sábado, 25 de enero de 2014

Hazzel Yen: Quimerario: Pensar los Sueños Por Alberto Espinosa


Hazzel Yen: Quimerario
Pensar los Sueños
Por Alberto Espinosa

“Los sueños de la razón
engendran monstruos.”
Francisco de Goya y Lucientes

“No hagas caso a las sirenas
cuida bien tu corazón,
lo que cantan son quimeras
que te nublan la razón.”
Johny Ventura



I
   La artista durangueña Hazzel Yen ha sabido aunar al exotismo de su enigmática personalidad la inquietud por la expresión estética al asumirla con todo el peso y gravedad que conlleva de pensamiento simbólico modelador de la circunstancia presente. Así, lejos de ver en el arte una estatua de valores pétreos o un mero adorno frívolo de sociedad para sedar el cuerpo y anestesiar a las conciencias y menos que nada el arma de la mudez suajada por los clichés del día, la artista ha preferido abordarlo mejor en lo que tiene de lenguaje poético y simbólico, de conciencia también de los intercambios sociales y sus comunicaciones. Así, lo primero que descubre y a la vez revela la artista es que el lenguaje poético tiene un interior, puesto que se refleja y se piensa a si mismo. Mundo interior que a la vez exige entrar a él y meterlo dentro de nosotros.
   Sin embargo, la atracción de los símbolos, que primero comienza siendo exploración de la interioridad humana y su deseo de vivir,  pronto se enfrenta  a una de las facetas más densas de la imaginación contemporánea: la de los sueños quiméricos, llegando con ello a palpar, como su contraparte, los estratos metafísicos de la constitución moral del ser humano en la edad contemporánea. Metáforas visuales de compleja composición cuyo mérito estriba en haber logrado descorrer el velo de las figuras más dolorosas y enigmáticas de la imaginación profunda, llegando con ello a revelar las estructuras y los finos filamentos de su  esencia  Por que la figura de la quimera es, en efecto, uno de los símbolos más complejos y anfibológicos salidos de las profundidades del inconsciente colectivo, al representar los deseos reprimidos que la frustración exaspera, el temor anega y que la ira enardece, convirtiéndose por ello en inagotable fuente de insatisfacciones y sufrimientos.
   El mito de la Quimera, nacida en las entrañas de la tierra del gigantesco Tifón y la gorgona Equidna y vencida por medio del relámpago en sus moradas más secretas por Belerofonte montado en Pegaso, es así el emblema de los seres que seduce en el abandono de sus hipnóticas imágenes para luego perderlos. Protegida por las llamas de la cólera la Quimera  representa las deformaciones del psiquismo y sus tormentos -caprichosos como cabras, devastadores como leones e insinuantes y sinuosas como serpientes, y cuyos deseos incontrolados sólo es posible vencer desecando sus fuentes o desviado su curso. Es por ello la figuración de los seres tenebrosos y abortivos del pensamiento anárquico, cuya superficialidad, simulación y dobles engendra conformaciones incoherentes y adversas a la vida. Bestia deshabitada que pasea por un pueblo ficticio de fantasmas, la Quimera resulta así asociada hasta el grado de la confusión más esperpéntica con la Hydra de ocho cabezas moribundas que vigila en su caverna pantanosa de Lerma, injertándose también al pavor hipnotizante de la Esfinge egipcia –radicando el mérito de la artista en haber logrado fijarla en sus advocaciones más contemporáneas, con todo lo que en el ángel tripartita se presenta rebelde a la unidad de la figura y de la forma.



II
   El arte de Hazle Yen delata así al ser monstruoso en la encarnación de los deseos y temores modernos que nos roen y nos pueblan al tocar a su fin la época contemporánea. Revelación, pues, de las alucinaciones interiores: que interpretan bajo nuestra circunstancia presente al quimérico ternario: así la cabeza de león, cuya tendencia dominante corrompe toda relación social, se muestra ahora bajo el aspecto de una juvenil macrocefalia femenina, que inquisitiva y orgullosa se levanta en su idea fija sobre un batir de alas, en cuya escucha pareciera gravitar el desmedido estridor de la sordera, continuando su hibridismo al prolongar su cuello en tallo, para finalmente descomponerse en la garra que se para o posa en su solo pie para parasitar y apresar a un hombrecillo. Es el cuerpo de la cabra vuelta alma agostada de rebaño, cuya infantil sexualidad perversa solo sirve a su miseria al saciar sus apetitos regresivos, excitados por los caprichos que hacen del glande bomba estéril en que pulula el tubérculo de un vegetal carnívoro, para luego prologar sus piernas y enredarlas serpentinas, vueltas ya nudo intestino que se enraíza al bajo tabernáculo abdominal. Es la cola del dragón que se enrosca para imantar todas las deformaciones espirituales de la vanidad y la borrachera del orgullo injertándose, a manera de insaciable vientre obtuso, en  la casa del caracol: que para sus babosas antenas de molusco: es la vacía “caja idota”, que en su nimio teatro reduce al mundo entero a escala de roedores y donde las mujeres tienen la dimensión de las muñecas, exhibiendo su más íntima esencia como la un ciclópeo ojo exasperado y vouyerista que globalmente nos vigila -hasta fincar todo el engendro finalmente sobre las extremidades inferiores  del hechicero que enfunda en mayas delicadas sus tobillos y remata los pies en cómodas babuchas. Bizarro símbolo de barroquismos postmodernos, que duda cabe, cuyas cifras materiales de finitud y exceso dan cuenta, sin embargo, de la magia adulterada que absurdamente quisiera imita a la creación, pero ahora en términos de ídolo y cascajo, de fachada despostillada, de gesto descompuesto y gesta de pegajosa baba -cuyas migajas de magia, empero, resultan impotentes para transformar la densidad espesa del eructo en la pletórica pureza del perfume o trasmutar al plomizo espito del salto del batracio en el gracioso vuelo de la rosa áurea.
   A la manera del pastor que en medio del camino de la vida atravesó la espesa selva áspera, la dantesca, y se encontró con tanta angustia que el temor tan triste de la muerte no lo es tanto al contemplar a la entrada del país del infortunio al monstruo triangular: a la pantera de manchada piel por la lujuria; al orgulloso león hecho de ambición y de hambre tan rabiosa que hasta el aire parecía temerle, y a la loba carcomida de avaricia demacrada y tan cargada de deseos que obliga a muchos a vivir en la miseria; al igual que aquella torre modernista que en medio del camino de la muerte vislumbró la otra quimera, la Emperatriz que reina sobre nada y que en la copa de los sueños vierte el venenoso estigma de lo que no se olvida; al igual que los poetas, decía, lo que ahora reflejan prácticamente las figuras de la artista durangueña son los espectros oníricos donde se imprimen las deformaciones psíquicas del alma humana propiamente contemporánea, producto de de la imaginación fértil, pero fútil e incontrolada en razón directamente proporcional  a la frenética aceleración de  nuestro tiempo.
   Porque la figura de la quimera, estatua de humo por ser demasiado heterogénea para la conciencia, representa por lo mismo una de las formas posibles del caos: la de la sed y el apetito incontrolado no de más ser, sino de ser más y de ir siempre por soberbia más allá de sí -en una ruta que por definición no puede ser sino la excéntrica.
   Por un lado, pues, desenfreno de los sentidos cuyo modo de ser es siempre querer más, estando así el ser perpetuamente insatisfecho. Más que voluntan o anhelo ser, apetito de ser, una sed de ser que siendo solo en la transitoriedad de la historia, y no en la conciencia, va existiendo sin principio, al que busca ciegamente a fuerza de ir hasta el extremo, empujando por llegar hasta el fin –regresando de tal manera hasta el comienzo del yo como punto de partida. Proton pseudos, cuya elipse de un solo foco resulta la de un círculo vicioso o una loca carrera que comienza para finalizar en sí misma, cuya meta por tanto no está en ninguna parte y que termina por extinguirse en la existencia al diezmar y degradar la enorme fuerza del despliegue y que al no ser su foco cíclope sino un mero querer ser más, sin más acaba agresivamente por mejor no serlo.
   Por el otro, morfología del inconsciente que refleja una de las más tétricas habitaciones de lo imposible: aquella tétrica ilusión de cumbre que se yergue sobre las escurridizas arenas movedizas del instante, y cuya tarea es pulverizar la piedra al no querer aceptar lo verdadero y sepultarla en barro al elegir creer lo falso –porque a fin de cuentos nunca somos un querer que al hacerse en el amor va siendo, sino sólo el desechado pobo, la cáscara sin hueso y las cenizas.



III
   Así, las hinchadas milicias del orgullo delirante empiezan por confinar el alma del hombre, volviendo su cuerpo animal amanuense de la máquina, un útil más manipulable por el objeto útil vuelto omnipresente artefacto, hasta mimetizarlo por entero en un ser contrahecho y desechable y que luego de pasar por los rigores de la automatización o ser pasto de los procedimientos, encuentra su razón en falta. La razón, así, vuelta ajedrez trascendental, o devuelta y diluida en la historia de las fuerzas instintivas y del apetito ciego, toma al instrumento con fin para desentenderse completamente de los fines. Razón instrumental, es cierto, que a la vez que deshabita la actividad humana en general de toda orientación del sentido, desatiende el cultivo cordial del alma humana como manantial de las analogías divinas y fuente de las angélicas correspondencias.
   Generaciones asexuadas que se suceden entonces silenciosas -pero sin crear valores ni acertar a reconocerlos. Jóvenes perpetuos que desconfían de la razón y las ideas, que tampoco odian ni aman, sino que aspiran neutralmente a las disímbolas especies de indiferencia, desconociendo así el autoconocimiento moral, el valor fundamental de la persona  y sin nacer por tanto nunca a la memoria. Hombres parecidos a la máquina por su ceguera imaginativa atraviesan entonces, como el vegetal dormido o el animal humillado, la polvareda de los hechos, viendo sus reflejos como en un espejo de fragmentos astillados donde se olvida la unidad del todo. Las obras sin aliento ni unidad reproducen entonces inútilmente los valores, pero de su frotamiento no suerte el juego o la alegría sino que todo acaba fatalmente en choque –porque se ha perdido de vista el valor de los valores, el valor supremo, que da unidad a los hechos y cuerpo articulado de luz a las conciencias. Surgimiento de nuevas formas del ausentismo, que renuncian a la vida al desvalorizar la comunicación para taladrar el nicho del  confinamiento del hombre Exaltación de la vida que se consume en el castillo de cohetes incendiado en el instante, para luego neutralizarse en la bóveda imantada de una gruta. No se trata de una revuelta contra la tradición, sino de la caída en el pozo de su ausencia. Tampoco de la protesta de los desposeídos, sino la abulia insaciable de los satisfechos. Árboles que han tronchado sus hojas y que han secado su savia y no se mecen al compás del viento.
   Su núcleo es la visión del tiempo basada, no en el pasado ni en el futuro, sino en el instante. Tiempo vaciado de sustancia donde el territorio inmenso de lo prohibido se revuelca en la plaza y vuelve la abundancia pública en inseguridad psíquica o colectiva desesperación afrodisíaca. El culto del instante, antes adoración pasajera de lo insólito por ser acto único e irrepetible, se transforma en la explosión y explotación del instinto en oleadas que llevan a la confusión de los órdenes. Era de las sociedades industriales, neocapitalistas y pseudosocialistas, en las que se evaporan los valores del pasado y zozobran en el desencanto las utopías futuras, tan sólo queda en su lugar la abyección de la abundancia o el asco del atasco, y la baba o la rabia con las que los hombres se abrazan ferozmente al fantasma del instante.
   El núcleo de la indiferencia es la dureza de la voluntad vuelta de cara a la agresión. Animales de sangre fría que impasiblemente ven morir de inanición a un hombre despilfarrando en lo superfluo sin cometer injusticia –a la que no dudan sin embargo de acudir en cuanto sea de su conveniencia. Grado cero de la voluntad o punto de congelación en que el querer se vuelve riguroso por considerar sólo su aspecto externo y medible por su éxito o eficacia exterior –que es el punto en el que la voluntad indica el grado de su fuerza para afirmarse a sí misma o el grado en que la voluntad propia se convierte en negación de la ajena indicando con ello, con alguna injusticia, su propia energía  Animales por entero egoístas, pues, cuyo principio de individuación no es otro que la representación del mundo como expansión del “yo” o como la forma de conocimiento completamente al servicio de la voluntad y donde la comunidad de los intereses desaparece entre la mascarada de la solidaridad. Mundo, pues, marcado por la notas contradictorias de la satisfacción y el remordimiento en el que la indiferencia del ambiente arroja sobre los espíritus un sombrío pesimismo.
   Pasión y desesperación cifradas en el instante cotidiano y repetido donde se mezcla promiscuamente una cosa con la otra en la indiferente orgía de la indistinción. No fusión de las almas, sino confusión de los cuerpos, frotamiento de epidermis cuya sensibilidad se levanta para estallar en ola y luego caer en el vacío y desaparecer en la marea líquida del tiempo. También reducción de los módulos vitales hasta su desaparición y despojamiento de la distinción de la persona bajo el sometedor chicote resentido de los diminutivos. Vértigo de la actualidad alimentado por una violencia voluntad de olvido donde la raíz misma de la acción del ser humano queda profundamente desorientada y al garete, zozobrando en las aguas intranquilas de la duración o naufragando  y el río revuelto del desconocimiento de la persona.
   Nueva rebeldía, pues, como último producto de la sociedad industrial que, descentrada al haber proletarizado a la burguesía y desencantada de la revolución social intenta hacer de la excepción la regla –encumbrando al ser al margen que, al volverse central, cesa de ser rebelde pero sin poder con ello redimirse de su degradación. Su imagen así la busca en las afueras y cuando la tiene en un puño se le escurre como arena entre los dedos para quedar tan sólo los signos de una carencia, de una ausencia, como el reloj de arena vaciado de segundos o el camino entre la espuma de quien ha arado sobre el agua.
   Fin del largo proceso de la modernidad, cuya ciencia física de la naturaleza se ha mostrado mortalmente hostil a las esencias, en que el hombre ha pasado de filosofar en las formas inteligibles, inteligentes e intemporales con su razón práctica… pero sin poder vivir, a vivir en la temporalidad de la existencia sobre el diseño de la pura praxis racional… pero sin poder filosofar.
   Se trata del hombre moderno, que partiendo de la razón había pensado la eternidad de las esencias y en el Logos de la trascendencia y que ha llegado a no importarle la razón: a no importarle ni que razones dar ni importarle propiamente tener razón. Transición, pues, a un tipo o modelo de hombre irracional, que al no tener propiamente esencia ni trascendencia posible, sólo le queda refugiarse en la historia –que es el dominio material de la presión social, de la fuerza y el apetito. Razón histórica, pues, incapacitada constitutivamente de llegar a la esencia interior de las cosas, y que dando vueltas sin fin a los fenómenos, como la ardilla en su columpio, finalmente fatigada en la carrera se detiene en un punto de inflexión, arbitrariamente elegido, para luego intentar imponer esa certeza  como fundamento doctrinariamente a los demás.
   También razón instrumental cuyo mito mecanicista ha inventado la orfandad del hombre. Violenta voluntad de olvido con que el hijo de la técnica, el hombre que sólo es hijo de sus obras, se lanza a la aventura histórica sin raíces, sin nostalgias ni remordimientos; mercenario del cosmos exento de toda legitimidad y todo origen que sólo afirma la parte sagrada del hombre traicionándola al transformarla en el feroz bagazo de la ley profana y del honor subjetivo de la persona.
   Mito historicista también, en cuyos delirios de relativismo escéptico se vierte la incomunicabilidad de la cultura moderna bajo la especie de una historia fundada subjetivamente desde dentro, ya sin la necesidad de cualquier otra fundamentación.
   Ante ese panorama la artista durangueña Hazzel Yen enfrenta todo un complejo de sueños quiméricos e imágenes torturadas o acosadas del inconsciente colectivo. Sin arredrarse ante el desfile de adefesios la artista se ha dado a la tarea de espiar por fétidas rendijas el sitio originario de los sueños, ya pervertidos por las aguas sórdidas en que hierven los dementes ángeles caídos, ora lavados por el agua dulcificada de la vida.



IV
.   El error, que como la hidra tienen muchas cabezas, sólo puede ser combatido con la vara de fuego de la verdad, arremetiendo contra una de ellas para destruir toda la fiera –pues la multitud  de sus cabezas está inspirada en el mismo espíritu de extravío. Uno de los nombres de la colérica bestia es el orgullo, el deseo de ser más y el apetito de dominio, que se manifiestan en resumen como voluntad de poderío y dominación. Su reino no es otro que el del devenir, el mundo de lo que está naciendo siempre sin poder nunca llegar a ser y que a la vez que niega la realidad de las formas eternas afirma la ineluctabilidad de lo que ha llegado a ser y la cosificación del hombre.
   El hombre aparece así como animal impuro, dominado por el principio material de la tierra o la arcilla impregnada de la humedad del principio femenino. Es el barro que afecta a toda la mezcla de abajo y al mundo sensible. Es la obra del olvido donde ávida se enrosca la serpiente. Así, la artista durangueña asiste al desfile de sus formas haciendo el inventario de los seres neutrales y atacados de indiferencia, los cuales resultan por necesidad serpentiformes. Animales que en la absoluta prioridad de la existencia como elemento significante resultan vacíos de significado y formalmente híbridos, contagiándose de la vida de las sirenas, arcaica y larvaria, en cuya anfibología  resultan no ser propiamente ni carne ni pescado –y donde se encoge y aplana tanto el proceso de individuación como el valor de la cultura, extinguiéndose con ello la llama de la tradición en una regresión de la existencia que acaba por solidarizarse con los niveles más bajos de la creación.
   Ambiguo mundo hundido en las aguas tenebrosas del inconsciente  donde lo particular y contingente es llevado en su magnificación hasta el delirio de las formas, alcanzando primero la indiferencia de los valores superiores para, a pasos contados, proseguir en resbaladilla con la indistinción de las figuras, el desconocimiento activo de la persona y la anomia moral, especializándose posteriormente en aquello que maquina contra todo lo alto, hasta  finalmente abrir el pozo succionante del abismo. 
   Así, la uniformidad de lo excepcional, la originalidad enlatada, la regularización de las ovejas negras y la licencia de la anfibología no son sino expedientes del ser humano sujeto a la combinatoria del accidente controlado y la aceleración del devenir, por donde se filtran empero las inquietas aguas herrumbrosas de la dispersión o encrespadas de la desmesura. Mundo sublunar y separado que, sujeto al baño multiforme de Cronos, engendra la caprichosa multiplicación de las mutaciones submarinas -pues nada corrompe tan rápidamente como el agua. El hombre vuelto apéndice de la máquina, utilizado por el útil hasta el extremo de llegar a ser el ser sin fin, el ser inútil, navega entonces por el agitado mar de las imágenes cibernéticas: son los onironautas, atados umbilicalmente a los procedimientos tecnocráticos de altísima velocidad y tensión en los que sin embargo hay algo la ciénega estancada y de la adiposa mucosidad arisca del molusco. Pulpo que quema los labios en el beso y despierta los furores de la angustia; verde escama atroz de Melusina que al ser rozada por la lengua engendra en la cóncava bóveda del paladar una avidez seca y sombría que nada puede ya saciar.
   Crítica, pues, del mundo del espíritu abstracto y desencarnado y de la pulverización de los grandes sistemas, cuya búsqueda de absoluto solo ha sabido conducir al laberinto de las quimeras verbales y al provincialismo confuso de la fraseología libertaria, dejando en el camino desierta la universalidad de la razón y abriendo un hueco en lo concreto, por donde se hunde sin guía la existencia efectiva de la persona buscando, no los signos de la identidad o de la pertenencia, sino la inmediato equilibrio que reclama la satisfacción de los líquidos intracorporales. Así, lo que Yen hecha de menos es el principio de la vida espiritual, el del alma encarnada en el cuerpo, que por venir de lo alto tiende hacia lo alto, estando su atención por ello finamente conectada a todos los fenómenos de la animación que la vulneran o corrompen. De ahí que la exhibición de sus figuras serpentinas manifieste una protección de la vida misma y un arma para desnudar los excesos que enclaustran al ser del hombre en la decadencia de las costumbres o que lo comprometen en la esclavitud de la falsía. También revuelta feroz, es verdad, contra la ignorancia generalizada, que causa el endurecimiento de los gestos o que vuelve a los plásticos tegumentos de la carne rígidos dermatoesqueletos, cuya dureza sin vida vuelve por choque o fricción cascajo todo lo que toca, reblandeciéndose al fin en oxidada plastilina agujerada por las larvas, volviendo la verde savia vegetal que nos anima un ácido plasma alimentado por el odio o una sorda rabia aguijonada por espinas.



V
   También espejo del mudo abortivo y de las almas desprendidas en el momento de la gestación y arrojadas al limbo de lo incorpóreo. Así el cóncavo deseo de encarnación que late en el seno femenino, en una placidez de horas por la que bogan los días como nubes, vira de pronto contraste para pasear por las noches solitarias en comunión con el rumor de astros, a la manera del telón oscuro de satín donde las notas nacaradas de un  piano  son acompasadas por la orquesta… para dar de pronto súbitamente lugar al endurecimiento  de las sales de la vida y luego a la estridencia (Levedad I, II, III). Porque la dulce placenta transparente de pronto se desprende como un globo que escapa de las manos para flota al azar del aire, de dejando ver que lo que su seno anidaba no era sino un icono zúrrela, en que juega extendiendo su manopla de alienígena un ente tétrico para dejar escapar alegremente al vagabundo esperma con bonete. La violenta suspensión del hilo etéreo que comunica el alma femenina con el alma del mundo y de la nueva vida abre entonces la puerta al amargo sitio del exilio. Prisión de voces emitidas en un desierto negro; noche aceitosa por la que resbalan irisados los fantasmas sollozantes, encierro a la intemperie  en cuyo centro se lamenta un ulular de aves. Interiorización de selva negra, pues, y viaje a las convexidades del ser donde todo sin asideros resbala de la angustia al sótano sin fondo del olvido.
   Espíritus  desadheridos  del mundo maternal y su regazo que de pronto abren la puerta al encuentro con lo irracional de la orfandad ontológica -caracterizada por la desorganización de la armonía del cuerpo humano, por la anarquía vital y la pulverización de los síntomas. Metáfora también de la aparición de la neurosis, la cual se da más bajo la forma de un caso que bajo la especie de un tipo, despareciendo todo esquema de la enfermedad o de saludad social par dar lugar a la mera supervisión del enfermo único –pues cada individuo esta preso en su neurosis, en su enfermedad o en su sintomatología particular, cada hombre habitado por su fantasma, parasitado por su propio animal carnívoro o succionado por la testarudez de su demonio.
   Sus imágenes oníricas reflejan de tal suerte apariciones nocturnas y fantasmas presentes en la bruma de los sueños, que nacidos en el alma sensitiva e inconsciente reflejan, las más de las veces, una especie de aguda anarquía psicológica producto de la anomia moral de nuestro mundo. Hibridismo, pues, en donde el ser humano se satura de lo que hay en él de más zoológico, dando por resultado una serie perturbadora de escenas funambulescas, cuya marcada particularidad radica no en la originalidad del individuo, sino en distanciarse del género o en corromper la especie. Así, la esfera ingrávida que macha por el aire movido por las cuatro piernas femeninas, enfundado el torso en el abrigo de bisonte, no es entonces sino el expandido centro de un ombligo que sólo sabe de alimentar su vientre y cuyo orgullo hinchado en redondez esférica, sostenido por los torneados pilares de liviandad y encaje, sólo espera la hora nocturna de la huida para volar de espaldas. En otras ocasiones aparece el vellocino de oro que buscarán en los hiperbóreos los poetas, pero ahora creciendo bajo el estirado cuello de un perverso para conformarlo con el cuerpo lanudo de Amaltea. Se trata entonces del hombre que llega, en efecto, a ser el individuo único, más no a la manera de los ángeles, ni siquiera de los héroes, sino del enfermo, cuyos desequilibrios y anarquía interior no puede menos en su debilitamiento de reflejarse externamente como ansia de voluntad de poder. 
   En otras ocasiones sus criaturas se dejan ver contorsionadas por un dolor intenso o al intentar desesperadas mutaciones, delatando en su abigarrada sintomatología los efectos de la ideología dominante de nuestro tiempo, fundada en la estética de la trasgresión y simultáneamente en un menosprecio activo de la persona. Así, el enfermo único se muestra en su anarquía al estar del todo fuera de los ritmos de la vida orgánica, reflejando los perturbadores síntomas de un individualismo absoluto atrapado en la epojé de la concha solipsista -cuyo subjetivismo radical no deja espacio para que la etiología distinga el tipo o la clase de desequilibrio, confirmando con ello una realidad clínica moderna, pues cuando los individuos se diferencias en demasía entre ellos psicológicamente, se diferencian paralelamente también en lo biológico.



VI
   La artista que es Hazle Yen vuelve así a descubrir a su manera que el mito renace siempre, que vuelve y que perpetuamente se trasfigura al atender en su estructura eterna a la circunstancia histórica que lo encarna –y así, al retratar lo abortivo y la vida de los alienígenas contemporánea, al descubrir los enredos de sus pliegues y sus dobleces de repliegues cuyas distorsiones impiden habitar en la luz, devela también que la victoria de nuestra era sobre el mito, que la victoria arrogante cientificista sobre el poder arraigador de los lenguaje simbólicos, no era sino más que una mentira, viendo en su estructura profunda un mito más, sólo que ahora dando cuerpo a una filosofía oscurantista y terrorífica.
   Arte quimerario, pues, que al mostrar cohesionadas a las imágenes las alucinaciones interiores a que mueven los deseos y temores suscitados por el entorno da por resultado un catálogo de seres que perturban la mente de los hombres de la modernidad, ahondando en las imágenes perturbadoras a tal profundidad que no puede sino revelar sus estratos metafísicos más preocupantes de alienación, enfermedad y engaño.
   Reflexión, pues, sobre el alma desencarnada de la tecnocracia moderna, que conduce reversiblemente al tema de la muerte del alma y a la ausencia del alma del mundo. Muerdo en el que la figura animal deja de ser una forma deficiente del hombre y su cultura, y vuelta a la naturaleza silvestre, siendo por tanto el hombre una forma deficiente de la animal.  Ya no la nostalgia arbórea del origen que una tarde soñara el naturalista en la proa de un bergantín llamado Beagle, sino el frotamiento de sus más distantes extremos, que se hunden en el agua primordial y las fuerzas vegetales, ligándose con ello a las conformaciones más inferiores de la creación.
   Reflexión poética de la vida sobre la muerte, que desde la vida piensa en los símbolos que la vulneran o ponen en peligro, y reflexión filosófica también de la muerte sobre la vida, que desde la atalaya del concepto observa como la naturaleza hacer resurgir desde la misma muerte y corrupción el nuevo brote de la vida.
   Por ella las figuras y figuraciones de Yen, sin embargo, también nos hablan de la ascensión de la conciencia en su búsqueda de espíritu, de la doliente meditación que abre la bóveda del cielo para difícilmente romper en flor el botón la conciencia o del transporte sideral que vislumbra el alma azul que flota suspendida por arriba de las cosas, como si fuese un mero cuerpo místico o astral suspendido en la pureza de cristal o detenido en medio del transparente aire de sus aguas (Encuentro).
   Porque el alma al ser entendida como cede de los sucesos psíquicos no puede menos que vislumbrarse también una entidad ontológica que participa del cosmos, que enraíza con la totalidad del mundo como en la de una unidad ordenada, en donde reina la armonía, la pulcritud, la verdad y la belleza y por tanto donde comulga totalitariamente con los símbolos universales –pero que al ser puesta contra la pared o confinada no puede menos de hacerlo saber al expresarse en términos de extremos desequilibrios y dolores anímicos, que se revelan bajo la forma de la escisión y del fragmento confundido de la vida o del confinamiento en que el alma queda larvariamente aprisionada.
   Expresión de la funesta dualidad que aqueja desde su raíz al ser humano y que bajo la forma del vitalismo positivista, que considera al alma un pobre humo o un mero epifenómeno de lo material, ha cundido como el cáncer, expandiendo su esfera de influencia hasta los límites insufribles de la anarquía metafísica, donde todo principio moral pareciera quedar decapitado, y a la que no puede sino corresponder una anarquía psicológica y una anarquía biológica, dando con ello pie a la proliferación de lo irreductible bajo su aspecto más negativo: el del imperio de lo irracional y contingente. Enfermedad, pues, de época, cuyo remedio sólo puede estar en una voluntad de orden y de armonía orgánica a manera de una tregua -pues el individuo visto como una revolución permanente hace imposible, en su anarquía universal, restaurar del todo el orden psicológico y orgánico vulnerado por los accidentes del tiempo y sus metamorfosis.
   Mundo de tales excesos y excentricidades, pues, que ha perdido incluso la sensibilidad  para el mayor misterio, el del centro sagrado de la vida, y que por lo mismo pide a gritos y reclama, con tremendos síntomas de insatisfacción, el regreso a la vida rítmica y armoniosa de su naturaleza y la vuelta a la fuente sagrada de la vida –pus el hombre,  al ser la parte más digna de la totalidad del cosmos, por la obra de sus manos y el poder de su conciencia puede, por su peculiar e intermediaria altura metafísica, recuperar la completa unidad del mundo, volviendo a su raíz y a la participación con los sagrado por medio de la expresión artística o al articular el mundo por medio del trabajo del concepto y la flor de la conciencia.
    Porque para hallar el fuego nuevo que alumbre la habitación cordial de la memoria Hazzel Yen ha sabido tallar en el pedernal de la memoria y al golpear con la vara de aire de la idea la roca material de los recuerdos encender una chispa, y al sondear las imponentes aguas estancadas del Leteo encontrar la perla escondida en la caverna y rescatar la gota de agua viva y categórica que resuma en la copa de la cólera para, al multiplicarla en el fuego purificador de sus imágenes, saciar la sed de ser que nos abraza. Una chispa de fuego nuevo, pues, que cauterice nuestras llagas, brotadas por el furor airado de la sal del mar y las arenas, y una gota de agua viva escapada del contaminado estanque sin fin de la memoria, para volver a abrazar al ser que nos anima y tocar las puertas del sol que conducen al pueblo de los sueños –siguiendo inversamente el curso del río del caudaloso tiempo, para llegar por fin al manantial que alumbra las regiones eternas exentas de toda maldad.




La Quimera Por Alberto Espinosa Orozco

La Quimera
Por Alberto Espinosa Orozco 



   Monstruo fabuloso con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón o de serpiente, la Quimera es un ser cuya actividad ofensiva se resuelve en vomitar fuego por la boca, simbolizando la perversidad compleja, siendo su figura el emblema en que se deposita o contiene un triple enredo anímico o del carácter desviado de la fiera: la cola de serpiente o de dragón corresponde a la perversión espiritual de la vanidad; la cabra a la sexualidad perversa y caprichosa, y el león a la tendencia dominadora que corrompe toda relación social.
   Originario de Lisia y de linaje divino, Hesíodo lo describe en la Teogonía con tres cabezas, cosa que la relaciona con el Cerbero. En Lisia lleva el nombre de un volcán, dando la imagen del paisaje infranqueable: la base infestada de serpientes, los prados medios de cabras y la cumbre en llamas infestadas de guaridas de león. Se cuenta también que un soberano nefasto devastó a su país al reunir tres indeseados rasgos de carácter: desenfrenado como la cabra, débil como la serpiente y tiránico como el león. En efecto, en la Quimera se reúnen tres fuerzas salvajes, rebeldes o indómitas de la tierra, las que se funden en el inconsciente como tendencias autodestructivas, al ser la imagen de los deseos magnificados e incontrolados la frustración exaspera se convierte en fuente de dolor. La Quimera es acaso el símbolo más horroroso y destructivo de la seducción. La Quimera atrae y seduce y al igual que las sirenas pierden a quien a ella se abandona. Es símbolo también de los torrentes –caprichosos como las cabras, retorcidos cual serpientes, devastadores como leones. Es sabido que no se la puede combatir de frente, sino buscándola con ardor en sus guaridas más profundas y sorprenderla. Al ser el símbolo de las creaciones imaginarias salidas de las profundidades del inconsciente, a la torrencial Quimera no se le puede detener con diques, sino sólo desecando con astucia sus fuentes o desviando su curso. 
   Para la mitología griega la Quimera es hija de Tifón y Equidna, hermana de las Gorgonas y de un monstruo nacido en las entrañas de la tierra. Fue abatida por Belerofonte, identificado con el rayo, en Corintio. Único héroe que pudo enfrentarla y darle muerte montando en el caballo Pegaso. En el combate contra la Quimera protagonizado por Belerofonte y Pegaso se ha visto una prefiguración de San Jorge en su lucha contra el Dragón.
   Hay una segunda acepción que adjetiva el sustantivo “quimera” de “quimérico”. Entonces su uso es sinónimo de sueño convertido en pesadilla, de fabulaciones increíbles y sin fundamento, de vana imaginación o de idea falsa. La incoherente formal del animal irónicamente ha hecho degenerar su nombre en palabra hueca, que igual significa fantasma gigantesco, refiriéndose seguramente a una  alucinación colectiva que ilusión de falsa imaginería, fingimiento de la realidad, o espectro.



miércoles, 22 de enero de 2014

Los Tritones y Poseidón Por Alberto Espinosa Orozco

Los Tritones y Poseidón
Por Alberto Espinosa Orozco




   Poseidón es el dios griego del mar y, por extensión, de las sustancias líquidas y de la humedad fecundante, siendo por ello protector del crecimiento de las plantas y dios de los ríos, de las fuentes y de los lagos. Su dominio está circunscrito al mar y al caballo negro de las fuerzas salvajes y los deseos avísales. Sus aguas, en efecto, son las profundas del pavoroso Ponto (Gaos) Es también el dios de los terremotos, que desgarran a la tierra y a los montes por los movimientos oscilantes que vienen de las profundidades de su reino. La majestuosa agitación del mar y su rugido  y el espantoso imperio de las profundidades acuáticas son su dominio, y su reino las aguas del Ponto. Acaso por todo ello su mundo no es el reino de la vida humana y está fuertemente limitado por el poder celeste de su hermano menor Zeus. Hijo de Rea y Cronos (Uranos romano),  Poseidón (Neptuno romano) es un crónida que se salvó de ser engullido por su padre cuando Rea dio a éste para engañarlo un potro en lugar del hijo líquido. Es tradición mencionar que Poseidón vivió en el averno junto con su oscuro hermano Hades (Plutón romano).



    Sin embargo, Poseidón es un dios subordinado a lo femenino o a la Gran Diosa primordial, a la que sólo puede dominar de forma animal no mirándola a los ojos, sin el enfrentamiento mutuo de los rostros en el acto sexual.  Su esposa oficial es Anfítrite, con la que concibió al gigante Tritón, aunque se le relaciona con varias diosas y humanas mortales. Se le considera por la tradición el más veleidoso de los dioses, teniendo relaciones amorosas con diosas y mortales, con las que empero no engendra sino monstruos o bandidos. Una oscura leyenda cuenta que tuvo comercio carnal con la diosa Demeter en su calidad de Erinnia (la Madre Da), la cual fue fecundada como yegua por Poseidón, dando a luz al caballo maldito Arión y a una hija, cuyo nombre era sólo conocido por los iniciados: la desventurada Perséfone.  También se juntó con la Gorgona Medusa (a la que se aplicaba el epíteto de “la Reinante”), la cual preñada por el dios marino engendra al morir al caballo fulminante Pegaso, pero también a Criasor, el de la espada vencedora (imagen desdoblada del semidios Perseo),  y de su morbosa sangre verde hirvientemente derramada en el mar al Coral negro y a Coral roja.
   Se le llama Poseidón Hippios por ser el creador, el padre y el domador del caballo. Su hijo Neleo, también llamado “el despiadado”, fue criado entre caballos salvajes. Los otros hijos de Poseidón son todos fuerzas monstruosas y gigantescas, entre los que hay que mencionar a Orión, Otos, Efialtes y el gigante cíclope Polifemo. Poseidón es una potencia ctónica al regir los terremotos mediante las tempestades del mar donde reposan los continentes. dios que hace oscilar y estremecer la tierra, primitivamente  simbolizó la fuerza primitiva también la savia vital y el principio de fecundidad (por lo que s asocia no sólo el caballo, sino también el toro).
  Tritón es una divinidad marina hijo de Poseidón y Anfitrite. Es el sucesor legítimo del dios del Mar. Es costumbre atribuirle la paternidad e Palas, la amiga juvenil de juegos de Atenea, la cual fue muerta por accidente por la diosa de las sabiduría. Como su padre simboliza las olas encrespadas del mar y suele representársele con la parte superior antropomorfa y la inferior de pez. Se cuenta que participó en la expedición e los Argonautas, liderada por Jasón y donde también iba el citareo Orfeo. Generalmente se denominan “Tritones” a los dioses mofletudos del mar que a lomo de briosos delfines cabalgan orgullos el mar. Sin embrago, Virgilio en el Capítulo VI de su inmortal Eneida describe su naturaleza profunda al dibujar con rasgos severos los motivos que tuvieron los titanes al matar a la trompa insuperable guerrero Miceno. Fue la sed de envidia y el apetito de venganza, pues: “si insolente era la lanza de Diómedes, que a Marte hirió y puso en jaque a Aquiles, muy dura era también de superar la fuerza y el resuello del troyano”. Los tritones, de potentes y sinuosos brazos como los monstruos marinos, son dioses de las aguas tan majestuosos en su poder como crueles y mezquinos en sus juicios.  Aunque dicho de paso, hay que recordar que no obstante ser hijo de Poseidón el padre carnal de Belerofonte es Glauco, el hijo de Sísifo. Aventurero orgulloso y seguramente airado, Belerofonte insensatamente intenta subir a las alturas de Zeus montado en Pegaso y entrar en su morada. El dios de dioses y de hombres lo precipita a tierra para morir en la caída y guardar a la fabulosa bestia en su palacio.



   Símbolo de las aguas bajas de donde nace la vida, pero de manera aún indiferenciada, tempestuosa o monstruosa, que falta desarrollar o armonizar. S así la expresión ctónica de las fuerzas creadoras, encarnación de las fuerzas elementales y aún indeterminadas ajena a las formas sólidas y durables. Éticamente el comportamiento simbolizado por Poseidón merece un juicio severo, pues el dios que, como buen padre despótico, traiciona todo esfuerzo serio de espiritualización, intentando incluso legalizar la perversión, de legitimar incluso las satisfacciones perversas, la vulgarización y la perversidad. Como todo déspota, pues Poseidón es en este rasgo un fiel hijo de Cronos,  intentará apropiarse del objeto de su deseo, haciendo creer a las huestes vulgares que él es el dueño y soberano incluso de la vida de sus vástagos y súbditos, no menos que de su mujer y sus amantes o del territorio que domina -porque, en efecto, lo propio del déspota está en esa fácil confusión del deseo consistente en intentar  apropiarse del objeto de su deseo y en dejarse pagar por la paternidad, que no es su propiedad, atribuyendo en cambio a una necesidad materia o cósmica lo que es materia del su propia voluntad.
   Pecar es profanar una cosa sagrada –las demás diabluras son sólo delitos que pueden, o no ser castigados por la moral o ley de usa sociedad o de una época y sólo son delito porque así se castigan. Pero pecar es una cosa diferente al mero delinquir, justamente porque no se castiga sino que es castigo, es participación en el mal, en la oscuridad, por lo que es abandonado por la luz, es dejado por lo sagrado (por Dios). Pecar sin delinquir es el supremo truco del demonio, es la permisividad social que hace al diablo frotarse las manos. Pero a la vez es lo que da su medida al pecado, porque el pecado es el mal premiado –por ello el demonio es el Príncipe de los Prestigios, de lo deseado no deseable. Lo corrupto no es el soborno de la mordida o la dádiva como valor entendido, sino el envilecimiento de quien escoge la sombra o el abismo, elegir lo que nada dice sobre la luz, es preferir la condena –que es en el fondo el sin-sentido o la duración insensata. El que se condena se condena por sí mismo, se condena solo. Lo hace subordinando una cosa sagrada  y por tanto absoluta a otra profana y relativa ( el amor al interés, la amistad a la servidumbre o a la conveniencia, el deseo a la propiedad,  etc.). Pero lo que lo condena es elegir el polo, el horizonte o la dirección hacia el abismo del sin-sentido. Lo que se presenta entonces como absoluto es ese polo de la elección, no el movimiento hacia él, que aparece así como relativo. Lo que se abisma y precipita conduce así indefectiblemente a la mentira, pues el premio que es castigo puede no ocultar los hechos, pero no puede no ocultar el sentido. El ocultar el sentido no es mentir, es mentir y mentirse -es el ancho camino seguido por la condena llamado “desesperación”.
  Quizás en el Hades infernar de los griegos se tramaron los dos pecados verdaderamente capitales que llevan al camino de la desesperación, elegidos satánicamente por Plutón y Neptuno respectivamente: la soberbia y la pereza. La pereza es diabólica por ser un medio perfecto para destejer el tejido de la creación, es la negación de la vida, es la caída abismal hacia atrás como tendencia regresiva y disgregadora que hay en todo lo organizado o en lo vivo, es la tendencia de la entropía que hay en el universo a volver al estado bruto o en reposo. Es el marasmo y la descomposición, la ciada en las aguas estancadas y venenosas de la putrefacción. Mientras que la soberbia es la caída hacia delante, por el vértigo de la aceleración  como movimiento que tiende a borrar la creación no al liquidarla, sino apropiándosela, tragándosela. Hades niega soberbiamente la vida escapando de ella, por ello su mundo fantasmal refleja el pecado imaginario del espíritu desencarnad; el pecado de Neptuno es negar la vida anegándose, hundiéndose en ella, yéndose a fondo, a pique, a morir –porque la soberbia es esencialmente no aceptar morir, mientras que la pereza es su reverso paralítico: no aceptar vivir. 



      Menguado en su poder, su verdadera grandeza pertenece a un pasado arcaico. Antes dios eminente y omnipoderoso, la historicidad de su mito fue arruinando su imagen llevándolo regresivamente otra vez a su forma animal de híbrido humado de caballo y yegua salvajes. (Naigtmare le está consagrda). El ser femenino domina en la religión preolímpica y se manifiesta en la mentalidad. Se trata de la época en que los niños estaban sujetos enteramente a la madre siendo el padre un forastero. El dominio de la madre hacia que lo masculino tuviera menos peso que lo femenino. Tal época es simbolizada en el mito clásico por medio de los Titanes, que fueron arrojados a las profundidades por los dioses olímpicos, los cuales vencieron en un violento encuentro que terminó con autoridad de los viejos dioses y la imposición de los nuevos dioses y sus valores esenciales. El termino “Titán” otrora sinónimo de Basileus o de Rey terminó por designar lo obstinado, lo salvaje o lo llanamente malo. Su actuación predominante determinada por impulsos de poder y de sexualidad los hace dioses priápicos o deidades fálicas, o bien resultan representaciones de principios cráticos de la naturaleza, uniéndose así el pensamiento y la representación al ser elemental, casi a la materia bruta de las fuerzas naturales, acaso dominado por la urgencia imperativa de dominar a la naturaleza, no pudiendo así pensar la libertad y la clara determinación de la forma espiritual. En efecto, en el pensamiento o mentalidad primitiva, hoy tan vigente como hace veinticinco siglos, las deidades masculinas se posponen a las femeninas, y aquellas se ven dominadas por la búsqueda familiar de la preponderancia o por el avatar de los acontecimientos, donde las individualidades y su personalidad se pierden. La nota sobrealimente es entonces lo colosal del acontecer, dominando a las imágenes a tal grado que parecen grotescas, cómicas o monstruosas.categorías del ser estético por las que ya Platón no disimuló su horror sin reservas.  .
   Su imagen esta figurada por el caballo marino como contrafigura del delfín, imagen no del mar calmo o sereno, de la calma chicha, sino de la temible ola y del mar encabritado asociado a la tormenta y al rayo. Poseidón suele aparecer en la iconografía portando una luenga barba, desnudo y con el tridente en la mano, a menudo de pie sobre un carro tirado por dos o cuatro caballos. Su emblema es el tridente, junto con el que suele representársele agitando el mar o abriendo las rocas para hacer surgir de ellas fuentes o caballos marinos.




    El tridente, atributo en la mitología de la Grecia Clásica de las divinidades marinas como Anfítrite,  Nereo y las Nereidas, es un símbolo de fuerza y autoridad, a manera de báculo marino. El tridente es análogo al rayo portado por Zeus, representado originalmente la aparición de las olas y los relámpagos. Así, el arpón de tres brazos es el símbolo de las divinidades del mar cuyo palacio se encuentra en el fondo de los abismos acuáticos. Cos su diente semeja igual a las olas erizadas que a los dientes de los monstruos marinos o la espuma de las tempestades. Es también el emblema de su rey Poseidón, cuyos dientes son desiguales y es símbolo del premio inmerecido, del pecado o de la culpa. (Segovia) Los tres dientes del báculo marino también simbolizan las tres pulsiones esenciales del alma humana: la sexualidad, la nutrición y la espiritualidad (el complejo sexo-estómago y boca-corazón y cabeza). Sin embargo los dibuja más bien en lo que tienen de delirio, de pretensión o de deseo exaltado. Representa sobre todo el peligro que hay en la debilidad esencial, que deja al hombre en poder del seductor-castigador -un poco a la manera de Satán, para quien es el tridente instrumento de castigo por la mordedura del fuego. Hades y Poseidón conocen el poder del tridente, pues quien da la sabiduría del bien y del mal (la doble vista) ocultando su precio (pues el que mucho peca también muere mucho), o quien provoca por medio del conocimiento del deseo irrefrenado y sus éxtasis efímeros, ocultando sus perturbaciones espirituales, somáticas y disolventes de los lazos sociales, no pueden ser sino partícipes de una misma y engañadora actitud chantajista vital-tanática. El tridente de Poseidón simboliza entonces junto con la red la triple corriente de energía del tantrismo, la serpiente enroscada alrededor del eje de la columna vertebral (de los nadí) que hecha la red al centro y a uno y otro lado (sushumña, idá, pingalá). La función del tridente es, en efecto, al de herir a su presa, la cual ha sido atrapada por la red de los deseos, ya por la ficción de la preponderancia gratuita, ya por el sensualismo exacerbado o por la desmesura en la consideración de los propios merecimientos y las valores subjetivas incapaces de vindicación objetiva.
   Pero Poseidón es estrictamente hablando un proscrito de la religión olímpica, la cual admite solamente deidades plenamente antropomorfas –lo que no excluye, como pasa de transición, dioses con forma animal, siempre y cuando estas estén como un paso en la metamorfosis o sean una escala de la trasfiguración.



martes, 21 de enero de 2014

Retrato de Diego Rivera: la Historia de un Comunista Por Alberto Espinosa Orozco

Retrato de Diego Rivera: la Historia de un Comunista
Por Alberto Espinosa Orozco 



   Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez  nació el 8 o el 13 de diciembre de 1886, hijo de María del Pilar Barrientos Rodríguez, piadosa mujer dueña de una tienda de dulces, y de Diego Rivera Acosta, maestro masón librepensador e inspector de escuelas rurales.[1] Su hermano gemelo llamado Carlos falleció al año y medio de edad, fecha a partir de la cual su madre padeció una larga neurastenia, como consecuencia del drama infantil, aunado con el dolor y la pena que le producía que su esposo Diego Rivera tuviera abiertamente su “casa chica”. A los tres años de edad llenó las paredes de su cuarto con dibujos, por lo que su padre puso a su disposición un cuarto forrado de pizarrones donde podía ejercitarse hasta la saciedad.



   A los cinco años de edad se reveló como precozmente como el ateo que sería siempre, discutiendo en plena iglesia con sus tías y el sacerdote sobre la existencia de Dios. El gordito Diego era tan travieso e inquieto que sus compañeros encontraron su verdadero nombre infantil: “Chilebola”, por gordo, juguetón y picoso. Lo crio una bella india otomí, Antonia, quien lo introdujo en el bosque en las prácticas ancestrales de la herbolaria y la brujería. Junto con su hermana María Inés, la sencilla aldeana, de habla ruda y sólido pragmatismo, llevaba a los niños a una montaña que domina Guanajuato para iniciarlos en los secretos del mundo indio. Incluso le daba al Chilebola de beber leche directamente de las tetas de una cabra. A la edad de seis años es un vago y se convierte en la mascota de los burdeles de Guanajuato y a los nueve años tiene su primera experiencia sexual con una joven institutriz de la escuela protestante. Con el tiempo María del Pilar Rivera gozó de cierta fama entre el mundo pudiente de la ciudad de México por realizar limpias según el más puro estilo de la santería.
   Muy pronto muestra su predilección por el dibujo y cuando se trasladó con su familia a la Ciudad de México y entra a la Academia de San Carlos donde reinaba un estéril academicismo de gusto afrancesado, teniendo la edad de 12 años, confundiendo precocidad artística con precocidad sexual, entrando en la vida adulta decidido a conquistarlo todo: su lugar en el mundo artístico, pero también la gloria, las mujeres, el dinero, los poderes y bienes terrestres en un apetito devorador que engloba la fórmula de la ambición.
   En la biografía de Gladis March la autora cita un pasaje en el que Diego Rivera cuenta que en 1904, a la edad de 18 años, asistió a las clases de anatomía en la facultad de medicina, convenciendo a sus camaradas de comer carne humana para volverse fuertes, siendo para él los pedazos más selectos los muslos y los senos de las mujeres, así como el cerebro de una joven, que engullía cocinado a la vinagreta. Contaba que sus experimentos con una dieta de carne humana incluía particularmente la carne de muchachas jóvenes envuelta en tortillas declarando que era como de lechón muy tierno. De ese cuento de ogro sacaba raja en sus conversaciones parisinas,  donde confesaba, con la mirada sombría y la cara de palo, ser un caníbal –inflando con ello su fama de gigante devorador de mujeres y de carne humana, capaz de mover montañas.
   Rivera fue un ogro devorador que incurrió en la inmoralidad de la lujuria y del oportunismo. Fascinado por el dios Cronos, la historia terminó por devorarlo, debido a su extremada ambición y ateísmo marcado. Fue también un hombre generoso que ayudó a crear un mito modernizado de México en un arte sin Dios: el mito de Frida Kalho, cuya ambiciosa credulidad e historia trágica la llevó al albur del alcohol y en la pintura a un soberbio narcicismo introspectivo.



   Individualista anárquico, la vida sin sentido no siempre superable de Diego Rivera fue la de una personalidad vivaz y contradictoria, muchas veces incluso indescifrable. Su inteligencia estuvo permanentemente en conflicto al decidir una combinación entre arte y política, las que se entrelazaban con frecuencia de manera estrecha e indivisible. El torrente de su producción pictórica realizó sistemáticamente estudios a lápiz de la realidad y de la historia, encontrando las horas necesarias para redactar sus ideas, para elaborar planes e información, para polemizar por escrito con políticos y otros artistas, para escribir teorías.  Fue cubista, y adoptaría una sucesión en cascada de posiciones políticas, a veces incongruentes entre sí, pues fue zapatista, leninista, nacionalista, antiimperialista, comunista, troskista, almazanista, panamericanista, lombardista, stalinista y un luchador por la paz.[2]
  Diego Rivera llevó a la traición  la abyección a su grado más patente de glorificación. No es que haya traicionado a sus compañeros por traicionar la revolución, sino que traicionó a la revolución por haber traicionado al hombre –por haberse traicionado a sí mismo. Su emblema fue con las mujeres el de la infidelidad y socialmente el gregarismo –realidades muy densas que reflejan el mundo en el que vivía. En el caso Trotsky llegó incluso a ir más lejos.
   Su óptica deformante le permitía ver sólo lo que quería, producto de una marcada egolatría. Su tipo era el del rebelde agasajado, la del disidente coptado por el poder, exhibiendo un doble rostro por lo tanto que hace pensar en la hipocresía, sirviéndose de la “razón histórica” para zigzaguear de un lado para otro según sus propias conveniencias. Su ambición desmedida (hybris) se centró en la fama, en el dinero, en las aventuras amorosas. Hedonismo y desmesura que tenía la forma muchas veces del acaparamiento de privilegios por sus relaciones estrechas con el poder.
  Sin embargo ya se dejaba sentir en la Secretaría de Educación una doble tendencia: al protagonismo y a centrar los proyectos en pocas manos.
  En su libro de pedagogía estructurativa José Vasconcelos recalca que al salir de la Secretaría de Educación se desistió Diego Rivera de seguir los planes primitivos y comenzó a llenar los muros restantes con apologías descaradas de los tipos políticos en boga y con caricaturas soeces de los que abandonaban el poder –mientras en el viejo edificio de la Escuela Preparatoria José Clemente Orozco llenaba los muros con su arte fuerte y sincero, aunque enfermo de amargura y sarcasmo y Leal decoraba las escalera con temas de la conquista.[3] Durante el gobierno de Álvaro Obregón (1920 - 1924) el licenciado José Vasconcelos fue ministro de la Secretaría de Educación de 1921- 1924, sucediéndolo en ese mismo año Bernardo J. Gastélum  y durante todo el gobierno de Plutarco Elías Calles (1924 - 1928) fue ministro de educación José Manuel Puig Casauranc.[4] En 1928 Diego Rivera pinta a Vasconcelos sentado de espaldas sobre un elefante de bisutería dirigiendo su pluma una bacinica. En el patio posterior del edificio que el mismo Vasconcelos había levantado, cuando el callismo empezaba a ladrarle por lo que escribía desde su destierro, lo representó Rivera en posición infame mojando la pluma en estiércol –creando con ello en el medio mexicano una confrontación que hoy día todavía perdura. Nunca más volverían a coincidir Rivera con Vasconcelos, ni siquiera durante la campaña del educador a la presidencia de República de 1929.[5] Paralelamente a su laboren la SEP Diego Rivera pinta 39 frescos en la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, cerca de Texcoco, y participa en la restauración del Palacio de Cortés en Cuernavaca.



   El estilo de Diego Rivera en sus composiciones para la SEP es el neoclásico, estilo ideal donde la búsqueda de lo puramente bello fluctúa entre la expresión sustancial de la cosa y la total transición hacia lo placentero El carácter de este estilo es su suprema vivacidad (Lebendigkeit) en una hermosa y apacible grandeza. Vivacidad de formas, miembros, movimientos, donde todo es eficaz, dinámico y  excitante: el pulso mismo de la vida libre. Vivacidad que lo representa todo por ser la expresión de una individualidad y una acción. Su claro llamado al espectador es una complacencia hacia los demás, un agradecimiento, o bien está libre de todo afán de agradar. Es así el arte de la representación de la cosa: de lo sustancial concentrado o lo perfecto para ´si mismo. Arte: apariencia –esforzada existencia en su ser para otros que pasa de su simplicidad y solidez en si a su paulatina particularización, solidez simple y dispersión, difundiéndose para otros en su constante existencia. Su mérito es por ello el del encanto, que es lo sustancial encerrado en sí, despreocupado para la gracia, que florece sólo en lo externo como una especie primera de superficialidad. Por lo se da en este estilo la indiferencia, el bello desdén, la confianza en si misma de la pura existencia que es una quietud en sí misma: forma externa donde no se advierte ninguna reflexión peculiar, ni fin, ni intención alguna, sino que cada expresión y cada signo no muestran más que la intención y el alma del todo. Mundo donde ninguna exteriorización es reprimida, donde cada miembro aparece para sí y se alegra de su existencia propia –aunque resignándose a ser sólo un momento del todo. Se trata, pues, del encanto de la vida donde sólo dominan las cosas en la profundidad y determinación de la individualidad en la plena multiplicidad de sus rasgos que convierten la apariencia en algo distinto, viviente y actual. Liberación de la cosa como tal para tenerla plenamente en subida concreta.
   Tendencia, pues, hacia el lado externo de la apariencia, lo que vuelve al estilo agradable y placentero o hacia la vivacidad de la cosa misma. Es lo placentero que se manifiesta en lo externo como fin –per deviniendo un problema para sí. Se trata del tránsito del estilo elevado a lo seductor, donde las particularidades se vuelven más independientes, se intercalan como adornos y agregados, premeditados o contingentes, a la cosa, halagando la subjetividad para la que han sido creadas.
  Estilo cultivado en el deleite donde se da la versatilidad y el deseo por complacer  y la elegancia desarrollada –dejándose llevar por lo forzado, por lo colosal o por desagradable para impresionar. Por ello cae en la accidentalidad de la apariencia, convirtiendo por tanto a la creación misma e esa accidentalidad, dejando por tanto de importar la sustancia de la cosa y la forma necesaria fundada en si misma, sino que trasluce el artista con su intención subjetiva ser su obra una confección de aptitud en la ejecución, de mera habilidad y destreza. El público se libera así del contenido esencial de la cosa para dialogar sólo con el artista al través de su obra, entendiendo lo que el artista ha querido decir y admirando su habilidad para decirlo. De tal manera alaga la vanidad de espectador y satisface con ello su subjetividad, siendo por tanto el campo propio para el enjuiciamiento subjetivo del arte.
   Estilo que también incurre en afrancesamiento, el gusto por lo atrayente, lo lisonjero, lo efectista, la tendencia hacia la frivolidad placentero y a los contenidos superficiales. En la pintura épica también  en cuanto su contenido histórico, que forma la objetividad en su existencia exterior o que capta el mundo parla representación en la forma de lo objetivo y para la representación interna como objetivamente prendido, es decir, como teoría: como expresión alegórica integrada básicamente por imágenes.
   Arte total, pues, que deriva hacia los tipos híbridos, anfibios o en estado de transición, que no muestran la excelencia y libertad que la naturaleza. Géneros intermediarios cuyos aspectos graciosos y placenteros no son sin embargo del todo perfectos. Arte que sin embargo termina no siendo más que moda: la moda moderna de descubrir en el arte la auténtica religión –la religión del arte: lo verdadero, lo absoluto. Así, el arte se coloca por arriba de la religión y de la filosofía –pero no en abstracto, porque contiene al mismo tiempo la idea de la realidad para la intención y para los sentimientos. Sin embargo, bajo el estilo neoclásico Rivera aparece como el antiguo narrador de milagros atroces. Su historia es la del viajero que trae del porvenir una flor, pero ésta está marchita. Es el historiador de los hombres bestiales que en la noche fantasean un fútil credo servil o que invoca los horrores de los césares.



   La escuela de arte “La Esmeralda”, creada a instancias de Gabriel Fernández Ledesma y sus hermanos quienes promovían la creación de escuelas rurales y urbanas,  tuvo como primer director a Guillermo Ruiz “El Corito”,  El 10 de marzo de 1927 se abre así la Escuela Libre de Escultura y Talla Directa, su antecedente inmediato, en el Patio del Ex Convento de la Merced, implementando la escuela un método de trabajo colectivo, a manera gremial, en un intento de realizar un arte auténticamente democrático, que valorara el orgullo del trabajo manual, la sensibilidad y la espontaneidad, haciendo obras saludables por su sencillez y naturalidad. Contaba también con talleres de herrería y orfebrería, inspirándose en las formas tradicionales del arte colonial y, en menor medida, del prehispánico.  La Escuela Libre de de escultura y Talla Directa se ocupaba así de la formación de canteros, herreros y tallistas. En la década de los 30´s la escuela se traslada al callejón de “La esmeralda” y en1943 se convierte en la Escuela nacional de Pintura, Escultura y Grabado “La Esmeralda” contando con su primer plan de estudios.
   El número de maestros de educación primaria aumento de 9, 560 en 1919 a 25, 12 en 1921.  Los inicios de actividades de la SEP se caracterizaron por su apertura, amplitud e intensidad. Se organizaba cursos, se abrían escuelas, se editaban libros y se fundaban bibliotecas. El proyecto educativo nacionalista recuperaba también las mejores tradiciones de la cultura universal.  Vasconcelos rechazaba el pragmatismo de la escuela norteamericana de Dewey, cosa que daría un dramático vuelco con Calles. Vasconcelos lejos de rechazar e trabajo manual lo tenía en  aprecio –siempre que se añada a él el razonamiento y el conocimiento teórico.  Sin embargo el callismo di un giro espectacular a la educación artística, la cual empieza a promoverse en un sentido decididamente pragmático. Aunque se fundan los Talleres Técnicos e Industriales donde pretendidamente se fusionaría el arte y la técnica, lo cierto es que al trabajador sólo se le daba una capacitación manual. Incluso los Talleres Infantiles preparaban sólo para los oficios industriales. Así, el discurso oficial que hablaba  de liberar la fuerza creadora de la raza, de incentivar en el niño la propia creatividad, lo hacia sólo como añagaza para la incorporación del proletariado al desarrollo económico. El Estado en su alianza con la clase obrera desarrolla así una “cultura proletaria” mediante las escuelas técnicas e industriales. Sin embargo algunos programas siguieron vigentes, como los Centros Populares de Enseñanza Artística Urbana, donde se vio en el arte un medio democratizador, donde los grupos marginados urbanos y rurales podían tomar conciencia de su entorno, medir sus posibilidades expresivas y su propia sensibilidad.
   Esta obra de Rivera ha sido considerada por la crítica oficial como la “Capilla Sixtina” mexicana y obra cumbre del arte mexicano moderno, pues en su unidad plástica, por su armonía de colores rojos, ocres, rojos tierra, azules, logra expresar la gracia y la fuerza de los desnudos.
   Los caracteres alegóricos son realidades intermedias entre las realidades absolutas de la vida y las puras abstracciones del entendimiento lógico. Para el pintor, como para el místico, el mundo entero no es más que un dilatado sistema de símbolos –pero ninguna interpretación agota el símbolo ni puede agotarlo. En Chapingo Rivera lleva acabo la alegoría del matriarcado y de sí mismo, intentando la divinización de sí mismo en un subjetivismo extremo cuyo único asidero es la muerte. Mundo sin trascendencia, donde lo más moderno comulga con lo más antiguo en una especie de involución destructora donde todo signo puede ser contrario –donde poder leer también la crítica y la autocrítica de la modernidad.
   La filosofía de Rivera es la del materialismo gnóstico –que investiga la Anábasis fundamental y el punto alfa. Es la filosofía del panteísmo, la filosofía del Uno-Todo en el que Deus-Natura-Homo no hacen más que uno. Es la representación y la vivencia del universo que se expande sideralmente, presentado a nosotros desde una visión pico-química, como vías de enrollamiento orgánico sobre sí mismo. Se trata del esfuerzo por ver nacer la vida, de ver comenzar el movimiento de las formas y el deseo de ser todo, de ladrar, de mugir, de aullar, de volar. Es el fútil intento de estar en todo, de emanar con lo olores, desarrollándose como las plantas, de discurrir como el agua, de vibrar como el sonido, de bailar como la luz, de acurrucarse sobre todas las formas para penetrar en cada átomo y descender hasta el fondo de la montaña para ser la matera misma.



    En el fondo se trata del culto al dios de la dicha fácil y de la embriaguez (Dionisio), de la materia que llama por estar ahí solicitando al hombre para abandonarse a ella sin reservas y para que la adorase. Efusión por las formas que es también disolución en ellas. Búsqueda del punto alfa más allá de todo (principium individuationis) que pretende ser una salvación por el conocimiento de la materia –pero que sólo se logra secularizando el tiempo y la vida, reinando entonces la preocupación, si no se lo mitologiza, después de haberlo desacralizado. El carácter iniciático y soteriológico no puede ser así sino el de la utilización de estructuras religiosas residuales de la iglesia monista: la celebración de la llegada de las estaciones, renovando la arquitectura de los templos adornándolos, no con imágenes de santos y crucificados, sino con representaciones tomadas de las bellezas naturales: con la fuerza creadora de los trópicos, de los corales, las estrellas y las medusas tomados como un altar mayor.
  Mundo primitivo e infantil. Mito del mundo uno y armonioso, pues su mundo es el gran imperio vital del existir. El alma sólo tiene un rostro hacia afuera y no hay mito del alma, que no conoce el mundo de adentro, el reino invisible, el reino interior, únicamente accesible al alma. Se trata del concept existencial, de la imagen de la existencia perfecta y redonda en sí –radicalmente en contra de la idea de José Clemente Orozco con su Prometeo, donde se postula un centro nuevo con medidas nuevas. 
   Pintura existencial, es verdad, donde lo que se vive no es propiedad de su alma, sino una parte del mundo y su formaciones -quedando anclado en las profundas soledades de un más allá amorfo. Sin embargo, reconoce en la imagen del mundo los rasgos de lo vivido tan fielmente que lo contemplado nos enternece por la verdad de su contenido, que se eleva hacia lo grandioso. Porque la postura existencial trata del hombre definido por sus inclinaciones y convicciones y obligaciones exteriores –impuso que no lleva de dentro hacia un centro sentimental y una voluntad fundamental, sino que impulsa hacia afuera, a la fuerza centrífuga que tiene hacia la grandeza del mundo. Empero, en su agrado hacia lo objetivo y existencial, hacia el ser del mundo, pude sentir lo divino, sentir al gran ser que circunda al hombre y a sus figuras vivas –por lo que conocerlas a ellas es conocerse a sí mismo, siendo lo decisivo ponerse en contacto con ellas (parabién o para mal). Pero esa esfera dudosa y funesta que lo atrae es un hechizo que aparta del orden y del deber, ante lo cual invoca su poder y su grandeza. La conciencia no lo tortura, pues es un asunto de inteligencia que sigue su hechizo, no del sentimiento, del alma o de la voluntad, pero que sin embargo es oscurecida –trayéndole ello daño a su vida y a su honor. Error oriundo de buscar el motivo de la decisión moral no en la voluntad, sino en el conocimiento. Su mito es el mito mundial, no el mito anímico, donde actúa el conocimiento sobre la voluntad y el sentimiento.
   Por un lado marca por el camino sinuoso y bifurcante del Partido, el cual añade a la nota del gregarismo la de la confusión ideológica, donde se da una mescla de “iniciados” y de verdugos de la humanidad donde irremediablemente sobreviene el debilitamiento de los poderes metafísicos hallando como final escollo una falsa idea del amor. Por otra parte se encuentra la sin-razón de la denuncia, el odio a una libertad que no supieron utilizar sino para corromperla, sobreviniendo un sentido exclusivista de la propiedad por renuncia al diálogo. 
    Como resultad de ello el confinamiento existencial –donde se da abiertamente entre algunos de los artistas la idea y consecuente práctica y del intento desesperado de vivir como antes del bautismo, de vivir sin tener en cuenta a Dios, de vivir como sin obedecer sus mandatos como si  Dios no existiera. Confusión que llevaría a lamentables rebajamientos de lo simbólico y de lo religioso incluso donde se dan cita toda case de costumbres exóticas, de malentendidos y de supercherías y de historias novelescas fabulosas en las que el héroe es un gandul, un héroe moderno.



   Más específicamente se trata de la desmesura, del intento a veces bochornoso de deificarse en vida. Es la hybris fáustica, de lo sin medida ni limite preciso, en cierto sentido de lo monstruoso. Porque Diego Rivera fue a la vez ogro, combatiente de la revolución cultural de Vasconcelos, un gigante, un titán y un guasón, un bufón que tiene el descaro de casarse con Frida Kalho a la que le dobla la edad y en terceras nupcias un 21 de agosto de 1929. Junto con Frida prácticamente hasta su muerte, van a vivir juntos o separados la gran aventura de la modernidad.
   Es poco antes del matrimonio que llega el periodo más fecundo de Diego Rivera cuando pinta los124 frescos en los muros de la Secretaría de Educación Pública, en Cuernavaca que despliegan por cerca de medio de kilómetro cuadrado, pinta y paralelamente 39 tablero más para la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, cercana a Texcoco, donde describe la historia del estado de Morelos, y en el Palacio de Hernán Cortez en Cuernavaca, donde describe la gloria de la cultura de los pueblos indígenas. Trabajo colosal en el que destacan las influencias europeas ya perceptibles desde la preparatoria, un cierto bizantinsmo, manierismo de grandeza, compresión basta de los volúmenes monumentales en la arquitectura, siendo a la vez Rivera un gran escenógrafo, un hombre de teatro y un narrador popular. Retrata también la amargura del pueblo cuando la revolución es prontamente conquistada por las fuerzas habituales de la burguesía y la ambición personal de los caudillos, quienes arrebatan, explotan, extorsionan y por último esquilman o mutilan al pueblo. Por una parte, cumplimiento de los ideales del muralismo como un arte al servicio del pueblo y en la fe en la cultura popular mexicana, pero sobre todo fe en la vida, en la belleza sensual del cuerpo femenino en su presentación impúdica, violenta –en una especie de visión mítica del cuerpo de la mujer. Coronado en la Escuela de Agricultura de Chapingo, donde en el ábside del tempo aparece el cuerpo desnudo de Lupe Marín, provocador y cósmico, que nos indica el culto de una religión pagana que participa de los mitos ctónica en la adoración de la Mujer-Terra, fecunda y generosa, de senos henchidos y de vientre amplio y dilatado en los que se delata cierto impudor. Durante toda esa larga serie el artista mexicano va dando cuenta de una gran versatilidad de estilos o maneras, en una temática fuertemente nacionalista exorbitada un poco por la enumeración, multiplicada muchas veces, de sus modelos. 
   En el año de 1952 Diego Rivera se encontró en el Congreso de los Pueblos por la Paz celebrado en Viena, a su viejo amigo de París Ilya Erembrug, luego de 30 años de no verse, enredándose sin embargo en una serie de discusiones fastidiosas sobre la pintura mural y la de caballete. El novelista reconoció que Diego Rivera  había intentado resolver uno de las tareas más difíciles de nuestra época: la creación de una pintura mural. Sus obras de caballete siempre tuvieron, salvo al final, una gran fuerza pictórica, no así sus murales cuya función social difícilmente entendió. Innumerables veces se pintó en ellos con el rostro de un niño. Hiso las paces con los comunistas y los maristas teniendo a Lenin como su mito desde 1917 hasta su muerte.  Criticó el formalismo de Rufino Tamayo negándolo, aunque también eso enmendaría cuando pocos días antes de morir al único pintor que citó para despedirse fue Rufino Tamayo a quien siempre consideró mejor que el mejor pintor de la escuela de París de su generación. En el año de 1955, cuando Rivera fue a Moscú a curarse  en la próstata, visitó a Heremburg y al recordar el pasado resurgió todo lo que había en el pintor mexicano de de infantil, de franco y cordial y conmovedor se hizo presente en esa última velada llenando de golpe el espacio con su presencia, pues si nuestra época a constreñido a muchos, la época de Rivera tuvo que constreñirse a él.[6] 
   El famoso fotógrafo Edward Weston lo describe de mirada infantil y frente prominente y lisa a la manera de una cúpula inmensa. Un mestizo donde se daba la combinación de todas las razas, con excepción de la anglosajona: la suavidad y la corpulencia del italiano, de lengua suelta y con aspecto de conocer el español, las manos cuadradas de indio mexicano, pequeñas y febriles, una mirada viva con apariencias de reflejos, mirada de estallidos melancólicos e inteligente de judío, pues descendía de Inés Acosta, su abuela paterna quien descendía de judíos portugueses. Rivera tenía los ojos muy grandes y excesivamente separados. Un aspecto apacible y algo distraído, de una reserva que frisaba en la timidez  con los silencios del ruso. Hombre de mucha actividad, sibarita, muy inestable y celoso.   José Clemente Orozco lo denominaba con los epítetos más sarcásticos: Pobre fat man, Diegoff Riveritch Romanof, potentado, mastodonte, líder folklórico, rajón, fulano de tal, la puerca, el Sorolla azteca, tlaxcalteca o azteca, la pianola de la pintura… Reconocía sin embargo en él a un trabajador infatigable, que al igual que las pianolas  basta con meterle un rollo impresionista, cubista, primitivista, para que toque in cesar, pues no se cansaba nunca.
   Anita Brennen recuerda su encanto generoso de espíritu untuoso en la enormidad de su apariencia de aspecto aterrador de gigante, de una fuerza a veces terrible de la naturaleza, un seductor devorador de mujeres ante cuyo poder se rinde, dominador y sensual. Suavidad de rostro contrastante con la enormidad de su palabra cuya lengua relataba las historias de una infancia sobrenatural. 



   Elié  Faure sin embargo lo recuerdo menos como un mitógrafo que como mitómano que viviera diez siglos antes de Homero, un charlatán que se alimentaba francamente de lo imaginario, un creador de fábulas, un embustero y un fanfarrón, un monstruo bebe que Le Clezió describe como un Pantagruel reduplicado en Panurgo. Un personaje semifrabricado, semireal. El ogro, el embustero, el gigante de la pintura moderna. Sus costumbres disolutas y sus matrimonios sucesivos que lo llevaron a explorar los extremos de la época moderna, la aventura del historicismo en las letras y del naturalismo en arte. Rivera, hombre obsesionado por el éxito, entró en el succionarte torbellino de políticos, de intelectuales y de hombres de dinero para desarrollar un arte de rumores fantásticos dominada por la ambición, donde el apetito devorador intenta justificarse en una supuesta precocidad sexual confundida con la artística. Conquistador que toma la decisión de tomar todo lo conquistable: posición artística y social, mujeres, gloria, dinero, poderes, bienes terrenales.
   Expresión de la voluntad, de la fuerza, de la vitalidad, como momento histórico de una radical independencia de espíritu que en la pintura y obra de Diego Ribera es emblema histórico de un momento de la vida de México. Furor estético de hacer, de pintar en el alma de un trabajador desmesurado. Rivera quería que sus cuadros reflejaran la vida social de México bajo su óptica, siendo así una esponja y un condensador de las luchas sociales y de los anhelos de las masas.
   Diego Rivera llevó a cabo una portentosa labor en la decoración de los muros públicos. Entre otras obras deben mencionarse los murales para la escuela de Escuela de Agricultura de Chapingo (1925-1927) y muy notablemente los frescos del Palacio Nacional, en los que trabajaría seis años (1929-1935), pero sobre los que volvería en los últimos años de su producción (1952-   ) Se trata de una de las obras más ambiciosas de Rivera y, hay que decirlo, más desafortunadas. No sólo incurrió en el defecto de la pintura de estructura narrativa al intentar acomodar en un espacio limitado el panorama completo de la historia mexicana, sino que también pretendió articularla en torno de la lucha de clases como factor explicativo preponderante, resultando el conjunto no sólo de una densidad abigarrada de figuras y sucesos temporales, sino lo que es más cuestionable, de una densidad que se antoja a la vez indigesta y excesivamente simplificada.
   Pintó también en el Palacio de Hernán Cortes en Cuernavaca (1930) y en el Hotel del Prado, hoy desaparecido, El sueño del domingo en el Parque de la Alameda (1947-1948). Cabe señalar que a diferencia de los otros muralistas Diego Rivera cuidó muchos sus relaciones con la alta burguesía nacional y extranjera, tendiendo relaciones estrechas con la alta burocracia nacional, reclamando siempre para él la tajada del león pues, congruente con sus posiciones marxistas quería el mismo lograr una posición de preferencia absoluta, y al hacer bajar la idea al suelo material del devenir histórico hasta divinizarse él mismo al través de su obra.
Rivera fue un ogro devorador que incurrió en la inmoralidad de la lujuria y del oportunismo. Fascinado por el dios Cronos, la historia terminó por devorarlo, debido a su extremada ambición y ateísmo marcado. Fue también un hombre generoso que ayudó a crear un mito modernizado de México en un arte sin Dios: el mito de Frida Kalho, cuya ambiciosa credulidad e historia trágica la llevó al albur del alcohol y en la pintura a un soberbio narcicismo introspectivo.
   Individualista anárquico, la vida sin sentido no siempre superable de Diego Rivera fue la de una personalidad vivaz y contradictoria, muchas veces incluso indescifrable. Su inteligencia estuvo permanentemente en conflicto al decidir una combinación entre arte y política, las que se entrelazaban con frecuencia de manera estrecha e indivisible. El torrente de su producción pictórica realizó sistemáticamente estudios a lápiz de la realidad y de la historia, encontrando las horas necesarias para redactar sus ideas, para elaborar planes e información, para polemizar por escrito con políticos y otros artistas, para escribir teorías.  Fue cubista, y adoptaría una sucesión en cascada de posiciones políticas, a veces incongruentes entre sí, pues fue zapatista, leninista, nacionalista, antiimperialista, comunista, troskista, almazanista, panamericanista, lombardista, stalinista y un luchador por la paz.[7]



  Diego Rivera llevó a la traición  la abyección a su grado más patente de glorificación. No es que haya traicionado a sus compañeros por traicionar la revolución, sino que traicionó a la revolución por haber traicionado al hombre –por haberse traicionado a sí mismo. Su emblema fue con las mujeres el de la infidelidad y socialmente el gregarismo –realidades muy densas que reflejan el mundo en el que vivía. En el caso Trosky llegó incluso a ir más lejos.
   Su óptica deformante le permitía ver sólo lo que quería, producto de una marcada egolatría. Su tipo era el del rebelde agasajado, la del disidente coptado por el poder, exhibiendo un doble rostro por lo tanto que hace pensar en la hipocresía, sirviéndose de la “razón histórica” para zigzaguear de un lado para otro según sus propias conveniencias. Su ambición desmedida (hybris) se centró en la fama, en el dinero, en las aventuras amorosas. Hedonismo y desmesura que tenía la forma muchas veces del acaparamiento de privilegios por sus relaciones estrechas con el poder.



   Por un lado marca por el camino sinuoso y bifurcante del Partido, el cual añade a la nota del gregarismo la de la confusión ideológica, donde se da una mescla de “iniciados” y de verdugos de la humanidad donde irremediablemente sobreviene el debilitamiento de los poderes metafísicos hallando como final escollo una falsa idea del amor. Por otra parte se encuentra la sin-razón de la denuncia, el odio a una libertad que no supieron utilizar sino para corromperla, sobreviniendo un sentido exclusivista de la propiedad por renuncia al diálogo. 
    Como resultad de ello el confinamiento existencial –donde se da e intento desesperado de vivir antes del bautismo de vivir sin tener cuenta a Dios, de vivir como si Dios no existiera. Confusión que llevaría a lamentables rebajamientos de lo simbólico y de lo religioso donde se dan cita toda case de malentendidos y supercherías.
   No es desconocido el exotismo y los lujos orientales con el que vivió en compañía de Frida Kalho, famosa por su libertinaje sexual y lesbianismo, adquiriendo residencias como la que compró a los padres de Kalho y a la que hizo una ampliación en piedra volcánica en el lote anexo que compraría en tal y tal , edificando posteriormente las dos torres del gran taller de San Ángel, rematando todo aquel delirio incontenible de grandeza el adusto y monumental edificio piramidal de piedra volcánica del Anahuacalli.






[1] El otro gemelo de Rivera, Pablo Ruiz Picasso, nació en Málaga el 25 de octubre de 1881 y muerto en Mougins, Francia el 8 de abril de 1973, también va a inventase un nombre estrambótico: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de las Santísima Trinidad Mártir Patricio Clito Ruiz y Picasso. Fue miembro del Partido Comunista Francés hasta su muere. Como a Rivera sus contemporáneos le pusieron el remoquete de “Toro” por su inclinación a devorar sexualmente a las mujeres y a todo lo que se le acercara.
[2] Raquel Tibol, Diego Rivera. Luces y Sombras. Pág. 87.
[3] José Vasconcelos, De Robinson a Odiseo, Pág. 214.
[5] Raquel Tibol, Diego Rivera. Luces y Sombras. Pág. 75.
[6] Raquel Tibol, Diego Rivera: Luces y Sombras.  Pág. 154 y 155.
[7] Raquel Tibol, Diego Rivera. Luces y Sombras. Pág. 87.