jueves, 14 de enero de 2016

José Luis Ramírez: Abrir el Tiempo Por Alberto Espinosa Orozco

José Luis Ramírez: Abrir el Tiempo
Por Alberto Espinosa Orozco

Patria, te doy de tu dicha la clave:
sé siempre igual, fiel a tu espejo diario;
cincuenta veces es igual al ave
taladrada en los hilos del rosario,
y es más feliz que tú, Patria suave.

Sé igual y fiel; pupilas de abandono;
sedienta voz, la trigarante faja
en tus pechugas al vapor, y un trono
a la intemperie, cual una sonaja:
¡la carreta alegórica de paja!
Ramòn Lòpez Velarde




I
   En lo que antes fuera un oscuro y descuidado pasadizo en el Edificio Central de la UJED, se ilumina ahora de imágenes y creatividad con la más reciente obra mural de José Luis Ramírez, titulada “El Tiempo, la Sombra y el Cobijo”. La decoración, realizada sobre lino al acrílico con la ayuda de los jóvenes artistas Thelda Day, Abril Arreola y Luis L. Ortega, a la vez espectacular e inquietante, resulta una visión estética y a vuelo de pájaro de la última etapa histórica de la institución educativa (de1856 a la fecha), ofreciendo al viandante un recorrido emotivo y paisajístico por su emblemático espacio al través de los 160 años de educación laica superior en el estado.
   La alegoría de la cultura universitaria moderna se articula así partir de un punto central, fijado bajo el primer arco que comunica el hermoso gran patio del Edificio Central de la UJED con el segundo patio, de reducido tamaño, donde se alza la proverbial fuente de cantera. La primera mirada muestra de tal forma una composición aérea, que literalmente nos obliga a levantar la mirada, los ojos, hacia arriba, donde reina el espacio azul del cielo. El espacio cúbico entonces se transforma para girar como una esfera, la cual es atravesada por una larga viga de madera en la que una joven nos mira e interroga desde arriba, haciendo ejercicios de equilibrio. Así, de lo que primero que nos habla el mural es del horizonte mismo de la cultura actual, en cierto modo incierto e indefinido, acaso indiferente, que mantiene a la juventud de hoy en estado de pasmo y de parálisis. Pequeño paso por la muerte, pues, que nos invita directamente a revisar y considerar sin tapujos, abiertamente lo que somos, lo que hemos llegado a ser, a mirar de frente nuestra tradición y nuestra historia -para definir con mayor precisión los objetivos del horizonte futuro.
   La imagen, cabe agregar, es también una figura de la condición humana misma, que es la de un ser oscílate entre extremos propios a su naturaleza y exclusivos de ella, donde se da la posibilidad de la especialización y concentración creciente, hasta el extremo de la manía o de la robótica automatización de procedimientos,  pero también de la dispersión y el desvarió. Visión efectivamente del ser humano como un ser fluctuante, tentado por los extremos que lo abisman: entre las posibilidades de lo sensible y lo suprasensible de lo natural y animal y de lo sobrenatural (pero no sobrehumano), de lo emocional y lo racional, de la intuición sensible y de la inspiración, de las tendencias e impulsos y de la voluntad, de las emociones egoístas y de las emociones altruistas. Tarea fundamental de la educación es el logro de la armonía equilibrada entre las proteicas y diversas potencias humanas que lo constituyen de raíz, para la conquista de su pleno desarrollo y satisfacción o felicidad completa, cabal, acabada.
   Un paso más allá, entre los hilos y cables de energía que cortan el espacio, asoman unos libros e inocentes avioncitos de papel que vuelan como aves, entremezclados con un puñado de palomas grises y blancas que anidan dispersas por el mural, características del centro histórico, típicas de la región. Alegorías del saber, de la cultura y de la libertad ascendente, tales emblemas lo son también del reino de los valores –que no es como presumen algunos “realistas” un orbe fantasmal e inaprensible, distante como las estrellas, que aparecen débiles en su titilar, del que estamos separados por un abismo de sombras y vacío, no. Porque el reino ideal de los valores está en nosotros vivo desde siempre, y es corriente como el vino y el agua compartidos, presente siempre a la intuición moral, común a todos, al gozar de una irrefutable objetividad social. Es el aire, que nos permite volar con nuestras alas, que permite respirar también en un mundo transparente, que lava la atmósfera del polvo cenagoso de los años, que limpia de su herrumbre y del cochambre ocioso del engaño.   









II
   La paloma, que simbolizan lo mismo el alma del justo desprendido de las miserias de lo mundano, que el sacrificio expiatorio de la ignorancia y la negligencia de la sustancia primordial indiferenciada -pues el zureo del canto de las palomas es el arrullo de las almas en pena en su nido-, se presenta en lo alto de la obra plástica para hablarnos del eros sublimado de los instintos y del predominio en el alma humana de lo espiritual, siendo por tanto un signo de regeneración, tanto individual como colectiva. Hay que recordar que el pichón alía, junto a la pureza y sencillez de la paloma, la dulzura de las costumbres a la ilusión del amor, ya que el macho incuba los huevos de su amada sin empacho –lo que puede verse como un signo de transformación del alma inferior opaca y tensa al alma superior, informada por la ciencia del espíritu, que es la trasmutación de gavilán en paloma.
   Luego, a mano izquierda se abre la contemplación a un paisaje, más bien costumbrista mezclado de estilo impresionista, del Durango decimonónico.  Escena del Siglo XIX, donde el campo y la urbe se dan la mano: por un lado la familia del hombre trabajador y la carreta alegórica de paja en mitad de los campos labrantíos; por el otro, la majestuosa portada del Edificio Central, posada en medio de un campo llano, casi podría decirse que desolado, seco a fuerza de aislamiento, pero cuyo terreno se manifiesta feraz, como fuerte en su tendencia a la fertilidad, y en el que comienza a retoñar la vida por una especie de benéfica sabia redentora –imagen que alude a una fecha, el 25 de enero de 1860, día en que el general José María Patoni marcó por decreto la transición del Colegio Civil del Estado a Instituto Cívico Literario -antecedentes del Instituto Juárez y posteriormente de la Universidad Juárez del Estado de Durango-, en la época en que Durango no sobrepasaba los 30 mil habitantes.
   Unos cuantos emblemas llaman la atención completando el tablero: por un lado el niño de la pareja humilde que pulsa los hilos de un comenta elevado al cielo, como promesa y esperanza de que por virtud de la educación podrá desarrollar sus facultades y vivir en un futuro prometido en el mundo, más que civilizado, humanizado por las artes creadoras de la cultura. Por el otro las imágenes del gallo y el perro; el primero asociado a la adivinación y ligado como guía iniciático a la hierofanìa muerte-renacimiento. El segundo aparece como guardián de la puerta del Edificio Central, legado de la Escuela del Guadiana de los Jesuitas y monumento de la gesta histórica del  movimiento republicano y liberal por conquistar nuestra independencia como nación, que a su vez le da al can albergue y cobijo. Porque el perro, asociado a la visión de lo invisible y a la lealtad, representa también las renovaciones periódicas y la iniciación, tanto como los jalones y transformaciones de la historia, pues se cuenta que es un héroe civilizador, adversario de búho materialista y demoníaco, quien robó con su rabo la chispa del fuego a la serpiente para dárselo a los hombres, estando también ligado al ciclo agrario.  
   El panel cierra con un espacio vacío, gris, que se extiende como un muro contiguo al Edificio Central, indicando doblemente el proyecto desdibujado de la nación independiente: por un lado agobiada por las intestinas guerras civiles y las invasiones extranjeras y sin grades figuras históricas;  por el otro, como desleída  por las formas sociales y las esencias de la Colonia, aunque supervivientes, ya caducas y en trance de extinción. Con ello la obra mural apunta al problema, en modo alguno menor, de la modernización de la sociedad durangueña, en el doble proceso de laicización de ella misma y de secularización de la educación, que impuso la escuela racionalista en manos de agencias profesionales, mediante la filosofía de un curioso positivismo ampliado (“Saber para proveer”) que, sin embargo, resintió los valores sentimentales de solidaridad en las haciendas, dando en las ciudades pábulo, por otra parte, a la rapiña. Página gris, efectivamente, donde la educación tuvo que enfrentar el complejo problema de abrir espacios en medio de una sociedad fuertemente cerrada y rigurosamente estratificada, con grupos de privilegios, romos e inflexibles, que afrontaba a un conglomerado roído por dentro por el subdesarrollo, y minado por fuera por la escases de oportunidades, la desocupación y los bajos salarios.
   La tentación de aquel tiempo, como de ahora, fue la de reducir al mínimo el sistema educativo: concibiéndolo como un mero factor de capacitación, instrucción y adiestramiento, vistos como formas de inserción y ascenso social.  Medida técnica que no hizo sino blindar las barreras sociales, sin fortalecer empero la unidad social ni cambiar en nada sus estructuras fundamentales.












III
   A mano derecha el panel se desarrolla corriendo por un muro, cuya barda es rematada en sus cabos por dos gatos, uno negro y otro blanco. Bajo uno de ellos se desprende la representación gráfica de un tubo, cortado, inconexo, por el que correrían las nuevas aguas fértiles del pensamiento por venir.
  En el centro del panel derecho se encuentra una imaginaria estatua áurea de Fray Ignacio de Loyola, patrono de los jesuitas y de la educación universal.  Su legado no puede ser soslayado, pues los sabios cristianos trabajaron arduamente por la empresa educativa en Durango por 171 años, de 1596 a 1767 -dejando con ello la indeleble huella de la educación espiritual y confesional de cristianismo en las raíces mismas de la idiosincrasia regional. Así, luego de los muros enjarrados, sobre los ladrillos pelones, aparece la borrosa imagen descascarada de la Compañía, bajo la forma de tres eximios académicos, acaso los fundadores de la escuela: Nicolás de Arnaya, Gerónimo Ramírez  y Gonzalo de Tapia, quienes se establecieron gracias al apoyo brindado por el gobernador Don Rodrigo Río de la Loza.
   El muro acusa en uno de sus extremos cierta masividad en sus relieves, técnica tectónica propia de la escuela de Francisco Montoya de a Cruz.  Surgen en él, a manera de grafitis callejeros, una serie de bien logrados esténcils, a manera de emblemas del siglo XX durangueño,  con los perfiles del propio pintor y muralista Francisco Montoya de la Cruz (fundador, director e inigualable animador de la EPEA), de José Revueltas, del jurista  Francisco González de la Vega (gobernador del estado de Durango por el PRI de 1956 a 1962) y de José María Patoni (gobernador del estado de 1859  a 1864). Cuatro figuras fundamentales de la historia regional, presentadas como desdibujadas, como si aún estuvieran sujetas a la crítica, a ser revaloradas, justipreciadas o enjuiciadas, por la historia.
   Un poco más allá, sobre el muro encalado y amarillento aparece otro retrato más, otra vez con la imagen del escritor José Revueltas, representando al pensamiento crítico, radical, filosófico, que se enfrentó con singular valentía a las aberraciones de la izquierda mexicana, señalando incluso la inexistencia histórica del PC mexicano como cabeza del proletariado. De su figura caen unas escaleras dibujadas con gis escolar, que can hasta el suelo comunicando con el inmediato ahora, mientras que a la derecha sube un chorro de energía que apunta a un cerebro, icono popular del pensamiento, seguido de tres flechas que indican los puntos cardinales del espacio político; sumando a la geometría de la derecha y la izquierda, el arriba, cuya línea se proyecta al cielo, en franca dirección ascendente, que sería el Nous, el Intelecto, aquella parte invisible, sin color, sin forma e impalpable donde radica la esencia, que es la más elevada y divina del alma humana, fuente del conocimiento verdadero que ha sido identificada como el espíritu, que al igual que la mente divina se alimenta sólo de ciencia absoluta y es potente para ver al ser en sí mismo -cuya misión es refinar al alma inferior, tensa y opaca, y sublimar el alma superior.
   Destaca en la representación del muro central la imagen dibujada de Euterpe tocando la flauta y coronada de flores. Hija de Mnemósine, musa de la música y de la poesía lírica, cuyos valores etimológicos son los del bien y del contento, la muy placentera, que de buen genio y ánimo alienta desde el fondo con sus trinos la empresa educativa. 
   En el siguiente tramo destacan tres pendones oficiales, de los cuelgan las imágenes de Benito Juárez, de Ángel Rodríguez Solórzano (rector de la UJED de 1957 a 1964) y de Miguel Fernández Félix (nativo de Tamazula y primer presidente del México independiente). Abajo, a todo lo largo del panel, recorren la acera 22 estudiantes, quienes representan a las mismas facultades universitarias, cuyo disperso contingente camina un poco de manera indiferente, en ropas casuales, inficionados la mayor parte de ellos de gregario individualismo, de flamante modernidad e indiferente tecnocracia –destacándose desbalagado entre ellos un perrillo caricaturesco, sin facultad alguna, representando a la inexistente Facultad de Humanidades, que  por algún motivo ignoto no adorna con su presencia la procesión de las categorías educativas del estado.
   Abajo, sobre el arroyo, mal pavimentado y visiblemente remendado, descansan los restos de una vieja camioneta negra, con sus llantas ponchadas, abandonada, que lleva en su caja una estatua de un ángel tallado en cantera de Benigno Montoya de a Cruz, mientras que cerca de él un transeúnte popular, con su enclenque canasta de vendimias, se atreve a cruzar la calle, siendo una evidente alegoría del angustiante subempleo que asola a la capital.
   Por último, arriba, en el cielo, la imagen de tres angelicales querubes. El primero de ellos sube decidido llevando un globo con la fecha de la realización del mural. Mientras tanto, los dos restantes juegan con los cables que salen de un transformador de energía eléctrica, trastornando con ello el flujo de energía y las comunicaciones.  Imagen irónica, en efecto, bajo cuya candidez  delata las malversaciones de algunos medios de comunicación y la censura, pero que también alude a las antiguas profecías del drama cósmico provocado por la irrupción del caos en el mundo, pues en el final del tiempo histórico, habrá disensiones, insubordinaciones, revueltas, conflictos, incluso entre los tronos y potencias celestes.
























IV
   El mural del artista José Luis Ramírez expresa en su conjunto el anhelo de toda una comunidad cultural por renovarse y potenciarse, por encarnar plenamente el ideal social propio de la  universidad, de  ser de nuevo el centro y núcleo de lo que está llamada a ser por esencia: formadora de hombres de provecho, socialmente comprometidos con el bienestar cultural de la región, donde la convivencia con los contenidos de la cultura sea motivo no de segregación, exclusión o dominación, sino de arménico y general  desarrollo individual y colectivo y de hermanad entre nosotros,  realizadora de los valores más altos, universales, de nuestra cultura toda.
   Obra crítica, irónica, mordaz incluso, rejuvenecedora también del espacio y, lo que es más importante, de la propia visión de las circunstancias y de nosotros mismos. Artista  genuino es Ramírez, quien dentro del vértigo propio de la modernidad, ha sabido utilizar, y a sus anchas, los instrumentos técnicos y expresivos para dar cuerpo y forma a un sentimiento colectivo: a la necesidad, al legítimo apetito de una cultura superior por venir.
   No queda así, por último, sino reconocer los fines superiores que le son propios a la enseñanza universitaria, algunos de ellos tácitos, pero a  los que en todo momento apunta  la obra del autor: el satisfacer la necesidad social de la apetencia de cultura –que es la necesidad humana más importante de satisfacer de todas, por la superioridad de su valor humano. Superioridad eminentemente social también, pues el bienestar de la cultura regional implica necesariamente el de su sociedad.
   Los nombres pueden cambiar. Lo que se mantiene en cambio inalterado es la pureza y el valor de las esencias. La esencia de la universidad es hacer llegar a todos la universalidad de sus valores, entre los cuales son la cumbre los derechos, enteramente positivos, de la vida humana, entendidos en su más amplio sentido como derechos de la persona. Los derechos universitarios son así los de su propia naturaleza como órgano de enseñanza, de transmisión de los valores universales para la sociedad, por lo que deben estar enderezados a esa naturaleza, a esa esencia, que es puntualmente la misma del acceso de la sociedad a la educación de alto nivel y a la cultura propia, a la propia tradición –sin cuya situacionalidad sería imposible atisbar el horizonte universal de los valores (paradoja de lo eterno: que siempre y todo el tiempo tiene historia). Las reivindicaciones de esos derechos, llámese lo mismo reformistas que revolucionarios, no pueden ser otros que la reivindicación de la libertad de cátedra, de la autonomía de la universidad como entidad de personalidad colectiva propia y la excelencia académica –que no consiste en reivindicar derechos laborales a la manera que hacen sindicatos en la industria, sino específicamente en reivindicar los derechos del mérito,  que consisten en estimar a los hombres por su valor para una empresa cultural, de valor eminentemente social, y no por su servilismo.


Durango, 26 de noviembre del 2015-
16 de marzo de 2016 


















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