por una cifra numérica y una convención
arbitraria. Sin embargo, más allá del confort contemporáneo, en realidad sólo
hay una forma de ser cristiano: esa forma es difícil –porque el camino que
lleva la vida es angosto y son pocos los que lo encuentran. Tradición, pues,
que por la vía institucionalizada muestra, junto con sus ensombrecidos lastres
característicos, la imposibilidad de renovarse, de hacer latir los signos de la
herencia cultural, como de lograr hacer nacer al hombre nuevo. Porque cuando la
cultura deja de estar viva en el decaer de la interioridad espiritual,
paulatinamente endurece sus formas hasta convertirse en rígido dermatoesqueleto
y en sombrío ritualismo. Dermatoesqueleto de la religión, muerta, sin vida,
cuya influencia social ha quedado segmentada en sectas, reducidas a su vez a la
fidelidad convencional entre sus miembros. Tal declinación espiritual afecta
directamente a la Iglesia, la cual se petrifica en la liturgia del dogma
religioso o en el almidonado traje de la ruindad y sus rutinas. Falsos pastores, que al ir desorientados
dejaron que el rebaño se dispersara, dejando que cada oveja tome su propio
camino y perdiéndose todas.
Es el pecado,
esa corrupción y herrumbre de la voluntad, que tiene su punto más álgido en la
obstinación de no querer arrepentirse: nuevo pecado que rechaza todo lo procede
de la fe a la vez que incorpora el vértigo de todos los pecados anteriores,
aumentando con ello la velocidad de la caída –siendo todo ello, más allá del
error, propiamente el pecado que se afianza, por decirlo así, en el mal,
apegándose a una consecuencia dentro de
sí mismo y engendrando así una mayor fuerza descendente. Negadores de Dios que sólo se alejan para
luchar más cerca del yo negativo que quisiera, por decirlo así, tragarse a Dios. Ofensiva contra Dios, guerra
declarada entre el hombre y Dios, el pecado profundizado al grado de intentar
pero medio de un dogma portentoso: el parentesco entre Dios y el hombre, que
intenta acercarse a Dios sólo para derribarlo –sin reconocer que la separación
entre ambos s infinita y de una naturaleza infinitamente cualitativa, siendo
por ello en realidad naturalezas separadas. Sociedad moderna donde se ha eliminado la moral y no
se oye hablar ni una palabra de ética, ni del deber, ni de la relación con
Dios.
Se trata en efecto de un retrato del mundo de la
aceleración de la historia, donde el imperio de la técnica y sus procedimientos
acaba con la diversidad de las culturas, uniformándolas sin unirlas,
empobreciendo los estilos y aplanando las diferencias; mundo de la condensación
de las formas y de condenación de las ideas, donde las figuras estéticas dejan
de ser realidades espirituales, intelectuales y sensibles, para consagrar el
objeto único que niega el sentido, el cual a su vez es negado por una
abstracción, por un concepto -que resulta vacío. Retrato del mundo
contemporáneo, absorbido y degradado por los vacuos rituales de la vida pública
y por la publicidad. Mundo eviscerado y sin distinción ninguna, donde para
volverse acepto hay que adoptar todo un sistema de convenciones arbitrarias, de
imposturas y de lugares comunes asociados, recayendo de tal modo en el
gregarismo de la irracionalidad humana. Mundo de artefactos y de producción en
serie también, cuya estética de la utilidad y el rendimiento arroja al arte a
la esfera de la entropía histórica y de la aldea global, cuyo muladar de
signos resulta infectado por el chancro
estético de las vanguardias que carcome sus detritus, arrojando a la palestra,
confundida con sus convulsiones, la imagen cada vez más desarticulada de la
belleza. Pintura, pues, que pone ante los ojos los símbolos una vida condenada
a la instantaneidad fugaz de las imágenes, que dejan sólo un vacio succionador
donde se ha retirado el espíritu de la humanidad y junto con él el alma del mundo, en un remolino que no deja
huella de su paso al filtrar su polvareda
entre las piedras erosionadas del olvido, dejando así a la belleza
inerme y a su desnudez envilecida.
Sendas
imágenes nos hablan así del oscurantismo de nuestro tiempo, del declinar de la
educación espiritual que bajo el disfraz del sacerdote o de ese otro sacerdote
de la modernidad, el artista de vanguardia, orquestan en realidad, ya en la
petrificación que adelgaza la liturgia, ya en la frivolidad de la moda y de la
novedad, la instrumentación del caos. Imágenes que nos advierten de los
peligros engañosos de una cultura que, revestida de ropajes llamativos, seduce
y fascina con imágenes inconscientes deformadoras de la realidad, las cuales
empero en realidad no conducen sino a la muerte. El gran error de la modernidad
ha sido doble: por un lado, pretender que es posible para el hombre vivir
ausente del espíritu; por el otro, intentar poner el acento de lo infinito de
lo eterno en potencias que marchan en dirección contrarias al espíritu, como si
hubiésemos nacido antes del bautismo –precipitándose el hombre por las ajadas
vías del cinismo, del epicureísmo o de la voluntad de poderío. En ambos casos
los resultados han sido desastrosos, reflejándose en una serie de síntomas de
crisis, insatisfacción y excentricidad en la humanidad que la han ido
empujando, poco a poco, al borde de los enrarecidos abismos psíquicos y
culturales de nuestro tiempo.[1]
Experimento
plástico, pues, que nos habla de la experiencia cardinal del hombre
contemporáneo, quien lejos de contentarse con las ideas edificantes o el hábito
de la religiosidad instituida, ciertamente en declive, ha querido probar por
cuenta propia y riesgo las tensiones y contorsiones del alma escindida y
desgarrada de la modernidad para, ya al borde de la desesperación y de la
estridente psicodelia inane o de la irrealidad, verse acorralado al
planteamiento de las preguntas últimas, filosóficas, religiosas y metafísicas,
para encontrar como único refugio y última salida el recalar de nuevo en las
poderosas tradiciones que han dado continuidad a la cultura y a la nobleza del
ser humano a lo largo de las edades.
Una antigua
leyenda mexicana cuenta que el perro robó el fuego a la rata para dárselo a los
hombres, apareciendo así el perro amarillo como un héroe ancestral ligado al
ciclo agrario el cual, a pesar de ser considerado libidinoso por haber robado a
la serpiente el fuego civilizador mediante el acto sexual, es el guardián de
los lugares sagrados, el compañero que guía al sol en su carrera subterránea en
el país de los hielos y las tinieblas, encargado también de destruir a los
enemigos de la luz quien, familiarizado con lo invisible, protege contra las
hechicerías al aportar el antídoto, anunciando así la guerra contra el búho
demoniaco, siendo por ello efigie de la iniciación espiritual y la renovación
periódica. El perro entonces, incoherente, juguetón, seductor y desbordante de
vitalidad, asocia los principios tierra-agua-luna, siendo su significación
oculta más bien la de los poderes de la hembra, del alma sexual y vegetativa,
pero también adivinatoria, el cual se deja devorar finalmente por el lobo (el
oro consumido por el antimonio), o se sacrifica para purificarse al devorarse a
sí mismo.
Dando paso
más lejos, el abigarrado retablo insinúa, en la vertiginosa permutación de sus
combinatorias giratorias, otra interpretación: la idea del profético galgo
futurista, del lebrel que entrevió proféticamente Dante en su Comedia,
que no se alimenta de tierra (poder) o de peltre (dinero), sino de amor,
sabiduría y de virtud. Si el lebrel es en la heráldica emblema del fiel vasallo
del señor, caracterizado por su ardor y coraje en los peligros, símbolos de la
bizarría de espíritu y de la veracidad, Virgilio, el inmortal poeta, le
explicará su significado profético: el lebrel que aparece luego de la visión de
las tres bestias que circundan la entrada a los infiernos se refiere a una
figura que vendrá en el futuro y hará morir a la escuálida loba demacrada, cuya
avidez, codicia, envidia y acciones fraudulentas empuja a muchos a la selva del
pecado, haciéndolos vivir miserablemente. Símbolo efectivamente enigmático, el
lebrel que no duerme representa una figura mesiánica enviada por Dios para
arruinar al dragón colosal (el enemigo exterior), ya que al alimentarse sólo de
espíritu resulta inmune al poder de la codicia y el materialismo que amenaza a
la humanidad. Situación paradójica también la de éste símbolo, pues al ver el
lebrel cerrados todos los caminos temporales descubre en la vía contemplativa y
la renuncia al mundo una solución trascendente a los problemas humanos,
radicados en la salvación del alma inmortal, poniendo con ello fin a la mundana
avidez temporal, persiguiendo y cazando a la loba cargada de deseos por su
instinto cruel y insaciable, hasta hacerla morir entre dolores y encerrarla
finalmente en el infierno, creando con ello un reinado de justicia y de paz
fundado en valores reales y universales. El lebrel entonces iría amordazado con
un bozal de represión -por ser la verdad indicio de sí misma -y de lo falso.[2]
[1] Para Pablo (Epístola a los Romanos 1. 18 a 32) tal crisis desembocará
en la ira de Dios –escrito bíblico que, entre otros, suma una presión más, esta
bimilenaria, a nuestra tiempo. Porque la
ira de Dios se manifiesta desde el cielo, dice el escrito, contra toda impiedad
que detiene la verdad con injustica –porque las cosas que de Dios se pueden
conocer Dios se los ha manifestado y son entendidas desde la creación del mundo
y se ven claramente, que son su eterno poder y dignidad; por lo que no tienen
excusa los que han conocido a Dios al no glorificarle y darle gracias, antes
desvaneciéndose en sus discursos que no tienen a Dios en su entendimiento,
siendo por ello entenebrecido su corazón, trocando así la gloria de Dios
incorruptible y mudando la verdad en mentira, al honrar y servir a la creatura
antes que al Creador, idolatrando imágenes del hombre corruptible, de aves, de
animales de cuatro pies y de reptiles, por lo cual Dios lo entregó a un
perverso entendimiento, a la inmundicia y a sus afectos vergonzosos, según las
concupiscencias de sus corazones, para que haciendo lo que no conviene
deshonrasen sus cuerpos entre sí, cometiendo torpezas contra natura los unos
con los otros.
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