miércoles, 17 de diciembre de 2014

Famara: el Tacto de la Luz Por Alberto Espinosa Orozco

Famara: el Tacto de la Luz
Por Alberto Espinosa Orozco
        

En mi pecho feliz no hubo cosa
de cristal, terracota o madera
que abrazada por mi no tuviera
movimientos humanos de esposa.”
Ramón López Velarde

He oído la rechifla de los demonios sobre
mi bancarrota chusca de pecador vulgar
y he mirado a los ángeles y arcángeles mojar
con sus lágrimas de oro mi vajilla de cobre.”
Ramón López Velarde



I
   La escultura, ha escrito Hegel en algún lugar, es el arte puro del espacio. La artista plástica de origen durangueño Famara ha incursionado en esa esfera del espíritu con afán de renacimiento, de reintegración del hombre al cosmos entero, de restitutio ab integrum de sus órganos de comunicación y de sus facultades psíquicas. Para lograrlo la artista se ha dado a la ruda tarea de levantar en atmósfera donde, como en un caldo de cultivo primigenio, la materia se impregne de la humedad que precede a toda creación y a toda forma, se satura del limo y del humus de la tierra, incubando en su seno la semilla en que se anuncia la germinación del nuevo nacimiento, del renacimiento del espíritu.
   Su exploración pareciera conducirnos por secretos túneles del tiempo a una misteriosa galería (submarina y subterránea) en donde visitar las fraguas telúricas del dios Vulcano: lugar donde se funden el tiempo preformal de las aguas (el sueño) con el fecundo de la tierra y su vida infatigable. En efecto, las figuras plasmadas por la artista, alimentadas por el tiempo, el agua y el humus primordial, se caracterizan por destilar en su sabia nutricia la experiencia, la vivencia de una especie de circunnavegación historicista por entre las vicisitudes espirituales de su disciplina y sus grandes formas estéticas. Alejándose de los bajos escollos del relativismo escéptico, Famara ha logrado, a su manera estética, de dar razón no sólo del ciclo histórico que ante nosotros se cierra, sino también ha podido vislumbrar las formas que se atisban en el horizonte anunciando la nueva etapa por venir, palpando anticipadamente el dulce y tierno manto de la hija del sol, de la legítima Aurora.
   Movimiento de incesante búsqueda donde, empero, se da el encuentro con las formas eternas de la apacibilidad y el reposo, la serenidad y la belleza.
   Mundo de complejos pliegues y repliegues que se despliega en un ámbito de olas que son llamas que son hiervas que son cuerpos.





II
   Admiradora de la obra escultórica del maestro durangueño Ignacio Asúnsolo y discípula del maestro Jaime García Cervin, la formación clasicista y académica de Famara se deja sin embargo modelar por la influencia de las formas contemporáneas. No me refiero sólo a los volúmenes estilizados a la manera de Modigliani (el cual a su vez estiliza la forma a la manera como el Greco espiritualiza sus figuras), no sólo a los cuerpos opimos de Zúñiga y Federico Cantú, cuanto al rudo realismo alado de Augusto Rodin y a la marca severa de profundo patetismo heredada de Raúl Anguiano. Por un lado, absoluta fidelidad a la expresión suscitada por el modelo; por el otro, la libertad de la imaginación sugerida en el movimiento o en el inacabamiento de las texturas, a veces es cierto anguladas, pero siempre diferenciadas y maduras. Obra, pues, que deja traslucir la dureza que hay en el esfuerzo creativo y cuyo resultado no puede ser otro que la frescura de la primera bocanada transparente de vida, que la ingrávida oxigenación y el descanso, el reposo logrado al asentar una forma psíquica en los arduos territorios que están más allá de nuestro espacio, rayando en el espacio intacto de las formas puras.
   La exploración de la artista por ese laberinto de roca y de bronce empieza a revelarse como una oscura intromisión en la jungla de los signos, como una tanteante penetración en la selva de las apariencias sensibles –en cuyos jeroglíficos es posible leer las huellas inequívocas del espíritu.
   El espectro, la gama de figuras que va cubriendo en su marcha por ese territorio de la cultura se presenta así como de lo más rico y como de lo más lujoso, tocando la extensión de sus zonas más bastas y profundas. Se trata del impulso que intenta arrancarnos, reconciliarnos nuevamente con el cosmos, el cual empieza a mostrarse a la mirada estética como un receptáculo de fuerzas sagradas difusas y en ebullición, entre las cuales va decantándose la amable figura de la diosa que es fuente de toda vida.



III
   En primer sitio habría, así, que registrar las el conjunto orgánico de obras que giran alrededor del tema mítico del simbolismo de la tierra. Figuras de la mujer y de la maternidad en donde la morfología femenina y sus imantaciones aparecen como un emblema de fertilidad y de la renovación cíclica que hay en todo psiquismo, en toda vida.
   En esa atmósfera se revela la figura bella como un microcosmos en donde se proyecta y espejea el secreto orden del mundo. También imagen de la materia, donde observar su destino, solidario de la madre primordial, de engendrar sin cesar. Imagen dada inmediatamente a la alabanza y a la veneración por tratarse de las fuerzas de renovación de la tierra, evocadoras de la madre universal de sólido asiento.
   Así, los gestos y ademanes, las actitudes o posturas del cuerpo femenino de la mujer, del cuerpo todo humano femenino, aparecen entre el movimiento de las cosas como la danza de lo que son en realidad: fuerzas vitales ordenadoras del caos, que nos salvan de la orgía primordial de antes de la creación, del estado nocturno y preformal de la materia, de la agitada tormenta del lapso primitivo en donde campea la regresión e lo amorfo, de lo caprichoso o accidental, No se trata, en efecto, de la gran disolución en lo indiferenciado o en la catástrofe, sino del oscuro túnel donde empieza a fraguarse la visión rítmica de la vida –yendo del sueño al nacimiento, del movimiento de la acción a la muerte- cuyo fluido constante hace brotar y calma la sed que hay en el cómos de regeneración, de nueva vida.
   La tierra, en efecto, es símbolo por excelencia de la maternidad, de la fecundidad, de la capacidad ilimitada de dar fruto, de dar vida a todo lo que de ella surge. Diosa de la vegetación y de la agricultura que igual es Gea que Gaia, que lo mismo toma la forma de Némesis que de Temis, de Tonantizin o Demeter.
   Vida y muerte son también los nombres que damos al destino total de la tierra. Toda forma nace de ella viva y regresa a ella cuando se agota, para purificarse o descansar, para regenerarse o renacer –hasta alcanzar el desprendimiento definitivo de la final liberación. Es la manifestación de la vida en su progresivo desprendimiento de las entrañas telúricas, cuyo fabuloso despliegue termina en la muerte, en el retorno al hogar. Porque el homo es humus, no solo al dibujar su rostro de polvo en el río del tiempo, sino que sobre todo vive porque nació de la tierra.
      La trayectoria en la contemplación de Famara pareciera partir de la vivencia de esa compleja experiencia oscura y fragmentaria determinada por la visión moderna del mundo, para ordenarla en la unidad primordial de la matriz universal, evocadora lo mismo de lo que hay en la mujer de flora y de semilla, de fruto y de río que se curva, de montaña y húmeda neblina, de bosque y de luna, de oscura selva y de dorado campo de labranza.
   Pareciera que en los iconos de la artista durangueña hubiera siempre una constante adoración a la reina del lugar, a la guardiana de la infancia, a la matriz de los muertos, a la regeneradora de toda vida –dándonos con ello, proveyéndonos del emocionado sentimiento de solidaridad con sus conformaciones microcósmicas: con el lugar que rodea al hombre para acogerlo, con su entorno familiar y amigo, con su paisaje.



IV
   Se trata, es verdad, del proyecto de regeneración de la imaginación por contacto con las fuerzas telúricas, cuyo propósito estético no es sino curar la enfermedad que en nuestro tiempo ha hoyado al espíritu. Bálsamo para cicatrizar la herida del hombre moderno, desgarrado en su sentimiento de pertenencia a la tierra, desprendido de la caída vertiginosa en lo contingente y equívoco, escindido de la totalidad, expósito del cosmos sin legitimidad y sin origen: sin destino.
   De tal manera, la maternidad concebida por la artesana da cuenta no sólo de la alegría y del gusto por la pluriformidad con que surgen los seres vivos diferenciándose, los cuales aparecen y desaparecen con una velocidad fulgurante, sino sobre todo de cómo ellos siguen siendo solidarios, creciendo espejeando, irisando o participando de esa matriz universal.. En su obra la vigilia y la conciencia así va desprendiéndose del sueño, sólo para retornar a él y descansar, para fortificarse y finalmente reaparecer a la luz.
   Lo primero que recuerda entonces la obra de Famara es que entre la tierra y los fenómenos orgánicos hay un lazo de invisible simpatía, cuyos ritmos orgánicos entretejen la urdimbre del reino telúrico con las tramas de los reinos vegetal, animal y humano. Es la vida, que es la misma en todas partes y en todo tiempo, tejiendo el gobelino solidario de la hermandad antropocósmica.
   A partir del destino cósmico del agua (cuyo fin es abrir o cerrar grandes ciclos cósmicos), las figuras femeninas de Famara pueden verse, en una primera circunnavegación por la esfera de su obra, bajo la especie de formas donde se simboliza a la tierra o sus emblemas –que en la era que termina, sin saberlo y dolorosamente, se queja dormida.
   El movimiento de la figura humana femenina, que levanta la fertilidad espumeante de la naturaleza en una lenta y tibia combustión, tiene comburente al fuego pasmoso de la sangre y como morada y destino el corazón: la piedra líquida, la mitra y la válvula de la vida circulante. Idea congelada en la detención en las actitudes fluyentes de la maternidad y su capacidad de dar fruto; concepto detenido en cuya fijeza meditar  en el destino de la tierra de manifestar la vida, de dar forma e incluso nuevamente vida a lo que regresa a ella  estéril, agotado o inerte –pues la tierra se encuentra, en efecto, al inicio y al fin de la vida biológica.[1]





[1] Originaria de San Miguel del Cantil, Famaraes, María del Socorro Favela Aguilera, es una mujer de talento, trabajo y empeño que ha logrado conseguir prestigio a nivel local y nacional. .Durante su carrera ha realizado diversas exposiciones como: "Carmen Serdán" en la Casa de la Cultura del Ejército y Fuerza Aérea Mexicana, Taller de Experimentación Plástica "Manuel de la Garza"; Galería de la Plástica del Noreste, vestíbulo condominio "Acero", el Hall de la Plaza Sedena (Monterrey, NL), Asamblea de Representantes del DF, Casa de la Cultura Tepeji del Río (Hgo.), Palacio Legislativo de la ciudad de Durango, Casa de la Cultura de Santiago Papasquiaro, Café Cultural Independiente “La Peña”, Galería Cubana de Durango, Casa de la Cultura, Centro Cultural Tamaulipas (Ciudad Victoria Tamaulipas), la Casa de la Cultura, Tampico ( Tamaulipas), Casa de la Cultura Durango, Festival Nacional Cultural "Tonalco" 97, 98, 99, Museo Regional de la Universidad Juárez del Estado de Durango, Museo de Arte Moderno de Gómez Palacio, a Casa de la Cultura de Pánuco (Veracruz) Exposición Colectiva "Grupo Mujeres" en la Casa de la Cultura, Durango, Dgo. Casa de la Cultura "Francisco Zarco" de Lerdo (Dgo.), Museo J.R. Mijares de Torreón (Coah.), Feria del Vino en el Tecnológico de Monterrey (Campus laguna), Teatro de la ciudad de San Nicolás de los Garza (NL), Instituto Municipal del Arte y la Cultura, Teatro “Ricardo Castro”, por mencionar algunos lugares.






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