domingo, 30 de agosto de 2015

Héctor Palencia Alonso: la Promesa del Espíritu Por Alberto Espinosa Orozco

Héctor Palencia Alonso: la Promesa del Espíritu
Por Alberto Espinosa Orozco

“... (lo sabio) no es reconocido porque los hombres carecen de fe”.
Heráclito (116)

“¿Puede acaso brotar de una misma fuente
agua dulce y agua salada?
Así como una higuera no puede dar aceitunas
ni una vid puede dar higos, tampoco puede dar
agua dulce una fuente de agua salada.”
Santiago, 3, 11-12

 “Tu crees que hay un solo Dios. ¡Magnífico!
Pero hasta los demonios lo creen y tiemblan.”
Santiago, 2. 19





I
   Recordar es despertar, es ver entre la bruma del pasado el oro de la acción o del verbo ejemplar, que al desentumirnos nos hace otra vez beber también del agua de la vida. Recordar es vivir, es volver a vivir.

   Es por ello que la memoria tiene por sí misma una función rememorativa en la vida privada y en la educación y conmemorativa en la vida pública: revivir en el recuerdo los emblemas de un grupo humano. Recordar la figura de Don Héctor Palencia Alonso es volver a beber, no ya del amplio cajón de resonancias de su pecho o en el manantial sin cuento de sus carnales belfos, sino desde su inextinguible presencia en un lugar de la memoria del pasado, que ahora se vislumbra cual marmórea fuente de luz y agua cristalina.
   Recordar el pasado, ese laberinto absoluto de roca y mármol y a la vez  imagen de la inasible nube hecha con los materiales pasajeros del vaho transitorio, no tendría sentido si no salvase del olvido lo digno de memoria, lo que es motivo de alegría, de congratulación y exaltación colectiva. La dignidad inalienable del ser humano encarnada en el caso ejemplar es por antonomasia lo digno de memoria y por tanto de rememoración personal y de conmemoración colectiva. Porque recordar la dignidad del nombre del maestro Héctor Palencia Alonso es hacer justicia al recuerdo de un largo y e insondable lago de alegría, en cuyo espejo de valor humano y espiritual se revelaba su acción cotidiana también como un bien general y especialmente para la colectividad de quienes coincidimos con él él en algún momento de nuestras vidas e inconcusamente como el más elevado benefactor de su comunidad.
   A once años de la ausencia física del querido mentor Héctor Palencia lo primero que se hecha de menos en su presencia es, más allá del ejemplo en el cumplimiento de sus responsabilidades en tareas y escritos sin número o la generosidad a toda prueba es, decía, el tono alado de su voz, en el que reverberaba en cada nota la gravedad sin peso y cantarina de su grandeza de espíritu. Porque con su sola presencia -frecuentemente animada por la conversación sabia y de profundísimos horizontes históricos y culturales, amena y divertida, confesional y adivinatoria-, lo modificaba todo con un pequeño toque ingrávido, haciendo con ello entender el significado de la palabras “gracia” y “plenitud”: la gracia de la actitud y la palabra y la plenitud y el esplendor del espíritu.
  La grandeza de gruesos doblones simbólicos de nombres e imágenes que de forma casi imperceptible dejaba verter sobre los diversos contenidos de la cultura por el frecuentados, de manera tan crítica como objetiva, tenía entre sus funciones pedagógicas la de elevar la convivencia de sus lectores y coterráneos a un nivel cada vez más alto –cuya exigencia de atención rallaba muchas veces en el añil del esplendor antiguo o el sian purísimo de lo sublime metafísico.
   Tal sentimiento estético de hermandad con el tiempo y la historia bajo la batuta de los mejores propósitos y las más realizadas creaciones de nuestra tierra, no era sino una mezcla más del historicismo filosófico, nacionalista y antropológico,  aportado por nuestra cultura mexicana al siglo XX universal. En su expresión particular, el Maestro Héctor Palencia Alonso lo interpretó bajo la especie de la primigenia fraternidad de corte pedagógico, convocada a partir de la expresión oral, en una mezcla filosófica en cuyo monólogo memorativo, rememorativo y consecuentemente conmemorativo o histórico sabía fundir a las figuras de lugares y tiempos las formas más altas del sentimiento y la belleza, hasta tocar aquellas propiamente sublimes que por su mera invocación despertaban en el alma el recuerdo de otro mundo y otra vida, en donde lo que reina es la paz, la inteligencia, la morigeración y la armonía, dando con ello las pautas generales a la visión de una comunidad de fe futura, anhelante de esos valores supremos -por entrañar una trascendencia metafísica.
   Sin necesidad de ir tan lejos, sus esfuerzos se enfocaron de manera radial en varias direcciones, cuya trascendencia inmediata habría que buscarla en el desarrollo de una cultura regional vigorosa y consciente de sí, preservando de tal manera una comunidad autóctona y resistente contra los disímbolos venenos destilados por la sociedad moderno-contemporánea. No es de extrañar así que el gran mensaje del campeón de la cultura durangueña muchas veces no haya sabido ser escuchado por el mundo y entorno circunstancial que con él creció, pues resultan efectos naturales de una civilización vuelta de espaldas al mito y al destino y  cautivada hacia los impulsos del dominio material de la naturaleza, el consecuente consumo, al afán de novedades o la revista de la publicidad, arrojada desnuda a la aventura histórica e hija solamente de sus obras técnicas. El hombre, empero no puede soltar del todo las amarras de la tradición, pues con ello serrucharía el mástil  de la legitimidad y del origen.
   El hombre es hombre por su palabra, que es trasmisión y diálogo, siendo por tanto su vida esencial convivencia. El valor de lo social en su raíz misma radica en el valor y sustantividad de ese diálogo-trasmisión, en las expresiones verbales que al objetivar situaciones significando emociones van articulando situaciones de convivencia formativa. El inalcanzable pedagogo que fue el Maestro Palencia Alonso es ahora por sí mismo también ejemplo cardinal de lo verdaderamente digno de memoria y por tanto de rememoración y de conmemoración colectiva. 
   Un pueblo vive de su continuidad histórica, que rememora y conmemora para aclarar su inmediato futuro –pues es cuando pierde cuenta de su historia o se sustituyen impunemente sus figuras verdearas que la nación se pierde en las brumas ociosas del olvido, de lo indigno de memoria, o en el letargo milenario de la piedra. Para evitar tales escollos no queda sino acudir en brazos del recuerdo memorable en rescate de las brazas que quedaron encendidas  en el tiempo del ayer ido y que por su significación verdadera mueven al recuerdo y a la rememoración. Recuento, pues, de la dignidad de la singular figura del genial maestro Héctor Palencia, quien en su vocación de orador, escritor y periodista, de amigo, mentor, padre y filósofo, supo atender a la pureza de sus propósitos y altura de miras de la verdadera cultura mexicana, en especial a las expresiones estéticas y plásticas de su Durango amado. Partir de la razón primigenia es volver a la memoria tradicional, a lo que un grupo considera que le es propio. Volvamos los ojos a la figura del maestro.





II
   En el amplio pecho de Don Héctor Palencia Alonso se daba la expresión de la alta cultura y de sus frutos como realización plena, cumplida y lograda, expresándola por su enseñanza  a su vez dramatizándola o desde su fuente y raíz: como si emanara viva de sus propios poros. Por ello, en su figura se daba la síntesis acabada de la “cultura criolla”, encarnada en un hombre singular, que por lo mismo representó la figura más lograda de la cultura regional del norte mexicano -entendida por el maestro bajo la especie de una filosofía personal u original, cuya doctrina bautizo con el nombre peregrino de “Durangueñeidad”. 

   Héctor Palencia definió el amplio horizonte  de la cultura como la suma de creaciones humanas elaboradas en el correr de los años en lo que tienen de logros distintivos de la humanidad y que guardan su expresión en cada lugar y en cada época. Conocedor del fundamento cultural del humanismo Palencia Alonso  comprendió a la cultura como “cultura ánimi”, o en lo que hay en ella de formadora del alma y enriquecedora del corazón del hombre. Así, supo desarrollar, a partir de esa perspectiva, una conciencia histórica no menos que geográfica de su situacionalidad concreta, cifrada en una filosofía de la cultura de corte historicista y decididamente antropológica, inscrita en el doble movimiento del “Nacionalismo Revolucionario”, pero también  de la Filosofía de lo Mexicano. Caso indiscutible de “hombre culto”, de hombre de letras y cultura superior, el maestro Héctor Palencia Alonso se presenta de nuevo a la memoria como ejemplo sublime a partir del cual deducir su esencia o las notas fundamentales que constituyen esa forma de actividad o vida.
   En términos reales la cultura es, antes que nada, una forma de vida y una figura humana en la que se producen todas las actividades libres y espirituales de una persona, abundando tanto en el conocimiento de la historia del  arte y la ciencia, como de la religión y de la filosofía –que adopta un ritmo peculiar en cada caso. Más que una categoría del saber o del sentir, la cultura se manifiesta así como una categoría ontológica, sustantiva ella misma por producirse como el valor y el bien de una persona o como cultura animi –que termina por articularse en la personalidad acabada, lograda, cumplida.
   El hombre culto, en efecto, es aquel en que se ha acuñado o labrado un ser humano completo, con un mundo integral o con una idea integral del mundo. Su tarea se cifra así en una visión: del universo entero resumiéndose y resumido en un individuo humanizado. Tal no puede caer meramente en una categoría epistémica, pues lo que abarca el hombre culto es la estructura esencial del mundo en torno -en sus puntos más altos descubriendo las huellas de lo divino en la realidad y por lo mismo y circularmente descubriendo cada una de las capas del alma humana que, como dijo Aristóteles, en cierto sentido lo es todo. Es por eso que la tradición cristina en que se inscribía el culto abogado abarcaba el universo entero concibiéndolo poéticamente vivo a la vez que objetivando la historia íntegra del mundo como trágica y grandiosa creación de Dios.
   La educación cultural es, en efecto, un hondo proceso plástico que se produce realmente en el hombre para que este idealmente realice el mundo, desarrollando por ello el hombre cultivado el fruto propiamente filosófico: el anhelo platónico de simpatía e intima unión con las esencias sublunares y cósmicas de todas las especies.
   También es humanización, lento proceso y reiterado de cultivo y preservación de las raíces por las que nos hacemos hombres o saber vertical de los principios humanos -a la vez que intento de progresiva autodeificación o santidad. Afirmación de la suprema bondad, es cierto, hecha de ardiente anhelo y altísima objetividad. Mundo objetivo, pues, justamente recreado por el autor en virtud del respeto al orden jerárquico de los valores esenciales –y del que se deriva por consecuencia necesaria la tolerancia a todo lo que no puede ser alabado ni admirado y la serenidad intima de la persona, el recogimiento o salvación en el más profundo centro de sí mismo.
   “Espíritu”, es verdad, que es a la vez herejía y rebelión al implicar la actitud crítica y la libertad de pensamiento. En modo alguno ello significa que la cultura pueda ser un instrumento para satisfacer los apetitos incultos -porque de la aventura humana, tradicional e histórica, no hay no escapatoria ni vuelta hacia atrás.


III
   Si en algún hombre ilustre de Durango han brillado nobleza y dignidad, generosidad y virtud, protección y hospitalidad, rectitud, bondad y trabajo en conjunto ese hombre ha sido Don Héctor Palencia Alonso. Nadie ignora que en las últimas jornadas de su vida hubo también algo de agonal final. Ello se debía a que su empresa didáctica y pedagógica fue de tal envergadura y altura de miras que en la perfección de la meta colectiva no tenía a corto plazo ninguna posibilidad efectiva de triunfo -porque la categoría de su ideal, en efecto, no era menor que la categoría del espíritu. No por ello renunció ni a la alegría de la comunicación con sus contemporáneos ni  a la dilatada comunión con la belleza -porque aspirando siempre a vivir en comercio constante con la gracia, no por ello renunció nunca a la promesa.
   Quiero decir que nunca renunció ni al despertar ni al recuerdo de la comunidad regional de la que formaba parte esencial y a la que cifró y descifró en su doctrina, bautizada con el patronímico de su tierra y estado: la Durangueñeidad.
   Porque en verdad el durangueño como tipo ideal o esencialmente es una figura única, en la medida que cultura e historia van determinando el magma y azogue de sus valores y productos más acabados. Habría que señalar cuando menos que Durango mismo es un claro ejemplo de una nueva división que se hace de América. Cierto que no pertenece a la América Occidental, a la versión provincial de lugareños de ciudades tales cual Córdoba, Montevideo, La Habana, Nueva York o Buenos Aires, ciudades que anhelan la internacionalidad al mirar por el Atlántico las cosas europeas, la cultura y las ciencias modernas. No. Pertenece por lo contrario a otro tipo de idiosincrasia y de espíritu regional, a otra vida: a la de la América Oriental, que entre montañas asoma a una marina tan basta que aleja más que comunica con Asia, a ciudades como Quito, Lima, Bogotá, La Paz o Santiago. que por su formación cultural e histórica mantienen viva la tracción española y que parecen como replegadas sobre sí mismas. En Durango, en efecto, se experimenta una especie de ensimismamiento o de soledad interior y desde cuya meseta es posible encontrar más que frecuentes sino constantes casos de la visión o el pasisaje interior, de búsqueda de la interioridad del ser mismo y de las cosas.
   Tierra efectivamente filosófica, donde los hombres parecieran buscarse todo el tiempo a sí mismos, de una manera ciertamente seca, es verdad, pero también siempre como arropada por el manto de una gracia celeste hecha de resignación y resistencia. Porque lo que el regio norteño pareciera haber buscado todo el tiempo es al hombre interior y al ser íntimo; la visión clara del propio paisaje interior y la naturaleza humanizada en donde poder aposentarla. Lo que el maestro Palencia Alonso expresó y entendió como ningún otro, fueron precisamente las raíces antropológicas y tradicionales o históricas de esa filosofía geográfica que define al durangueño, también es cierto que cooperó como nadie en la articulación estética de esa comunidad, especificada por su poder de reflexión interior, dando con ello también carácter a su misma circunstancialidad en toda la situacionalidad de su concreción.
   En su núcleo axiológico lo que tal doctrina entraña es un levantamiento (aufbebungh) que supera conservando el anecdotismo y el color inconfundible del sabor local -salvándolo del caricaturismo imitativo del nacionalismo de la capital y de sus gestecillos de aldea globalizada. La transformación, empero, de la enmohecida actitud receptiva en materia de cultura por el hombre de la provincia por otra de participación no puede lograrse sino en una comunidad vigorosa y en cierto modo autónoma, pero no aislada.


IV
   A la superioridad y luminosidad heroica de Don Héctor Palencia le era sin embargo imprescindible encontrar una comunidad donde ser reconocido y hallar así la confirmación de su ser. Su expresión de ello fue entonces la especialización de una virtud local: la de la hospitalidad, la del ser hospitalario en tierra inhóspita -virtud regional, repito, que el maestro no hizo sino magnificar. Porque reconocer es eso: es acoger y dar la bienvenida. Es reconciliarse: el reconocimiento de quien ha sido acogido se expresa  más con la palabra que con la mano, porque propiamente se acoge con algo casi del todo inmaterial, pues se acoge con la intimidad de la personalidad, se acoge propia y solamente con el espíritu.
   La promesa de alta cultura y de una comunidad de fe trascendente que se inscribe en toda la obra del Maestro Héctor Palencia Alonso tiene que valorarse así no por lo que en un día prometió, sino porque es promesa –porque su valor justamente radica en su aceptación, en decirle que sí incondicionalmente. Su aceptación no radica en exigirle que cumpla lo prometido o en nombre de su cumplimiento, cosa que no sería aceptarla sino convertirla en deuda, sino en amarla en nombre de ella misma. Lo que hacia amar la promesa de Héctor Palencia no era así su cumplimiento, sino la libertad con que la hacia, pues esa libertad era el material mismo con que empeñaba su palabra, no para tomarle la palabra como quien compra a quien vende mercancías, sino para guardarla en algún lugar sentimental, cordial del alma –pero sin tomarla para nuestro corazón. Porque la promesa constituye la forma más elevada de pedir o de contar con alguien –y esa es la otra mitad de la generosidad. Ahora que esta ausente la palabra del Maestro Héctor Palencia Alonso puede empezar a verse cuanta luz puede atesorar esa promesa.
   Porque si la alegría sólo es presente en la medida en que es gracia y presencia, la promesa en cambio entraña una negación bajo la forma de la ausencia. No es sin embargo ni la fuerza o el poderío que se contiene ni el dolor que asimila y que dispersa -pues la fuerza es el vacío que deja el amor en su retirada y el dolor es la muerte de la alegría (aunque también es fuerza y dolor la muerte del dolor mismo). La promesa es ausencia que no es pérdida ni es muerte... sino el sustento mismo del futuro –hermanándose por ello también con la esperanza.
   La realización del espíritu en el hombre puede ser meramente vertical: La trasmigración al mundo del espíritu es entonces, qué duda cabe, una experiencia de vuelo: de elevación, creciemento y ascención –a costa de estrecharse, adelgazarse, angustiarse. Hay otro modo también de espiritualizarse, ya no en espacio vertical de los lenguajes y de su función pedagógica y de contagio pasional, sino horizontal y temporal de la geografía: de encontrar en esta vida la otra vida, en este mundo el otro mundo, en este lugar la patria perdiida, disuelta en la monotonía de la dispersión o de las horas. Porque Utopía no tendría sentido si el hombre no buscara en la realidad concreta la topía. Más radicalmente aún, porque el hombre no sería esencialmente lo que es si no fuera el ser por naturaleza trascendente... incluso a sí mismo. 
   Porque la luz del sol y las estrellas requieren de tiempo en llegar y encarnar en una atmósfera, los hechos y hazañas de los hombres no se pierden en la historia. La memoria de Don Héctor Palencia a su manera así también se perpetúa y está ahora con nosotros, pues su lenguaje vivo también necesita tiempo, después de haberse realizado, para ser visto y oído También para escribirse y salvarse en la historia, en la memoria colectiva, para que los grandes hechos de los hombres no se pierdan por ser dignos de memoria, de rememoración y de conmemoración colectiva.


Desde el fértil valle,
meseta de recios huisaches y nubes viajeras

de su Durango que tanto amó.



  

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