Luis
Leonardo Ortega: Pasillos de Memoria
Por
Alberto Espinosa Orozco
“Despiértate,
tú que duermes,
Levántate
de entre los muertos
y
Cristo te alumbrará.”
Efesios
5.14
“Se
conducen despiertos como si estuvieran dormidos,
mirando cada uno su mundo personal,
mientras
que las gentes despiertas
tienen
sólo un mundo que les es común.”
Heráclito
“Todo
aquel que hace obras malas
aborrece
la luz y no acude a ella
para
que no se descubran sus malas obras
-pero
quien obra rectamente acude a la luz,
para
que se vena sus obras
ya
que en Dios han sido hechas.”
Juan
3.19-21
I
El pintor Luis Leonardo Ortega presentó recientemente una muestra representativa de su trabajo en la pasada exposición colectiva Pasillos de la Memoria. [1] A manera de alegoría y de herramienta hermenéutica el artista se vale de la imagen del sueño y las atmósferas oscuras, que se presentan entremezcladas con los signos de la ausencia, el vértigo de la desesperación y finalmente con la muerte, para dibujar así una bitácora del viaje e imprimir un registro de la dolorosa y compleja representación simbólica del despertar de la reflexión y de la luz de la conciencia.
Recién acreedor a una Mención de Honor en la 3ª Bienal Nacional de Pintura de Gómez Palacio 2014, Durango, Luis Leonardo Ortega es un artista dotado desde un principio para la pintura, por su clara predisposición y aptitudes innatas para el arte de los óleos y la representación bidimensional. aunando al virtuosismo y facilidad con que maneja su oficio una fina sensibilidad para los contenidos formales de la cultura y para los símbolos, encontrándose su actual exploración en una etapa de reconocimiento y lucha interior contra los insomnes fantasmas de la noche y los pesarosos terrores de las tinieblas, en el momento en que las sombras son más densas, cuyo trabajo reflexivo necesariamente lo orienta en una dirección ascensorial hacia las atmósferas superiores del espíritu y, por tanto, de la liberación que al iluminar la sensibilidad lo convierte a la vez en un artista visionario.
La obra de Ortega en esa etapa transita, en efecto, por sombríos y estrechos corredores de la angustia, realizando no menos una anatomía del inframundo roído por las sombras y la psicología del inconsciente, que una escalada, a veces angustiante, donde se
escenifica una sorda lucha por romper con los automatismos del devenir, vacios
de contenido metafísico y de sentido humano. Así, en su itinerario van
desfilando una serie de kratofanías de la fuerza, la magia y el poder que,
atraen los elementos hostiles o ajenas a la vida, óseos, góticos, bizarros,
duros como la noche o como la piedra inexpugnable, en donde hay algo de
fantasmagóricas presencias y de fosforescente engaño, que insertan al hombre
por los inextricables pasadizos de la alienación o de la ausencia, que
entenebrecen el entendimiento, enturbian la mirada y promueven la eficiencia
del engaño, interponiendo sin embargo a esas realidades el espejo lúcido de la
reflexión estética, para hacer girar así las enmohecidas bisagras de la
cautividad y oxigenar la atmósfera.
II
El temperamento de Luis Leonardo Ortega está
tocado por las notas clasicistas del amor por la definición y la precisión
anatómica, por la exactitud de trazo y el temperado colorido, también por una
especie de elegancia innata no carente de humor e irónica sonrisa. La “parada
en sitio”, el no ir más allá de los límites de la actitud clásica, le permite
así enfrenta los fenómenos de lo
“asombroso cotidiano” como lo que en realidad son: cosas arrojadas al mundo por
la vanidad y el orgullo de los hombres, que al caer la noche no puede sino
resolverse en la confusión del juicio que, entenebrecido, convoca a los
espectros de las sombras. Es por ello
que su obra cultiva una de las formas del manierismo, surreal y tenebrista,
siendo en realidad una profunda crítica de las apariencias sensibles que, a
partir de una racionalidad más alta, en cierto modo estoica e imperturbable,
explora el mundo de lo irracional, de lo reprimido o subconsciente y de las
místicas inferiores, mostrando con ello lo que hay de engaño, de tramoya y
mecanismo, tanto en el teatro del mundo como en las visitaciones de los
fantasmas nocturnos, señalando lo que tienen de irrealidad y hechizo, de cosa
urdida con las manos, que en el contagio de su sopor sólo pueden arrojar al
mundo seres híbridos y huidizos, vacuos, inconsistentes y carentes de sustancia, hechos con los materiales del polvo
y el humo y, por tanto, condenados a ser ahuyentados por luz tibia de la aurora.
La exploración del artista de las realidades
aparentes o engañosas, lo ha llevado a una minuciosa reflexión sobre el
territorio de las formas inmóviles, estancadas o encalladas que, sin embargo,
dan una impresión de vida. Los modelos del artista, tomados de lo vacío o
desolado, de lo congelado, de lo inerte o desanimado, pero también de la
imitación o la copia, de muñecos, maniquíes y máscaras, en una palabra, de lo inmóvil,
le sirven entonces para reflexionar sobre la contextura misma de la imagen y de
la apariencia, que al ser mímesis o representación es también copia o engaño:
apariencia de la realidad. Reflexión sobre los significados de las cosas que
más que ser, simplemente están, y que más que existir subsisten, detenidas, enquistadas
en el tiempo y quietas en el espacio, como si de atávicas supersticiones o de
arcaicos rituales se tratara.
Es por ello que el artista es atraído por objetos
de suyo inmóviles e inertes que, en sus relaciones con el subconsciente, atraen
lo mismo la asociación con las fuerzas nocturnas del alma inferior y del
submundo del inconsciente, que abren los desvanes de memoria, donde convive la
herencia de recuerdos que nos ligan a los ancestros y antepasados. Reflexión, no tanto de lo que nos pasa, sino
de lo que por lo contrario queda como atorado o trabado, presente en la
existencia con una especie de vida vicaria, que si por un lado refleja las
fuerzas tanáticas o disgregadoras de la vida, por el otro se revela como acumuladores
de energías, que están como suspendidas en el espacio, y que por tanto colindan
con el reino metafísico de lo impalpable e invisible (kratofanías). Así, su
obra nos habla de las zonas intermedias e intersticios, donde se superponen los
dos planos de la realidad y la apariencia, pero también de lo material y
espiritual, hasta el grado de volver inextricable la realidad de la ficción. Incursión, también, en los misterios insomnes
de la noche y en las imágenes que reinan del otro lado del espejo y que acosan
aguijoneando a las almas con pesares
III
Su pintura, en una de sus múltiples facetas
y siempre bajo la especie del virtuosismo, llama primeramente la atención sobre
el engaño mismo del arte, que es mímesis o representación de una imagen, de una
fenómeno, de una apariencia sensible, haciendo al espectador entrar y salir de
ella para reflexionar tanto en el objeto representado como en el arquetipo, la forma
ideal o pura a la que se refiere, pero también sobre el soporte material de la
imagen: el óleo, la pintura, que es a su vez fenómeno: apariencia, imagen.
Su meditación comienza así por centrar y
concentrar la atención sobre la imagen misma, que representa algo, una cosa o
una persona, indicando mediante la superposición pictórica de cintas adhesivas,
curitas o cristales que esa imagen es
soportada materialmente por la pintura misma, haciéndonos dar así un paso
atrás, para reflexionar sobre el hechizo del arte, que es engaño, ilusión, imitación:
moviendo al espectador a mirar el engaño del arte mismo, reparando en la
pincelada, en la calidad de óleo y sus matizaciones y colores, para luego,
dando otro paso más atrás, fijar la atención sobre la forma simbólica o ideal a
la que se refiere, o a su contenido eidético -un poco a la manera del cristal
de la ventana, que deja ver el paisaje externo y sólo reparamos en él después,
como algo que está ahí como superficie trasparente, o como las palabras, que
llaman a la cosa designada y sólo por un movimiento peculiar de la atención
pensamos, en posición refleja, en ellas mismas o en su concepto, en su
definición o forma ideal.
Pintura, pues, en cierto modo conceptual,
que visita los umbrales de la representación pictórica lo mismo que de la
reflexión sensible, donde el objeto representado al ser aparentemente sostenido
por otra imagen y ponerla entre comillas, por decirlo así, invita a reflexionar
tanto en la representación pictórica como en su esencia (“Umbral”).
Así, en su obra se da una especie de desplazamiento
de la imagen, que lleva a una circularidad irrebasable, originaria y por tanto
rebelde al análisis, en cuya apercepción sintética no queda sino reflexionar
sobre ese juego de espejos que es la representación misma, pero también sobre la
forma pura, que así se vuelve en cierto modo vacía, afectada de nihilismo o
contingencia, como si se tratara de un frágil cascarón -apuntando con ello a un
más allá, que es verdadero contenido de la forma viva, de la psique animada, que
entonces se revela el alma no como mera duración psico-mental, sino como entidad
ontológica, que invisible nos habita, y que es propiamente la entidad ordenadora
o disgregadora de los símbolos.
Es por ello que para dar cuenta tanto del
estado del alma y de su realidad absoluta como del mundo de la ilusión y el
engaño, el artista se sirve de otro artificio: la vieja alegoría que compara el
sueño ya con el estado de suspensión de la vida consciente, done florecen los
deseos y los sueños subjetivos, ya con las pasiones extraviadas y, por tanto,
con las sendas que conducen a la muerte.
Por un lado el artista recrea la imagen del
sueño como un símbolo de aislamiento y de refugio: es entonces nido o cavidad
donde, al descansar en la inconsciencia, se dan los grandes procesos orgánicos
de digestión, fermentación e hibernación, tomando la forma de del estado
embrionario y prenatal donde no existe el drama, ni el pecado, pero tampoco la
libertad, siendo por tanto un emblema tanto del recogimiento y la autonomía orgánica
como del retorno a la vida primordial.
Por el otro, el sueño ejemplifica las
experiencias de circuito cerrado, que no se proyectan hacia afuera, y cuya introversión
indica el estar privado de conciencia, viviendo en el error o lejos de la
verdad. El simbolismo del sueño sirve entonces al artista para dar cuenta de la
decidida inclinación mórbida y opaca de nuestro tiempo, que por razón de la
presión generacional ha desembocado en el rampante subjetivismo de nuestra era
y mundo, volviéndola prácticamente hipnótica, creando sobre la realidad del
mundo una especie de espesor, denso y pesado, interpuesto ante la mirada como
un cristal deformante que se presume como más real que la verdad misma, dando sin
embargo como resultado el relativismo extremo de una cultura histórica, en el
sentido de no universal, tan impenetrable como variada, plural y polivalente, en
razón de estar dominada por gente adormecida, introvertida, determinada por su
fuerte vida orgánica, que actúan y juzgan la realidad por criterios oníricos,
subjetivos, relativos y parciales.
El símbolo del sueño sirve entonces al
artista para dar expresión a la evasión ante un mundo hostil, también para indicar
lo que hay en el de muerte y de vida robada o congelada, por virtud de la
ideología dominante y las extremas condiciones sociales de sobrevivencia,
equivalentes a la paralizante manzana emponzoñada del cuento. Momento de pasmo,
de paso por la muerte, pues, que sin embargo deja un resquicio a la
preservación de la vida, que es anuncio del próximo despertar a la vida de la
consciencia, donde se participa con la
gente despierta, con las personas extrovertidas que viven una misma realidad, única
y universal, que experimentan las mismas cosas al ser guiados por una misma luz
y una misma ley de valores eternos.
Las atmósferas oscuras, opresivas y
tenebristas plasmadas por el joven maestro durangueño nos hacen sentir entonces
en el alma lo que hay en el fondo del error: ser pozo de la muerte y ciénaga
lodosa, también lo que tiene el subjetivismo y su onirismo de hechizo y mortífera
fantasmagoría huera. De tal manera al penetrar en los intrincados senderos de
los criterios subjetivos y oníricos de la irrealidad, el artista va destacando
lo que tienen sus senderos de extravío, de transgresión y anomia moral, que al
ir más allá de los límites terminan por dar por resultado el rígido fruto de la
muerte, de caer en el vacío o de confundirse finalmente con la nada.
Exploración, asimismo, de lo que tales
posturas introvertidas causan en el alma humana, dejándola llagada, afectada
por la sorda ruina del estancamiento o confinada en la desolación, víctima de
las presiones generacionales y hechizos de nuestro tiempo, cifrados en términos
de iniquidad y mentira, de impiedad e hipocresía, de maldad y de engaño. Reflexión,
pues, sobre el alma llagada de nuestra altura histórica, sujeta no menos a los
engaños mundanos y perversiones de los hombres que a lo que tiene de esclavitud
la falta moral: de ser gratuito premio ambiguo, porqué es en realidad castigo –sendas
que desarraigan al alma de su esencia y la llevan al sueño introvertido de la
muerte.
Los paisajes del desierto, de la caverna oscura,
de las altas olas de tormenta que caen y se cierran sobre los personajes como
una ostra, son entonces alegorías de la noche del alma, de los hombres sentados
en tinieblas confundidos hasta identificarse con las sombras: mundo de ciegos
que no pueden abrir los ojos, renuentes a la luz de la comunidad, de hombres
con orejas, pero sordos a los imperativos de la razón práctica. Mundo frágil,
también, en lo que hay algo de páramo de espejos y de yerba efímera desecada en
la helada madrugada o llevada en la tarde por el viento.
IV
El abrupto
y en ocasiones atormentado recorrido realizado por los pinceles de Luis
Leonardo Ortega se caracteriza por su tono paradójico, pues al inspeccionar las
zonas carentes de luz, roídas de olvido y acosadas por la contingencia, se da
una especie de extrapolación axiológica, donde el ser material de la imagen
colinda con el no ser, con la ilusión y el engaño de la representación sensible.
Imágenes de lo presente, es cierto, pero cuya existencia, de un manotazo, se
diluye entre las brumas de la amnesia o se esfuma en la ausencia.
Retrato, pues, de un mundo de apariencias,
hueco por dentro y de condensado nihilismo, donde sopla el viento abrasivo de
la nada, que toma igual la forma de la máscara
que de muñecas y figurines de goma, delatando con ello el oscuro paganismo
que duerme en el fondo de la modernidad,
donde se escenifica una sorda lucha contra las normas y las leyes morales
universales, revelando la marcha de la humanidad por tocar los límites extremos
del inmanentismo como un punzante subjetivismo onírico, que termina por ir
hacia atrás, no hacia la religión cósmica o la búsqueda de los orígenes que nos
hermanan con el cosmos, sino hacia la idolatría, el rito iniciático, la
posesión y la magia negra, en una especie de confuso arcaísmo del sentido.
El
tema recurrente de la máscara, como el del disfraz, hace referencia a la anulación
del rostro que individualiza a la persona, dándose entonces la liberación de los deseos reprimidos, mostrando
la cara oculta que deja salir lo otro: la proyección arquetípica inconsciente.
La máscara se liga así a la representación de un papel, donde se cubre una cara
con otra –lo que delata el temor a descubrirse, y a poder ser en verdad
reconocido. Las ideas de máscara y de persona están ligadas desde sus orígenes,
derivándose ambas voces de la palabra griega “prosopón”. La máscara, en
efecto, alude tanto a al rol representado por un personaje en la comedia o en
la tragedia, como a la persona, cuya voz resuena (“per-sonara”) tras la
máscara, expresando la intimidad e individualidad del sujeto.
El artista se vale, para subrayar esa
diferencia, de la representación del cuerpo desnudo femenino portando una
máscara, de dimensiones desproporcionas, señalando con ello tanto la falsa
superioridad de la máscara como el temor de la persona a ser descubierta. El
artista llama entonces la atención sobre el fenómeno sólito del camuflaje del
verdadero ser llevado a cabo por la máscara del rol social que al ingurgitar a
la persona lo vuelve maniquí de goma: troquel aceptado por la convención o el probado
estereotipo, cuyo extremo se encuentra en el sujeto que patológicamente se
identifica rígidamente con el arquetipo o el modelo, convirtiendo sus gestos en
rutinas circenses o atributos de un actor.
Se trata entonces del fenómeno de la
percepción de la imagen pública, cuyo engranaje de fantasía e ilusión colectiva
aparta al sujeto de la realidad a la vez que lo escinde de sí mismo. La máscara
como estereotipo, modelados por la rígida convención, hace mutar a la persona entonces
a personaje teatral, por razón de la adaptación a la presión social o de la
conveniencia personal, resultando una proyección de la psique colectiva, un
convenio manipulado y determinado por otros –causando en el sujeto sentimientos
de desesperación, asfixia y de sufrimiento por la incomodidad de la falsía, de
la doblez o de la hipocresía. Mientras que la desnudes del cuerpo nos indica la
otra parte de la cara modelada en serie, inclinada hacia lo meramente biológico
y no espiritual. El sujeto, así,
atrapado en su personaje, resulta una cáscara vacía, donde la persona no existe
o está ausente y sin relación con la trascendencia, escindido de sí mismo, de
los otros y del cosmos –mostrando con ello un carácter más del hombre
contemporáneo: su falta de desarrollo interno que lo hace vulnerable a la
enajenación.
Luis Leonardo Ortega, sin embargo, va más
allá, explorando la función que tiene la máscara en el rito iniciático, que
revela lo otro en el hombre: la alienación de sí mismo que comunica con el
genio o espíritu depositado en él (de la sangre, la raza o la cultura), expresando
una forma que por su carácter o autoridad eclipsa la personalidad exterior.
Admiración de lo humano, no tanto por lo
que tiene de divino o espiritual, sino
de espantable, por lo que tiene también de animal humillado y de demonio (“Los pies fríos I y II”, “Estudio I”). El hechizo de la máscara, así como del
maniquí o del espectro, radica en ser la representación del arquetipo
inmutable. Las máscaras en Egipto, por ejemplo, tenían la función de retener el
aliento, sutil e inferior, del muerto, fijando de tal modo el alma errante. Por
su parte las máscaras de las danzas sagradas, de los carnavales o que son
usadas por sanadores, sociedades secretas o en la magia negra y en la brujería,
representan el espíritu de los ancestros o de los muertos, estando habitadas
por un genio o por el espíritu de un antepasado, de donde deriva su fuerza. Su
función es operar en quien la porta una catarsis, ya sea para una expulsión
liberadora, ya para exteriorizar las tendencias demoniacas, inferiores o satánicas
del ser humano.
Ortega trata los temas de la máscara, el
maniquí y la personalidad haciendo desfilar a una mujer desnuda que aparece así
ya enmascarada, ya abrazando el torso un maniquí femenino, en donde la
inclusión de las cintas adhesivas que dan la ilusión de sostener una imagen, atienden
tanto a la fragilidad de la experiencia como a una toma de distancia, apuntado
de alguna manera a lo que tales representaciones tienen de debilidad -como si
tales ceremonias pidieran ser soportadas
o sostenidas desde fuera por una convención social, como si necesitasen ser zurcidas
o soportadas, dándose en ellas una amalgama indeterminada a la vez de fuerza y
poderío y de fragilidad. Así, Ortega al reflexionar sobre el tema de la máscara
intuye lo que conlleva de escultura en movimiento, donde las actitudes del
cuerpo son determinadas por el gesto de la máscara, que resume o condensa un
acontecimiento primordial relativo al origen y organización del mundo. Al igual
que lo sucede con los maniquís, la máscara da cuenta entonces de una tendencia
social mórbida: asimilar a un ser con su imagen, con su apariencia, al hombre
mismo con un mecanismo o un autómata y, finalmente, con la materia perecedera
que danza por un momento como una flama para luego de arder caer reducida a las
cenizas.
El uso de la máscara expresaría entonces la
pervivencia del símbolo en la sociedad moderna, donde se da una especie de
marcha hacia atrás del sentimiento religioso o de africanización de la cultura
laica –sin perder de vista su función de réplica del origen del cosmos, de
cosmogénesis, cuyo objeto sería el de regenerar el tiempo y el espacio,
representando las creencias y valores fundamentales de un grupo para cohesionarlo.
Ambigüedad del signo, es cierto, porque la
magia que entraña la máscara está así roída por una falla original: tomar la
imagen por la realidad, siendo por tanto arquetipo de la apariencia engañosa e
incluso de la idolatría. Porque la máscara representa en su gesto congelado el
efecto corporal de una ciega pasión, que esclaviza el alma. Al igual que sucede
con la vestimenta, con la moda, con el estereotipo o con el disfraz, donde la
persona desaparece bajo el traje que porta o la actitud que imita, la máscara
revela la fragmentación o disociación del psiquismo, determinando una forma
temible, que quiere imponer su propia voluntad. La máscara se vuelve entonces
un objeto de poder, de fuerza (kartaofanía), pero peligroso, pues al capturar
las energías espirituales, invisibles y dispersas por el mundo y volverlas a
poner en circulación, con la intención de controlar y dominar el mundo
invisible, atrae la fuerza hacia el sujeto, poniéndolo en riesgo de ser poseído
por un espíritu, pues deviene recipiente donde se mezclan las fuerzas de genios
y animales o se potencia el deseo pervertido de dominación.
La máscara es presentada así por el artista también
como un potente símbolo que subraya y amplifica el fenómeno más característico
de la psicología contemporánea: el de su
oscilación o doble desequilibrio onto-axiológico, que es el fenómeno de la dobles
en la compleja estructura del hombre tardo moderno, saturada de pliegues y
repliegues, dobleces y ocultamientos. Meditación que da cuenta también de la
era existencia que nos ocupa, desdeñosa o fría e indiferente ante la esencia o
naturaleza propia de los seres, donde se mescla el sentimiento de la fragilidad
de la vida ante el patente poderío de un mundo robotizado, mecanizado,
artificial y desalmado hasta los
extremos de la goma y el llanto.
V
Las reflexivas obras de Luis Leonardo Ortega
se presentan frecuentemente como una meditación icónica sobre la interioridad
humana, su vacío o su zozobra.
El autorretrato “Confort II”, destaca tanto por su singularidad de su perspectiva aérea
como por la suntuosidad de su paleta, también por constituir una perturbadora
imagen, en cierto modo descarnada, que
llama la atención por ser literalmente una exploración que atiende al complejo simbolismo religioso de la circuncisión.
La imagen de la exploración solitaria de la
carne del prepucio tiene, en efecto, algo de inquietante, efecto que se agudiza
por la atmósfera sombría de media luz y la perspectiva, que viene desde lo
alto, como si la escena fuese atendida por la mirada omnisciente de la
divinidad. Su sentido alegórico hace
entonces referencia a la tradición y a los orígenes, preguntando por la roca de
la que fuimos desprendidos.
El lienzo adquiere así la dimensión del
símbolo, al pasar de la circuncisión exterior, que nada importa, a la reflexión
sobre la circuncisión interior: a quitar el prepucio del corazón, la dureza con
que se envuelve vanidosamente la inconsciencia, para convertirse y volverse a
Dios, sanando así de las yagas del alma dejadas por las rebeliones contra la
ley moral y la maldad de las obras, dejando por tanto de sembrar entre espinos,
de endurecer orgullosamente la nuca, para amar al Señor de todo corazón y con
el alma, para vivir (Deuteronomio 10.16: 30.6).
La obra adquiere entonces su pleno
significado, pues nos habla del callejón sin salida de nuestro tiempo, donde se
abre la opción moral de seguir por el mismo camino del error, del excentricismo,
extremosidad y subjetividad rampante, soliviantados por el onirismo de nuestro
tiempo, pero cuyas sendas se deslizan a la muerte, o de volver atrás para
restituir el pacto con Dios y pueblo elegido de los salvos (Génesis 17.11). La inspección del prepucio
viene entonces a significar la reflexión sobre el concepto espiritual de la
circuncisión, de desnudar el alma y cauterizar la herida infringida por el
pecado, de humillarse ante la instancia suprema reconociendo las propias inequidades
(Levítico
26.41), cortando de tal modo los pecados y el egoísmo, despegándolos de
la carne para purificarse y ser justos interiormente y rectos en la conducta
exterior (Romanos 2.28; Colosenses
2.11).
La pintura así expresa con su ambiente de
claro-oscuros la tremenda presión histórica de nuestro tiempo, donde el pueblo
incircunciso, de corazón duro y orgulloso, siguiendo cada cual sus propia
imaginación se complace en la maldad, sin
arrepentirse de haber hecho abominación, enloqueciendo, pobres, por ser rebeldes,
mentirosos, insensatos y adúlteros, concibiendo
por tanto el engaño que llevan en su seno.
Imagen efectivamente ambigua, que por contraste indicaría el otro brazo
de la disyuntiva: seguir las aguas del Jordán, que suben hacia arriba en
dirección del espíritu, que equivale a reflexionar y ser piadosos, a seguir las
sendas de justicia, apartándose de inicuos, angustiadores y corruptores, abandonando
la dureza de la mentira y la doblez del corazón, volviéndose atrás, abandonando
la esclavitud de Egipto, dejando de juzgar la realidad sólo por las apariencias
superficiales y efímeras de las cosas.
Imagen dramática, de vacilación y duda entre
las opciones metafísicas del ser o del no ser, que resulta por ello
profundamente paradójica y perturbadora, al mostrar decididamente la lucha
contra las mórbidas naderías de las sombras, contra las los deseos mundanos que
llevan a caminos torcidos y a las desviaciones de la iniquidad, que hacen vivir
subsumidos en los oscuros toneles de la perversidad y la ignorancia, donde se
gesta el porvenir psicomental oscuro, vacío de contenido metafísico, reduciendo
al hombre a una vida meramente orgánica, sombría e insignificante, cuya puerta
ancha conduce al rio vital, amorfo y subpersonal, de lo colectivo, abierto como
la gran boca del Seol, destinada a hundirse entre las sombras hasta fundirse y
confundirse con la noche.
VI
El arte de Luis Leonardo Ortega, refinado, intimista
y teatral, siempre equilibrado formalmente, elegante, de suntuoso colorido y
aun exquisito, es efectivamente el relato de drama vital, la puesta en escena
de una travesía por entre los secretos pasadizos de la inmovilidad, los sitios
detenidos y los lugares en que la vida
comulga o se identifica con la materia pura, pétrea, ya completamente inerte,
en la que por tanto hay algo de la frialdad de lápida -pero también, en
ocasiones, de la eternidad del mármol, del ámbar o el zafiro.
Su obra es así el registro dramático de los
parajes que reflejan los estados íntimos de oscuridad y de zozobra, en donde la
representación escenográfica se concentra y se detiene para fijar lo mismo las
fisuras del tiempo que las lagunas del espacio o los intersticios del sentido,
descubriendo lo que hay en ellos de mecanismo y de tramoya, de magia inmanente,
apariencia engañosa y finalmente de fugitiva sombra carcomida por la ausencia,
la inexistencia o el vacío. Expresión de
un mundo decadente, es verdad, que ha
llegado a la etapa final de su destino histórico, roído por el desgaste de las
formas, aplanado por el naturalismo unidimensional, ensombrecido por el
accidente y por la contingencia.
El artista ha ido espejeando puntualmente
los elementos hostiles o extraños a la vida: óseos, góticos, bizarros,
insensibles como la noche y duros como
la ignorancia o la piedra impenetrable. Mundo de lo denso, de lo diverso y de
lo adverso, de lo cenagoso o estancado, debatido entre lo procelosa turbulencia
que perturba el alma y la parálisis atávica de la angustia y los poderes somníferos
del inconsciente. Óptica tenebrista, es
cierto, donde la magia simpática alterna a la vez con arcaicas mitologías y la meontología
post-moderna de la ausencia, retratando el mundo de los continentes vacíos, de los
volúmenes y formas de contenidos evanescentes, cuya apariencia, en su mera posibilidad
abstracta, da cuenta de la imposibilidad
de ser.
Travesía estética cuya bitácora de
naufragios, más que personales de nuestro tiempo, registra el nutrido orbe de
la enajenación, la alienación y el extravío contemporáneo –pero cuya trayectoria
reflexiva es la de una ruda ascensión, que marcha desde las ligeras y
turbulentas regiones del capricho y la inquietud existencial, a la fortaleza de
la piedra estable, donde se ve con claridad la cantera originaria de donde
fuimos arrancados. Tarea de vuelta a las raíces del ser, pues, cuya búsqueda de
la fuente de la vida es también la vuelta al centro firme de la persona, donde
se cultiva la espiritualización de los sentimientos, dando paralelamente el paso
de un mundo subjetivo, caprichoso, amorfo y fantasmal, a la cantera firme de
los valores universales y atemporales –volviendo por los antiguas senderos, que
recorren la vía de expiación y ascesis de la persona para arribar a la cultura
ecuménica y universal, entablando por lo tanto un fecundo diálogo con los
ideales de la tradición.
Pintor culto, conocedor de los secretos del
oficio, Luis Leonardo Ortega se adentra así, mirando de reojo y a la vez
lúcidamente, el momento en que las sombras de la noche son más densas, presionando al hombre hacia las místicas inferiores,
bizarras, extrañas y engañosas, que jalonan hacia la frustración e
imposibilidad del ser, dejando al hombre funesto y sin esencia. La óptica
tenebrista de sus atmósferas, ateridas por el viento inhóspito o asfixiante, no
es sin embargo sino la revelación las claves secretas para romper el duro
caparazón de la inconsciencia y para abrir los ojos, por medio de la reflexión
de la conciencia, donde las primeras luces que anuncian al día comienzan a
atreverse. Impulso, pues, de retorno a la plenitud de la vida, que al pararse
en sitio, al respetar la norma del ´orden clásico en la distinción de sus
figuras, evitar los acantilados de la nada, vislumbrando de tal modo el
arquetipo que invita a religarse con la totalidad del ser, incardinando en el
corazón otra vez la luz de la esperanza y la alegría.
Obra, pues, en que la sensación de vértigo
se imbrica con los pesares de la cerrada noche transida de fantasmagorías, o
con la cóncava caverna que mantiene a sus presos en mazamorras de aflicción, Pintura que al abrirse brecha por los
angostos pasadizos del laberinto interior topa inevitablemente con los temores
nocturnos y los terrores colectivos, como en ocursos monumentos de silencio,
dando con ello cuenta de la altura de nuestro mundo -donde se anuncia el fin de
toda una era histórica. Reflexión sobre los fenómenos nocturnos del inconsciente,
es cierto, cuyos parajes de desolación y vacio conducen al tema central de toda
su obra: el del confinamiento del hombre moderno, cuya escisión con el mundo,
con los otros y consigo mismo conduce tanto a la incomunicación como a la
imposibilidad misma de la vida.
Imágenes
que parecieran surgir antes del despertar cuando la noche cae con mayor peso y
es más oscura, que se entremeten en el sueño reflejando en el psiquismo amorfo
los deseos engañosos o frustrados y las formas inaprensibles condenadas a la apariencia
vana. Porque el paradójico itinerario místico de Luis Leonardo Ortega no es
otro que el de enfrentar las apariencias de la noche oscura del alma y que,
ante la experiencia de non ese, se precipita al descubrimiento de la realidad absoluta
o de Dios, desprendiéndose de los lazos que mantienen en las sombras y encendiendo
con ello la lámpara que brilla en el lugar oscuro, esperando a que el día esclarezca
y brille plenamente en los corazones (2 Pedro 1.19).
[1] ICED, COINACULTA, Museo Palacio
de los Gurza y Festival Revueltas 2014. Del 14 de octubre al 14 de noviembre
del 2014.
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