sábado, 19 de diciembre de 2015

La Sutura de la Tradición: Guillermo Bravo Morán Por Alberto Espinosa Orozco

La Sutura de la Tradición: Guillermo Bravo Morán
Por Alberto Espinosa Orozco








I
   El Maestro Guillermo Bravo Moran (1931-2004), nació en el 7 de noviembre del año de 1931 en la ciudad Victoria de Durango. Hijo del matrimonio formado por Miguel Bravo y Gabina Morán, quienes procrearon también a sus hermanos Ricardo, Felipe y Miguel. Casó con Carolina Izáis con quien engendró tres hijos: Guillermo, Cuauhtémoc y Saskia Carolina.  Realizó sus estudios de secundaria y preparatoria en el Instituto Juárez de esa misma ciudad. Trabó contacto con el pintor y muralista Francisco Montoya de la Cruz  a los 21 años de edad, en 1952, y al año siguiente ingresó a la recién formada Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías  de la Universidad Juárez del Estado de Durango, donde estudió la carrera profesional de pintor.
   La primera generación de alumnos del maestro Francisco Montoya de la Cruz, fundador de la Escuela de Pintura de la UJED, fue una camada príncipe, que ha sido punto de referencia, y en algún caso camino y sendero para los espíritus llamados a la  creatividad, lo cual prestigia a toda una empresa institucional. En la primera generación de discípulos y alumnos hay que contar indisociablemente a dos grandes figuras artísticas, antinómicas por su estilo de vida, pero ambos unidos por su pasión y entrega artística, siendo figuras indiscutibles, pilar y cumbre, del al arte regional: me refiero a Guillermo Bravo Morán y Fernando Mijares Calderón. Girando a su alrededor adquirieron también formaron artística: Manuel Salas Ceniceros, Federico Esparza, el escultor y pintor Manuel Soria Quiñones, Salustia Pérez Avitia, Donato Martínez y, por último, Marcos Martínez Velarde (quien fuera director de la EPEA de 1990 a 2000). Todos ellos participaron de las enseñanzas de Francisco Montoya de la Cruz, pero también del Dr. Fajardo, quien tenía la cátedra de Anatomía y Disección; del Ingeniero José María Zavala y del Licenciado Reno Hernández.
   A Francisco Montoya debe Durango el florecimiento de las artes y el desarrollo artístico de las artesanías en la entidad, siendo ayudado posteriormente en la conformación de la EPEA sus amigos y alumnos más cercanos: Guillermo Bravo, Donato Martínez en los Talleres de Cerámica, Dibujo y Artesanías, Salustia Pérez, Manuel Soria, Manuel Salas Ceniceros, Marcos Martínez Velarde y Federico Esparza.
   A ellos siguieron como alumnos y discípulos de gran muralista y pintor una verdadera pléyade de astros, mayores y menores, entre los que cabe mencionar a los pintores Armando Blancarte, quien destacaría como cantante de original estilo y notables timbres emocionales, José Luis Calzada, Jorge Flores Escalante, Candelario Vázquez, Elizabeth Linden, Adolfo Torres Cabral, Oscar Escalante, Alberto Tirión, Larry Herrera, hasta llegar pues al mismo día de hoy -donde destacan los artistas Ricardo Fernández, Oscar Mendoza, Luis Sandoval, Alma Santillán, Yanira Bustamante, Felipe Piña y, un poco más lejos, José Luis Ramírez. Con ello se formó un verdadero organismo social, vivo y en movimiento, en cuya dinamicidad se han ido dibujando sobre la meseta del desierto durangueño toda una constelación de valores artísticos con peso, densidad y gravedad propia, la cual no ha dejado de irradiar con sus  disímbolas luces a escala nacional e internacional.








II
   Luego de absorber y practicar las enseñanzas de Francisco Montoya de la Cruz en la recién formada Escuela de Pintura en el Edificio Central de la UJED, el joven maestro Guillermo Bravo marcha, para finales de la década de los 50´s, a la ciudad de México, especializándose en los estudios prácticos con el objeto de adquirir la más rigurosa y completa formación artística.  Asiste a los Talleres de Pintura de “La Esmeralda” y estudia en la Escuela de Diseño y Artesanías de la Ciudadela, dirigida por el muralista José Chávez Morado (1909-2002), participando en su Taller de Integración Plástica, siendo luego su ayudante y colaborador en los primeros pasos de la realización del mural de la Escalera de la Albóndiga de Granaditas, Guanajato.
   En la pintura del guanajuatense se alían los elementos fantásticos con los de la crítica social. Sus cualidades expresivas, no carentes de lirismo, destilan sin embargo humor negro. Autor cáustico, que mira la realidad al través del espejo oscuro, estando sus estilizaciones expresionistas cargadas de sarcasmos, ásperas ironías y de escenas grotescas. Algunas de sus obras expresan críticamente el principio de contingencia universal, donde el nihilismo de la muerte de Dios abre las puertas al azar y al sin-sentido, en el que la negra angustia hace del cielo un desierto y donde la vida que es muerte inventa la orfandad del hombre. Gusto, pues, por lo sublime irregular y por la alteridad, por lo grotesco, lo horrible o extraño, que da rienda suelta al onirismo que mezcla y confunde los géneros, y en el que la gota de la nada perfora la roca por donde brota, no el manantial del tiempo, sino del absurdo  – en una especie de línea sin solución de continuidad que toca a Chávez Morado, que empieza con Roberto Montenego y se prolonga hasta Juan Soriano.
   Al lado de Chávez Morado el joven maestro durangueño Guillermo Bravo Morán pulió sus cualidades como dibujante, adquiriendo una serie de técnicas novedosas y  un gusto refinadísimo como colorista. Con el maestro guanajuatense asimiló amplios conocimientos técnicos, destacando la manera en que aplicaba con gran facilidad la materia plástica, de un modo  traslucido, conjuntando sabiamente a la vez la fantasía con la reflexión cáustica –logrando con tales armas ópticas penetrar en los abismos y horrores de su tierra natal, asolada por la promiscuidad y la miseria, aunque también cruzada por idealistas quijotescos.  De sus enseñanzas con el maestro guanajuatense adquirió asimismo la expresión contundente de las forma, en cuyas estilizaciones hay algo de los ingredientes propios del expresionismo, pero también cierto facetismo geométrico -heredado no tanto del cubismo como de José Clemente Orozco y, yendo más atrás, de Santiago Rebull. De aquella enseñanza guardó la obra de Bravo una especie de sano escepticismo respecto a la modernidad y su sobrevaloración del futuro, una agudeza en la mirada para detectar los puntos críticos a partir de los cuales se tambalea el mundo en torno.  
   También aprendió a su lado el gusto auténtico por la estética popular mexicana, presente en sarapes, sombreros y juguetes, hermanándose de tal suerte con el espíritu de las fiestas y las costumbres regionales y su peculiar modo, que habría que calificar de contemplativo y a la vez estoico, de recogimiento interior. Distancia crítica, pues, que le permitió observar sin inmutarse tanto la miseria del mundo en torno como la estridente sordera de sus contemporáneos, sin perder por ello el calor humano y una especie de discreta emoción estética, muy poco común, a la que no faltaban los ingredientes de la ironía, añadiendo a todo ello, más que la fantasía, el rapto visionario, ya de carácter poético, ya estrictamente metafísico y religioso.







III
      Luego de esa experiencia formativa, Guillermo Bravo marcha a Michoacán, para perfeccionar su disciplina y absorber las enseñanzas sobre las técnicas murales en la Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías de Morelia con el maestro pintor, grabador, escultor y diseñador de joyas Alfredo Zalce Torres (1908-2003), con quien halló una serie de afinidades temperamentales y estéticas, cuando ya Zalce se había constituido como una figura central dentro del arte contemporáneo mexicano y como uno de los grandes pilares de la segunda hornada del Movimiento Muralista, junto con José Chávez Morado y Francisco Montoya de la Cruz, a los que hay que sumar a Raul Anguiano, Juan O´Gorman, Pablo O’ Higgins, Francisco Cantú y Jorge González Camarena.
   Del maestro Zalce aprendió Guillermo Bravo la concepción plástica marcada por la pureza de gusto, por la búsqueda de la belleza a partir de la forma, la sobriedad, la suavidad y la armonización del color. Se interesó también por lograr una especie de síntesis extraída del impresionismo y de las abstracciones vanguardistas, participando del amor por el paisaje nacional, cuyo punto final en el horizonte se articula como una especie de filosofía geográfica, que imbrica el espacio con la concepción temporal de nuestra singularidad nacional en cuanto a su destino histórico -tema recurrente que desarrollaría el maestro durangueño a todo lo largo su obra. Junto a Zalce el maestro durangueño se impregnó de la fascinación que ejercen los mercados y los paisajes rurales, ahondando así en los temas de las costumbres y los oficios populares, retratando a las mujeres indígenas con sus atuendos y preocupándose hondamente por las festividades regionales, así como por las arcaicas tradiciones de las que emanan.
   El joven maestro durangueño aprendió así de Alfredo Zalce que el oficio artístico es una vocación marcada con las notas de  la  responsabilidad y la pureza, únicos medios para que la obra artística sirva con toda su fuerza, para que brille en esplendor y su colorido, al destilar y saber conservar la frescura, la musicalidad y el  ritmo propio de la verdadera vida.
   Búsqueda, pues, de la transparencia: de la pertenencia e inocencia originaria. No la de un mundo perdido, fantástico u onírico, sino aquella que surge en medio de la diafanidad de lo real, donde se celebran las nupcias de la quietud de la forma con la gracia del movimiento. Afirmación de un tiempo diferente al de la historia, de un tiempo donde el alma del mundo y de la naturaleza se vuelve presencia diáfana, potente para expresar el espíritu de un lugar. El arte, pues, visto como un espejo en el que el mundo y la naturaleza misma se miran y al expresarse también nos reflejan a nosotros mismos.  
   Viaje de vuelta, pues, al solar nativo y retorno al sabor de la tierra. Y todo ello enmarcado, en un esfuerzo conjunto, acorde a nuestra zaga cultural, de introspección histórica a las raíces y humus nutricios de nuestra alma nacional -a la que el artista tuvo el valor de mirar de frente, como muy pocos artistas lo han logrado, para sondear la entraña misma de donde emana nuestra realidad.  Tarea que se resolvió como una búsqueda de un estilo nacional originario, que mucho tiene hoy día que decir sobre el fondo real del ser del mexicano, afín por su idiosincrasia e historia a una especie de “nuevo clasicismo”, que ha intentado  consolidar el equilibrio de la forma, hasta llegar a una especie de fórmula matemática en la estética, de la que habla Samuel Ramos, para mostrar lo específico de nuestra cultura en moldes que logren alcanzar la trascendencia universal de los valores. Estética efectivamente alimentada por un sentimiento profundamente propio, que atiende a la voluntad de formar una cultura nacional auténtica, ajena al desgaste vertiginoso del mercado, fincada en principios claros. Cultura potente, pues, para descubrir y preservar valores latentes e inéditos en los elementos inmediatos que nos rodean, vigorizando así las más caras prendas del carácter propio y lograr un verdadero despertar de la conciencia  individual y colectiva.
    El maestro Guillermo Bravo Morán dejo a la posteridad un puñado de murales, pero de altísimo valor estético y reflexivo. El primero de ellos lo pintó a los pocos años de su regreso a la ciudad de Durango, en la flamante Casa de la Juventud,  en el año de 1961, plasmado sobre un muro semicircular en el lobby de la  institución el tema del Desarrollo Industrial. Se trata ya de una obra sorprendente, tanto por sus calidades técnicas como compositivas, el cual puede verse como una respuesta, crítica y desgarrada, frente al optimismo con el que algunos muralistas habían enfrentado el tema de la modernidad, dialogando especialmente con la obra de José Chávez Morado “La conquista de la energía”. Porque la participación de Bravo en el Taller de Integración Plástica y su contacto con el maestro guanajuatense le abrió los ojos a esa presencia oscura que late detrás de las vanguardias estéticas y las revoluciones sociales del siglo XX: el sólito fenómeno del desconocimiento estimativo y práctico de la persona, y el de la orfandad del hombre. Fue entonces cuando se enfrentó al chancro que roe la conciencia moderna, a ese nihilismo cuyo silencio ensordecedor abre las puertas a la ceguera del azar y de lo absurdo, saturando las obras artísticas de saltos, cabriolas y cambios súbitos, corroyéndolas  de un humor tornasolado –donde la risa se transforma en llanto mientras  Satán se asoma disfrazado de payaso. 
   Unos años más tarde el  pintor durangueño realizó al acrílico un pequeño mural en el Hotel Casa Blanca en el año de 1965, el cual se encuentra en el pequeño Bar Eugenio, pintado sobre triplay transportable y titulado “Ofertorio”, en donde la conciencia cristiana da un paso atrás, queriendo lavar la angustia de la caída y salvarse del abismo de la contingencia. Exploración, pues, del otro recurso de las revoluciones modernas: el retorno al origen y al pacto primordial: la búsqueda del manantial perdido y del agua purificante de la vida. Sin embargo, la recuperación de la transparencia y de la inocencia originaria, donde se intenta la fusión en la contemplación de la naturaliza con el tiempo sin fechas de la tradición y del mito, toma los caracteres más dramáticos de una recuperar amenazada por las fuerzas hostiles del espíritu, que quisieran impedir la alianza del hombre con el mundo de lo sobrenatural y trascendente. Porque no se trata ya de la búsqueda de un lenguaje perdido, donde por virtud de la analogía cósmica todo, la forma, el color, el perfume, el movimiento, es recíproco y se funde material y espiritualmente; de lo que ahora se trata es el atento examen de las costumbres tradicionales, ya prácticamente exangües, ya rodeadas por las presiones de la tiempo o de la corrupción, ya por oscuros seres acechantes.







IV
   En el año de 1964 el maestro Guillermo Bravo fue el primero en participar en el “Taller-Escuela de Cuernavaca” (La Tallera) de David Alfaro Siqueiros, recién salido de prisión, para colaborar en su nuevo proyecto mural para la Sala de Convenciones del Casino del Selva y que terminaría por ser el Polyforum Cultural. A partir de una serie de fotografías desordenas y de dibujos estructurales que le entregó Siqueiros, y luego de trabajar por varios años como Jefe de Talleres en la fachada del Polyforum, hasta principios de 1970, el maestro del muralismo mexicano le rescindió el contrato, no sin antes  reconocer en una carta las dotes y aptitudes del maestro Guillermo Bravo, poco frecuentes, para ese “arte mayor” que es el muralismo, Pocos artistas, en efecto, tienen esa rara capacidad para realizar obras de gran amplitud, tal preocupación por la grandiosidad de la expresión aunada al talento visionario.  Cualidades todas ellas demostradas por el maestro durangueño más que sobradamente en lo que sería su obra mural maestra en el antiguo Palacio de Zambrano (hoy en día Museo Francisco Villa) de la ciudad de Durango, realizando en 1979 una fabulosa alegoría, modernista y de colores vivos, sobre el desarrollo histórico de México titulado “Alegoría del Desarrollo de México: Raíces de su Historia”.
   Luego de terminar su participación en la realización del proyecto del Polyforum Cultural al lado del gran muralista David Alfaro Siquieros y de su equipo, y de una estadía en la capital de la república dedicado exclusivamente a la creación personal, el maestro Guillermo Bravo regresó a Durango en 1972 y se incorpora nuevamente a lo docencia. A los pocos años recibió el encargo de decorar el muro de un flamante salón de actos en la Facultad de Derecho de la UJED. Impregnado de lleno con la experiencia del Polyforum, Bravo Morán llevó a cabo en el año de 1976 un mural pintado sobre un gran bastidor en la técnica de acrílico, titulado: “La Justica, el Falso Profeta  y el Abogado del Diablo”, verdadera síntesis de su experiencia plástica, dejando para la comunidad universitaria durangueña un extraordinario lienzo de grandes dimensiones, de carácter visionario, cuyo tema es el del Apocalipsis anunciado por el evangelista San Juan. Tres años más tarde, en 1979, llevaría a cabo en el antiguo Palacio de Zambrano, en aquel tiempo cede de los poderes gubernamentales, su obra cumbre: la compleja alegoría titulada “Alegoría del Desarrollo de México: Raíces de su Historia”.
   Su labor de más de cuatro décadas de infatigables esfuerzos culminó en los últimos años siendo director del Museo de Arte Contemporáneo “Ángel Zárraga” (MACAZ), pues a principios del año de 1999, estando Don Héctor Palencia al frente de la Dirección de Asuntos Culturales de Durango (dependencia de la SEP),  llamó a su querido amigo Guillermo Bravo Morán para que fuera el primer director del flamante museo, puesto que ocupo hasta su muerte, el día 20 de diciembre de 2004.
   En cada una de sus obras y en la totalidad de su trayectoria pedagógica y práctica pueden palparse los hilos que comunican a sus imágenes y obra entera con la tradición, bajo la forma de una ligazón con la memoria social, tomada como lo que en realidad es: el tiempo vivido que cifrado en la memoria de un grupo permite la orientación de los caminos, haciendo posible todo cambio y todo progreso, jerarquizando los valores en toda su altura y profundidad -también como lo que hace posible que cada nueva generación no sea el mero sustituto de la anterior, sino su relevo real en el tiempo, o su heredera. Porque la sociedad humana, a diferencia de la animal, no comienza todos los días partiendo exclusivamente de la memoria genética o meramente individual, en un tiempo repetitivo, estacional o mecánico, sino en un tiempo orientado cuyo sentido es a la vez el tiempo de la memoria social y la memoria inabarcable e inaprensible de la especie. En la búsqueda de ese fundamento y de ese origen, el Maestro Bravo descubrió por sí mismo el drama radical del ser humano: el ser a la vez sí mismo, el individuo, y la especie. También el estar el hombre en una síntesis del cuerpo y del alma puesta por el espíritu. Revivió así el drama existencialista de su tiempo: ser el hombre por su historia y su memoria social, contemporáneo de todos los hombres, reviviendo así la posibilidad inscrita en nuestra singular especie histórica de rozar en el presente la presencia entera de la especie.
   El decir de la imagen auténtica sólo puede alcanzar la autenticidad en la plenitud –y sólo es plena cuanto más plenamente repita, con fidelidad, lo que una vez fue dicho. La reconstrucción del abanico de la totalidad o de sus imágenes prístinas sólo puede ser reconstrucción, rearticulación, repetición – de lo mismo en el fondo. El lenguaje estético del Maestro Guillermo Bravo Morán estuvo siempre y estará en su obra marcado por las notas de su original personalidad, de su amor por  la tradición y  el sentido, siendo legitimado por ellos, siendo por su herencia una de las formas en que una cultura dio expresión a su tiempo bajo la forma de la crítica no menos que de la belleza y me atrevería a decir, también, de la piedad y de la justicia.









4 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. Estimado Alberto: enhorabuena por el artículo sobre la escultura de Ignacio Asúnsolo. Hay sin embargo un dato importante que no aparece en su artículo. Al parecer la autoría original del monumento es de Federico Canessi, quien ganó el concurso para la construcción del monumento en 1930, pero al ser desconocido, pues había estado trabajando en Chicago, se lo encargaron a Asúnsolo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Si, era gente de Diego Rivera, él y su hermana eran parte de su corte. Un artista muy menor, a mi modo de ver. Parece que entonces entraron al quite Asúnsolo y Revueltas. Pero es un dato de valí estimado Miguel Cereceda, que tomeré en cuenta.

      Eliminar
    2. Sin embargo esta entrada corresponde a otro artista, sobre el que publicaron algunos ensayos míos, de grandísimo valor, el maestro Guillermo Bravo Morán, no dejes de seguirle la pista....!!!

      Eliminar