El A Priori Moral del Hombre
Por Alberto Espinosa Orozco
I
El a priori moral del hombre es lo que constituye propiamente la
naturaleza humana y debe estar a la cabeza de toda analítica existencial. El
hombre tiene el impulso de su voluntad en dos cualidades, y ambas están en él:
el bien y el mal. El manantial del mal es una fuerza colérica, sedienta,
infernal, la cual da malos frutos, pues conduce a la herejía, al error, a
burlarse de la verdad, al pecado y finalmente a la muerte. Es la fuerza
colérica que hay en la naturaleza y que hace al demonio furioso y frenético.
Por su parte, el manantial del bien es una fuerza santa, amable y celestial,
cuyo fruto son los hombres santos, sabios e inteligentes, que constituyen la cabeza
de la Iglesia y que son luz del mundo.
La fuerza de Dios es la fuerza
santa, quien da a los hombres el mandato del bien, quien exhorta
incansablemente al bien, a ser santos como Dios es santo, que exhorta con sus
leyes a ser santos en todo, procediendo al ser obedientes, mansos, siervos de
la verdad, amigables y misericordiosos, a refrenarse la lengua de hablar mal y
de engañar, a no devolver mal por mal, ni maldición por maldición, sino a
bendecir, en hacer el bien, a huir del mal, a amar la vida y buscar la paz, a
imitar lo bueno y a ser justos teniendo buena conciencia (2ª Cata de Pedro 3.
9-13), pues no quiere Dios la rebeldía ni el mal, dando en cambio el Espíritu
Santo a quienes se lo piden (Lucas 11.13).
De acuerdo a lo expuesto por el
filósofo zapatero teutón Jacobo Boheme hay una riña violenta en la naturaleza
entre las cualidades del bien y del mal, entre las cualidades buena y mala,
imagen de la riña y choque que bulle entre el reino infernal, que es demoniaco,
inmundo, y el reino celestial, que mana
para formar seres angélicos. El drama de tal riña se escenifica en el hombre
como en ninguna otra criatura –salvo el caso de los ángeles rebeldes, quienes
con su revuelta obtuvieron como premio, junto con Lucifer, la expulsión del
cielo y la caída, que sería el origen del mal en el mundo y de que la cualidad
colérica se haya mesclado en toda la naturaleza terrestre. La caída de Adán y
Eva se debería a causas análogas: a que se arrojaron a lo colérico, a los
deseos de la carne (el pecado original), de tal manera que se le pega el mal al
hombre –aunque éste es capaz de vencer la mala cualidad en la naturaleza, por
su buena cualidad, que es y viene de Dios, pues en ella es soberano el Espíritu
Santo, ya que el hombre es hijo de Dios, quien lo hiso del mejor meollo de la
naturaleza para que domine el bien y venza al mal.
Pero el hombre es libre y tiene su
impulso en ambas cualidades, pudiendo echar mano de cualquiera de ambas
cualidades, pues en este mundo vive entre las dos, estando el bien y el mal en
él. Y así, aunque el mal se le pegue al bien, al igual que sucede en la
naturaleza, la cualidad buena del hombre
puede vencer al mal, pues si levanta su espíritu a Dios mana en la buena
cualidad de su naturaleza y el Espíritu Santo lo asiste para ayudarlo a vencer.
En el alma malvada, en cambio, vence la cualidad colérica, pues es el demonio
poderoso en lo colérico y su príncipe eterno. Cuando el hombre se hunde en los
deseos de este mundo, mana y domina, en efecto, la cualidad colérica de la
sabia infernal y se corrompe, pues deja que domine en él el demonio con su
veneno.[1]
Por la debilidad de la carne el
hombre se ´presta a ser siervo del pecado, entregándose con sus miembros a
hacer la maldad y a la impureza. Así, la rebeldía propiamente religiosa
consiste en ser el hombre libre relativamente a la justicia, por ser en cambio
esclavo del pecado, y cuya vida vergonzosa no tiene otro fin que el de la
muerte, que es la paga del pecado -pues la carne es como yerba y su gloria como
la flor de yerba, que crecen un día, pero al día siguiente se seca la yerba y la
flor cae (1ª Cata de Pedro 1.24).
Por lo contrario, el hombre puede
optar por liberarse del pecado para ser reo o siervo de Dios, esclavo del
Espíritu, aceptando su yugo, que es suave, teniendo como buenos frutos las
obras de la santidad y como fin, como paga y recompensa, la vida eterna como
miembro del cuerpo de Cristo Jesús (Romanos 6. 19-23). Opción de la libertad
es, en efecto, huir de la corrupción que está en el mundo por obra de la
concupiscencia y de la cólera, liberándose de la esclavitud de las pasiones. El
hombre es llamado por la virtud de la fe a ser virtuoso -y a mostrar en la
virtud ciencia, y en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia y en la
paciencia temor de Dios, y en el temor de Dios fraternidad, y en el amor sin
fingimiento de hermanos el corazón puro de la caridad, para participar así de
la naturaleza divina (2ª Cata de Pedro 1. 4-7).
El hombre, en efecto, es llamado a la libertad, pero no para cubrir
con ella su malicia o para utilizarla como pretexto para servir a la carne,
como los hombres ciegos, que no pudiendo ver de lejos se olvidan de la
purgación de sus pecados, de purificar sus almas por la obediencia de la verdad
por medio del Espíritu (1ª Cata de Pedro 1. 22: 4. 10); o como hacen los
desobedientes, los embusteros y engañadores con las almas débiles, a quienes
hablan de libertad siendo ellos mismos siervos de esclavitud (2ª Cata de
Pedro).
II
Desde la
perspectiva de la filosofía de la naturaleza puede decirse, de acuerdo con
Jacobo Boheme, que la naturaleza misma tiene dos cualidades que manan con gran
aplicación: una amable, de sabia de vida, celestial, santa, en la que domina el
deseo del bien o el Espíritu Santo y cuya fuerza santa da buenos frutos; otra
colérica, huraña, sedienta, infernal, en que domina el espíritu del mundo o la
fuerza infernal con su veneno, que da malos frutos, corrompidos, agusanados
–dualidad de cualidades cuya distinción conocieron Adán Y Eva en el Paraíso y
que originó su caída, porque así como hay bien y mal en la naturaleza, hay bien
y mal en el hombre.
Sin embargo, Dios
hizo al hombre para que domine en él el bien y venza al mal –cuando levanta su
mirada al cielo, pues el espíritu santo lo ayuda a vencer. Porque al igual que
en la naturaleza el mal se le pega al bien, también en el hombre, pudiendo su
buena cualidad vencer a la mala por venir aquella de Dios y dominar en ella el
Espíritu Santo. En cambio, la cualidad colérica vence en el alma malvada, pues
el demonio es soberano en lo colérico y su príncipe eterno. Es la obediencia
nocturna, la rebeldía del pecado, que al decir que se le pega al bien ya indica
un principio de parasitismo, al que llamamos modernamente enajenación. La
obediencia al mal es así debilidad ante lo colérico, que toma por decirlo así
todo el control y que otros identifican con el alma inferior. Es la cólera de
la naturaleza, pues, que arruina a tanta conciencia noble por el impulso
colérico, furioso, frenético y vano, pues el demonio tienta y seduce al hombre
con su fuerza mundana, con los placeres carnales, con el orgullo, con el deseo
de riquezas y de poder, creciendo por tano en él la herejía y cayendo en el
gran error al guasear y burlarse de la verdad y despreciar a Dios –no pudiendo
así captar la verdad del Espíritu Santo, que predica penitencia, sino viviendo
como vulgares paganos, a la manera de las bestias en medio del arte y la
exuberancia mundana.
El impulso de bien, por el
contrario, se asocia a la aspiración de las cosas elevadas y por tanto al
espíritu, dando por consecuencia frutos suaves, dulces, elevados y válidos,
dando por consecuencia hombres santos, sabios, inteligentes, que conocen a la
naturaleza y respetan a su Creador, siendo por ello antorcha y luz del mundo.
El impulso del
hombre esta así entre el mal y el bien, pues vive entre ambos y ambas
cualidades están en él, pudiendo echar mano de ambas, sirviendo al pecado para
la muerte, u obedeciendo a Dios para justificar. Porque a pesar de haber mal en
la naturaleza y de pegarse el impulso colérico al hombre, Dios dio al hombre el
mandato del bien y la prohibición del mal, porque no quiere Dios el mal, sino
que venga su reino y se haga su voluntad en esta tierra, a la manera celeste, haciendo
que a diario se le exhorte al hombre al bien –y mereciendo en reciprocidad Dios
por parte del hombre eterna alabanza por su obra y por su nombre.
III
El hombre es, por el desequilibrio
propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar
su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor
de sí que guarda su propia alma como un tesoro; pues estando hecho, como lo está,
de mala madera, de dos cualidades una mala y otra buena, tiende irracionalmente
al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el
egoísmo, la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno –muy en
particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa
suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la
pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la
purificación propia del alma superior -cuya energía positiva exige la abolición
de la voluntad de vivir egoísta (Schopenhauer) para llevarnos al plano de la
conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo,
que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de
la vedad.
El conocimiento se presenta entonces como la fuente liberadora de la
ignorancia esclavizante, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el
entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra
naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría). En particular el conocimiento de la palabra
santa: “Y así conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo
aquel que hace pecado es siervo del pecado” (Juan, 8-32 a 35). Lo que equivale,
pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la
relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia, con su
verdadera naturaleza humana, para
alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa) y los verdaderos
fines de su naturaleza, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de
carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo
(autorrealización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los
factores sociales, es decir la armonización axiológica tanto de la esfera
privada como pública.
Para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se
requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones
humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas tanto como
placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio
de lo satisfactorio confiable en lo absoluto). El único criterio disponible es
entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir,
de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero deseo primario, ya el de la segunda
naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, más pleno y lleno
de matices. O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto
susceptible como menesterosa de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o
profundas) –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la
exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que
es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las
satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la
naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede
conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala
(odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de
las perfecciones y las imperfecciones morales.
O dicho de otra forma: no
hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en
el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas
divina o demoniaca infintilizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por
el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el
imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con
la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de
máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de
la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.
La explicación de la
moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser (el amor
infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el
odio, no menos infinito aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia,
y de ausencia radical de la persona, como voluntad ya de encubrimiento, de
olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un
error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas
espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las
más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios
demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos,
que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan
también impuras y en definitiva bajas. De lo cual no puede desprenderse sino
una ontología y hasta una mentología, ambas sui generis.
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