lunes, 6 de mayo de 2019

El Ocaso de la Vanguardia: Idolatrías Modernas Por Alberto Espinosa Orozco


El Ocaso de la Vanguardia: Idolatrías Modernas
Por Alberto Espinosa Orozco


“Nadie atrás, nadie adelante.
Se ha cerrado el camino
que abrieron los antiguos.
Y el otro, ancho y fácil, de todos,
no va a ninguna parte.
Estoy solo y me abro paso.”
Dharmakirti (La Tradición)




I
   Una cultura viva no es otra cosa que una sucesión temporal de temas, mayores y menores, y de problemas centrales que las generaciones de un grupo humano van decantando para lograrlos articular jerárquicamente, al ir ocupando repetidamente su atención y sus preocupaciones. El papel de Octavio Paz como pensador independiente, nada complaciente con el poder en turno, fue en mucho dar relieve, poner en claro e insistir en esos temas y problemas, arrojando sobre ellos una mirada crítica y lúcida, la cual no está carente de su grano de sal –grano que no dejó de irritar e incuso de disolver a algunos seres que medran por lo bajo, entre las tupidas enredaderas de la academia y de la burocracia oficial. Para entender la aguda crisis de la modernidad por la que atravesó el mismo como hombre y a nuestra cultura, el poeta y diplomático universal se sirvió, como sus herramientas hermenéuticas privilegiadas, del arte y de la literatura no menos que de la reflexión sobre su experiencia viva, para ayudar con ello a que creciéramos los mexicanos como sociedad. Sus temas, variados, obedecen sin embargo a una preocupación central: la de la paradójica confección histórica del hombre moderno, pues sobre los adelantos del progreso que lo encumbran, pesa y gravita todo el tiempo una severa decadencia y deuda moral que, en algunas ocasiones, urgió al poeta, hasta hacerlo expresar convencido: “el tiempo es el error”.

“El tiempo es el mal
el instante es la caída
amar es despeñarse
caer interminablemente
nuestra pareja es nuestro abismo
el abrazo: jeroglífico de la duración
la lascivia: máscara de la muerte”
(Fragmento. “Carta de Creencias”)






II
  Vivimos una extraña época: la del ocaso de una visión del mundo y el hombre llamada ambiguamente “modernidad”. En ella hemos asistido a lo que no sin razón se ha llamado la “revuelta del futuro”, que al  desarrollar las semillas que llevaba en su seno se han revelado como preñadas de agitación, de desarreglo y de desorden, pues su desarrollo infausto se ha manifestado como una especie de descenso al caos, caracterizado por la confusión de las clases y de los valores, también por la disolución de todas las distinciones, lo mismo en la masa informe que en el pensamiento y la filosofía. Paso, pues, y paso mortal, a la barbarie y a la salvajería sin ley, donde la civilización explora muestra su reverso: no la institución de las jerarquías, creadora de las necesarias jerarquías entre los hombres, sino el retorno al estado de confusión originaria de lo indistinto, de lo relativo y de lo particular –y todo ello en nombre de la naturaleza e incluso de la igualdad.
   Ante tal panorama ha surgido como impulso generoso en el hombre el de la resistencia, ante un estado de cosas no solamente injusto, sino más dolorosamente aún, confuso , incluso degradado, que por muy existencialista que sea, meramente de hecho, ha perdido sin embargo su razón de ser. La resistencia a una visión errada de la realidad no siempre ha dado el paso necesario que debe seguir a la negación, que es la conciencia, para abrirse a la recuperación de los valores, motores de la acción sensata, o al rescate del sentido: a la contemplación del momento detenido en el que se da la reconciliación de lo eterno con la existencia; a la aceptación del amor y de la fraternidad; a la actitud activa de verdadero interés social por el otro; o ponerse de acuerdo de una buena vez con uno mismo y con los otros en el levantamiento de una auténtica comunidad de fe trascendente -en la que sea posible distanciarse de lo que está cercano; percibir la hipocresía de los afectos y la premeditación de lo espontáneo como lo que en realidad son: la excepción, es decir, la particularidad: o mejor, lo que está distante de la vida; donde poder sentir la miseria de lo alto y la dignidad de lo que está caído y poder también amar a nuestro enemigo, resistiendo sin aspavientos a los engaños de la ilusión.
   No siempre, decía, ha sido así. Porque muchas veces ha faltado a los hombres de nuestra época la reflexión profunda, para poder someter a ley el particularismo y la excepción, que es lo único que podría enseñarnos a ver no sólo las micelaneas tentaciones del tiempo moderno sino, sobre todo, la más devastadora de todas ellas: el hecho de que el hombre lleva dentro de sí al enemigo del hombre, al lobo del hombre y al demonio de sí mismo. Percibir, pues, el fenómeno de la doblez y de la escisión del hombre, donde se fragua la desintegración del individuo en la triple ruptura: del hombre moderno con el cosmos, con los otros y consigo mismo.
   Uno de los rasgos más pronunciados de lo moderno ha sido su incurable amor por la apariencia; al grado de rendir culto a los dobles, mágicos, de las cosas; no la fidelidad a la religión y a sus preceptos, sino la fascinación por las místicas inferiores, degradadas; no el amor por el arte, sino por algunas de sus subformas híbridas, a partir de las cuales se puede creer que cualquiera puede ser artista o que el arte puede ser descubierto por el alma de cualquiera; no el cumplimiento de una libertad responsable, ascendente, que nos obliga, sino la creencia en la dignidad y la libertad de todo el mundo: indistinción populista, pues, que llanamente afirma que todas las opiniones son igualmente respetables, anulando con ello el concepto, junto con aquellas actitudes que se siguen ante un hombre superior y elevado, digno por ello de veneración; también creencia en una libertad que es tan sólo un simple derecho de paso y no el esfuerzo por conquistar y poseer un valor, al que se obedece y que por tanto por eso mismo se defiende.
   La modernidad puede verse así como la historia de un inmensa frivolidad conducente a error descomunal: el del amor a las formas y a las ideas mezcladas inextricablemente de tiempo, con el tiempo (razón histórica), para hacer descender las más altas emociones –de libertad, de heroísmo, de belleza, de justicia y amor-, a los niveles más bajos de la existencia, hasta convertir la misma dignidad y naturaleza propia del hombre en no más que primera naturaleza dada, encadenado a la más instintiva espontaneidad o a las más primitivas de las reacciones (razón vital);  transformando por consiguiente el orden en ciega obediencia a la materia o a la tiranía de las pasiones; en todo lo cual puede verse una retrogradación en el hombre hacia la participación con los niveles más bajos y gregarios de la animalidad. Porque nota inequívoca de la modernidad triunfante y tecnológica es comparar lo humano con todo aquello que le es inferior, derivando el espíritu de la materia y las más nobles emociones de los más bajos instintos y tendencias.








III
   Lo que se requiere así es entonces una “razón demetérica”, que sería mejor llamar “romántica”, potente para criticar tanto a la razón vital como a la razón histórica; o si se prefiere, una razón impregnada del espíritu de lo clásico para ahondarlo, pues lo clásico, que es siempre una crítica radical, una crítica a fondo y que por ello llega a los fundamentos, no se basa nunca en la novedad, sino en la necesidad de la renovación del espíritu. Me explico: habría así un clasicismo moderno, y tal es el verdadero romanticismo –aunque el romanticismo, puede doblarse, falsificarse, habiendo por ello una dualidad en el arte –derivada, a fin de cuentas, de la dualidad que hay en lo humano. Falsamente se ha identificado lo romántico con lo moderno y hasta con lo revolucionario, creándose en tal mezcla con la historia, el tiempo y el presente extraños compromisos más que ontológicos (con el ser), meontológicos (con la nada).
     Un primer equívoco está en ligar el romanticismo a los sentimientos históricos inmediatos, intentando fundarlo en el concepto moderno de “originalidad”, es decir, en una idea del progreso y del determinismo histórico, para las cuales a cada tiempo lo acompaña una expresión necesaria, fatal, de su espíritu histórico, la cual corresponde a un desenvolvimiento mecánico, gradual y sucesivo, en una escala supuestamente ascendente. Tal concepción desembocó en la frivolidad de las vanguardias: en una serie ininterrumpida de revoluciones que se iban anulando a sí mismas, que o iban dejando de serlo para ser sustituidas por otras, o que simplemente a su vez se convertían en tradición. Tal es el destino de un arte tan histórico, tal al paso de la alarido de la moda (las vanguardias) y de la razón histórica misma: ser aquello lógicamente posterior cronológicamente en la historia del pensamiento o del arte; y ser a la vez lo que mejor expresa a lo presente en su presente (presentismo). Razón y arte cuyo valor de “originalidad” radica en ponerse a “la altura del tiempo”, siguiendo su paso acelerado, su velocidad vertiginosa –precipitándose así insensiblemente en la caída (Picasso, Dalí, Rothko, De Kooning, Moterwell, Jaspers Jones, etc.).
   Al pensamiento romántico también se le ha querido defraudar, falsificándolo por medio de empujones para  sacarlo de su propio centro, al interpretarlo como un movimiento fundamentalmente irracional, que da prioridad al sentimiento sobre el pensamiento, volviéndolo así apenas una elaboración sofisticada del vitalismo vulgar o del sentimiento huero de lo cursi, como una falsa vindicación de lo raro o de lo particular (cinismo, hedonismo). Así, su destino no puede ser otro que el de la traición de la vida o el de la traición a la vida: ya renunciado al arte recurriendo orgullosamente solo al significante, a lo meramente artístico (esteticismo, arte abstracto), sin preocuparse por el contenido; ya soliviantando un arte social y comprometido con el tiempo, absorbido por sus valores pasajeros, es decir, por lo que perece y cambia (ilustración). En ambos casos, el pensamiento y el arte aparecen como parciales, fragmentarios, pero, sobre todo, como parcos, concluyendo en un balbuceo falto de desarrollo.
   Por lo contrario, el verdadero romanticismo se presenta más bien como un clasicismo moderno; que ni busca la novedad en sí, sino en dado caso la excepción, lo otro, lo raro, ya para que forme parte de la ley cuando puede ser reivindicado; ya para encontrar, si no su norma, cuando no puede ser sometido a valor universal, cuando menos sus ritmos poderosos y orgánicos, que explicarían así la otra cara, tentadora y fascinante, del sacrifico: la autodestrucción de la humillación o de la frustración, pasando revista entonces a los  impulsos que llevan a las almas a perderse en un absoluto o en un paraíso artificiales de naturaleza esencialmente tóxica (que van de las utopías históricas a las doctrinas tecnológicas, y de ahí a los barbitúricos).  Porque en dado caso lo que define al hombre romántico y al moderno espíritu del clasicismo es el rigor de la crítica, al estar interesado como su tema central en la interioridad infinita de la persona –de ahí la recurrencia en los temas, mayores y menores, que vuelven siempre en el arte y el pensamiento moderno verdadero, como son la preocupación por el símbolo y por la hermenéutica de la analogía.
   La época moderna, llevada y manipulada por los delgados hilos de la novedad, se ha perdido así en las apariencias, en las ilusiones que pronto se marchitan o en los desfiladeros de los deseos abismados por sus fantasías. Presa de la rivalidad interna que tiene su cita dentro del hombre mismo, han prevalecido los poderes oscuros del alma inferior sobre los luminosos, más reposados, sociales y espirituales, del alma superior –pues el impuso, el instinto, la tendencia, según piensan, es lo menos valioso pero la más potente, mientras que por más que sea el espíritu lo más valioso resulta lo más vulnerable y lo más débil. Es por ello que la actitud del más fuerte siempre ha sido la de no hablar, la de no dar razones de sus actos, renuente siempre a la debilidad del diálogo y a la fisura de la comunicación; erguido en su ser compacto y sin fisuras, el ídolo moderno puede dar así el denso espectáculo de la fuerza, no puede en cambio darnos la fuerza misma, sino solo fundar sobre el silencio la desgracia de los que se arrojan a sus pies para adorarlo.
   Cada época se desmaya de amor por su apariencia –sobre todo la nuestra, por ser la más alejada de la verdad y, por tanto, de la reflexión y de la ética. Nuestro tiempo, en efecto, está marcado por gustos cada vez más pasajeros y superficiales, y cada vez más instantáneos; el sentimiento de la verdad, si no ha desaparecido, en el mejor de los casos se ha vuelto ligero y, cuando no, decididamente desfavorable –ya se refugie en la locura gregaria del convencionalismo, ya se apertreche en las fingidas certidumbres de la ciencia o de la ideología, no fundadas en razón, sino en el deseo de acallar a otras voces, para convertirlas en el silencio en sus esclavas.








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