José
Luis Ramírez y Jessica Ríos:
Paralelos,
Meridianos
I
En la historia de los organismos sólo hay
unos pocos hechos que son significativos, que tienen importancia, que alcanzar
a tener una secuencia o un destino de suerte: la generación, la fecundación… la
creación. En la historia de los pueblos sólo los actos creadores, sólo el
surgimiento del símbolo tiene importancia, porque solo de ellos pueden los
hombres aprender. El artista, así, nos ayuda a elegir, entre una multitud de
hechos fortuitos, transitorios, sin importancia, lo esencial que se comunica en
nosotros o alrededor de nosotros –sea esto el amor, esa locura única que nos
reintegra al absoluto; o el símbolo, que deja pasar las cosas que se hunden en
el devenir, en el caos amorfo del tiempo, para rescatar una figura que
condensa, que comunica con una tradición, que totaliza.
La tarea del artista es en mucho una lucha,
un combate contra uno mismo y contra los elementos de la mente y el deseo, para
darle a la vida una secuencia orgánica, para que se vuelva reconocible, fértil
y creativa: para que engendre el símbolo. Es también una lucha contra la época,
contra sus engaños y errores, contra sus confusiones y truismos, que surgen por
todos lados, bajo aspectos cada vez más fascinantes y novedosos, mutando
siempre como los virus o las herejías, para volverse irreconocibles por los
organismos vivos y paralizarlos al mutilar o frustrar su esencia. Lucha, pues,
de la persona por alcanzar una libertad más alta, más verdadera, ascendente y
responsable, tanto con uno mismo como con todo aquello que se relaciona,
combate contra las fuerzas disgregadoras de la vida para alcanzar el centro de
la persona, de la energía creativa, donde radicada lo mejor de nosotros mismos y
el alma de la vida, a la que pertenecemos, y donde nos relacionamos con el alma
del mundo, llámese igual armonía que realidad absoluta o música de las esferas.
Época sembrada de peligros es la nuestra,
marcada con los signos del drama existencia: de la frustración y el fracaso, de
la sed de intoxicación o de perdición, de incontrolables tendencias a la
excentricidad y al extremismo; tiempo agijado también por los estigmas del
convencionalismo huero, por los atavismos de la simulación y de la fachada que
llevan a una retrogradación de lo humano, a la solidarizarían con automatismos
caducos de la cultura que, al no participar de los niveles más altos de la
vida, no pueden conocen de forma o de memoria. Mundo de crisis, siglo de
confusión y de caducidad donde toda una etapa histórica pareciera tocar a su
fin –llevando en su seno sin embargo, junto con los dolores de la gestación, el
anuncian de una regeneración del espíritu y de un nuevo nacimiento.
Es por ello que los esfuerzos de los
artistas paralelamente navegan por las encrespadas olas del mundo contemporáneo
nuestro, abriéndose camino entre sus agrestes paisajes -dando cuenta tanto de sus accidentes y abruptos
corredores al marchar entre sus estrechos
pasadizos, como de las chispas de luz que salen a su encuentro para iluminar el
sendero, mostrando con ello un horizonte que nos ayude a salir de la fría
caverna del olvido.
II
Así, la tarea de José Luis Ramírez y de
Jessica Ríos es en mucho la de mostrar los síntomas de nuestra época, definida
por un generalizado malestar en la cultura, recogiendo los cabos sueltos que
arroja el mundo social en su carrera, como desflecados hilos o desarticuladas
madejas, para al coordinarlos y rearticularlos en un orden estético,
volviéndolos así ases de sentido o
frescas espigas luminosas con los que encender de nuevo el fuego del espíritu.
Es por ello que en ambos casos los artistas manifiestan una preocupación menos
estética que metafísica, al ser su trabajo el de una extenuante empresa de, a
la vez que recrear, purificar y sanear
el huerto del espíritu, para así asegurar la continuidad de toda una cultura.
El trabajo del maestro José Luis Ramírez se
especifica por ser una cruda lucha psicológica de frente y contra las tinieblas
y el mundo de las sombras vivas, de las esencias caducas de lo social que sólo
pueden engendran la licuefacción de las significaciones y la muerte. Laboriosa
tarea de recuperación del sentido, de recordatorio de la verdad original, de visión
la realidad primera prometida, que por ello mismo ha tenido que trabar su lucha
con la tribu de lobos de los elementos, para detener su vértigo y caída, para
controlar su tendencia a regresar al estado inerte, en bruto, de la materia
muerta. Así, su obra es la de de la búsqueda de la perfección a través de la
maestría del oficio, en cuyo laboratorio el artista hace girar la luz para
trasmutar las propiedades de la materia elemental para, al quemar el agua y
bañar el fuego, purificar la escoria que vuelve pesada a la materia, para
animar al espíritu darle. Tarea también de oxigenar el humos primordial para volverlo fértil y de encontrar la tierra
del aire, para hacerle un sitio en la presencia donde el ideal pueda encarnar.
Experimento radical, en cierto modo paralelo
y en consonancia a nuestra época, por hacer que el fuego, el agua, la tierra y
el viento al girar en la luz se viertan en el oleo, para que la pintura
recupere entera todos los poderes vitales de ese quinto elemento, que es la carne
–para así poder volver a la simplicidad primera de la vida y de las formas,
donde poder tocar, oler, gustar. Recuperación, pues, de la pureza del fuego del
espíritu y de la fuente del agua clara de la vida donde poder escuchar la
música del aire, que no tiene sonido; donde poder observar la esencia de las
cosas, que no tiene forma.
Retratos de un mundo roído por el accidente
y erosionado por las contingencias del camino, que son fijados por los pinceles
de José Luis Ramírez al detenerse, al hacer una para en sitio para contemplar,
objetiva, desapasionadamente, controlando la emoción, no menos las
trasgresiones que los límites de las forma, justo antes de que sobrevenga el
incendio o que se hunda la nave en las aguas procelosas del naufragio -agregando
los ácidos corrosivos de la crítica, las
gotas humectantes del humor, y las notas coloridas de la sonrisa. Todo ello
dentro de una atención cada vez más concentrada, cuya función ha sido la de
obrar paciencia, desarrollando de tal modo la conciencia, campo propicio para
cultivar la esencia, que finalmente engendra la esperanza.
III
El arte de Jesica Ríos, por su parte, es el
trabajo de la luz y el color en su perene lucha contra las sombras de la noche,
siendo su virtud la de una atemperada seriedad, donde salvaje, ferozmente,
combate por persistir el anhelo de la vida sobre los impulsos del olvido y de
la muerte. Obra cuya perspectiva perfectamente individualizada opone al horror vacui de la modernidad en crisis un
cierto barroquismo, decantado en los filtros del gusto por el detalle y en la
maestría del cuidadoso miniaturista.
Así los retratos de Jesica Ríos son también
el relato de una travesía, de una aventura poblada por el peligro de caer en
las aguas deprimidas del estancamiento, de deslavarse por las cascadas
distraídas de las horas, de perturbarse por los toboganes del inconsciente que
lleva a la indiferencia y a la muerte del sentimiento, en riesgo siempre
latente de encallar en la parálisis, al topar contra los muros del silencio o estrellarse
contra las puertas cerradas de la universal sordera. Viaje, pues, que equivale
a una inmersión psicológica donde se da la subversión de las formas y la sublevación
de los sentidos, penetrados por la densidad,
por la oscuridad y el abigarramiento de la atmósfera, sujeta a la contaminación
de la inestabilidad psíquica y a la dualidad dubitativas que se debate en un mundo
de disfraces, de gestos, de caretas, de simulaciones y enajenaciones.
Radiografía, pues, de un mundo a la vez
sobrecargado de sensualidad y de saturaciones analógicas y, a la vez,
desgastado por el subjetivismo de las culturas meramente históricas, cuyo
relativismo escéptico no puede sino desembocar en los estériles delirios de la
fantasía o en las tortuosas quebradas del onirismo incontrolado (surrealismo)
–de lo que se pierde entre las aguas descendentes del río revuelto del devenir,
que en su temible desfile de fantasmas no conoce de trascendencia metafísica. Tarea
de condesar las imágenes para, al revelar sus significaciones enterradas, poder
darles también un orden dentro de una secuencia orgánica. Punto intermedio, pues, donde los estallidos
de la luz se encuentran suspendido, amenazados de ser ahogada por las sombras.
Experiencia del paso por la muerte, de pasmo, que al estar impregnada de
melancolía y de nostalgia amenaza con
vaciar el mundo entero en la parálisis.
Así,
Jessica Ríos, a la vez que toma el pulso a una época, intenta controlar la energía
tensa y opaca, suspendida en el amor por
lo transitorio, por lo efímero y episódico, al mostrar los puntos de inflexión
y los nudos de las articulaciones donde se producen las escisiones y los
desgarramientos de la conciencia, donde se rompe la unidad del mundo en un sin
fin de lajas, esquirlas y fragmentos. Su preocupación por el estilo toma
entonces el sentido es el de un ahondamiento consciente en la reflexividad de
la imagen, donde la rebanada sincrónica del instante, detenido por el impulso
del ojo fotográfico, es transformada en
virtud de labrar sobre su delgada película sensible los signos del tiempo debajo del horizonte de
la crítica.
Ardua labor de composición estética, pues,
donde se alían pintura y fotografía en el punto intermedio de la concepción
artística, donde hay que saltar sobre el abismo en blanco de la nada para
alcanzar la realización completa. La original de su obra radica así en esa
labor que alían dos técnicas disímiles de representación, marcando de tal modo
las huellas de la perspectiva y de la experiencia personal sobre el verismo de
la impresión sensible haciendo una parada en sitio reflexiva, que es a la vez
un criterio de contemplación y un genuino esfuerzo por recuperar las formas
simbólicas permanentes y restaurar la norma eterna. Proceso de emersión, pues,
donde se da la vuelta de los ritmos cósmicos y el radiante retorno de la verdadera
magia de la vida: la vuelta a la objetividad de lo concreto y a la secuencia orgánica
presidida por el símbolo, donde se da también naturalmente la recuperación del
sentido.
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