Los Arquitectos Manuel Tolsá y Juan Rodríguez:
el Ayuntamiento de Durango
Por Alberto Espinosa Orozco
Por Alberto Espinosa Orozco
I
Centro neurálgico de los símbolos
de identidad colectiva en nuestra nación, la escultura conocida universalmente
como “El Caballito” de Manuel Tolsá ha visto pasar a sus alrededores más de dos
siglos de historia. Su imponente imagen ha sido así un centro de referencia
para todos los mexicanos, la cual ha visto pasar una larga serie de acontecimientos, felices o
trágicos, que han marcado el muchas veces penoso y no siempre armónico
desarrollo de nuestra patria.
Sin embargo, la afamada Escultura
de Carlos IV (1796-1803) de Manuel Tolsá ha sufriendo recientemente, por
decirlo así en carne viva, los despiadados embates de la llamada
postmodernidad, debido a la negligencia con que autoridades de dudosa estirpe
iniciaron un agresivo proceso de restauración, que despojó a la obra de su
vetusta pátina y dañando su mismo ser broncíneo, hasta el grado de temer que la
obra sea irrecuperable –como si una mano invisible despojara de su manto de
respeto a la conciencia nacional misma, poniendo empero con ello también en
evidencia las vergüenzas, las impudicias e incluso la impunidad con que actúan
algunos de los representantes gubernamentales, dejando ver simultáneamente como
tales costumbres, de manera progresiva y ya prácticamente habitual, se han
esparcido a lo largo y ancho de la sociedad civil misma, enquistándose y volviéndose
así moneda corriente, ya por abulia, al subrepticiamente tolerarlas, ya por estar
de alguna u otra manera involucrada en tales tejes y manejos.
Tales hecho, o “deshechos” sería
quizás mejor decir, han servido para despertar la conciencia de una buena parte
de esa sociedad misma, viendo en tan alarmante situación la urgencia de rectificar
el camino y la importancia de formar parte activa en la preservación de
nuestros monumentos heráldicos más queridos; también nos ha hecho reparar en la
necesidad que tenemos como nación de conocer, familiarizarnos y exaltar
nuestros propios símbolos de identidad –que no sólo nos fortifican frente a las
asechanzas, siempre presentes, del enemigo oculto, sino que nos dan a la vez
señas de reconocimiento, de pertenencia y de identidad colectiva.
Es por ello que se vuelve una
clave en la recuperación y restitución de esa identidad colectiva el estudio de
la obra del genial artista Manuel Tolsá en México, extendida en el periodo
novohispano a lo largo de más de un cuarto de siglo (1791-1816). Las profundas
raíces y los brazos frondosos de su labor se afincaron no sólo por todo el
centro histórico de la Ciudad de México, sino que llegaron a extenderse hasta
el mismo interior de la república, dejando su impronta en las ciudades como
Puebla y de Guadalajara, pero también de Durango.
II
Manuel Tolsá y Sarrión nació en
Énguera, Valencia, el 4 de mayo de 1759 y murió en Las Lagunas, México, el 25
de diciembre de 1816, a los 59 años de edad, por causa de una úlcera gástrica,
siendo inhumado en el panteón del Templo de Oaxaca.[1]
Estudió en Valencia, su tierra
natal, en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, formándose en aquella
ciudad como escultor en el taller de Don José Puchol. En Madrid estudió en Real
Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde fue discípulo de Ribelles, Gascó
y Gilabert, reconocidos maestros del estilo neoclásico, teniendo en Madrid como
maestro de escultura a Don Juan Pascual de Mena, autor del Neptuno de Paseo del
Prado. Fue nombrado en 1798 académico de mérito de dicha institución unos meses
más tarde de San Carlos.
Trabajó como escultor en la cámara
el rey y fue distinguido como ministro de la Junta de Comercio, Moneda y Minas,
con lo que estableció una fuerte relación con el mundo Novo Hispano. En 1789 Manuel Tolsá solicita
la vacante de Director de Escultura en la Academia de Bellas Artes de San Carlos
Borromeo de México. En dicha solicitud hace valer sus méritos y afirma estar
ejecutando varias obras, tanto para la Corte como para fuera de ella, y agrega
que está realizando algunas para el Conde de Floridablanca. Fue nombrado Director
de Escultura de la recién creada Academia de San Carlos en la ciudad de México,
saliendo del puerto de Cádiz para el Nuevo Continente en febrero de 1791.
Llegó a la Nueva España con 76
cajones, conteniendo copias de esculturas clásicas del Museo Vaticano vaciadas
en yeso, libros e instrumentos de trabajo, entre los años 1791, a los 40 años de edad y casó en el
puerto de Veracruz con la señora María Luisa de Sanz Téllez Girón y Espinosa de
los Monteros, con la que procreó nueve hijos. A su llegada a la ciudad de
México el ayuntamiento le encargó las obras de drenaje y de abastecimiento de
aguas de la ciudad y la reforestación de la Alameda Central, el
acondicionamiento de las nuevas plantas del Coliseo y del Real Seminario
–trabajos por los que, según se cuenta, no recibió compensación económica
alguna.
Cono director de Escultura de la
Academia de San Carlos en México trabajó con otros dos valencianos: Joaquín
Fabregat, director de grabado, y Rafael Ximeno, director de pintura. En tal
escuela contuvo los excesos del barroco imponiendo la enseñanza de un
equilibrado estilo neoclásico.
Diseño y se encargó de la
construcción de la cúpula, de las balaustradas y de los zócalos de las cruces
del atrio, remodelando también la fachada de la Catedral Metropolitana concluyendo
con ello su edificación (1792-1813). Decoró las torres y el frontispicio con
estatuas, destacando entre ellas las tres virtudes teologales (Fe, Esperanza y
Caridad) que rematan el cubo del reloj.
Construyó el Palacio de la Escuela
de Minería (1797-1813), siendo distinguido como Ministro de la Junta de Moneda
y Minas; también proyectó y edificó el Antiguo Palacio de Buenavista (1795),
hoy Academia de San Carlos –obras neoclásicas que dan carácter a la ciudad,
firmes y severas, muy admiradas por el varón Alexander Von Humboldt a
principios del siglo XIX, quien popularizó el calificativo de Charles Joseph
Lattrobe para la ciudad de México como “la Ciudad de los Palacios.
Una de sus obras escultóricas más destacadas, obediente
al estilo barroco, se encuentra en la ciudad de Puebla, pues es el autor del baldaquino
o del retablo mayor en el altar principal de la Catedral de esa ciudad,
conocido como “El Ciprés” (1799). Es suyo también el retablo del altar
principal de la Catedral de Santo Domingo y el altar principal de la iglesia de
la Profesa –basándose como modelo para el rostro de la Virgen María en la
fisonomía de María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba (“La Güera
Rodríguez”). El retablo del altar mayor
del Convento de las Capuchinas dedicado a San Felipe de Jesús, hoy desaparecido,
fue también obra de su ingenio, así como la fuente que se encontraba al inicio
del Camino Real de Toluca, desaparecida también.
El muy poco conocido busto de
Hernán Cortés que se encuentra en el Hospital de Jesús, es una escultura en
bronce salida de sus manos esculpida para su tumba. También esculpió los Cristos fundidos en
bronce que se encuentran en la Catedral de Morelia, así como la virgen esculpida
en madera de la Virgen conservada en el arzobispado de Puebla, tallando también
las cabezas de la Dolorosa que se encuentran en la Profesa y en el Sagrario. También
es obra suya la celda para la Marquesa de Selva Nevada en el Convento de Regina
Porta Coeli (hoy Universidad del Claustro de Sor Juana), proyectando y
dirigiendo las obras para las casas del marques de Apartado y del marqués de Selva
Nevada. Entre sus muchas actividades se dedicó asimismo a la fabricación de
muebles y a la fundición de cañones, abriendo también una casa de baños y una
fábrica de coches e instalando un horno de cerámica.
Los planos del Hospicio Cabañas (1797)
fue uno de sus grandes proyectos, el cual dejó sin concluir –imponente
arquitectura en la plasmó el genio artístico de José Clemente Orozco su mayor
obra muralística. Es suyo también el proyecto para la construcción de la última
etapa, de estilo neoclásico, de la Iglesia de Loreto.
Dejó además una serie de proyectos
que su temprana muerte impidió realizar, como son: una plaza de toros, un
cementerio y un convento, pero también los planos para el Palacio de Gobierno
de la Ciudad de Durango.
III
Lugo del gobierno interino de Don
Felipe Barry, por el año de 1778, al hacerse cargo del gobierno el teniente
coronel Felipe Díaz de Ortega y Bustillo, envió al Virrey Manuel Antonio Flores
una triste pintura, en la que éste veía a un enfermo agonizante “que ni puede
resistir las medicinas fuertes, ni le bastan las suaves para salir del
peligro”. La Provincia, según se asienta en el informe de Díaz Ortega, acusaba
graves problemas religiosos, políticos, económicos, administrativos y de
justicia, sobre todo en las tierras pertenecientes a los indios –siendo los más
graves los religiosos, pues había pueblos donde apenas se tenía idea de la
“buena nueva”; el problema político y económico no radicaba sólo en la
desatención de las obras públicas, que requerían de saneamiento y limpieza
tanto en sus calles como oficinas, sino en la ausencia ayuntamientos, de
escuelas y cárceles en cada pueblo; y el problema de los vicios de los
naturales, enfrascados en el vino y los juegos, que sólo haya solución al
ponerlos a trabajar, siendo en todo ello aconsejado por el Teniente del
Gobernador Don Pedro Pló y Alduán.
No habiendo en la ciudad de
Durango locales propios para las intendencias, ni cajas reales, ni real aduana,
ni factoría de tabaco y ensaye, se propuso construir un edificio en terrenos
del Palacio Viejo, que se encontraba en ruinas y era propiedad de la corona.
Ello se debía a que las oficinas que albergaban las oficinas del Ayuntamiento y
de la Real Hacienda, que se encontraba frente a la Catedral, eran pequeñas e insuficientes,
como decía Velasco y Restán en su padrón, las cuales además impedían “el
lucimiento y el desembarazo” de la Catedral y de la plaza.[2]
Dicho solar en que se intentó
construir el mencionado edificio había sido el mismo lugar en que el capitán
Francisco de Ibarra, fundador de la ciudad, construyera su palacio, conocido
como el Palacio Viejo, en la cuadra al sur de la Plaza de Armas, y que ya para
último tercio del siglo XVII se encontraba en ruinas por el descuido. Poco
antes de la construcción del Palacio de Zambrano, en 1786, el gobernador
Teniente Coronel Felipe Díaz Ortega mandó hacer al Maestro Constructor Juan
Rodríguez los planes del Nuevo Ayuntamiento. Los planos, conservados tanto en
el Archivo de Indias como en el Archivo Histórico del Gobierno de Durango,
incluyen el alzado principal de la planta baja, más la explicación de los
mismos y el presupuesto, que ascendía a la suma de 102, 091 pesos más dos
reales. El edificio, que nunca se llegó a construir, debió asentarse en el
solar del Palacio Viejo, entre las calles de 5 de Febrero, Constitución, calle
Juárez y Pino Suárez.
El complejo proyecto arquitectónico
incluía, además de la vivienda de los gobernadores, cinco oficinas,
intendencia, Cajas Reales, Real Aduana, más despachos de aduna, oficina de
archivo, tesorería, la fábrica de tabacos y ensaye, más las casas para los
jefes de oficina y para el ensayador, siguiendo un modelo similar al anterior
ayuntamiento, constituyendo el centro neurálgico de la vida colonial. El
edificio, planeado para ser edificado en el solar del Palacio Viejo, no llegó
efectivamente a construirse, a pesar de los planos hechos por Juan Rodríguez
quien, en compañía de Nicolás Bautista Marín, el arquitecto de la torre de
catedral, se habían dado a la tarea de medir perfectamente aquel el solar. En
el año de 1790 el mismo maestro Rodríguez pensó incluir en la casona, en
realidad inexistente, obrajes para textiles y curtiduría, una escuela de
hilados y la casa de las recogidas, más un almacén para paños junto a la
fábrica de obrajes y de textiles, sumando por último los calabozos. Sin
embargo, al proyecto, que fue enviado y recibido por el virrey, no se le dio
ningún trámite. [3]
Los primeros planes para edificar
un nuevo ayuntamiento no se habían llevado a cabo por parte del gobierno, por
lo que a principios del siglo XIX, en el año de 1801, el gobernador Bonavía
encargo otro proyecto para el edificio
de las dependencias gubernamentales al afamado escultor y arquitecto Manuel
Tolsá, pagándole 500 pesos para levantar los planos y hacer el presupuesto para
la fábrica de las Casas Consistoriales, Cárceles, Alóndigas y demás oficinas. Desgraciadamente
los planos se extraviaron en Durango, por lo que fue necesario mandar hacer una
copia a la ciudad de México. El edificio para las Casas Consistoriales no se construyeron nunca,
por lo que las Casas Consistoriales, las Cárceles, Alhóndigas y demás oficinas
se trasladaron finalmente a la Casa de Zambrano.[4]
IV
El Palacio de Zambrano, en su
haber con más de dos siglos de historia, fue ordenado construir en cal y canto
por el increíblemente rico minero y comerciante Capitán Juan Joseph de Zambrano
en el año de 1785 y terminado a finales del año de 1798, siendo su edificación
casi idéntica a la ideada por Juan Rodríguez para el Ayuntamiento. Ese mismo
año se inició la edificación, por órdenes del mismo propietario, del Teatro
Coliseo, el cual fue inaugurado el 4 de febrero de 1800, habiendo tenido un
costo de 22 mil pesos oro a expensas de Regidor, Alferez Real y Alcalde
Ordinario de Durango el mismo Juan Joseph de Zambrano. El palacio colonial más
ostentoso del norte de México, de considerables proporciones, contaba así con su
propio teatro particular –en una extraña mescla en ambas edificaciones, nos
parecería hoy en día, de funciones entre privadas y públicas (mescla que dejó
su huella en la vida de la región, donde ha sido costumbre colonial que los
funcionarios públicos amasen sus fortunas privadas a la sombra del poder
gubernamental).
Como quiera que fuera, la
prosperidad de las minas de Zambrano llevó a una relativa bonanza a la ciudad de
Durango, creciendo su población de 8 a 20 mil habitantes en doce años,
creciendo la ciudad también en calles, plazas y edificios públicos.
El Luego de explotar las
extraordinariamente ricas minas serranas de la región del Real de Nuestra
Señora de las Consolación de Agua Caliente, en Guarisamey, bajo la jurisdicción
de San Dimas, al oeste de la Sierra Madre Occidental, Joseph de Zambrano se
asentó en la capital del estado de Durango, entonces capital de la Nueva
Vizcaya.
Hombre de varios mundos (la
sierra, la corte y la política, la empresa y la hacienda), Zambrano se dedicó
también al comercio, pues junto con la Factoría de Tabaco contaba con otros
edificios en la ciudad de su propiedad destinados a operaciones comerciales.
Dada su influencia socia social por mor de sus empresas y negocios fue nombrado
Regidor y Alférez Real de la Ciudad de Durango hacia a fines de siglo y en 1800
se le nombró Alcalde Ordinario.
Perteneció a la Orden de Santiago
y aunque ostentaba ser Conde, y efectivamente era conoció como el Conde de
Zambrano, el título nunca pudo obtenerlo en realidad rectamente. La calle que
pasa por un lado de su magnífico palacio fue conocida en esa época como la
Calle de Zambrano, en lo que es ahora la Calle Zaragoza. Debido a su inmensa
fortuna llegó en su momento a ser considerado como uno de los diez hombres más
ricos de toda la Nueva España. El rico minero murió el 17 de febrero del año de
1816 y la casa fue rentada al gobierno de la intendencia.
Juan Joseph de Zambrano había
vivido en su casa con muchas comodidades e incluso alardes desmedidos de
ostentación. Se cuenta que su muerte ocurrió de forma accidental. De las muchas
leyendas que se cuentan en torno a las minas de Guarisamey sobresale la
historia de la muerte del Conde Zambrano, quien estando un domingo soleado al
medio día con algunos amigos en la pequeña plaza del lugar, vio que se le
acercaban unos vecinos para invitarlos a asistir a la misa, aceptando varios,
no así Zambrano quien exclamó entre carcajadas: “¿Para qué rezarle a Dios?” Y
luego, echando una mirada que recorría los alrededores, agregó: “Todo esto que
tengo, ni Dios puede quitármelo!”
Al poco tiempo de que terminó la
misa, nubes amenazadoramente negras cubrieron el cielo, empezando primero una
ligera lluvia, que fue creciendo hasta convertirse en una gran tormenta
acompañada de relámpagos, truenos y centellas, y ya como a las tres de la tarde
la corriente del río creció saliéndose de cauce e inundando las viviendas de
los pueblerinos, obligándolos a abandonar todas sus pertenencias para
refugiarse en las partes altas. Y así siguió aquello, la fuerza del agua fue
devastando las paredes de adobe de las casas y de la hacienda de beneficio del
Conde Zambrano, arrastrando a su paso desde árboles hasta animales domésticos,
muebles, hierros, hombres, mujeres y niños. Zambrano se paró entonces sobre una
gran roca viendo azorado como todas sus posesiones desaparecían o quedaban
enterradas bajo toneladas de lodo y rocas, llorando desesperado por la pérdida
de su inmensa fortuna de más de 14 millones de pesos. Para el anochecer del
rico y floreciente Guarisamey no quedaba sino una poblado destruido y en
ruinas.
Fue así que el Conde perdió
completamente la razón y algún tiempo después sus familiares lo llevaron a la
ciudad de Durango, donde falleció sin haberse podido recurar ni de las pérdidas
sufridas ni de la impresionante forma de su pérdida. Hoy en día tanto Guarisamey
como San Dimas son ciudades fantasmas, habiendo contado la primera con 5 mil
habitantes y la segunda con 8 mil, en su época de esplendor, [5]
V
El sentimiento de unidad de la
identidad nacional no puede ser otro que un sentimiento de identidad cultural,
ligado necesariamente a la cultura de todo el continente latinoamericano –esa
patria mayor de la que hablara el filósofo de la educación José Vasconcelos.
Cultura ligada también esencialmente al Viejo Mundo, al ingenio y genio
ibérico, que desde el principio vio en esta tierra el lugar de la utopía, el topos del utopos, el sitio geográfico propició para dar concreción y realidad
a los sueños del espíritu –por más que ello se expresara en los albores de
nuestro nacimiento como nación en una serie de mitos y fábulas, dirigidas no
menos a la imaginación que al sentimiento, como fueron las historias sobre las Siete Ciudades de Cíbola.
País encantador y de ensueño ha
sido el nuestro, de la amalgama fecunda entre novedad y tradición, de
pertenencia a una comunidad de fe trascendente y a una realidad concreta, con
la que hemos crecido, en la que compartimos una serie de imágenes e ideales.
País encantador, lleno de belleza y de colorido, de gente sencilla y alegre, cuyo pueblo
resistente como pocos destila en sus venas una especie de añeja sabiduría
popular, que ha sabido también amalgamar a la festividad de lo nuevo el bronce
de la tradición, ahondando con ello en su incomparable sentimiento estético de
la vida, hecho proporcionalmente a medias partes de vislumbre del bien
metafísico, trascendente, que es la categoría del ideal, y de amor por lo
concreto, con aquello que hemos con-crecido. Crecer con las imágenes del
paisaje mexicano, no menos el de su geografía que el des personajes y figuras
emblemáticas, nos lleva también a amar sus símbolos más caros, con los que hemos
con-vivido, vueltos sangre por decirlo así de nuestra sangre, y nutricia leche
de amor donde se sacia nuestra sed de sentido y de pertenencia.
[1] Por alguna extraña razón presumiblemente cortesana el controvertido escultor
Sebastián atribuye la muerte de Manuel Tolsá al uso de ácido nítrico en la
pátina de su famosa Escultura Ecuestre de Carlos IV, interpretación aventurada
que presenta además como si se tratara de un hecho consignado y objetivo. Ver
[2][2] María Angélica Martínez
Rodríguez, Momento del Durango Barroco. Arquitectura y Sociedad en la Segunda
Mitad del Siglo XVIII. Pág. 313. Obra Inédita. 1996.
[3] Los planos del arquitecto Juan Rodríguez se conservan por duplicado en
el Archivo Histórico de Durango y el Archivo de Indias. Los planos de Juan
Rodríguez pueden verse en: José Ignacio Caballero, Durango Colonial Págs.
477 y 478.
[4] Archivos Históricos del
Gobierno de Estado de Durango. Casillero 2, Expediente 205. “Expediente sobre construcción de Cajas
Reales Municipales en esta Ciudad de Durango”, 1801. 32FF.
[5] Tayoltita. Centro Minero de las Quebradas. Coordinador de la
Edición, Ing. José Antonio Luévanos Becerra. Minas de San Luis Ed. México. 1996. Pág. 26.
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