La Batalla del
Caballito II
La Infalible Sordera
Por Alberto Espinosa Orozco
En las reacciones de las autoridades gubernamentales del “Red Set”
pueden leerse una serie de actitudes que saltando a la vista cual chapulines,
no dejan de llamar la atención por ser en el fondo bastante escandalosas,
destacando entre ellas: la sordera y la consecuente mudez, el servilismo e
incluso la soberbia (el pecado capital por excelencia). Porque si en algo se
caracteriza la soberbia es el no poder reconocer las propias faltas; falta de
humildad que no puede ser entonces sino una falta de verdad y un compromiso con
la ocultación, con la opacidad de la conciencia (la mala fe). A pasos contados,
se detecta también ese rasgo de carácter tan sólito de los cínicos de la
modernidad, de esas inocentes bestias que huyendo de la gracia del cielo se
refugian en una razón dogmática, en una certidumbre doctrinaria, para adoptar
la actitud de la cerrazón, que es la sordera, apareciendo entonces como figuras
duras, compactas, sin fisuras, que en todo se niegan a dar explicaciones, a dar
razones de ser, volviendo así tanto sus juicios como sus actos inapelables –habiendo
en ellos algo de la infalibilidad pontificia (urbet et orbit), algo de la
pretensión a la cesaría deificación en vida, pero también algo de la
inexorabilidad saturnina patente en la monstruosa petrificación de sus juicios.
Personalidades tan fuertes como amuralladas y ampulosas que negándose a
escuchar cualquier razón de ser, también se niegan a explicarse, como decía,
dejando al destinatario (al representado) sujeto a cualquier arbitrariedad.
Todo lo cual, sobre
reposar en una falta de verdad, puede verse más bien como llana necedad: como
una obstinación en la falta, en el propio error, como un ciego empecinamiento
que los lleva a la condena, pues es ya el hacer el mal a sabiendas, resultando
así tales representantes sobre sordomudos, ciegos: como las piedras, sin
verdadera vida interior, como resistencia pura, como pura opacidad sin
contenido propio; carotas, carduras, cuyas místicas inferiores los llevan a
identificarse con el ídolo de roca, ante el cual cualquier interlocutor termina
reducido a cascajo. Es decir, se trata de una libertad irresponsable, decidida
efectivamente a no dar la cara, a ocultarse, a no responder, guiada por el
principio de apropiación y de la dominación a toda costa, blindada por el
principio de la sordera, de la mudes y del desamor, que termina por erigir su
reino en la rampante impunidad –fantástico complejo propio de las culturas
históricas, de las culturas no universales, amorfas, escépticas, que niegan y
reniegan de la verdad, teniéndose que inventar con ello unan razón histórica,
sospechosa de todo y tan movible como el tiempo y la caprichosa historia
(Hegel-Marx). Razón subjetiva, pues, absolutamente reacia a la objetividad del
juicio, tendiente a unificarse en la razón particular de la persona (no de la
filosofía de la persona, ni de la persona única, sino del jerarca, de la
cúpula, del politburó), fincando esa fortaleza en el desconocimiento absoluto
de la persona (los representados). Modelo de la razón muy ligado al
existencialismo contemporáneo también, que no cree en el fondo en la razón, que
no le importa que razones dar, que no le importa en el fondo no tener razón y
por lo tanto desdeñan olímpicamente todo proceso de justificación (dejándose en
cambio llevar por el miedo, que para todo formula un código y un filtro tramado
por las reglas) o postulan que de entrada están ya justificados. Así, cuando se
fisura su esquema historicista, sienten la necesidad de pedir refuerzos para
cerrar filas entre su clientela o entre sus contratistas (Sebastián), ya sea
para cobrar facturas, ya sea para tapar con una ambigüedad más su catarata de
ambigüedades. Todo lo cual, al manifestar un inmenso temor por la libertad y
por la responsabilidad, condimenta el caldo gordo del burocratismo, el caldo de
cabezas de la locura del convencionalismo, en una razón cada vez más despótica,
más absolutista, y a la vez paradójicamente más adelgazada y servil, más
gregaria, más triste, más decadente y más dogmática –cerrándose de tal modo el
círculo... aunque se presente tal modelo de lo humano ante la razón natural
como algo perfectamente irracional, cumplidamente inhumano, no teniendo por
ello ningún derecho a la existencia.
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