martes, 3 de septiembre de 2013

Don Héctor Palencia Alonso: la Luz y la Herida (1 de 9 Partes) Por Alberto Espinosa

Don Héctor Palencia Alonso: la Luz y la Herida
(1a de 9 Partes)

I

   Lo extraño a la vida, su límite absoluto, lo que la determina poniéndole un fin irrevocable y definitivo, lo que la totaliza, es la muerte. Con ello, la muerte vuelve también definitivo lo que hay en la vida, lo que en la comba de su trayectoria apareció como vicario, como transitorio o relativo, como provisional o circunstancial. Amores y odios, atenciones o agravios, esplendores y miserias, fatigas o desidias adquieren con la muerte de una persona un carácter de inmutabilidad y de sello perpetuo. Porque la muerte a la vez que resume y totaliza, dibujando con acusiocidad de burilista la actitud fundamental de la persona ante la vida, determinando lo que en ella hubo para completar su figura, ya sea la del faro, la del puente... o la de abismo, también trasforma su contenido en material de lo irrebasable y fijo, como lo que es de piedra, con la inmutabilidad del mármol. La muerte al poner fin a la vida de un hombre, pues, la define: pone término y coagula fijando en el hielo de la memoria o en lo eterno lo que hubo en ella, a la vez que determina la trayectoria y la orientación, el destino o el sentido de la vida, completando y acabando el perfil absoluto de la figura de un hombre.

   La vida ejemplar de Héctor Palencia Alonso pertenece ahora, ya definitivamente y para siempre, al esforzado huerto de lo edificante –pues los días del inigualable maestro, del padre de generaciones, del hermano de sus coterráneos y de todos los artistas, han tocado el límite postrimero. Con ello ha dado fin no sólo a las fatigas de sus días terrenales, también ha totalizado el circulo de una trayectoria significada por su entusiasmado amor al conocimiento, a la libertad y al humanismo. Lo que antes aparecía frecuentemente como un solitario torreón de tolerancia fincado en medio del desierto, ahora se revela como lo que realmente fue: una imponente fuente cantarina de virtud, un alto faro y acumulador de luz, a veces indescifrable pero siempre iluminante, sembrado en medio del extenso valle que tanto amó, bajo el ingrato cielo purísimo del noroeste mexicano. Porque la sed de absoluto que henchía el vigoroso pecho del maestro Palencia Alonso, que no se conformaba sino con el agua de sus expresiones más íntimas, acabadas y amables, se revela ahora en el recuerdo como un acervo inagotable de enseñanza y alegría, como un elixir de vida que tiene la calidad sustantiva de los jugos nutricios y la textura acariciante de la lana –porque su actitud ante la vida cayó siempre del lado del espíritu y no fue nunca guerra. 



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