lunes, 23 de diciembre de 2013

Juan Emigdio Pérez Olvera: el Árbol, el Pilar y la Fuente Por Alberto Espinosa Orozco

Juan Emigdio Pérez Olvera: el Árbol, el Pilar y la Fuente 
Por Alberto Espinosa Orozco 

“...no tiene edad la vida,
volvió a ser árbol la columna Dafne.”
Octavio Paz


I
   Juan Emigdio Pérez Olvera ha vuelto a publicar un libro de poemas, cosechando sus frutos en un huerto que ahora se antoja pleno de abundancia, pero también de contenida. Frugalidad, porque el amor (que es la poesía), aunque se diera a cantaros, resultaría siembre escaso cuando azotan los tiempos de penuria; y abundante, porque en la trayectoria del artista nunca ha faltado la voz alentadora y la constancia humilde, es cierto, pero cuya actitud de repetición sin fatiga hace a la gota categórica derramarse sin desmayo para formar el oasis, como un hilo de perlas que en su trenza va tramando el oportuno ojo de agua en el desierto.
   Y ha vuelto a sorprendernos también, porque esta vez aúna a sus creaciones líricas y dolorosas cantos la estampa de una de las ediciones más cuidadas y elegantes que haya visto nunca la industria editorial durangueña –compartiendo sus visiones una a una, como si de ventanas interiores se tratara, con los trazos colorísticos y dúctiles, lúdicos y sugerentes, de la pintora y artista plástica Pilar Rincón, quien a su vez hace gala de su profundo conocimiento de las formas y del dominio que bajo su mano alcanza la representación del cuerpo femenino. Ciudadalcoba es así una Asamblea hecha posible, imposible omitirlo ahora,  por el cuidadoso trabajo de diseño pergeñado por Rubén Ontiveros y su equipo de trabajo, bajo cuya batuta ha cristalizando en un producto concreto una labor colectiva de verdadera hermandad y de esquisto buen gusto, caprichoso como las vetas de la caoba y aterciopelado como las obras sentimentales que se han labrado a conciencia.. Libro, pues, de senderos y de siluetas, de pasadizos secretos y de secretos canales y vasos comunicantes que, a manera de venas o de vetas subterráneas, forman un todo perfectamente equilibrado cuya arquitectura respira a la manera de una unidad orgánica.
   El resultado no ha sido así otro que el de la perfección compositiva y formal, el de la belleza estética de un libro a la vez lujoso e íntimo que aúna el arte cinético al paseo por la galería de las formas cariciosas y el ensueño sentimental a la tentación áptica de los volúmenes -con el cual se rinde reconocimiento al poeta, debido a que por su sencillez, humildad y don de gentes Juan Emigdio a sabido ser también uno de los grandes animadores de la cultura local y una de las figuras más queridas por la comunidad artística.
   El poeta durangueño, quien ha bebido de las influencias vivas del jurisconsulto Alejandro Martines Camberos y de la poética social de Jaime Sabines, pero también sin duda de la  metafísica autóctona de Don Evodio Escalante Vargas y de la savia naturalista de Carlos Pellicer, profundiza en esta ocasión en el tema del amor erótico, tomando como línea conductora la evocación de grandes figuras femeninas de todos los tiempos quienes, a manera de musas, van pautando la imaginación del artista.
   Hombre moderno-contemporáneo que a través de ese recurso ha hecho del presente y su conciencia escindida y desdichada la casa de la presencia. Porque si por un lado conviven en su obra la representación ideal de la Dama o la revelación de los misterios de Diótima (del amor platónico y caballeresco, digamos), también es cierto que por entre sus versos se cruzan las ráfagas insólitas del amor pasión y las visitación de la belleza nocturna y trágica en lo que hay en ella de mujer fatal o de fantasma que desaparece esfumándose en la noche –situándose así el bate en el ojo del huracán, en medio de las dos grandiosas fuerzas contradictorias que tensan la imagen del amor y el erotismo moderno.   . 


II
   Así, el volumen se abre con la antinomia de la ciudad-alcoba  –la cual no es no es otra que la tensión que hay en el hombre, dividido entre individuo y sociedad o repartido, en última instancia, entre la vida pública y la privada. Círculos concéntricos que van de lo más externo y social a lo más interno o íntimo de las personalidades. Que va, pues, de los tremendos grupos e intereses nacionales a los regionales, ciñéndose en las camarillas y las tribus de amigos, hasta alcanzar, por fin, a la pareja: espejo en el cual reflejar una sonrisa, en el cual también buscar nuestro verdadero rostro.
   Se trata, pues del reino propio del erotismo, que es también el ápice último y el más profundo de la comunicación, por enmadejarse en él las eclosiones de sentido, las expresiones significativas y el simbolismo cordial de la naturaleza humana. Esfera en la que el doble círculo del deseo, de las miradas, se tensa por sus fuerzas de atracción gravitatorias para volverse elipse -en el que el uno y la otra, en el que una y otro son cómplices de un mismo gesto compartido. 
   Porque para escapar de esos peligros, siendo una de las cosas más valiosas que distingue a Pérez Olvera, es la actitud que lo mueve a un diálogo estrechísimo con las fuentes de la vida. Diálogo con la sexualidad femenina y por esta vía propuesta (a la cultura o al misterio) de hermandad con el cosmos. Porque Juan Emigdio, al sentirse herido por el punzón metafísico no ha volteado hacia la religión o a sus formas desecadas por tiempo, sino que ha rescatado el secreto de la eternidad y las llaves de la inmortalidad de las fuentes primarias del encuentro erótico y amoroso para así beber de la fuente de la vivacidad, del chorro sagrado donde se funde angustia y contemplación y donde se funde la imagen del amor con la de la mujer. Derogación, pues,  de lo suprasensible... que lleva a un nuevo principio para originar de nuevo los valores devaluados: es la vida como la fuente del valor. No el apetito virulento t agresivo de la voluntad de poderío o del querer ser más, sino el más ser del ser querible, de la seducción, de la vida entendida como movimiento de atracción y de fascinación, de encanto u de belleza (Octavio Paz).
   El camino adoptado por Juan Emigdio ha sido entonces a la vez solitario y compartido, porque ha visto en la fiesta íntima y expansiva de los cuerpos desnudos la posibilidad de rescatar del cieno nuestra naturaleza caída al poéticamente vincularla por los poderes de amor a la flor y, por medio de ello, a la naturaleza entera. Sus metáforas, en efecto, son fuentes vivas de naturalización, en donde el hombre comulga con los seres humildes y bellísimos de la flora y del paisaje motivado por las analogías que en él despiertan las formas y las rimas femeninas –reversiblemente humanizando de esta forma a la Natura. 
   Porque al ser humano le es inherente y consustancial el estar hecho para la veneración de lo supremo, para la adoración de la figura ejemplar, para la admiración también de las formas y de las figuras trascendentes. Porque si el tiempo es para la nostalgia imaginante un río serpeante y la vida propia un barco navegante que es a la vez un sueño en el que nos toca representar un papel, si la vida es un teatro, la mujer aparece por su parte bajo la forma de la sublimación de la natura, hecha de flores y frutos, abierta al mundo como los prados, en cuyos ojos el hombre acceda a la contemplación de galaxias y a la revolución de los planetas distantes al ser solicitado por ellos y en cuyo fondo puede hecho esplendor también beberse. No el voyerismo entremetido en el caldeado aroma de la cocina ajena, sino la contemplación de esa raíz y ese pilar que sostiene por la mujer a lo humano y ante lo cual no cabe la reverencia, el postrarse de hinojos o la contemplación.



III
   La conciencia del erotismo es entonces también la conciencia del ser desgarrado. Porque el ardor pasional que habita su obra es a la vez sibarita goce de los sentidos que riguroso trabajo de la palabra y de su razón, la cual en sus puntos más altos es palabra teológica .no por designar a Dios, sino por designar al mundo suprasensible del más allá: la esfera de las Ideas u de los Ideales. Labor rigurosa también en un sentido espiritual, porque al participar de ese alimento sagrado que es el erotismo, el poeta da cuenta de la nostalgia de infinito que nos constituye y de aspiración a lo absoluto. Con ello no sólo confirma nuestra situación caída en el cieno del mundo, asimismo la angustia del despeñarse en el propio vacío, el dolor de quebrarse en el propio silencio. Porque si por un lado el erotismo provoca la visión de la correspondencia universal entre el hombre y el cosmos, suscitando la analogía y poniendo en movimiento el mundo del poema hecho de ritmos, rimas y semejanzas, por el otro nos obliga a contemplarnos por dentro. Y es dentro de cada uno que reconocemos entonces la otra caída, histórica, propiamente moderna: la caída en nosotros mismos, la caída de la conciencia en sí misma, la fractura interior, la escisión. Es la conciencia desolada de la separación, la escisión interior del ser histórico ante el ocaso del cristianismo que ya no participa más del borbotón natal del tiempo, que no sincroniza ni se abre a lo sagrado.
   De tal suerte, la poética de Emigdio Pérez -hecha de oposiciones y contrastes: de gracioso rigor, de severa ternura, de maliciosa gracia juguetona y paraíso infernal en donde el cuerpo femenino totaliza el cosmos o lo sintetiza-, se presenta también como desgarramiento. Porque si el erotismo trabajado tan limpiamente por las palabras de sus manos intensifica las sensaciones devolviéndonos al centro del cosmos, al punto de intersección de caminos y lenguajes, también nos obliga  contemplarnos para asomarnos a nuestros fantasmas.
. Mundo de cisnes y sirenas pérfidas, de dulces cantos del clitoriscolibrí y de plumajes, pero en el que el poeta también se ve sitiado en los altos muros de la soledad, rompiendo en llanto para hacer de su queja canto, pero también petición y plegaria. Cada poema aparece entonces como una estancia en donde respirar, en donde detenerse a contemplar con erótico deseo la tierra como un pubis oloroso y la alcoba como el microcosmos de una ciudad caprichosa como la caoba que a la vez da cita a las fuerzas volcánicas y telúricas en donde recorrer el tapiz solar del talle femenino, o recorrer el arrollo vertebral de la cintura y beber de su ombligo bautismal, en que pasear cual peregrino por las cambiantes dunas de la espalda o visitar el Bósforo navegable del rosaclavel como en una noche embrujada de misterio. Mundo de transferencias y donaciones simbólicas y afrodisíacas en el que los pechos son aromáticas magnolias -que es también la bitácora de vuelo del poeta, su ruta de navegación por la carne erotizada de la mujer en la travesía de los cuerpos y que nos reconcilia con la vida. También conciencia de las “manospecadoras”, que a la vez son piano, pincel y tramoya del cuerpo amado, potentes para trasmitir el amor de la caricia pero también para infligir dolor, para recrear o para deformar y que por ello tiemblan ante el abismo quemante de las formas. Poesía que se engalana de erotismo con una singular vivencia del paisaje femenino y donde unidad y naturaleza se funden y confunden para que su encuentro surja la vivacidad del tiempo detenido.   No el voyerismo de los estetas o de los perversos espías a los que el pudor de la belleza prohíbe el paso, sino la visitación abierta de la belleza encarnada, que pide en el cuerpo recibir la respuesta a su réplica para por fin en plenitud hacerse suya. .



IV
   Poesía efectivamente esmerada en sus imágenes de lujo, en cuyos esmaltes hay también algo del esplendor oculto que labraron también los modernistas. Finísimo cincelado minimalista que la ves nos aturde y nos seduce mostrando abiertamente en el foro del poema que la intimidad no es un fenómeno de multitudes o de masas –pues requiere de la caricia de la concavidad  de la mano que se siente plena en la convexidad rotunda del volumen que la llama, como la oquedad de la cazuela requiere del agua hirviente para hacerse caldo. La intimidad por ello es excluyente de la tercera persona (que lo mismo es el moral testigo del espíritu, que el incómodo sujeto que testimonia la historia). Ante el “yo” y el “tu” del diálogo de la intimidad,  sobra del todo “el”, quien sólo puede estar fuera de base, deviniendo así en escandalizado voyerista –o fugado en el horizonte como una promesa o como un sueño bajo la figura del hijo. Porque la verdadera intimidad es aquella que se conoce sólo en el diálogo entre dos personalidades: entre dos soledades irreductibles. Acaso también está presente en la poesía de Juan Emigdio, más aun que la intimidad con otro, la presencia del sujeto íntimo, de la persona en soledad absoluta –expresándose más incomunicable en su ápice último.

   Desde esa frontera Emigdio a sabido aquilatar lo que en amor hay de fiesta y ceremonia, de epifanía también, donde se manifiesta el resplandor del cuerpo como algo sagrada, puesto que nos comunica con el cosmos, imantado de esplendor también, pues el cuerpo roído de tiempo y de penuria, urdido con los materiales deleznables de lo perecedero, es también el anémicos continente donde anidamos como ángeles caídos, por donde sobrevuela Amor también resplandeciente. La naturaleza del hombre es la de un ser sobrenatural: hecho para el amor y para la trascendencia –hombre, ser metafísico, ser metafórico. Estirpe mitológica del hombre revelada por el poeta como un bosque de signos, como un emblema de sus sombras y como familiar del mundo. Porque el amor, que nos hace rendirnos de vez en vez que nos visita ante el tremendo poder su evidencia, muestra también que todo en su creación es un fin y a la vez es un comienzo de los tiempos.



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