José Manuel
González Daher: Memorial de la
Angustia
“Sabio es que quienes oyen, no a mí, sino a la razón,
coincidan en que todo es uno.”
Heráclito
I
La obra
gráfica del artista lírico regional José Manuel González Daher representa
inmejorablemente las dos caras extremas del trabajo artesanal al ser ella misma
una reflexión estrechamente ceñida a sus dos fases. Por un lado, por mostrar en
rostros de sañudos claroscuros los demoledores estragos arrojados en nuestro
tiempo por el trabajo entendido como producción (esa operación
que transforma la materia prima de nuestra herencia natural en un mundo de
bienes económicos y consumibles), la cual, empero, por la ingerencia de la
técnica mecánica moderna y el vértigo de sus maquinales engranajes se despega
irremediablemente de su raíz humana y natural y al cerrarse sobre sí misma
erige el orden del dominio, de la explotación y la injusticia -fundándose ideológicamente
en la idolatría del capital, fruto bastardo de las oscuras nupcias entre la
gorda acumulación y la escuálida avaricia. Por otro, al ser su trabajo también hechura,
contacto corporal con la opacidad y resistencia muda de la materia en bruto, su
lucha manual por modelarla y modularla nos deja saber también de la gravedad de
su ductilidad como solo la mano y jamás el gusto o el intelecto podrían
saberlo.
Es por ello que lo que dan las manos del
artesano que es José Manuel González no son nuca meros productos consumibles o
bienes para el mercado, el cual por otra parte apenas tocan, sino más bien semillas del misterioso jardín del
arte. Objetos hechos, pues, no para satisfacer ninguna necesidad o apagar el apetito
al destruirlos, sino bien precioso, hermosura no desechable, cuyo sentido
sentimental está más allá de la dialéctica del apetito y la satisfacción, de la
apropiación y el consumo, y cuya síntesis de atractivo habría que buscar más
bien en la experiencia estética misma de su contemplación, cuyo deseo puede sin
contrariedad apetecer en la satisfacción y satisface en la apetencia.
Así, lo que
salta a la vista en la expresión del artesano es la prioridad que sus retratos
dan al trabajador mismo andrajosamente modernizado, pero también al campesino
mezquinamente urbanizado y al pueblo prolífico de solitarios marginados, al ser
captados por su óptica en imágenes concretas de su existencia real, muchas
veces victimizada por la enajenación espiritual. Así, lo concreto, los seres de
carne y hueso, unidos indisociablemente en su materia y en su forma, son
mirados directamente como prójimo, como lo próximo y cercano junto con quines
hemos crecido -compartiendo también y
por lo mismo una suerte común al solidarizarse con ellos al tomar precisas impresiones
de sus dolores y penalidades, de su abatimiento, zozobrante sordidez o amarga
angustia.
Arte en cierto modo existencialista que a
manera de dolorosos sudarios refleja en tenues veladuras o en trazos de
altísimos contrastes monocromos, no a exponentes de proletarias categorías
supraindividuales, sino a los trabajadores y marginados reales, al ser captados
individualizadamente como seres concretos y cuyos rostros propios el artista
descubre al través de sus estructura particulares, hechas con los elementos
conjugados de la potencia y de la forma y en los que se consuma el desarrollo
de una persona. Así, sus figuras resultan expresivas de un microcosmos de la
humanidad, especialmente de sus zonas de mayor laceración, dando cuenta a la
vez de su suerte ontológica como de la altura de nuestro tiempo histórico.
Por un lado, pues, estudio de la estructura
del ser concreto, en donde cada parte del todo desempeña una función, mostrando
en cada ser una serie de afinidades que se resuelven en la formación del
conjunto, descubriendo simultáneamente en el desarrollo de sus figuras su
aspiración a un destino o el cálculo de sus metas –logrando de tal manera
expresar en sus retratos la armonía del cuerpo humano, algunas veces de difícil
composición o transida de dobleces y desequilibrios extremos, unificando del
tal suerte los elementos heterogéneos de la intuición sensible. Por el otro, participación en lo extraño y
a cuya inclinación no puede darse sino
el nombre de ternura. Conjunción, así,
de reflexión y sentimiento que le permite al dibujante proyectar en el
peso de la presencia lo que irradia por sí mismo, encontrando entonces un
extraño equilibrio entre la gravedad de lo verdadero y la expansión de la
belleza –porque el arte, base y sima del signo, es también forma suprema que
deja aparecer a lo invisible.
II
Filosofía
existencial de la persona (personismo), pues, que al interesar nuestro mundo
desde el ángulo de la elemental angustia de la criatura prisionera en la
existencia temporal la descubre escindida de la totalidad y la unidad primera.
Así, sus retratos toman las impresiones del surco o la huella que va dejando en
el cuerpo las actitudes definitorias de la personalidad, mostrando entonces en
sus figuras una especie de malentendido radical y por ello mismo trágico que
las abisma en su falta de desarrollo o en su ser truncado y en las que la forma
humana se revela separada de su pertenencia a la tierra y amotinada contra la
tradición, como bagazos de sí mismos o simples productos de sus obras y
expósitos del cosmos. Pequeños atlantes cargados por el peso de la piedra de
Sísifo en las espaldas y cuyo mundo vencido se les hecha en cara al congelar
los rostros por la roedora ironía robadora de migajas o la amarga burla donde
no vale nada, emponzoñando las sonrisa por la venenosa desconfianza o la
mordente frialdad del cortante racionalismo.
Así, desfilan ante la mirada rostros de
hombres más intangibles u oscuros que sus sombras, afectados por el femenil
desmayo del débil abandono o la blandenguería depravada, carcomidos por la
dañosa asociación o la intimidad profanadora –pues sus lazos con el mundo no
son otros que los de la mera temporalidad urdidas por las tensiones y resortes
de las relaciones egoístas o de los sobornos lisonjeros de seres en fuga de su
humanidad constitutiva donde el amor florece endeble y melancólico. Son las
expresiones del dolor, donde sus personajes se reconocen deudores de su ser,
cual cáscaras de hombres o dermatoesqueletos que aceptan cada uno a su manera
la culpa que les cuelga del cuello cual cadena para expiar de tal manera una
falta primigenia, genealógica o hereditaria, cuyo origen se pierde en la noche
de los tiempos. En otras ocasiones el dolor accidental o atávico derivado de
costumbres infundadas es sustituido por el sentimiento complementario de la
pena, al presentar entonces seres de la luz enteramente inocentes, cuya
humanidad extrema y plenitud de potencia o de formas es empero igualmente
purgada por el mundo, poniendo entonces en evidencia la virulencia parasitaria
que desfonda los valores desgarrando doblemente el tejido social y
degradándolo.
Sus retratos
expresionistas descubren entonces lo que tiene nuestra era de autoafirmación
del “ello” y de mofletudo e insensible cinismo, en cuya incomunicación de
mónadas sin ventanas interiores (egología
solipsista) se desvencijan inevitablemente los ideales, apagando o
pervirtiendo la pavesa del deseo. Porque el ser del hombre, reducido a la
condición de vegetal obnubilado o de animal sojuzgado, defraudado por
revoluciones más injustas que las leyes, manipulado por la venenosa opinión
pública o manoseado por el capricho de matrimonios sórdidos, no ha muerto nunca
ni totalmente y para siempre. La obra del artista regional nos muestra en sus
imágenes liberadas del inconsciente que tras el rostro del estupor, el terror y
lo prohibido, que después de la dispersión de la criatura mutilada por obra de
la separación de su origen y de la incesante angustia provocada por la
inseguridad de poseer un centro interior estable, que más allá de los abismos
de la enajenación social, puede todavía retornar al principio psíquico en que
se asienta nuestra vida. .
Así, por vía de una especie de ascesis de la
carne que recorre el camino de la angustia elemental de la criatura prisionera
en la existencia temporal, el artista descubre más allá de los silicios
fustigadores de la carne y recogidos luego en la esponja del cuerpo, la
existencia de una eternidad inalienable y la existencia de un centro interior
que puede ordenarse nuevamente por medio de la reconciliación con su unidad
esencial.
III
Así, el mundo
cerrado que retrata José Manuel González, hecho con los materiales deleznables
del polvo y del camino, cuya presión generacional e acumulación de historia los
trasmuta en rocas de granito o de toscos volúmenes de mármol negro, se resuelve
por las vetas de la luz que lo iluminan, dando cuenta del alma como lo que en
realidad es: una esencia viva poseedora de un destino eterno y en consonancia
con el cosmos. En efecto, la obra artesanal del dibujante se despeja entonces
al ver en los pasos y trabajos de los hombres el estupor del extranjero,
trasportado en su andar de peregrino a pueblos desconocidos y extraviados que
dan a saber que no pertenece a este mundo de destierro.
. Lo que el
espectador experimenta entonces en una especie de sufrimiento, de padecimiento
que está más allá del gusto o del placer estético, es la experiencia estética
del horror sagrado y la catarsis. Mundo cerrado, en efecto, que sin embargo el
artista logra rajar ante la irrupción de lo otro: no a través del sacrificio
trágico que reintegra la instauración del orden primigenio, sino de la fisura
dialéctica que abre una puerta en el futuro en donde se vislumbra la
santificación de un nuevo mundo –y que no por estar detrás del tema, entre
bambalinas, deja de transpirar una especie de diafanidad auroral. Porque en el
fondo de ese mundo cerrado poblado por rostros de ojos empantanados de temor y empapados de tristeza, porque luego del rugoso suelo que tizna el sudor y
que nos mancha al aislar de la inmensidad del universo, porque por debajo de
los estertores de las voces sojuzgadas por las leyes de la razón dominadora, el
artista que es González ha sabido adivinar las fuerzas sepultadas en el
interior del alma humana haciendo de ellas fuentes de agua dulce. Imágenes,
pues, que hacen bien al alma al presentirse en ellas la inmensa realidad que
está más allá del universo sensible, arrebatando a la criatura de su soledad y
viendo en su ser constitutivo un nicho de comunicabilidad inextirpable y de
interioridad profunda, cuyas potencias de felicidad y de grandeza enraizadas en
el inmortal deseo y los tesoros de sus sueños pueden reintegrar el alma todavía
al conjunto armonizado de las cosas, por su querer insobornable de encontrar de
nuevo en el fondo oculto de si misma la añorada integridad perdida en donde aún
resuena el canto sin comienzo de su estancia.
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