José Vasconcelos
y el Laicismo
Por Alberto Espinosa Orozco
El laicismo mexicano, torcido hasta el
extremo de convertirse en una agresión apasionada a todos los valores
religiosos, ha evolucionado de la neutralidad fingida de sus orígenes hacia el
protestantismo contemporáneo, que luego de enemistarse con la influencia
religiosa familiar cae en el culto extranjero cuya única religión es la del
éxito individual –siervos del oro extranjero que se adaptan paulatinamente
y poco a poco a los despotismos más
denigrantes. Así, la escuela oficial, desamparada de Cristo, cae de bruces en
el culto de los dioses de la fortuna y de la fuerza -auspiciado todo ello por
banqueros y políticos, los nuevos sacerdotes de Baal.
Otro de los dogmas del laicismo que
padecemos, es, según certero diagnóstico de Vasconcelos, la negación de todo lo
que es español. Con ello se abre paso a un “cesarismo de la decadencia”, que no
es en el fondo sino una idolatría del dinero y el poder y un indocto
tribalismo. Así, el tipo del gran hombre no sólo toma los perfiles de los
capitanes de industria y los magnates del dinero, sino que ingiere al verdugo
en turno. Tradición mentirosa cuyo propósito es hacer olvidar las
monstruosidades de la realidad, y que iniciada en la escuela rebaja el tipo de
gran hombre y de modelo a imitar, influyendo directamente en la decadencia
moral de nuestro tiempo.
La idea de Vasconcelos de regresar a la
tradición española tiene en cuenta dos escoyos a salvar: por un lado la
idolatría bonapartista del éxito, por la otra, el “mito patriótico” cuyo “altar
de la patria” resulta a fin de cuentas un paganismo deslucido de tintes
vagamente aztecas saturado de episodios confusos y derrotas oscuras. La
“religión de la patria” resulta así mediocre en el mejor de los casos, una
provincia mental fundada experiencias locales que se postulan como agresivas y
lejanas del resto de la humanidad. El plan patriótico de Vasconcelos, por el
contrario, se asentaba en dos grandes fuerzas supranacionales: la lengua y la
sangre. La tradición española sirve así para superar nuestra condición de provincia
inconfesa del yanqui y para devolvernos a un continente homogéneo que va desde
el río Bravo hasta la Plata donde las proporciones crecen y el futuro enraíza
en una vieja civilización organizada. No la hermandad fingida del
internacionalismo y sus hueras y charras pretensiones cosmopolitas, sino un
parentesco vigoroso y auténtico que tiene en el hispanoamericanismo la vadera
de un patriotismo mayor.
Todo ello sin pretender hacer del
patriotismo y del racismo una religión –pues de Comte se puede sacar la lección
que al hacer del humanismo una religión se hace antipática la humanidad y las
mismas humanidades. El laicismo, cuya neutralidad esconde, en la interpretación mexicana, en realidad un sinnúmero de negaciones, debería tener entre nosotros una actitud favorable y consecuente
con el catolicismo, que es la religión tradicional de nuestra gente y la sangre
azul de nuestro linaje espiritual. De hecho sólo la universidad mexicana ha
interpretado el laicismo como negación rabiosa del hecho religioso -en todo el mundo, en las universidad internacionales, por lo contrario, a pesar de que prevalecen las sectas más ricas y poderosas del orbe, no se impone, pero si se profesa alguna religión y siempre existen capillas. Porque a fin de cuentas, el sentimiento religioso no puede sofocarse con prohibiciones. En México, en cambio, se excomulga la religión de la universidad, al grado que cuando una capilla ha formado parte de alguna escuela religiosa colonial, y se le divide y rampantemente se le ignora -mientras se impone la religión de Lenin, se adoctrina en la lucha de clases con cargo al erario del estado, y se sacraliza la revolución del proudctivismo, haciendo caso omiso a cualquier formación verdaderamente religiosa, confundiendo lo sagrado con lo profano en el moderno y universal culto o al personalismo del líder o del dinero, Pero el
laicismo, negativamente, debe querer decir sólo tolerancia a los alumnos de religión
diferente, en países poblados por distintas razas. Positivamente no quiere decir sino la capacidad que tiene la sociedad de darse a sí misma un sentido. Por lo que resulta tan acorde con un laicismo bien entendido como urgente para la escuela nacional es que desde la
más temprana edad el niño se entere del mensaje cristiano.[1]
Cuando se inauguró la Secretaría de
Educación, Vasconcelos anunció que sus corredores serían decorados con las
faenas del pueblo mexicano en el antepatio y con la representación pictórica de
sus fiestas en el patio mayor. La obra la obtuvo Diego Rivera –según
Vasconcelos debido a que fue él quien presento los primeros cartones para su
proyecto. Abandonó la técnica del estuco empleada en el paraninfo de San
Ildefonso, debido a los problemas prácticos que había presentado, y se acogió al
fresco, siguiendo el viejo método italiano redescubierto por Revueltas y Enciso. En los primeros pisos del primer patio del
Ministerio de Educación quedaron las primeras grandes obras que le dieron fama
a Rivera: “El registro del minero”, “La Molienda de la caña de azúcar”, “Los
Tejedores”, “La maestra rural que enseña a leer”. A juicio de José Vasconcelos, Diego
Rivera fracasó en la representación de los festejos, a pesar de haber captado
el colorido del escenario popular mexicano.[2]
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