miércoles, 2 de octubre de 2013

José Manuel González Daher: Memorial de la Angustia Por Alberto Espinosa

José Manuel González Daher: Memorial de la Angustia

“Sabio es que quienes oyen, no a mí, sino a la razón, coincidan en que todo es uno.”
Heráclito




I
   La obra gráfica del artista lírico regional José Manuel González Daher representa inmejorablemente las dos caras extremas del trabajo artesanal al ser ella misma una reflexión estrechamente ceñida a sus dos fases. Por un lado, por mostrar en rostros de sañudos claroscuros los demoledores estragos arrojados en nuestro tiempo por el trabajo entendido como producción (esa operación que transforma la materia prima de nuestra herencia natural en un mundo de bienes económicos y consumibles), la cual, empero, por la ingerencia de la técnica mecánica moderna y el vértigo de sus maquinales engranajes se despega irremediablemente de su raíz humana y natural y al cerrarse sobre sí misma erige el orden del dominio, de la explotación y la injusticia -fundándose ideológicamente en la idolatría del capital, fruto bastardo de las oscuras nupcias entre la gorda acumulación y la escuálida avaricia. Por otro, al ser su trabajo también hechura, contacto corporal con la opacidad y resistencia muda de la materia en bruto, su lucha manual por modelarla y modularla nos deja saber también de la gravedad de su ductilidad como solo la mano y jamás el gusto o el intelecto podrían saberlo.
   Es por ello que lo que dan las manos del artesano que es José Manuel González no son nuca meros productos consumibles o bienes para el mercado, el cual por otra parte apenas tocan, sino  más bien semillas del misterioso jardín del arte. Objetos hechos, pues, no para satisfacer ninguna necesidad o apagar el apetito al destruirlos, sino bien precioso, hermosura no desechable, cuyo sentido sentimental está más allá de la dialéctica del apetito y la satisfacción, de la apropiación y el consumo, y cuya síntesis de atractivo habría que buscar más bien en la experiencia estética misma de su contemplación, cuyo deseo puede sin contrariedad apetecer en la satisfacción y satisface en la apetencia.
   Así, lo que salta a la vista en la expresión del artesano es la prioridad que sus retratos dan al trabajador mismo andrajosamente modernizado, pero también al campesino mezquinamente urbanizado y al pueblo prolífico de solitarios marginados, al ser captados por su óptica en imágenes concretas de su existencia real, muchas veces victimizada por la enajenación espiritual. Así, lo concreto, los seres de carne y hueso, unidos indisociablemente en su materia y en su forma, son mirados directamente como prójimo, como lo próximo y cercano junto con quines hemos crecido -compartiendo  también y por lo mismo una suerte común al solidarizarse con ellos al tomar precisas impresiones de sus dolores y penalidades, de su abatimiento, zozobrante sordidez o amarga angustia.
   Arte en cierto modo existencialista que a manera de dolorosos sudarios refleja en tenues veladuras o en trazos de altísimos contrastes monocromos, no a exponentes de proletarias categorías supraindividuales, sino a los trabajadores y marginados reales, al ser captados individualizadamente como seres concretos y cuyos rostros propios el artista descubre al través de sus estructura particulares, hechas con los elementos conjugados de la potencia y de la forma y en los que se consuma el desarrollo de una persona. Así, sus figuras resultan expresivas de un microcosmos de la humanidad, especialmente de sus zonas de mayor laceración, dando cuenta a la vez de su suerte ontológica como de la altura de nuestro tiempo histórico.
   Por un lado, pues, estudio de la estructura del ser concreto, en donde cada parte del todo desempeña una función, mostrando en cada ser una serie de afinidades que se resuelven en la formación del conjunto, descubriendo simultáneamente en el desarrollo de sus figuras su aspiración a un destino o el cálculo de sus metas –logrando de tal manera expresar en sus retratos la armonía del cuerpo humano, algunas veces de difícil composición o transida de dobleces y desequilibrios extremos, unificando del tal suerte los elementos heterogéneos de la intuición sensible.  Por el otro, participación en lo extraño y a  cuya inclinación no puede darse sino el nombre de ternura. Conjunción, así,  de reflexión y sentimiento que le permite al dibujante proyectar en el peso de la presencia lo que irradia por sí mismo, encontrando entonces un extraño equilibrio entre la gravedad de lo verdadero y la expansión de la belleza –porque el arte, base y sima del signo, es también forma suprema que deja aparecer a lo invisible.





II
   Filosofía existencial de la persona (personismo), pues, que al interesar nuestro mundo desde el ángulo de la elemental angustia de la criatura prisionera en la existencia temporal la descubre escindida de la totalidad y la unidad primera. Así, sus retratos toman las impresiones del surco o la huella que va dejando en el cuerpo las actitudes definitorias de la personalidad, mostrando entonces en sus figuras una especie de malentendido radical y por ello mismo trágico que las abisma en su falta de desarrollo o en su ser truncado y en las que la forma humana se revela separada de su pertenencia a la tierra y amotinada contra la tradición, como bagazos de sí mismos o simples productos de sus obras y expósitos del cosmos. Pequeños atlantes cargados por el peso de la piedra de Sísifo en las espaldas y cuyo mundo vencido se les hecha en cara al congelar los rostros por la roedora ironía robadora de migajas o la amarga burla donde no vale nada, emponzoñando las sonrisa por la venenosa desconfianza o la mordente frialdad del cortante racionalismo.
   Así, desfilan ante la mirada rostros de hombres más intangibles u oscuros que sus sombras, afectados por el femenil desmayo del débil abandono o la blandenguería depravada, carcomidos por la dañosa asociación o la intimidad profanadora –pues sus lazos con el mundo no son otros que los de la mera temporalidad urdidas por las tensiones y resortes de las relaciones egoístas o de los sobornos lisonjeros de seres en fuga de su humanidad constitutiva donde el amor florece endeble y melancólico. Son las expresiones del dolor, donde sus personajes se reconocen deudores de su ser, cual cáscaras de hombres o dermatoesqueletos que aceptan cada uno a su manera la culpa que les cuelga del cuello cual cadena para expiar de tal manera una falta primigenia, genealógica o hereditaria, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. En otras ocasiones el dolor accidental o atávico derivado de costumbres infundadas es sustituido por el sentimiento complementario de la pena, al presentar entonces seres de la luz enteramente inocentes, cuya humanidad extrema y plenitud de potencia o de formas es empero igualmente purgada por el mundo, poniendo entonces en evidencia la virulencia parasitaria que desfonda los valores desgarrando doblemente el tejido social y degradándolo.
   Sus retratos expresionistas descubren entonces lo que tiene nuestra era de autoafirmación del “ello” y de mofletudo e insensible cinismo, en cuya incomunicación de mónadas sin ventanas interiores (egología solipsista) se desvencijan inevitablemente los ideales, apagando o pervirtiendo la pavesa del deseo. Porque el ser del hombre, reducido a la condición de vegetal obnubilado o de animal sojuzgado, defraudado por revoluciones más injustas que las leyes, manipulado por la venenosa opinión pública o manoseado por el capricho de matrimonios sórdidos, no ha muerto nunca ni totalmente y para siempre. La obra del artista regional nos muestra en sus imágenes liberadas del inconsciente que tras el rostro del estupor, el terror y lo prohibido, que después de la dispersión de la criatura mutilada por obra de la separación de su origen y de la incesante angustia provocada por la inseguridad de poseer un centro interior estable, que más allá de los abismos de la enajenación social, puede todavía retornar al principio psíquico en que se asienta nuestra vida.   . 
   Así, por vía de una especie de ascesis de la carne que recorre el camino de la angustia elemental de la criatura prisionera en la existencia temporal, el artista descubre más allá de los silicios fustigadores de la carne y recogidos luego en la esponja del cuerpo, la existencia de una eternidad inalienable y la existencia de un centro interior que puede ordenarse nuevamente por medio de la reconciliación con su unidad esencial.




III
   Así, el mundo cerrado que retrata José Manuel González, hecho con los materiales deleznables del polvo y del camino, cuya presión generacional e acumulación de historia los trasmuta en rocas de granito o de toscos volúmenes de mármol negro, se resuelve por las vetas de la luz que lo iluminan, dando cuenta del alma como lo que en realidad es: una esencia viva poseedora de un destino eterno y en consonancia con el cosmos. En efecto, la obra artesanal del dibujante se despeja entonces al ver en los pasos y trabajos de los hombres el estupor del extranjero, trasportado en su andar de peregrino a pueblos desconocidos y extraviados que dan a saber que no pertenece a este mundo de destierro.
. Lo que el espectador experimenta entonces en una especie de sufrimiento, de padecimiento que está más allá del gusto o del placer estético, es la experiencia estética del horror sagrado y la catarsis. Mundo cerrado, en efecto, que sin embargo el artista logra rajar ante la irrupción de lo otro: no a través del sacrificio trágico que reintegra la instauración del orden primigenio, sino de la fisura dialéctica que abre una puerta en el futuro en donde se vislumbra la santificación de un nuevo mundo –y que no por estar detrás del tema, entre bambalinas, deja de transpirar una especie de diafanidad auroral. Porque en el fondo de ese mundo cerrado poblado por rostros de ojos empantanados de  temor y empapados de tristeza, porque  luego del rugoso suelo que tizna el sudor y que nos mancha al aislar de la inmensidad del universo, porque por debajo de los estertores de las voces sojuzgadas por las leyes de la razón dominadora, el artista que es González ha sabido adivinar las fuerzas sepultadas en el interior del alma humana haciendo de ellas fuentes de agua dulce. Imágenes, pues, que hacen bien al alma al presentirse en ellas la inmensa realidad que está más allá del universo sensible, arrebatando a la criatura de su soledad y viendo en su ser constitutivo un nicho de comunicabilidad inextirpable y de interioridad profunda, cuyas potencias de felicidad y de grandeza enraizadas en el inmortal deseo y los tesoros de sus sueños pueden reintegrar el alma todavía al conjunto armonizado de las cosas, por su querer insobornable de encontrar de nuevo en el fondo oculto de si misma la añorada integridad perdida en donde aún resuena el canto sin comienzo de su estancia. 








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