Marcos
Martínez Velarde: la Braza y el Viento
Por
Alberto Espinosa Orozco
Marcos
Martínez Velarde nació en la población de Nasas, Durango, el 7 de octubre
de 1940, pasando su infancia en las Nieves y San Pedro el Gallo. Estudio
la carrera de pintor en la recién fundada Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías
de Durango, en la que tuvo como maestros a Francisco Montoya de la Cruz, al
Ing. Leonardo Zavala, al Lic. Reno Hernández y en la clase de anatomía al Dr.
Fajardo, participando en las enseñanzas del escultor, fundidor y ceramista
Donato Martínez. Posteriormente realizó estudios de postgrado en México, en la
Escuela de Diseño y Artesanías, con el muralista José Chávez Morado, y en la
Academia de San Carlos, con el escultor Rosendo Soto, con el pintor y
paisajista Alejandro Moreno y su hijo Nicolás Moreno, y con Jesús Silva,
viviendo posteriormente en Los Ángeles, California, por algún tiempo. Fue
director de la EPEA en la década de 1990 al 2000.
Su obra, pertenece por
derecho propio a la Escuela de Francisco Montoya de la Cruz, en cuya generación
de medio siglo se dieron cita algunos de los grandes talentos de la plástica
regional, entre los que cabe mencionar al maestro Guillermo Bravo Morán, a
Manuel Soria Quiñones, Fernando Mijares Calderón y Manuel Salas. La obra de
Marcos Martínez Velarde, alimentada por las corrientes vanguardistas de la
época, del impresionismo, el expresionismo y el surrealismo europeos, muestra
una concepción artística que se distingue por sus bien logradas calidades
técnicas y colorísticas, conservando su labor como pintor y escultor un
profundo sello nacionalista.
El esquematismo de sus
figuras y la rigidez bien temperada de sus formas son atenuada por la grandeza
de sus volúmenes, por la riqueza en el uso de los materiales y por una especie
de facilidad nativa para armonizar tonos y matices en el conjunto compositivo
–todo ello afectado por un hieratismo en las formas y egipticismo en los
colores. En efecto, en su obra se da una estilización de las figuras en un
sentido volumétrico y de grandiosidad que, sin embargo, no llega aún al lujoso
manierismo academicista de las futuras promociones.
La temática de su obra, que
cubre un arco que va de lo festivo y ritual a la consagración de la forma pura
y de la idea, pasando por una cierta codificación anecdótica, no está exenta de
claras luminiscencias ni de las sombras corrosivas y los limos del dolor
agazapado, sólito en la lastimada conciencia y marginación sufrida
ancestralmente por el pueblo mexicano.
Artista preocupado por el
origen y el destino de la raza autóctona, en Martínez Velarde hay una especial
comprensión instintiva de los atavismo y sufrimientos del mexicano, logrando
captar sus lienzos, en elocuentes paisajes de su intimidad, sus esperanzas
sociales no menos que los complejos los temores de su inconsciente colectivo.
También visión de la estratificación de los periodos históricos que nos
constituyen como pueblo, los cuales, a manera de hojas de hojaldre que se
superponen en un continuo dejando su importa en la realidad concreta del alma
durangueña.
Atmósfera que refleja, así,
sujeta a la presión histórica y generacional en el que se ven desfilar los
anhelos colectivos lo mismo que los pasajes tormentosos de oscuras
reminiscencias o huellas, de muescas sobre la misma piel de lo que somos.
Los gestos de nuestra gesta histórica se van insinuando así en su trabajo a
través de la consagración icónica de nuestras figuras heroicas (Ignacio
Zaragoza) o del esfuerzo insistente por alcanzar la autonomía en los medios
expresivos y técnicos en que se asienten los contenidos y las formas de la
cultura universal.
El repertorio de su
simbolismo y del recurso a la mitología occidental, el cual conlleva a un
enfrentamiento con la tradición, es llevado a un grado de síntesis por al
artista en cuyo movimiento dialéctico conviven los ídolos prehispánicos con los
juguetes autóctonos y criollos y las expresiones artesanales del
pueblo. Las fiestas populares y el órgano de las disciplinas artísticas
mexicanas son vistas así en lo que tienen de participación en
las noveles formas de la civilización contemporánea.
Pintura a un tiempo
espontánea y antiquísima, cuya rapidez de trazo y alegría en la selección de
colores y ejecución de los matices están permeados por la exploración de los
humus que se encuentran al final de la caverna (”El llanto de los caídos”, “Los
ángeles caídos”). Inmersión en las fuerzas primigenias del cosmos, pues, a la
ves que visión de las ceremonias cívicas y religiosas en cuyas
estampas y oblaciones se dibuja la fuerza de nuestra tierra y la grandeza
futura de sus hijos.
La dinamicidad de la obra
escultura del maestro Martínez Velarde nos habla de una intensa preocupación
por el misterio femenino, dando cuenta sus formas así de sus momentos
esenciales, vertidos en un repertorio de actitudes y maneras que
impregnan su morfología de un profundo movimiento de introspección y
concentrado ensimismamiento, donde lo mismo aparecen los estigmas de
ancestrales sojuzgamientos, que las potencias rítmicas e intuitivas de
las estaciones.
La sabia combinación de
líneas centrípetas y centrífugas, cuya amplio vuelo y muda densidad de bronce
recuerda con frecuencia la alada gravedad de un Zúñiga y la influencia de la
forma tradicional de las modelos nacionalistas clásicas de la Escuela de
Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda. Su visión de la maternidad indígena,
etnia de grandiosa fuerza resistente y sin par cariño por los suyos, es
resuelta inmejorablemente por el artista mostrando lo que hay en la figura de
serena amabilidad, de dulce ternura casi animal por los terneros o de imagen de
flor y de semilla. El maestro Martínez Velarde, a partir de
la síntesis eidética de imágenes sólitas y presentes, logra de
tal manera una especie de generalización a escala esencial, o de
universalización estética. La belleza es así representada en todo lo que tiene de
alegre línea y de denso capricho.-producto todo ello de su entrenamiento en una
escuela centenaria que ha logrado, en la especialización del dibujo en
combinación con el volumen del bronce o de cantera, la excelencia de la
imantación atmosférica y en la absorción de la chispa de la tradición,
con lo que ella misma entraña de ductilidad y de retoño de la nueva vida.
Porque si en su pintura el
maestro Martínez Velarde lucha entre los tonos de los colores y de las formas
en el tormentoso paisaje de la luz enfrentada con las sombras, contagiándose su
obra así de una especie de animismo arcaico y de viveza mortecina, en su
escultura en cambio es patente la manifestación de esa lucha pero en lo que
tiene de corriente inversa y a la vez complementaria, donde las sombras
estáticas de la materia luchan contra la luz del movimiento -resolviendo todo
ello en la integración de la doble reflexión plástica, que a la vez es
autoconcepción del autor y modulación del espacio, por la depuración de unas
cuantas imágenes cargadas de energía y de circunstancialidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario