lunes, 6 de abril de 2020

El Naufragio de la Modernidad Líquida Por Alberto Espinosa Orozco

El Naufragio de la Modernidad Líquida
Por Alberto Espinosa Orozco



I
   La idea del fin de la postmodernidad, de los agónicos estertores de la también llamada tardomodernidad, se presenta como un agónico  declinar de la cultura, que sume al mundo en el oscurantismo y la barbarie. Su mejor imagen es la del naufragio, pues de lo que se trata en el fondo es de una generalizada pérdida de las orientaciones morales y estéticas que conduce al extravío de la acción, tanto individual como social
   Uno de los rasgos más característicos de la edad contemporánea y nuestra es el de la indiferencia, ese aplanamiento del ánimo que inhibe la reacción ante estímulos que merecerían o ponerse de relieve o ser abiertamente censurados, en una especie de neutralidad que hace de los seres humanos maquinarias apáticas, situadas por decirlo nietzscheanamente “más allá del bien y del mal” –en una especie de moral inmanentista, en el fondo profundamente hedónica y egoísta. Porque lo que oculta esa indiferencia es en realidad la vindicación del más rampante de los subjetivismos, condicionado y hasta contralado, naturalmente, de manera social, pues “no es la consciencia del hombre la que determina su ser; sino su ser social el que determina su conciencia”.
II
   La raíz de tal indiferencia axiológica, de tal aplanamiento del ánimo y de indolencia e irresponsabilidad social, de tal desorientación generalizada en materia de la acción humana, hay que buscarla en el lenguaje: en la moda de la indistinción, perfectamente afilosófica, si no es que antifilosófica, aneja a la explosión del existencialismo, de priorizar al aquí y ahora de la existencia concreta sobre el ser ideal de nuestra esencia o naturaleza. La indiferencia va así ligada a una especie de licuefacción de las significaciones, entronizada por la estética tardomoderna. Sus síntomas son la falta de distinción, que se revela en el tuteo y codeo en el ámbito de lo público y en la ceguera para los valores en la esfera de la vida privada, donde por la presión social o la ambición de hacerse valer se pasa por encima de los valores más caros consagrados por la tradición, en una especie de profanación de todo aquello que se ha considerado milenariamente como sagrado –que van desde los lazos de sangre a la veneración de los mayores.
III
   Indiferencia que es también falta de discriminación o de discernimiento; en una palabra falta de logos, de definición.  Sobre todo, falta de definición, y por tanto de conocimiento, respecto del concepto, de la idea, de la figura, de “persona”.  Nada tan común y corriente en nuestro tiempo como el desconocimiento, no sólo epístémico, sino estimativo y práctico de la persona –en una especia de helada del espíritu respecto de la consideración que unos hombres tienen por los otros, cuyo núcleo habría que buscarlo en la moral del utilitarismo.
   Así, nos encontramos el día de hoy ante los turbiones de la modernidad líquida, cuyo clima de borrasca y de tormenta se anuncia detrás de subliminales arcoíris y falsos coloretes. Se trata de la semántica líquida, del reino donde, a partir del uso repetido de la propaganda no menos subliminal y la vanguardia estética, las palabras pierden sus significados propios para volverse equívocas, juntando dos vocablos extremadamente alejados entre sí hasta volverlos uno -como querían los surrealistas. Así, los conceptos rectores de la vida práctica y por tanto de la plenitud humana se vuelven tan movibles que llegan al grado de convertirse en sus contrarios, abarcando una extensión que le es impropia y una intención, como repito, equívoca. Y así, los ambiguos triángulos de convivencia promovidos por la promiscuidad o por el colectivismo, donde conviven alegremente en sociedad sexual el yo, el tu y los otros, se le hace entrar a un concepto que bien a bien lo repugna, en el fondo para una muy cuestionable vindicación social de costumbres milenariamente consideradas como deletéreas y disolventes de la raíz misma de los social. Es el triunfo superrealista de la disolución del lenguaje, pues, lo que acarrea paralelamente si no el encumbramiento de los disolutos si al menos el exhibicionismo  laureado de sus costumbres, en un ya cínico premio al mal.
IV
   Se trata en resumen del colosal intento, tan conforme con la rebeldía de lo moderno, de poner en el centro lo excéntrico, lo superficial, lo extremo, lo contingente, lo existencial, lo frívolo. Su paradójica batalla ha sido lenta, pero rentable: desde el la consolidación de la figura del rebelde agasajado hasta su manifestación estética en la fatuidad de las vanguardias artísticas, que en nombre de la genialidad consagran la puntada y la ocurrencia en franco desdén de la espiritualidad de la obra y de la maestría. Tendencia que culmina ahora con un franco boquete, un hoyo negro, que se abre en medio del derecho con la peregrina idea de los matrimonios homosexuales, que no ha lugar.
   Las olas altas de la modernidad líquida no harán con ello sino encresparse, en una galopante indeterminación semántica que arrastrará en su resaca al derecho mismo, la constitución misma de los derechos humanos, cuyo capítulo concerniente al derecho a la libertad de acción y pensamiento se revela como un mero contrato que no compromete esencialmente a la persona, como un derecho a relativizar la palabra misma y a una libertad a todos inferior, descendente, motivada por los impulsos e instintos primarios de la especie y además desviados. Secularización desviada y sin espiritualidad alguna, es verdad, que nos enfrentará, tarde o temprano, a un clima de borrasca y de tormenta, quiero decir, de pérdida y de extravío generalizado.   
V
   No se trata ya de la imagen moderna de perderse en un bosque, de caminar en círculos al amparo de la noche donde, si se han perdido los puntos fijos de orientación al menos se camina sobre un elemento estable, firme, sobre un suelo cuyo espesor seguía siendo el de la tradición.
   El desarrollo de la modernidad, en la llamada postmodernidad, exacerbando a grado sumo las ideas del cambio, la novedad, de la rebeldía y la rareza, de la excepción a la norma y de la excentricidad, ha conducido a una situación en verdad inedia: al extravió ya no solo de los puntos orientadores de la tradición, cardinales para el perdido, por volverse vagarosos, tornasolados o cambiantes, sino del suelo mismo en el que se desplaza, que es el lenguaje.
   O dicho de otra forma: la superficie lógica misma de la modernidad se ha vuelto inestable, contingente, azarosa, liquida. El extremo subjetivismo de la modernidad triunfante, producto de la secularización universal desviada, carente de normas de acción objetivas y desolidarizada del mundo de la vida, ha conducido así a una especie de infame relativismo, donde tanto los discursos como la jerarquización de las personas ha quedado abolido en favor de un existencialismo más o menos gregarista, marcado con los estigmas del hedonismo ciego, de la asociación fraudulenta, o de la franca corrupción -todo ello en detrimento de la verdadera naturaleza humana o de su esencia que, sin desarrollar, queda frustrada, ayuna de sí misma y sin esencia, flotando en un elemento de suyo fluctuante en el que el perdido se sostiene entonces sólo sobre sí mismo, apoyado en la frágil barquichuela de sí mismo, de su nuda subjetividad, como si fuera el cuerpo frágil de un náufrago a la deriva, en una mar no ya sólo infestada de tiburones, sino cuya resaca lo jalona inerme hacia las profundidades sin fondo del pavoroso Ponto -que sería la perdición definitiva.
   La modernidad líquida, con todos sus cambios y novedades, modifica al hombre superficialmente, que marcha a los extremos y excentricidades de la inmanencia para luego regresar a un centro más estable de la persona -pero, como repito, al caer de barriga a las aguas encrespadas y las resacas poderosas de su fluctuante superficie movediza, puede también modificarlo de raíz, para caer no en el fondo de sí mismo sino en la alienación de su propia identidad como persona, en el fondo sin fondo del abismo, al perturbar el tuétano o alma misma de su esencia.
   Arrojado por las olas a la isla de Juan Fernández, excluido de la comunidad, del depravado mundo social de los equívocos lingüísticos y de las componendas del capital, le queda al naufrago, luego de las pandemias gripalmente tan ígneas como fluidas, sin embargo, una esperanza: el recurso de la reflexión, quebrantado el mundo entero secular del consumo y de los infecciosos placeres epicúreos, para hurgar entonces en la memoria y buscar en uno mismo y en la naturaleza propia de las cosas del mundo el origen imperturbable de un centro y de un dentro, donde germina la vida, para tocar de nuevo los hilos radiales que nos conectan con el universo y con nosotros mismos, y con la esencia de la naturaleza y del ser humano, como si se tratara de una tierra negra, de un limo nutritivo, a partir de cual, otra vez, echar raíces, superando la triple escisión que nos aísla del cosmos, de los otros y de nosotros mismos, para poder crecer y estar despiertos, resistiendo a los poderes y espectros de la noche que culmina, y estar atentos a la hora de la aurora que, allá en el horizonte, lenta pero indefectiblemente, se ilumina.

Durango, 6 de abril del 2020



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