lunes, 21 de agosto de 2017

Saúl Vargas: Iniciación (Nuestros Orígenes Cósmicos) Por Alberto Espinosa Orozco

 Saúl Vargas: Iniciación (Nuestros Orígenes Cósmicos)
Por Alberto Espinosa Orozco

"Yo soy la puerta; el que por mí entrare,
será salvo; y entrará, y saldrá,
y hallará pastos" (Juan 10:9)



I
            El mural de Saúl Vargas “Iniciación: Nuestros Orígenes Cósmicos” participa activamente del espíritu de la Escuela Mexicana de Pintura, cuyo movimiento puso el acento en el crestón más alto de la ola del  flujo incesante del tiempo, que es el debatido problema de la función social del arte, cuyo contenido histórico e intención edificante tiene como motivo central enseñar, educar al pueblo por medio de la pintura. La obra, localizada en el Colegio PROMEDAC (SEP), se inscribe así así dentro del “realismo simbólico” de la escuela, eslabonando una serie de poderosos símbolos que versan sobre nuestros orígenes, sobre la esencia del hombre de carne y hueso, sobre nuestras raíces,  no menos antropológicas y raciales que geográficas. El mural consiste así en un puñado de símbolos compactos arrojados al tiempo, que son también una visión y cifra de nuestra historia y nacionalidad.
            La decoración arquitectónica es a la vez un paisaje cósmico y un retrato de nuestro presente y futuro inmediato, que gira sobre las coordenadas espirituales y esotéricas del arriba y el abajo, de lo cerrado y lo abierto. A los pies de la obra se inicia la representación con un gran libro escrito que, a manera de una extensa cordillera, se abre de par en par, hasta alcanzar a la distancia, entre el incendio del ocaso, la línea del horizonte. Del inmenso volumen emergen  las raíces de un capullo en flor de un loto, cuyo cáliz se abre a la luz, dejando ver sus pétalos azules y luego blancos y en su núcleo el dorado pistilo y los rayos de los estambres irradiando como un intenso sol diminuto. El libro, sobre el que se abre la comba del profundo espacio sideral, está flanqueado  por las imágenes prehispánicas de dos deidades: el avatar de Quetzalcóatl modelado bajo la forma de la cabeza de la serpiente emplumada, en el  costado izquierdo, debajo del cual se encuentra una antigua llave aurea, e Itzamná, al costado derecho, el viejo gobernador supremo y dios creador de la cultura maya. Al centro del tablero se despliega un búho con las alas totalmente extendidas, en pleno vuelo, llevando prensando entre las poderosas garras el eterno corazón sagrado. Por arriba la nocturna bóveda celeste, tachonada de estrellas multicolores, sobre la que destaca, al centro del lado izquierdo, la viril cabeza de un ancestral  antepasado Acaxe, símbolo de la institución, figura que se enlaza y complementa, hasta formar un conjunto, con el redondo cuadrante de las horas.
II
            Misión  del arte muralista ha sido la afirmación de identidad cultural por medio del conocimiento de nuestras raíces e historia patria, alimentado por la sed de saber de nuestro pasado común, situacional y geográfico, en una reflexión dirigida a la presencia viva de la comunidad ante sí misma en el presente –hoy más que nunca indispensable ante los peligros planteados por la diversidad y el multiculturalismo, tendientes a borrar en el brumoso olvido los valores específicos que nos constituyen como pueblo, patria y nación. La compleja imagen mural “Iniciación: Nuestros Orígenes Cósmicos” de Saúl Vargas, encierra una serie concatenada de preciosos símbolos, de profunda significación antropológica, llevando en sus entrañas, como una nuez, una amplia constelación de valores, donde se condensa una visión del mundo y de la historia.
La cosmovisión tiene así como fundamento o base la imagen arquetípica de la sabiduría y el conocimiento: es el libro abierto, cuyo simbolismo apunta en dirección de la luz, del amanecer de la sabiduría. Se trata, pues, de toda una constelación simbólica bien trabada, que comienza con el fundamento, con la base que requiere el hombre en el mundo para su justificación, en una palabra: del discernimiento entre el bien y el mal, entre el saber y la ignorancia, entre la luz y las tinieblas. Se trata entonces del camino que hay que recorrer en el tiempo, teniendo el hombre como tiene, tanto los pueblos como los individuos, un destino histórico. El libro significa así la orientación del camino a seguir, lo cual equivale a una aurora, a un despertar.
En el horizonte, se adivinan las cordilleras infranqueables de la Sierra Madre Occidental, en donde los crestones, picachos, cañadas, quebradas y rugosas cordilleras azuladas de la tortuosa serranía se confunden con el cielo. Imponente grandeza de los bosques infinitos, de inagotables pinares, de cedros y de encinos, que al hablarnos de la inmensidad de la creación obligan, como ante la montaña, a detener la mirada y pararse en seco, para entonces escuchar el rumor de su poesía salvaje. Más arriba la noche cerrada, pétrea, oscura como el mar profundo que como el espejo de obsidiana irradia el mágico polvo luminoso, multicolor, chisporroteante, tachonando de estrellas el inacabable firmamento.
III
            Naciendo del centro del libro se abre una flor del loto azul, de ocho pétalos, símbolo de la luz lunar y por tanto del pensamiento reflexivo. Creciendo en el agua estancada y turbia, en los pantanos estancados o en las charcas cenagosas, por su propia naturaleza el loto repele los microorganismos del polvo, teniendo una fragancia dulce, simbolizando  así el rechazo de las tentaciones, de los deseos sensuales y de los apegos de la carne, pero también de la indistinción primordial del caos y de las villanías sociales, siendo por ello emblema de lo inmaculado, de la pureza mental, del cuerpo y del alma, y de la plenitud espiritual.
            Significa entonces el despertar del alma cerrada y oscura, presa en las apariencias del mundo fenoménico y sensorial (Maya), que se abre a las potencias de las posibilidades del ser y al acto de su realización, como expresión auténtica de la verdadera libertad, abierta a la luz. La imagen nos habla así de la decisión cardinal del despertar de la conciencia, cifrado en el triunfo y victoria de lo espiritual sobre lo material y los sentidos, por medio de la aceptación de la verdad divina, de su santidad y eternidad,  creadoras del universo y  de la fertilidad y florecimiento del mundo.
            La fuerza indoblegable de su tallo se asemeja a la libertad ascendente, siendo por ello signo del eje del mundo que sube hacia la bóveda del universo, sosteniendo la rueda de los mil pétalos, cuyo centro,  adornado por pistilos de intenso color oro, se orienta en dirección del sol, simbolizando por ello la armonía universal y la totalidad de la revelación. El tallo del loto, en tanto eje ascensorial, resulta así equivalente al tronco de abedul o a la columna del humo que sale del hogar, que atraviesan el techo del cielo y el suelo terrestre, el cenit y el nadir, por lo que el loto representa también el árbol de la vida o el liber mundi, el inmenso libro cuya fronda es la bóveda del universo y cuyas hojas son los seres que componen la totalidad. El tallo del loto lleva así inscrito en su propia morfología el mensaje divino de regar, con la mansedumbre y entereza de su fuerza ascendente, el centro del paraíso.
            Sus pétalos encarnados contienen una poderosa virtud narcótica, como las opiaceas, que pude producir amnesia, siendo por ello el signo de borrar el pasado para poder empezar de nuevo, simbolizando la dialéctica iniciática de muerte, renacimiento y resurrección. Así, la blancura perfecta del nenúfar, que es la flor de oro, sólo se alcanza por una serie de muertes y renacimientos, como lo indica también el emblema del ave fénix.
            El loto es así emblema de la pureza del sabio, de su sobriedad, rectitud y constancia, cuya perfección espiritual es semejante la dulce fragancia a la vida divina.  En los campos de loto hay, en efecto, algo de los atributos ideales del alma santa femenina: de la pulcritud de su hermosura, de la elegancia de su perfección, de la gracia de su fidelidad, de la nobleza del corazón, de su inocencia y concepción amorosa.
IV
            El libro, que simboliza a la sabiduría y por tanto al árbol de la vida, es también una puerta, cuyo significado es el del paso o tránsito de un nivel a otro, que abre el camino hacia lo espiritual y eterno, permitiendo por contraste salir de la oscura cueva de la mundanidad  –cerrándose por tanto o dando la espalda a las contingencias de lo temporal. La puerta se abre así a los dos planos del ser: a los misterios de la tierra y a los misterios del cielo -porque el libro es el microcosmos humano que espejea y a la vez deletrea el macrocosmos divino e infinito. Es también la puerta que permite abrir el paso a la iluminación iniciática, que es como entrar a un lugar, a una ciudad o a una casa, al acceder a un estado espiritual: que es entrar a aquel lugar al que en verdad pertenecemos, del que fuimos en su momento desprendidos, siendo por tanto su espacio, hecho de memoria viva, emblema de identidad y, simultáneamente, la morada o estancia que permite al hombre habitar sobre la tierra y que es la raíz de la cultura: aquello que nos humaniza y que realmente somos.
 Si el universo es un gran libro que abre una puerta espiritual, es también un libro cifrado… que pide ser descifrarlo, una puerta que tiene que abrirse para poder entrar en sus secretos. Se trata en principio de un libro sellado y una puerta cerrada, por lo que se requiere una clave para descifrarlo, de una llave para poder abrirlo. El mural incorpora así, en su apretada madeja de signos, el símbolo de la llave, herramienta potente para abrir o para cerrar el paso, para poder entrar o salir de la morada.
Si el camino del hombre es semejante a un viaje, a la senda que hay que recorrer en el dilatado tiempo, los pies del hombre equivalen a la llave que permite acceder a ese lugar, por grados ascendentes de purificación, del descubriendo del mundo y, simultáneamente, a ese espacio de diáfana claridad de la iluminación del espíritu donde podemos ver nuestro rostro verdadero –a ese ámbito de luz  que despierta a la memoria y que, al concordar con ella, se vuelve una presencia, a la que damos lo mismo el nombre de reconocimiento que de recuerdo (anamnesis). Pues si la vida es como un viaje, el camino verdadero es el que va hacia la reintegración con la fuente de la vida, que es Dios.
El simbolismo de la llave da pie así a abrir la puerta que conduce al camino iniciático de la búsqueda mística para llegar al Paraíso o cuyo fin es el Reino –y por tanto que deja atrás o se cierra a los vericuetos de la mundanidad. Los cuatro dientes de la llave significan así las cuatro letras de Dios (Yawe), símbolo de poder y dominación, potente para abrir y unir (coagular), o para separar y cerrar (disolver). Tener las llaves significa así haber sido iniciado: a tener el poder de discernimiento entre la luz y las tinieblas, lo que equivale a salir de la muerte, a despertar. También a penetrar en el misterio de Dios, a tener acceso a un estado espiritual de conciencia, que es como entrar en las cámaras secretas de una morada, por grados ascendentes de purificación.
La llave es así lo que permite la salida de la cueva de la ignorancia o de la caverna ideológica, simbolizando el paso de un nivel a otro de la existencia. Indica entonces el paso entre dos estados o mundos: el de lo desconocido a lo conocido, o el de las tinieblas, regido por la necesidad, al de la luz, regido por los prodigios y tesoros de la libertad, que van más allá de la condición individual reflejando las armónicas bellas del universo, que iluminan las almas. Al igual que el Sol, que es llave del mundo, que abre al levante y cierra al poniente, y que Dios, que es llave de la creación, por abrir las puertas de las bóvedas celestes, la llave iniciática abre la puerta estrecha, la puerta verdadera, que es Cristo, que conduce al reino de los cielos. La llave así hace referencia al vaivén de la hoja, que es la existencia del hombre exterior, y al gozne central,  que es la esencia del hombre interior no alcanzado por el movimiento. También al misterio de la redención en el juicio final, que es la consumación de la obra, que es la puerta de la justicia o de la luz a la que se dirigen los fieles y el peregrino. Pues Cristo es la puerta por la que los justos entran para salvarse (Juan 10.9) y quien llama a nuestra puerta para cenar con él (Apocalipsis 3.20).   
V
En el centro del tablero aparece entonces un búho de alas desplegadas, llevando entre sus garras el rojo corazón sacrificial. Animal primordial, como el elefante o la tortuga, el búho se presenta entonces como  la clave o llave que permite descifrar el enjambre simbólico de la armónica composición pictórica, que esencialmente versa sobre ese arduo jeroglífico histórico  de nuestra identidad cultural como nación.
            El búho, cuya primera valencia es negativa y hasta nefasta, es una avatar de la oscuridad, del frío y de la noche y, por tanto, de la tristeza. Guardián de la casa oscura y mensajero de la muerte que corta el hilo del destino, acusado de parricida y por ello compañero del terrible alacrán devorador de su madre, el búho simboliza las fuerzas más bajas del inconsciente, siendo sus estigmas los del robo, el adulterio y la delación. Sin embargo, al atenazar entre sus garras al sagrado corazón, emblema de la verdadera doctrina revelada, del Dios redentor y del amor al prójimo, la imagen cambia de signo, adoptando el mensaje salvífico de la buena nueva y de la vida eterna. La imagen nos habla entonces del viaje de abajo hacia arriba: del proceso de recuperación de la libertad caída. En sintonía con los indios de la pradera, el ave de presa se presenta entonces bajo otro escorzo de valencia positiva: el de prestar ayuda y protección en la noche, relacionándose así con el emblema de Minerva (Atenea), como símbolo del conocimiento racional: de la luz lunar de la reflexión que domina las tinieblas.
Por debajo de sus amplias alas desplegadas emergen a la visión dos deidades prehispánicas tutelares.  Por un lado, a mano izquierda, la efigie de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, el sacerdote y héroe civilizador Tolteca, creador de la Toltecáyotl o cultura de las flores y los cantos, perfeccionadores de la mente y el espíritu humanos, que se convierte en hombre-dios, transfigurándose tras su muerte con el planeta Venus. Hijo de Tonacatercutli, dios ocioso que vive en el cielo y que deja la creación inconclusa, a Quetzalcóatl toca enfrentar y matar Cipatli, al pez cocodrilo, especie monstruo andrógino y de diosa devoradora que se alimenta de corazones, para crear la división de las regiones del  espacio-tiempo, haciendo con sus cuatro patas los pilares del universo (Tlaloques). Baja al Mitlán en busca de los “huesos preciosos” de la verdadera doctrina para abrir el Quinto Sol, mezclando el  polvo con la sangre de sus piernas, completando la creación de los hombres (hombres del maíz).
Quetzalcóatl, serpiente alada o dragón celeste, es efectivamente una figura polifacética: sacerdote ascético y héroe civilizador que es también guerrero y dios del movimiento. Pintado como un hombre blanco, barbudo y tonsurado, se le representa también como una especie de eje cósmico o árbol de la vida que atraviésalas tres regiones cósmicas, pues sus alas de águila representan el cielo, sus garras la tierra y la serpiente el inframundo. La máxima deidad mesoamericana dotó, en efecto, a los toltecas de enseñanzas múltiples para enaltecer sus costumbres por medio de las artes. Enseñó el cultivo y beneficio de las plantas: del maíz y el cacao, del algodón de mil colores y de la calabaza. También la cría de aves de bello plumaje y de precioso canto, de la que se desprendió el arte, universalmente único, de la plumería: el arte de la joyería, que es el labrado y uso ornamental del jade (chalchihuite) y la turquesa, de los metales preciosos blanco y amarillo y de los caracoles; el arte de los cantos y las flautas; el arte de la tinta roja y de la tinta negra, que es el arte de la escritura, de los códices y pinturas, de la sabiduría y del calendario; hasta llegar a la arquitectura, de casas, templos y del juego de pelota, donde se escenifica la lucha entre los poderes diurnos y nocturnos, o entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca.
La doctrina del Toltecáyotl, que es el Saber, del arte de las flores, la poesía y de los cantos, constituye toda una visión estética del cosmos y del hombre. Su misión es la revelación del mensaje divino: mostrar la santidad de la existencia humana y del mundo por ser una obra sagrada, creación de Dios con ayuda de seres sobrenaturales. Doctrina del equilibrio mental y espiritual, del mundo y de la vida, en búsqueda de la armonía. Guerra florida que se lleva a cabo en el interior de cada persona y que por medio de la belleza de la vida (las flores) y de la sabiduría (los cantos), enfrenta la dialéctica de la cuádruple dualidad humana, dividido entre los opuestos complementarios de lo alto y lo bajo, lo celeste y lo terrestre, la derecha y la izquierda, la naturaleza racional y la intuición, en una decidida lucha contra la caída de la materia, que por su influencia desequilibrante arrastra hacia abajo, a la degradación  y abyección de la existencia o a la intrascendencia de la estupidez.     
            Quetzalcóatl, que barre el camino de los dioses por medio de grandes vientos y polvo, dando así paso a la lluvia y a la fertilidad, luego de ser vencido en Tula ´por los embustes de su rival, del hechicero y nigromántico Tezcatlipoca, se exila con rumbo Este, subiendo en Coatzacoalcos en una barca formada por serpientes y perderse en el horizonte, para llegar después a Yucatán. Otros relatos cuentan que se inmoló en Tlallapan y que, luego de ser devorado por el sol, renace bajo la forma del planeta Venus. Figuración del viaje nocturno de purificación al interior de la persona: la imagen del dios Sol que entra al interior de la montaña, no sería así sino el fuego del espíritu que entra al corazón del hombre, que se abre entonces como una flor por la virtud del amor. Fuego que recorre todo el cuerpo, viajando por el tallo de la flor, que es la columna, reactivando las energías de las vértebras y de la pelvis, que son como mariposas, y del cielo interior, la bóveda celeste que es el cráneo hasta tocar la cúpula de la coronilla, donde se integra la unidad del cuerpo con el cosmos, del microcosmos con el macrocosmos, y donde el individuo se purifica para ser igual que un niño, integrándose al eje del mundo como una parte armónica del todo universal.
Por el otro lado, a mano derecha, se encuentra la imagen de Itzámna, el dios único de los Itzáes que llega del Este. Se trata del dios humanitario, blanco y barbudo, del panteón Maya. Dios creador, invisible e incorpóreo, que tiene su trono celeste  y que, como el búho de Atenea, posee los dones de la sabiduría, la magia y la adivinación, pero también el poder oculto de la sustancia del cielo, del que proceden la gracia y el rocío (naaj): que son las lágrimas y la leche, el sudor y la goma del semen, la saliva y la sangre asperjada.
Constructor y arquitecto, que produce con sus manos como un artista, Señor del Día y de la Noche cuyo rostro es el del Sol, Itzámna se presenta como el  emperador del universo, el  dios supremo ordenador y creador de la armonía cósmica bajo formas individuales y jerárquicas, asociado a la medicina, a la caza y a la agricultura, de tan evidente poder que nadie puede negar su existencia, a pesar de las diferentes opiniones de cómo es. Se trata del Dios que vive en la casa de la iguana (Izam), que es el árbol de la vida y el centro del universo, concebido como un cubo de seis caras que cubre las cuatro direcciones temporales de la tierra, y de cuyo antiguo conocimiento ancestral dieron cuenta durante la conquista Francisco Hernández de Córdoba y Fray Diego de Landa, quedando fijada su imagen para la historia en el inesperado Código de Dresde, realizado en 1519 como regalo de Hernán Cortes al Rey Carlos I de España, comprado en Viena en 1739 por la Biblioteca de Dresde y descifrando finalmente su calendario y numerales en 1900 por el bibliotecario Ernst Wilhelm Forstemann.
Itzamná se encuentra así directamente relacionado con Kukulkán, el sacerdote ascético y humanitario, blanco y barbudo, fundador de la ciudad de Chichén Itzá, enemigo de los sacrificios humanos, que llevó a su pueblo a la prosperidad por el camino de la paz, enseñando las técnicas agrícolas y trasmitiendo los secretos de las plantas medicinales, quien se fue por el mar cuando sobrevino la confusión y la sublevación que acabó con su cultura. Personaje histórico que, al igual que Ce Ácatl Topilzin, encarna la figura de Quetzalcóatl (kukul = quetzal; kan = serpiente) y que reaparece con diversos nombres a lo largo de Mesoamérica: como Gotán, Itzbalanque y Ukumatzu entre los Quechuas; como Vochigua y Chizutzapagua entre los moriscos de Colombia y Venezuela; como Sue o Intereguistagua en el Amazonas; hasta llegar a Quito y Perú, donde se le conoce con el nombre de Viracocha.
            Se trata, pues, del mismo Quetzalcóatl, que aparece bajo la forma de Venus como mensajero del Sol, que nace en el Este (Hespherus) y se oculta por el Oeste (Phosphorus), siendo así el pastor celeste que lleva tras de sí al rebaño de las estrellas. Encarnación del principio de la dualidad dialéctica, que es dos y doble y a la vez uno, y que se revela al principio y al fin de los tiempos. Enigmática figura que predicó en tierras americanas los misterios de la cruz y del evangelio, correspondiendo la antigua deidad blanca y barbuda, a decir de Fray Servando Teresa de Mier, al apóstol Santo Tomás.



VI
Por último arriba, delante del inmenso domo cósmico, surge la doble imagen del rostro imperturbable del guerrero Acaxe antepasado, como expresión del espíritu ancestral de la tierra durangueña, acompañado por la rueda cronológica, símbolo del implacable tiempo infatigable.
Por un lado, a mano izquierda, la imagen de la raza indígena, encarnada en la tribu Acaxe, que dominó un extenso territorio enclavado en la serranía, al -noroeste de Durango, en la Sierra Madre Occidental, en lo que es hoy el Municipio de San Dimas. Guiados por caciques y caudillos familiares, la tribu sedentaria de agricultores y recolectores, dedicados al deporte de la caza y de la pesca, vivían en perpetua guerra con sus vecinos, los temibles guerreros Xiximes, asentados en las laderas del río Piáxtla, guardianes de la legendaria montaña de oro de la que hablan los filósofos, que en su momento fue visitada con asombro por el Barón Von Humboldt, asombrado ante sus montañas gigantescas de inagotable pórfido diorítico, de cuyas incalculables riquezas extrajo su inmensa fortuna el capitán Joseph de Zambrano al explotar sin misericordia las inagotables minas de Guarisamey.
Productores, de tabaco, algodón, maíz y calabaza, pero también de plata y del famoso dulce de panocha, los Acaxes usaban una extraña vestimenta, confeccionada con plumas y cabello humano entrelazado a textiles de algodón. Increíblemente fuertes y feroces, los Acaxes aliándose a las tribus aledañas de los poderosos Xiximes y de los Cacaxtles, opusieron una heroica, aunque infructuosa, resistencia a la dominación castellana, sublevándose de 1601 a 1603, por causa de los abusos a los que eran sometidos por la fundación de minerales, escenificando la primera gran rebelión indígena de Aridoamérica, cayendo primero sobre el mineral de Topia, siendo acaudillados por su jefe militar Perico. La rebelión fue finalmente sofocada por el Capital Canelas, fundador de la población del mismo nombre, siendo acompañado por el obispo de Guadalajara, el Padre Idelfonso de Mota. Los Acaxes fueron prácticamente arrasados y sometidos en la región de las Quebradas, cediendo al dominio español, perdiendo con ello parcialmente su libertad ante los europeos, movidos más por la ambición del oro que por la devoción evangélica o el espíritu caballeresco. 
            El rostro severo del indomable antepasado Acaxe nos habla así de la grandeza de una tribu y de su memoria. No obstante haber sido relegados, humillados y sumidos en la miseria, los hombres de esa región, de altas y escabrosas cordilleras infranqueables, son honrados y serviciales, hospitalarios y comedidos, teniendo como virtudes la fuerza física y la valentía, y como único vicio el alcoholismo.
Por el otro lado, a mano derecha, aparece el reloj bajo la forma de la rueda del tiempo, que nos llama a recordar la historia y el tiempo vivido, plagado de accidentes.  Extraño mecanismo que reproduce el movimiento sideral, continuo, de los astros,  el reloj mide por instantes el fluido transcurrir de la duración, el tiempo astronómico objetivo. Cabe en su círculo, sin embargo, un doble movimiento: uno que va de lo lleno a la vacío, de lo pleno a lo posible, de lo superior a lo inferior, del cielo a la tierra, en donde el tiempo se presenta, como en el reloj de arena, como un hilo que fluye, primero con un movimiento imperceptible que va cada vez más rápido, hasta llegar al fin, que es el símbolo de la cancelación del tiempo humano, que es finito, con la muerte.  Hay también un tiempo muerto, caído, que se pudre, que se estanca o empantana, o que se petrifica, que no va a ninguna parte, donde reina la entropía y la pérdida de energía vital de la materia muerta o que se precipita al caos, que es semejante a los cursos de agua que corren hacia abajo, al moho o al pulular de larvas. Es el tiempo convertido en pura sucesión: en el pasar del tiempo, que se identifica con el devenir inmanente, horadado por los gusanos de la contingencia, donde no hay ninguna trascendencia metafísica.
Puede verse en el tiempo, sin embargo, un segundo movimiento, inverso, que va de lo  vacío a lo lleno, de lo bajo hacia lo alto o de la tierra al cielo, que es el retorno a los orígenes, la marcha de regeneración y reintegración a la fuente de la vida. Camino que va de la caída a la ascensión, al vuelo del espíritu en su subida al cielo, donde la “dure” interior coincide con el illo tempore de los orígenes, Transformación del punto de vista, que va de la tierra, de la manifestación de las posibilidades celes, a su reintegración en la fuente de luz. Visión de belleza del orden y la armonía cósmica, de los solsticios y los equinoccios, pero también de la ley del equilibrio y de las proporciones. El rostro del Jefe Acaxe se modula entonces por la dialéctica del tiempo como el guardián de la puerta y simultáneamente como la llave que abre al infinito de infinitos, a la grandiosidad de la visión, que es la revelación del misterio de Dios. El jefe aparece entonces en el papel de maestro o iniciador, como autoridad espiritual y guía de las almas, poseedor de las llaves, que son el mandato, la responsabilidad y el poder de decisión, que abre la vía de los antepasados, que pasa por los infiernos, y la vía del cosmos, que es la puerta solsticial o puerta del Sol o de la luz, que va más allá de la limitación humana.
Guía de la tradición y orientador de la iniciación por su fidelidad a  la cultura autóctona, el rostro del guerrero Acaxe representa entonces la necesidad apremiante de refrescar y dar nueva vida a los símbolos, de modernizarlos pues, al colocarlos dentro de la síntesis superior de la cultura universal. Trabajo civilizador de alta cultura, pues, que es la última posibilidad de redimir al hombre moderno de la enajenación espiritual en que se haya hundido, ya por la el error y el autoengaño de la ignorancia, ya por la falta y la orgullosa rebeldía a que conduce el abandono de la ley moral.
Así, al igual que el reloj de arena, se trata ahora de la inversión del tiempo, que ya no fluye de arriba hacia abajo, del cielo a la tierra, sino de abajo hacia arriba, de la tierra al cielo, o que va en su movimiento inverso a lo eterno. Su equivalente es entonces el discernimiento entre la luz del bien y la maldad de las tinieblas, la diferenciación radical entre lo temporal y lo eterno, entre el cielo y la tierra, para poder abrirse plenamente a la libertad verdadera de lo espiritual, llevando a la humanidad doliente de abajo hacia arriba, que es el trabajo de ennoblecimiento de los sentimientos, que es lo propio de las humanidades –cuya imagen del hombre es, así, la de un árbol invertido, cuyas raíces son los pensamientos que suben a las estrellas.
Salto de nivel, ruptura con el mundo y abertura al otro mundo, entrada en otro orden, en otro universo, donde se da conjuntamente la revelación  de la naturaleza  del orden cósmico y de la ley moral. Entrada al reino de la interioridad infinita, que se abre hacia adentro, al fuego purificador del corazón, de sus sentimientos y razonamientos, y que se cierra a la materia condenada por el espíritu, lo mismo que al mundo o siglo, que es el tiempo de la tierra rondado por la muerte, donde tenemos un tiempo finito, de seres pasajeros, limitados o con un fin en el tiempo. Vislumbre, pues, del más allá temporal, de la absoluta diferencia que hay en lo eterno, cuyo tiempo es ilimitado o infinito, que no es tanto lo intemporal (lo que subsiste o está fuera del tiempo, como los axiomas matemáticos, los números o la geometría), sino lo inmortal (el reino de las almas y de Dios), pues lo eterno todo el tiempo tiene historia.  
Labor, pues, de situacionalmente tomarle a los símbolos de la cultura mexicana y a la sabiduría de los antiguos ancestros de la tradición occidental la estafeta del relevo real en el tiempo. Tarea, pues, de valorar, interpretar e incorporar los símbolos, el polvo de los huesos ancestrales, a nuestro hoy vigente, llevando a la raza cósmica, por medio de la sustanciación y especialización de la naturaleza humana, a su plenitud. Doble llave, de oro y de plata, cuya combinación de diamantinos dientes cristalinos abre la mente hacia la libertad verdadera, que es la concepción del hombre como ser espiritual, develando a la vez la visión de los grandes ciclos siderales -cuya doble tarea implica participar del cielo (la esencia), sin por ello dejar de ver la tierra (la existencia). Esfuerzo, pues, de escuchar la sabiduría depositada en los ancianos, en inminente riesgo de extinción, cuya tradición oral equivale a una biblioteca, adornada con los retratos en que desfila la imagen de nosotros mismos como pueblo, raza y nación.   
VII
            El tablero “Iniciación: Nuestros Orígenes Cósmicos” del muralista Saúl Vargas constituye así, en su enjambre simbólico, una minuciosa meditación sobre nuestros orígenes históricos y culturales, que reclama a la vez la exigencia de modernizarse, de actualizar nuestros símbolos y de abrirse a la cultura universal. Por un lado, partir del pensamiento consciente de sí o de la esencia humana como ser racional (cogito ergo sum); por el otro, pensar los signos y los símbolos a partir de la circunstancia concreta, de lo dado al hombre como realmente existente, que según lo que cree adquiere su mismidad esencial… o su inestable mutabilidad, convirtiendo su esencia, por el peso  de las presiones generacionales e históricas, en aquello en que se convierte.
            Así, de la noche cerrada y sombría, pesada en su soledad y aislamiento, tentada por los engaños y embelecos que asechan al universo desde su lado oscuro, vacío de tiempo y de sustancia, apenas compensado por la expansión de las multiformes estrellas diamantinas, el mural del artista durangueño que es Saúl Vargas, nos ofrece una llave de humanización, pues el hombre, pequeño y pobre ante la inmensidad de la creación, es también un espejo que refleja al cosmos estrellado, un ojo y una estrella que late con el ritmo del todo. Porque el aislamiento anárquico del hombre moderno, encerrado en la caja de metal de la libertad contractual, que le permite perderse, siendo sí mismo y sólo sí mismo, separado del cosmos y de los otros, hundido en la herida de un tiempo desgastado que tiende a la disgregación, sólo puede superarse volviendo a pulsar los hilos que nos unían a la creación, antes de que sus últimos vestigios se pudran como escombros arrumbados. 






1 comentario:

  1. Magnifico k hermoso k mente tan grande para captar la grandeza cosmica k nos llevará a la gran llama dorada transmutación divima y universal...Felicidades Alberto gracias x compartir.

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