domingo, 17 de septiembre de 2017

De Cucarachas y Moscas Por Alberto Espinosa Orozco

De Cucarachas y Moscas
Por Alberto Espinosa Orozco




La Cucaracha

“La cucaracha, la cucaracha
Ya no puede caminar
Porque no tiene, porque le falta
Mariguana que fumar”
La Cucaracha

   No podía caminar. Por eso es que se abrazaba de ella. Es lo que pude ver cuando abrí luego de que tocaron a la puerta. La cucaracha movía sus largas antenas velludas, intermitentemente en acompasados giros, como si olfateara algo, de una manera más que mecánica podría decirse que satelital.
   Con dos de sus largas patas derechas abrazaba a la mujer por la cintura y el cuello y daba la impresión, a juzgar por la sonrisa ebria de ella, de que no se daba cuenta de quien iba acompañada.
   La cucaracha no podía caminar y se apoyaba en la mujer para poder mantenerse en pie y mostrar su abultado abdomen amarillento y estriado. De pronto perdió el equilibro y como por instinto se agacho hasta casi tocar el suelo, empujando hacia a un lado a la mujer. Fue entonces cuando pude ver el duro dermatoesqueleto que le cubría la espalda con una concha brillante marrón que se partía por la mitad dejando asomar algo que parecían como dos alas.
   Retrocedí entonces un par de pasos y extendiéndole la mano le di a ella unas monedas, mientras la cucaracha hacia inútiles esfuerzos torpemente infrahumanos para incorporarse, moviendo unos como bigotes velludos que rodeaban sus verticales quijadas, destilando con fruición una especie de espesa baba blanca. Cerré la puerta luego de empujarlos con un poco de fuerza  hacia afuera y me quede de pie por un momento, horrorizado.
   Desde entonces lucho con asiduidad contra un ejército de pequeños bichos oscuros, marrones, negros, que se esconden en los rincones de las bigas del techo, detrás del refrigerador y entre los tabiques de adobe de la húmeda habitación o entre los papeles ajados de la biblioteca en ruinas.


La Mosca
   A mosca heroica conocí el día de hoy mientras orinaba. Volando al lado de otra, realizaba subidos divertimentos de pulida audacia aeronáutica, realizando dibujos tridimensionales en el aire –no igualables por el mejor espirógrafo, que ahora imagino en sus transparencias como los pétalos de una flor fantástica. Movimientos que, por mi desconocimiento de la literatura científica sobre ese nimio reino, apenas logro describir con vaguedad. De pronto la mosca realizó un movimiento sorprendente, dejándose caer desde lo alto en caída, con una línea sorprendente vertical, rayando el aire como si fuese un vidrio con punta de diamante. El vuelo más que temerario terminó suspendido en su caída libre en medio de burbujas de espuma de anilina, hasta dejarse enredar por la fuerza en estrógiro del remolino y la catarata fatal que se hundía en el recipiente  cónico y blanquísimo de la gran taza, hasta perderse finalmente en el turbio remolino por la oscuridad de la cloaca.
   Quedé por un momento suspenso y admirado luego de jalar de la cadena, y luego, reflexionando, interpreté aquel acto como de heroico suicidio, asombrado, al contemplar a una ínfima, a una nimia porcíncula de vida, nacida en medio de no sé qué deyecciones y frutas pútridas, cuyo único don es la suprema gracia de dos o tres días de increíbles vuelos por el aire, y la suerte contingente de inesperados reglaos culinarios, amotinarse de pronto contra su no pedida suerte ontológica, contra su abyecto ser de mosca. Como si a la luz de una intuición ignota, captada por los sensores de alguna antena distraída hubiese mejor optado por el arcano de una posible nueva vida, más alta para la esfera de la conciencia, a la que tal vez después renacería.


Las Cucarachas
   Nos abrieron la puerta. Habíamos llegado al templo luego de caminar por una pequeña plaza, alrededor de cuya fuente reseca, decorada con pintura de aceite de color azul turquesa, unos hombres con sombrero se disponían a matar las horas, las horas muertas, volteando apenas en su entorno con complacientes miradas, como si sus ojos apenas resbalaran por aquella nimia arboleda, sin asir ninguna rama, sin poderse anclar en las tenues nubes del cielo o en el disminuido estanque, casi seco, de la fuente aquella.
   Un hombre viejo, enjuto, salió a recibirnos entreabriendo como aletargado el portón, enfundado en una maltratada sotana de un vino pardusco que, como al paso, se había superpuesto a sus ropas civiles. Nos indicó que entráramos después de unas palabras. Caminamos por un corredor sin luz. Fue cuando pudimos entrever las escaleras que conducían a una habitación en la planta alta, la cual  emitía el tenue destello luminoso de un televisor y un apagado zumbido electrónico y en la que se adivinaba una especie de desorden de sábanas y ropa revuelta, pudiéndose apreciar a la distancia una cómoda repleta de documentos y papeles.
   El hombrecillo tosía, como si algo le aguijara la garganta, a la vez de forma angustiosa y rutinaria. Luego de pasar por un pequeño jardín interior cuyos corredores estaban tapizados por una ajada celosía roja llegamos a la oficina, donde nos indicó en con un reseco lenguaje administrativo, el cual modulaba como si se tratara de una letanía, que había que hacer un trámite, que el acta de bautismo y la ceremonia tenían un costo, que si disponíamos de flores para la iglesia costaría 500 pesos más, diciendo todo aquello en un tono a la vez amargo e impersonal, lo que le daba el inequívoco carácter de un mero procedimiento técnico burocrático, de una especie de transacción comercial cuyas normas habían sepultado completamente cualquier vestigio de religiosidad.
   Había en aquel hombre una punzante expresión de incomodidad, que en un primer momento juzgamos debida a una enfermedad crónica. Nos acompañó entonces a la salida y pasamos nuevamente por el jardín el cual, a pesar de contar con algunas flores de botones agostados -me pareció ver también unos rosales y unas macetas sobre los canceles-, se encontraba completamente marchito. Pudimos apreciar que todo el espacio estaba como hollado por una especie de vacío, carcomido por el olvido, y que todo en ese lugar se encontraba como detenido en el tiempo, como si estuviese pesadamente paralizado.
   El hombre entonces se detuvo y volvió a toser llevándose esta vez las manos al cuello como si algo le escaldara la garganta y haciendo una genuflexión, en la que había un no sé qué de extraña liturgia, espetó en varias ocasiones acercándose extraordinariamente al suelo, cuando en el lugar donde debieron de haber caído los verdosos escupitajos, que arrojaba de la boca acompañados con una especie de pujido ronco, aparecieron algunas alimañas, un par de ellas que en el acto se desprendió del grupo: eran dos repelentes cucarachas, que se dieron inmediatamente a la fuga. Con una mirada oblicua el hombre, caminando jorobado por el acceso, nos condujo de prisa a la salida. Sin darnos cuenta estábamos de pronto fuera de la sacristía, en la calle, mirándonos atónitos a los ojos, como queriendo dar razón de aquello, pero volteamos para otra parte las miradas sin saber que decir, regresando cabizbajos por otro sendero.





Las Moscas
   Vivo en mi pequeña suite durangueña regularmente acompañado por algunas moscas de hábitos insomnes. He optado por convivir en paz con ellas, movido a que los esfuerzos emprendidos en otro sentido no tuvieron más efecto que capotear inútilmente al aire.
   Vivo, mejor sería decir que me dejo vivir, sitiado consuetudinariamente por dos o tres de ellas. La convivencia, sin embargo, ha tiempo que dejó atrás las mutuas hostilidades, que antes francamente nos desvivían, para dar lugar a una especie de armónica tolerancia mutua, aunque no se pueda hablar de franca amistad, sin por ello dejar de reconocer lo que tal sociedad ha traído de modestos frutos venturosos para ambas partes.
    Por caso he de citar lo que apenas hace unos días me sucedió para rubricar nuestro protocolo de cese de hostilidades: era la tarde, me encontraba profundamente dormido, descansando a pierna suelta en la siesta vespertina, cuando uno de esos regordetes zancudos me afligió decididamente la nariz, hasta que con insistentes mordiscos me hizo despertar de mi aletargado descanso, justo a tiempo para llegar a la cita que tenía concertada a esas horas con el optometrista.
   La anécdota, aunque trivial, pone de relieve el agradecimiento que les guardo, el cual aun siendo distante en cuanto a la profundidad, resulta sincero, manifestándose ahora en tenues sonrisas de simpatía -acaso observadas a la distancia, más bien creo que con sorda indiferencia, por sus miradas de ojos verdi-negros y escarlatas.








No hay comentarios:

Publicar un comentario