Irma Escárcega: lo Mexicano Femenino
Por Alberto Espinosa Orozco
Durango no deja de sorprender por sus
figuras artísticas de relieve y talla nacional, las cuales forman parte y constituyen una ínsula entrañable de la memoria y del
espíritu de nuestra cultura. La magnífica pintura de la maestra Irma Escárcega
(1932) es, sin lugar a dudas, una montaña más que sumar a la gruesa cordillera
de cumbres que levantaron la mirada estética durante la segunda mitad del siglo
XX mexicano, continuando sus tremendos movimientos telúricos en algunos casos
hasta le fecha. La maestra Escárcega, congruente en su visión con la realidad
mexicana y sus símbolos más profundos, continúa una labor personal que se ha
extendido por más de medio siglo de labor creativa. Su obra recuerda las
visiones más perfectas y profundas de una tradición tocada por la magia y el
misterio de lo femenino, que va de María Izquierdo y Angelina Belof a Frida Kahlo,
hasta llega a la soberbia pintura de
Teresa Moran.
Por un
lado hay que destacar su compleja concepción festiva de la muerte y la
sobriedad simbólica de las prendas del cristianismo, que esponjosa y
lapidariamente nos seducen por lo que tienen de alegría irónica, de suave
pesantez y de hondo apego a la mentalidad popular. La muerte vista en términos
de vida y de festividad, de lucha perruna en una esquina árida y de celebración
por lo que tiene de despliegue colorido en la fragilidad de su espontánea
caricia. Todas las cosas nacen de su contrario: la vida nace de la muerte y lo
animado de lo inanimado. El espíritu, es verdad, ha de retornar a la materia
inerte y sin vida, arrastrando sin embargo todo un caudal de experiencia y de
vivencia, todo el movimiento que desarrolló en su despliegue, posándose como
una capa de animación sobre los dulces huesos del recuerdo.
Por
el otro, hay que destacar su concepción de dignidad y grandeza del tremendo
paisaje nacional, con sus altos soles y volcanes y su chaparral de nopales.
Pintura realista de encanto y maravilla en la que ha quedado fijada la imagen y
los ideales plásticos de toda una etapa de la pintura mexicana y en la que se
cifran los símbolos de toda una tradición. No sólo la búsqueda de los orígenes
en el paisaje y las tradiciones populares, sino también el intento de
desenajenación cultural que buscaba ante todo la articulación de una visión
auténtica de hombre y del mundo, la cual representa una bocanada de aire
refrescante y salubre en el retrato fiel de la realidad, en el cual aparece
nuestro verdadero rostro, a veces dolorido y fatigado, pero nunca vencido.
Superficie bidimensional potente para darnos una identidad concreta y para
tener un plano en el cual reconocernos sin vergüenza, aportando los
ingredientes necesarios para estructurar una comunidad de carácter
nacionalista.
Irma
Escárcega frecuentó, no sin precocidad, esa época estelar de la pintura
nacional, dejando como testimonio de su participación en el movimiento una
serie de gemas preciosas, imágenes inolvidables y memorables para la historia
de la pintura. Sorprende por su perfección técnica un cuadro pintado a los 16
años de edad, cuando la joven maestra egresaba de la Academia de San Carlos: Desnudo de niña (1948), donde
hay algo de la escuela de Diego Rivera, pero también de la grandeza metafísica
con que se trata al modelo y al paisaje –oriunda de una concepción del hombre
en donde se magnifican y privilegian los planos emotivos de la persona y los
escorzos simbólicos e históricos del paisaje natural.
Dos obras suyas deben ser contadas entre las
más significativas y reveladoras de la pintura durangueña en general: el dibujo
del Cerro de los remedios
(1949) y el lienzo extraordinario del Cerro
del Mercado y de los Remedios (1950). El último una preciosa imagen del
paisaje más íntimo de Durango, un testimonio de los tiempos idos donde
reverbera desde el fondo del tiempo como un eco una perspectiva armónica de
singular belleza, reposo y sosiego, en donde los dos cerros amigablemente se
superponen, comulgan y se visitan, antes
de ser asaltados por la oleada urbanística en donde se disuelve esa feliz
conjunción del paisaje, ese romance, ya sordo y ciego, de los dos colosos de
tierra y roca. Pintura que a la vez nos habla del respeto por la arquitectura
sacra y el hábitat provinciano, ahora sólo
material del recuerdo y de la nostalgia.
Porque Irma Escárcega creó imágenes de un tremendo poder plástico, cuya
fuerza no es otra que el de la realidad concreta, de carne y hueso, en cuya
vitalidad casi eléctrica y desentumecedora poder alcanzar un sentimiento de
belleza cercano a la revelación de nuestra esencia patria, partiendo de
imágenes cotidianas (Perros,
1959, grabado). Dos cuadros más destacan por su rescate antropológico y urbano,
de un México que se abría a sí mismo, que se exteriorizaba para mostrar su
modesta grandeza y su temperado recreo: Calle
de Violeta y Soto (1959), paisaje urbano de la colonia Guerrero, y Alameda central (1959), pintura
arqueológica de un momento de la cultura nacional donde se refleja algo muy
delicado que acaso hemos perdido: el rescate de la belleza apacible de lo
sencillo, de propio y nuestro, de lo tradicional encarnado en un jardín en
donde todavía podía darse el encuentro con la esperanza, con lo real
maravilloso o con el misterio.
Otra
pintura de la misma etapa, Estudio de
Rechy (1959), vuelve sobre el cuarto-taller del artista, recinto de la
cotidianidad donde el creador convoca a los espíritus que guían a la reflexión
plástica, donde se entraña toda una concepción de una forma de vida artística,
de carácter riveriano, donde en su
barroca frugalidad se privilegian los objetos populares y los cuadros amigos,
dando cuenta y razón de ser de una intimidad rica y profunda, en un clima de
pureza franciscana, de una alegría pobre, sencilla y amorosa ante la vida y de
una actitud simpática con lo popular en que se da una simpatía solidaria que
colabora refinadamente con los valores que nos son más propios y caros.
Concepción también vangoghiana de la vida, del recinto o claustro de la
concentración, teñido de fiesta y de alegre conciencia por lo que nos
identifica y nos une. No el folklore hueco del mercado, sino la doble
concepción de la muerte y de la vida, del sol y de la luna, que nos hace
pertenecer a una misma cosmovisión. La visión de la muerte en el esqueleto de
papel brillante, no como un espantajo de la disolución, sino como el fin que
nos aguijonea para vivir y rehacernos en este mundo, que nos hace re-murientes
re-vividos urgiéndonos e instándonos para superarnos a nosotros mismos en la
reflexión contemplativa o en la fraternidad convocada por la convergencia en un
cosmos de valores asumidos de forma libre y auténtica como horizonte cultural
de vida.
El
cuadro Puente de Nonoalco
(1964) es un lienzo clásico, de lo mejor de su pintura, donde resaltan todo
tipo de calidades, colorísticas y compositivas, el cual da cuenta de un México
modernizado pero más estable, menos vertiginoso, más popular y tradicional, con
más carácter y sentido. Por otra parte el Cristo en paja (1966) se atreve otra vez con la interpretación
popular de nuestra tradición religiosa, dando amparo a la sencillez colorida y
muchas veces abrupta de nuestro horizonte metafísico. Escárcega da pruebas de
no haberse desprendido de la reflexión sobre el paisaje nacional (Catemaco, 1989), pero sobre todo de
su profunda concepción, de su visión de los símbolos profundos que traman
nuestra cultura: Homenaje a Fernando
Amado (2000) desentraña una imagen compleja y acaso esperanzadora, en
donde un domo abierto a la luz permite que las nubes y el cielo se derramen
como un ojo o una gran mirada a los símbolos plásticos que vibran en el fondo
de nuestro inconsciente colectivo, sumando a los cristianos de la cruz de roca,
emblemas prehispánicos e ídolos de
muerte y resurrección, de renovación del ciclo de la vida.
Sin
embargo, también hay que apuntar que la obra de la maestra Escárcega es
tremendamente irregular, afectada por uno de los caracteres más negativos de la
época contemporánea: por la prisa y el vértigo, por la rapidez de lo no acabado
a conciencia, por el impulso que sólo quiere terminar con la obra y su infinita
o ilimitada interpretación, produciendo mecánicamente objetos mudos e
ininterpretables. En efecto, en su obra más reciente hay algo así como una
imperfección experimental rayana en lo mal hecho, donde se insinúa un ansia
inexplicable por terminar, por cerrar la obra, lo cual sólo se puede
interpretar como apresuramiento y desgana. La forma es a la imagen lo que la
palabra al pensamiento: la superficie material y física donde vibra un
espíritu, un sentido. Se presenta entonces la pregunta ¿por qué sustituir las
formas e imágenes de una realidad vistas a la luz de una rica tradición
nacionalista y desde un punto de vista íntimo y personal, por pseudo-verdades y
modas vanguardistas ya rancias? ¿Porque romper con la escuela mexicana de
pintura, de la que la maestra Escárcega ha sido un alto representante, para
realizar experimentos formalistas azarosos en cuadros neutrales y contingentes,
despreocupados y ópticamente venenosos?
El
rasgo más negativo del arte contemporáneo es frecuentado también por la
pintora: la falta de desarrollo. Obra abstracta hecha con recortes de tapetes o
con carpetas coloridas que muestran una regresión hacia formas balbucientes
y que ejemplifican un retorno al
movimiento de la materia muerta y sin vida, a lo carente de esfuerzo visionario
que, por lo tanto, no puede labrar ningún arquetipo de belleza, ni producir
ninguna visión del mundo y que no alcanza la validez estética de la imagen. Los
retratos de niñas o el de Olga Arias ofenden a la vista en su desamparo
compositivo. Empero, aún dentro de ese extravío facilista y experimental, la
maestra Escárcega ha podido encontrar algunos símbolos y objetos valiosos: la
sillita verde hecha con desperdicios automotrices resulta, éste sí, un diseño
extraordinario, una escultura en chatarra que nos salva del peso efímero y
evanescente de la civilización maquinista y de la tecnocracia, para reelaborar
sus detritus irónicamente, dando con ello forma y salvación a los emblemas de una civilización que
amenaza en su aceleración con borrar toda imagen del hombre y del mundo.
2001-10-10
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