miércoles, 11 de febrero de 2015

Luis Leonardo Ortega: Pasillos de Memoria Por Alberto Espinosa Orozco


Luis Leonardo Ortega: Pasillos de Memoria
Por Alberto Espinosa Orozco


“Despiértate, tú que duermes,
Levántate de entre los muertos
y Cristo te alumbrará.”
Efesios 5.14

“Se conducen despiertos como si estuvieran dormidos,
 mirando cada uno su mundo personal,
mientras que las gentes despiertas
tienen sólo un mundo que les es común.”
Heráclito

“Todo aquel que hace obras malas
aborrece la luz y no acude a ella
para que no se descubran sus malas obras
-pero quien obra rectamente acude a la luz,
para que se vena sus obras
ya que en Dios han sido hechas.”
Juan 3.19-21







I
    El pintor Luis Leonardo Ortega presentó recientemente una muestra representativa de su trabajo en la pasada exposición colectiva  Pasillos de la Memoria. [1] A manera de alegoría y de herramienta hermenéutica  el artista se vale de la imagen del sueño y las atmósferas oscuras, que se presentan entremezcladas con los signos de la ausencia, el vértigo de la desesperación y finalmente con la muerte, para  dibujar así una bitácora del viaje e imprimir un registro de la dolorosa y compleja representación simbólica del despertar de la reflexión y de la luz de la conciencia.
   Recién acreedor a una Mención de Honor en la 3ª Bienal Nacional de Pintura de Gómez Palacio 2014, Durango, Luis Leonardo Ortega es un artista dotado desde un principio para la pintura, por su clara predisposición y aptitudes innatas para el arte de los óleos y la representación bidimensional. aunando al virtuosismo y facilidad con que maneja su oficio una fina sensibilidad para los contenidos formales de la cultura y para los símbolos, encontrándose su actual exploración en una etapa de reconocimiento y lucha interior contra los insomnes fantasmas de la noche y los pesarosos terrores de las tinieblas, en el momento en que las sombras son más densas, cuyo trabajo reflexivo necesariamente lo orienta en una dirección    ascensorial hacia las atmósferas superiores del espíritu y, por tanto, de la liberación que al iluminar la sensibilidad lo convierte a la vez en un artista visionario.  
   La obra de Ortega en esa etapa transita, en efecto, por sombríos y estrechos corredores de la angustia,  realizando no menos una anatomía del inframundo roído por las sombras y la psicología del inconsciente, que una escalada, a veces angustiante, donde se escenifica una sorda lucha por romper con los automatismos del devenir, vacios de contenido metafísico y de sentido humano. Así, en su itinerario van desfilando una serie de kratofanías de la fuerza, la magia y el poder que, atraen los elementos hostiles o ajenas a la vida, óseos, góticos, bizarros, duros como la noche o como la piedra inexpugnable, en donde hay algo de fantasmagóricas presencias y de fosforescente engaño, que insertan al hombre por los inextricables pasadizos de la alienación o de la ausencia, que entenebrecen el entendimiento, enturbian la mirada y promueven la eficiencia del engaño, interponiendo sin embargo a esas realidades el espejo lúcido de la reflexión estética, para hacer girar así las enmohecidas bisagras de la cautividad y oxigenar la atmósfera.


II
   El temperamento de Luis Leonardo Ortega está tocado por las notas clasicistas del amor por la definición y la precisión anatómica, por la exactitud de trazo y el temperado colorido, también por una especie de elegancia innata no carente de humor e irónica sonrisa. La “parada en sitio”, el no ir más allá de los límites de la actitud clásica, le permite así  enfrenta los fenómenos de lo “asombroso cotidiano” como lo que en realidad son: cosas arrojadas al mundo por la vanidad y el orgullo de los hombres, que al caer la noche no puede sino resolverse en la confusión del juicio que, entenebrecido, convoca a los espectros de las sombras.  Es por ello que su obra cultiva una de las formas del manierismo, surreal y tenebrista, siendo en realidad una profunda crítica de las apariencias sensibles que, a partir de una racionalidad más alta, en cierto modo estoica e imperturbable, explora el mundo de lo irracional, de lo reprimido o subconsciente y de las místicas inferiores, mostrando con ello lo que hay de engaño, de tramoya y mecanismo, tanto en el teatro del mundo como en las visitaciones de los fantasmas nocturnos, señalando lo que tienen de irrealidad y hechizo, de cosa urdida con las manos, que en el contagio de su sopor sólo pueden arrojar al mundo seres híbridos y huidizos, vacuos, inconsistentes y carentes de  sustancia, hechos con los materiales del polvo y el humo y, por tanto, condenados a ser ahuyentados por luz tibia de la aurora.
   La exploración del artista de las realidades aparentes o engañosas, lo ha llevado a una minuciosa reflexión sobre el territorio de las formas inmóviles, estancadas o encalladas que, sin embargo, dan una impresión de vida. Los modelos del artista, tomados de lo vacío o desolado, de lo congelado, de lo inerte o desanimado, pero también de la imitación o la copia, de muñecos, maniquíes y máscaras, en una palabra, de lo inmóvil, le sirven entonces para reflexionar sobre la contextura misma de la imagen y de la apariencia, que al ser mímesis o representación es también copia o engaño: apariencia de la realidad. Reflexión sobre los significados de las cosas que más que ser, simplemente están, y que más que existir subsisten, detenidas, enquistadas en el tiempo y quietas en el espacio, como si de atávicas supersticiones o de arcaicos rituales se tratara.


   Es por ello que el artista es atraído por objetos de suyo inmóviles e inertes que, en sus relaciones con el subconsciente, atraen lo mismo la asociación con las fuerzas nocturnas del alma inferior y del submundo del inconsciente, que abren los desvanes de memoria, donde convive la herencia de recuerdos que nos ligan a los ancestros y antepasados.  Reflexión, no tanto de lo que nos pasa, sino de lo que por lo contrario queda como atorado o trabado, presente en la existencia con una especie de vida vicaria, que si por un lado refleja las fuerzas tanáticas o disgregadoras de la vida, por el otro se revela como acumuladores de energías, que están como suspendidas en el espacio, y que por tanto colindan con el reino metafísico de lo impalpable e invisible (kratofanías). Así, su obra nos habla de las zonas intermedias e intersticios, donde se superponen los dos planos de la realidad y la apariencia, pero también de lo material y espiritual, hasta el grado de volver inextricable  la realidad de la ficción.  Incursión, también, en los misterios insomnes de la noche y en las imágenes que reinan del otro lado del espejo y que acosan aguijoneando a las almas con pesares


III
   Su pintura, en una de sus múltiples facetas y siempre bajo la especie del virtuosismo, llama primeramente la atención sobre el engaño mismo del arte, que es mímesis o representación de una imagen, de una fenómeno, de una apariencia sensible, haciendo al espectador entrar y salir de ella para reflexionar tanto en el objeto representado como en el arquetipo, la forma ideal o pura a la que se refiere, pero también sobre el soporte material de la imagen: el óleo, la pintura, que es a su vez fenómeno: apariencia, imagen.  
   Su meditación comienza así por centrar y concentrar la atención sobre la imagen misma, que representa algo, una cosa o una persona, indicando mediante la superposición pictórica de cintas adhesivas, curitas  o cristales que esa imagen es soportada materialmente por la pintura misma, haciéndonos dar así un paso atrás, para reflexionar sobre el hechizo del arte, que es engaño, ilusión, imitación: moviendo al espectador a mirar el engaño del arte mismo, reparando en la pincelada, en la calidad de óleo y sus matizaciones y colores, para luego, dando otro paso más atrás, fijar la atención sobre la forma simbólica o ideal a la que se refiere, o a su contenido eidético -un poco a la manera del cristal de la ventana, que deja ver el paisaje externo y sólo reparamos en él después, como algo que está ahí como superficie trasparente, o como las palabras, que llaman a la cosa designada y sólo por un movimiento peculiar de la atención pensamos, en posición refleja, en ellas mismas o en su concepto, en su definición o forma ideal.
   Pintura, pues, en cierto modo conceptual, que visita los umbrales de la representación pictórica lo mismo que de la reflexión sensible, donde el objeto representado al ser aparentemente sostenido por otra imagen y ponerla entre comillas, por decirlo así, invita a reflexionar tanto en la representación pictórica como en su esencia (“Umbral”).



   Así, en su obra se da una especie de desplazamiento de la imagen, que lleva a una circularidad irrebasable, originaria y por tanto rebelde al análisis, en cuya apercepción sintética no queda sino reflexionar sobre ese juego de espejos que es la representación misma, pero también sobre la forma pura, que así se vuelve en cierto modo vacía, afectada de nihilismo o contingencia, como si se tratara de un frágil cascarón -apuntando con ello a un más allá, que es verdadero contenido de la forma viva, de la psique animada, que entonces se revela el alma no como mera duración psico-mental, sino como entidad ontológica, que invisible nos habita, y que es propiamente la entidad ordenadora o disgregadora de los símbolos.   
   Es por ello que para dar cuenta tanto del estado del alma y de su realidad absoluta como del mundo de la ilusión y el engaño, el artista se sirve de otro artificio: la vieja alegoría que compara el sueño ya con el estado de suspensión de la vida consciente, done florecen los deseos y los sueños subjetivos, ya con las pasiones extraviadas y, por tanto, con las sendas que conducen a la  muerte.    
   Por un lado el artista recrea la imagen del sueño como un símbolo de aislamiento y de refugio: es entonces nido o cavidad donde, al descansar en la inconsciencia, se dan los grandes procesos orgánicos de digestión, fermentación e hibernación, tomando la forma de del estado embrionario y prenatal donde no existe el drama, ni el pecado, pero tampoco la libertad, siendo por tanto un emblema tanto del recogimiento y la autonomía orgánica como del retorno a la vida primordial.
    Por el otro, el sueño ejemplifica las experiencias de circuito cerrado, que no se proyectan hacia afuera, y cuya introversión indica el estar privado de conciencia, viviendo en el error o lejos de la verdad. El simbolismo del sueño sirve entonces al artista para dar cuenta de la decidida inclinación mórbida y opaca de nuestro tiempo, que por razón de la presión generacional ha desembocado en el rampante subjetivismo de nuestra era y mundo, volviéndola prácticamente hipnótica, creando sobre la realidad del mundo una especie de espesor, denso y pesado, interpuesto ante la mirada como un cristal deformante que se presume como más real que la verdad misma, dando sin embargo como resultado el relativismo extremo de una cultura histórica, en el sentido de no universal, tan impenetrable como variada, plural y polivalente, en razón de estar dominada por gente adormecida, introvertida, determinada por su fuerte vida orgánica, que actúan y juzgan la realidad por criterios oníricos, subjetivos, relativos y parciales.




   El símbolo del sueño sirve entonces al artista para dar expresión a la evasión ante un mundo hostil, también para indicar lo que hay en el de muerte y de vida robada o congelada, por virtud de la ideología dominante y las extremas condiciones sociales de sobrevivencia, equivalentes a la paralizante manzana emponzoñada del cuento. Momento de pasmo, de paso por la muerte, pues, que sin embargo deja un resquicio a la preservación de la vida, que es anuncio del próximo despertar a la vida de la consciencia,  donde se participa con la gente despierta, con las personas extrovertidas que viven una misma realidad, única y universal, que experimentan las mismas cosas al ser guiados por una misma luz y una misma ley de valores eternos.
   Las atmósferas oscuras, opresivas y tenebristas plasmadas por el joven maestro durangueño nos hacen sentir entonces en el alma lo que hay en el fondo del error: ser pozo de la muerte y ciénaga lodosa, también lo que tiene el subjetivismo y su onirismo de hechizo y mortífera fantasmagoría huera. De tal manera al penetrar en los intrincados senderos de los criterios subjetivos y oníricos de la irrealidad, el artista va destacando lo que tienen sus senderos de extravío, de transgresión y anomia moral, que al ir más allá de los límites terminan por dar por resultado el rígido fruto de la muerte, de caer en el vacío o de confundirse finalmente con la nada.
   Exploración, asimismo, de lo que tales posturas introvertidas causan en el alma humana, dejándola llagada, afectada por la sorda ruina del estancamiento o confinada en la desolación, víctima de las presiones generacionales y hechizos de nuestro tiempo, cifrados en términos de iniquidad y mentira, de impiedad e hipocresía, de maldad y de engaño. Reflexión, pues, sobre el alma llagada de nuestra altura histórica, sujeta no menos a los engaños mundanos y perversiones de los hombres que a lo que tiene de esclavitud la falta moral: de ser gratuito premio ambiguo, porqué es en realidad castigo –sendas que desarraigan al alma de su esencia y la llevan al sueño introvertido de la muerte.



   Los paisajes del desierto, de la caverna oscura, de las altas olas de tormenta que caen y se cierran sobre los personajes como una ostra, son entonces alegorías de la noche del alma, de los hombres sentados en tinieblas confundidos hasta identificarse con las sombras: mundo de ciegos que no pueden abrir los ojos, renuentes a la luz de la comunidad, de hombres con orejas, pero sordos a los imperativos de la razón práctica. Mundo frágil, también, en lo que hay algo de páramo de espejos y de yerba efímera desecada en la helada madrugada o llevada en la tarde por el viento.
IV
    El abrupto y en ocasiones atormentado recorrido realizado por los pinceles de Luis Leonardo Ortega se caracteriza por su tono paradójico, pues al inspeccionar las zonas carentes de luz, roídas de olvido y acosadas por la contingencia, se da una especie de extrapolación axiológica, donde el ser material de la imagen colinda con el no ser, con la ilusión y el engaño de la representación sensible. Imágenes de lo presente, es cierto, pero cuya existencia, de un manotazo, se diluye entre las brumas de la amnesia o se esfuma en la ausencia.   
    Retrato, pues, de un mundo de apariencias, hueco por dentro y de condensado nihilismo, donde sopla el viento abrasivo de la nada, que toma igual la forma  de la máscara que de muñecas y figurines de goma, delatando con ello el oscuro paganismo que  duerme en el fondo de la modernidad, donde se escenifica una sorda lucha contra las normas y las leyes morales universales, revelando la marcha de la humanidad por tocar los límites extremos del inmanentismo como un punzante subjetivismo onírico, que termina por ir hacia atrás, no hacia la religión cósmica o la búsqueda de los orígenes que nos hermanan con el cosmos, sino hacia la idolatría, el rito iniciático, la posesión y la magia negra, en una especie de confuso arcaísmo del sentido.
    El tema recurrente de la máscara, como el del disfraz, hace referencia a la anulación del rostro que individualiza a la persona, dándose entonces la  liberación de los deseos reprimidos, mostrando la cara oculta que deja salir lo otro: la proyección arquetípica inconsciente. La máscara se liga así a la representación de un papel, donde se cubre una cara con otra –lo que delata el temor a descubrirse, y a poder ser en verdad reconocido. Las ideas de máscara y de persona están ligadas desde sus orígenes, derivándose ambas voces de la palabra griega “prosopón”.  La máscara, en efecto, alude tanto a al rol representado por un personaje en la comedia o en la tragedia, como a la persona, cuya voz resuena (“per-sonara”) tras la máscara, expresando la intimidad e individualidad del sujeto.



   El artista se vale, para subrayar esa diferencia, de la representación del cuerpo desnudo femenino portando una máscara, de dimensiones desproporcionas, señalando con ello tanto la falsa superioridad de la máscara como el temor de la persona a ser descubierta. El artista llama entonces la atención sobre el fenómeno sólito del camuflaje del verdadero ser llevado a cabo por la máscara del rol social que al ingurgitar a la persona lo vuelve maniquí de goma: troquel aceptado por la convención o el probado estereotipo, cuyo extremo se encuentra en el sujeto que patológicamente se identifica rígidamente con el arquetipo o el modelo, convirtiendo sus gestos en rutinas circenses o atributos de un actor.
   Se trata entonces del fenómeno de la percepción de la imagen pública, cuyo engranaje de fantasía e ilusión colectiva aparta al sujeto de la realidad a la vez que lo escinde de sí mismo. La máscara como estereotipo, modelados por la rígida convención, hace mutar a la persona entonces a personaje teatral, por razón de la adaptación a la presión social o de la conveniencia personal, resultando una proyección de la psique colectiva, un convenio manipulado y determinado por otros –causando en el sujeto sentimientos de desesperación, asfixia y de sufrimiento por la incomodidad de la falsía, de la doblez o de la hipocresía. Mientras que la desnudes del cuerpo nos indica la otra parte de la cara modelada en serie, inclinada hacia lo meramente biológico  y no espiritual. El sujeto, así, atrapado en su personaje, resulta una cáscara vacía, donde la persona no existe o está ausente y sin relación con la trascendencia, escindido de sí mismo, de los otros y del cosmos –mostrando con ello un carácter más del hombre contemporáneo: su falta de desarrollo interno que lo hace vulnerable a la enajenación.









   Luis Leonardo Ortega, sin embargo, va más allá, explorando la función que tiene la máscara en el rito iniciático, que revela lo otro en el hombre: la alienación de sí mismo que comunica con el genio o espíritu depositado en él (de la sangre, la raza o la cultura), expresando una forma que por su carácter o autoridad eclipsa la personalidad exterior. Admiración de lo humano, no tanto por  lo que tiene  de divino o espiritual, sino de espantable, por lo que tiene también de animal humillado y de demonio (“Los pies fríos I y II”, “Estudio I”).   El hechizo de la máscara, así como del maniquí o del espectro, radica en ser la representación del arquetipo inmutable. Las máscaras en Egipto, por ejemplo, tenían la función de retener el aliento, sutil e inferior, del muerto, fijando de tal modo el alma errante. Por su parte las máscaras de las danzas sagradas, de los carnavales o que son usadas por sanadores, sociedades secretas o en la magia negra y en la brujería, representan el espíritu de los ancestros o de los muertos, estando habitadas por un genio o por el espíritu de un antepasado, de donde deriva su fuerza. Su función es operar en quien la porta una catarsis, ya sea para una expulsión liberadora, ya para exteriorizar las tendencias demoniacas, inferiores o satánicas del ser humano.
   Ortega trata los temas de la máscara, el maniquí y la personalidad haciendo desfilar a una mujer desnuda que aparece así ya enmascarada, ya abrazando el torso un maniquí femenino, en donde la inclusión de las cintas adhesivas que dan la ilusión de sostener una imagen, atienden tanto a la fragilidad de la experiencia como a una toma de distancia, apuntado de alguna manera a lo que tales representaciones tienen de debilidad -como si tales ceremonias pidieran  ser soportadas o sostenidas desde fuera por una convención social, como si necesitasen ser zurcidas o soportadas, dándose en ellas una amalgama indeterminada a la vez de fuerza y poderío y de fragilidad. Así, Ortega al reflexionar sobre el tema de la máscara intuye lo que conlleva de escultura en movimiento, donde las actitudes del cuerpo son determinadas por el gesto de la máscara, que resume o condensa un acontecimiento primordial relativo al origen y organización del mundo. Al igual que lo sucede con los maniquís, la máscara da cuenta entonces de una tendencia social mórbida: asimilar a un ser con su imagen, con su apariencia, al hombre mismo con un mecanismo o un autómata y, finalmente, con la materia perecedera que danza por un momento como una flama para luego de arder caer reducida a las cenizas.
   El uso de la máscara expresaría entonces la pervivencia del símbolo en la sociedad moderna, donde se da una especie de marcha hacia atrás del sentimiento religioso o de africanización de la cultura laica –sin perder de vista su función de réplica del origen del cosmos, de cosmogénesis, cuyo objeto sería el de regenerar el tiempo y el espacio, representando las creencias y valores fundamentales de un grupo para cohesionarlo.
   Ambigüedad del signo, es cierto, porque la magia que entraña la máscara está así roída por una falla original: tomar la imagen por la realidad, siendo por tanto arquetipo de la apariencia engañosa e incluso de la idolatría. Porque la máscara representa en su gesto congelado el efecto corporal de una ciega pasión, que esclaviza el alma. Al igual que sucede con la vestimenta, con la moda, con el estereotipo o con el disfraz, donde la persona desaparece bajo el traje que porta o la actitud que imita, la máscara revela la fragmentación o disociación del psiquismo, determinando una forma temible, que quiere imponer su propia voluntad. La máscara se vuelve entonces un objeto de poder, de fuerza (kartaofanía), pero peligroso, pues al capturar las energías espirituales, invisibles y dispersas por el mundo y volverlas a poner en circulación, con la intención de controlar y dominar el mundo invisible, atrae la fuerza hacia el sujeto, poniéndolo en riesgo de ser poseído por un espíritu, pues deviene recipiente donde se mezclan las fuerzas de genios y animales o se potencia el deseo pervertido de dominación.
   La máscara es presentada así por el artista también como un potente símbolo que subraya y amplifica el fenómeno más característico de la psicología contemporánea: el de  su oscilación o doble desequilibrio onto-axiológico, que es el fenómeno de la dobles en la compleja estructura del hombre tardo moderno, saturada de pliegues y repliegues, dobleces y ocultamientos. Meditación que da cuenta también de la era existencia que nos ocupa, desdeñosa o fría e indiferente ante la esencia o naturaleza propia de los seres, donde se mescla el sentimiento de la fragilidad de la vida ante el patente poderío de un mundo robotizado, mecanizado, artificial  y desalmado hasta los extremos de la goma y el llanto.


V
   Las reflexivas obras de Luis Leonardo Ortega se presentan frecuentemente como una meditación icónica sobre la interioridad humana, su vacío o su zozobra.
   El autorretrato “Confort II”, destaca tanto por su singularidad de su perspectiva aérea como por la suntuosidad de su paleta, también por constituir una perturbadora imagen, en cierto modo descarnada,  que llama la atención por ser literalmente una exploración que atiende al complejo  simbolismo religioso de la circuncisión.


   La imagen de la exploración solitaria de la carne del prepucio tiene, en efecto, algo de inquietante, efecto que se agudiza por la atmósfera sombría de media luz y la perspectiva, que viene desde lo alto, como si la escena fuese atendida por la mirada omnisciente de la divinidad. Su sentido alegórico hace entonces referencia a la tradición y a los orígenes, preguntando por la roca de la que fuimos desprendidos.
   El lienzo adquiere así la dimensión del símbolo, al pasar de la circuncisión exterior, que nada importa, a la reflexión sobre la circuncisión interior: a quitar el prepucio del corazón, la dureza con que se envuelve vanidosamente la inconsciencia, para convertirse y volverse a Dios, sanando así de las yagas del alma dejadas por las rebeliones contra la ley moral y la maldad de las obras, dejando por tanto de sembrar entre espinos, de endurecer orgullosamente la nuca, para amar al Señor de todo corazón y con el alma, para vivir (Deuteronomio 10.16: 30.6).
   La obra adquiere entonces su pleno significado, pues nos habla del callejón sin salida de nuestro tiempo, donde se abre la opción moral de seguir por el mismo camino del error, del excentricismo, extremosidad y subjetividad rampante, soliviantados por el onirismo de nuestro tiempo, pero cuyas sendas se deslizan a la muerte, o de volver atrás para restituir el pacto con Dios y pueblo elegido de los salvos (Génesis 17.11). La inspección del prepucio viene entonces a significar la reflexión sobre el concepto espiritual de la circuncisión, de desnudar el alma y cauterizar la herida infringida por el pecado, de humillarse ante la instancia suprema reconociendo las propias inequidades (Levítico 26.41), cortando de tal modo los pecados y el egoísmo, despegándolos de la carne para purificarse y ser justos interiormente y rectos en la conducta exterior (Romanos 2.28; Colosenses 2.11). 
   La pintura así expresa con su ambiente de claro-oscuros la tremenda presión histórica de nuestro tiempo, donde el pueblo incircunciso, de corazón duro y orgulloso, siguiendo cada cual sus propia imaginación se complace en la maldad,  sin arrepentirse de haber hecho abominación, enloqueciendo, pobres, por ser rebeldes,  mentirosos, insensatos y adúlteros, concibiendo por tanto el engaño que llevan en su seno.  Imagen efectivamente ambigua, que por contraste indicaría el otro brazo de la disyuntiva: seguir las aguas del Jordán, que suben hacia arriba en dirección del espíritu, que equivale a reflexionar y ser piadosos, a seguir las sendas de justicia, apartándose de inicuos, angustiadores y corruptores, abandonando la dureza de la mentira y la doblez del corazón, volviéndose atrás, abandonando la esclavitud de Egipto, dejando de juzgar la realidad sólo por las apariencias superficiales y efímeras de las cosas.  
   Imagen dramática, de vacilación y duda entre las opciones metafísicas del ser o del no ser, que resulta por ello profundamente paradójica y perturbadora, al mostrar decididamente la lucha contra las mórbidas naderías de las sombras, contra las los deseos mundanos que llevan a caminos torcidos y a las desviaciones de la iniquidad, que hacen vivir subsumidos en los oscuros toneles de la perversidad y la ignorancia, donde se gesta el porvenir psicomental oscuro, vacío de contenido metafísico, reduciendo al hombre a una vida meramente orgánica, sombría e insignificante, cuya puerta ancha conduce al rio vital, amorfo y subpersonal, de lo colectivo, abierto como la gran boca del Seol, destinada a hundirse entre las sombras hasta fundirse y confundirse con la noche.
VI
   El arte de Luis Leonardo Ortega, refinado, intimista y teatral, siempre equilibrado formalmente, elegante, de suntuoso colorido y aun exquisito, es efectivamente el relato de drama vital, la puesta en escena de una travesía por entre los secretos pasadizos de la inmovilidad, los sitios detenidos y los  lugares en que la vida comulga o se identifica con la materia pura, pétrea, ya completamente inerte, en la que por tanto hay algo de la frialdad de lápida -pero también, en ocasiones, de la eternidad del mármol, del ámbar o el zafiro.






   Su obra es así el registro dramático de los parajes que reflejan los estados íntimos de oscuridad y de zozobra, en donde la representación escenográfica se concentra y se detiene para fijar lo mismo las fisuras del tiempo que las lagunas del espacio o los intersticios del sentido, descubriendo lo que hay en ellos de mecanismo y de tramoya, de magia inmanente, apariencia engañosa y finalmente de fugitiva sombra carcomida por la ausencia, la inexistencia o el vacío.  Expresión de un mundo decadente, es verdad, que  ha llegado a la etapa final de su destino histórico, roído por el desgaste de las formas, aplanado por el naturalismo unidimensional, ensombrecido por el accidente y por la contingencia.
    El artista ha ido espejeando puntualmente los elementos hostiles o extraños a la vida: óseos, góticos, bizarros, insensibles como la noche  y duros como la ignorancia o la piedra impenetrable. Mundo de lo denso, de lo diverso y de lo adverso, de lo cenagoso o estancado, debatido entre lo procelosa turbulencia que perturba el alma y la parálisis atávica de la angustia y los poderes somníferos del  inconsciente. Óptica tenebrista, es cierto, donde la magia simpática alterna a la vez con arcaicas mitologías y la meontología post-moderna de la ausencia, retratando el mundo de los continentes vacíos, de los volúmenes y formas de contenidos evanescentes, cuya apariencia, en su mera posibilidad abstracta, da cuenta  de la imposibilidad de ser.
   Travesía estética cuya bitácora de naufragios, más que personales de nuestro tiempo, registra el nutrido orbe de la enajenación, la alienación y el extravío contemporáneo –pero cuya trayectoria reflexiva es la de una ruda ascensión, que marcha desde las ligeras y turbulentas regiones del capricho y la inquietud existencial, a la fortaleza de la piedra estable, donde se ve con claridad la cantera originaria de donde fuimos arrancados. Tarea de vuelta a las raíces del ser, pues, cuya búsqueda de la fuente de la vida es también la vuelta al centro firme de la persona, donde se cultiva la espiritualización de los sentimientos, dando paralelamente el paso de un mundo subjetivo, caprichoso, amorfo y fantasmal, a la cantera firme de los valores universales y atemporales –volviendo por los antiguas senderos, que recorren la vía de expiación y ascesis de la persona para arribar a la cultura ecuménica y universal, entablando por lo tanto un fecundo diálogo con los ideales de la tradición.
  Pintor culto, conocedor de los secretos del oficio, Luis Leonardo Ortega se adentra así, mirando de reojo y a la vez lúcidamente, el momento en que las sombras de la noche son más densas, presionando  al hombre hacia las místicas inferiores, bizarras, extrañas y engañosas, que jalonan hacia la frustración e imposibilidad del ser, dejando al hombre funesto y sin esencia. La óptica tenebrista de sus atmósferas, ateridas por el viento inhóspito o asfixiante, no es sin embargo sino la revelación las claves secretas para romper el duro caparazón de la inconsciencia y para abrir los ojos, por medio de la reflexión de la conciencia, donde las primeras luces que anuncian al día comienzan a atreverse. Impulso, pues, de retorno a la plenitud de la vida, que al pararse en sitio, al respetar la norma del ´orden clásico en la distinción de sus figuras, evitar los acantilados de la nada, vislumbrando de tal modo el arquetipo que invita a religarse con la totalidad del ser, incardinando en el corazón otra vez la luz de la esperanza y  la alegría.
       Obra, pues, en que la sensación de vértigo se imbrica con los pesares de la cerrada noche transida de fantasmagorías, o con la cóncava caverna que mantiene a sus presos en mazamorras de aflicción,    Pintura que al abrirse brecha por los angostos pasadizos del laberinto interior topa inevitablemente con los temores nocturnos y los terrores colectivos, como en ocursos monumentos de silencio, dando con ello cuenta de la altura de nuestro mundo -donde se anuncia el fin de toda una era histórica. Reflexión sobre los fenómenos nocturnos del inconsciente, es cierto, cuyos parajes de desolación y vacio conducen al tema central de toda su obra: el del confinamiento del hombre moderno, cuya escisión con el mundo, con los otros y consigo mismo conduce tanto a la incomunicación como a la imposibilidad misma de la vida.
    Imágenes que parecieran surgir antes del despertar cuando la noche cae con mayor peso y es más oscura, que se entremeten en el sueño reflejando en el psiquismo amorfo los deseos engañosos o frustrados y las formas inaprensibles condenadas a la apariencia vana. Porque el paradójico itinerario místico de Luis Leonardo Ortega no es otro que el de enfrentar las apariencias de la noche oscura del alma y que, ante la experiencia de non ese, se precipita al descubrimiento de la realidad absoluta o de Dios, desprendiéndose de los lazos que mantienen en las sombras y encendiendo con ello la lámpara que brilla en el lugar oscuro, esperando a que el día esclarezca y brille plenamente en los corazones (2 Pedro 1.19).   







[1] ICED, COINACULTA, Museo Palacio de los Gurza y Festival Revueltas 2014. Del 14 de octubre al 14 de noviembre del 2014.












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