domingo, 13 de diciembre de 2015

Los Hombres Cansados Por Alberto Espinosa

Los Hombres Cansados
Por Alberto Espinosa







El hombre se ha cansado de ser hombre;
La fuente envenenada, derramada, de que beben
Hasta llenar su copa, hasta el borde, de sí mismos:
Rebosantes de apariencia, de simulación, de tedio,
De la expansión de la superstición sin titubeos;
De fingimiento, de simulación de la piedad,
Que no tributan ya al inmortal numen de los dioses,
Vacíos de devoción, que eliminan la lealtad que había
Entre los hombres y la virtud mayor, que es la justicia.

La fascinación de la mentira que camina
Por un valle fosforescente de fantasmas, iluminado
Por luz negra, que es más luz que la luz del mediodía,
Que ensombrece la luz del sol, de la luna y las estrellas
Apagando con su abstrusa cantinela la luz más clara
Que emana en la hermandad de los rostros de los otros.

La vanidad ampulosa, henchida de importancia,
Llenándose entre  ruinas de sí misma: de secretismo,
De ocultación, de claroscuro, para decirlo todo aparte,
Para ponerse de parte de los que no departen, en la parte
Sin centro de donde nada parte y que no va ninguna parte.

De parte del fariseo riguroso y su verdad gesticulante,
Encerrado en la barroca jaula de la regla y el precepto,
En el espejo frío de la risa cuyo retintín es de cristales rotos,
Cuya fachada elaborada anuncia la fechoría del espacio vaciado:
 De gargantas, de quebradas curvadas al filo del abismo:
La convención del compromiso, la conveniencia del consenso,
Los reglamentos urdidos por el sobreabundante miedo:
La inconformidad de la revolución social, que no es angélica,
Que en nombre de la paz y la justicia da licencia a la violencia
Emponzoñando las entrañas del pueblo oriundo de alegría
Encadenado en la jaula de la jauría sumisa a otro orden,
Al orden de quien da la orden del desorden,
Al acérrimo adversario de la creación y quien ordena,
Obedeciendo ciegamente a sus impotencia y sus vendettas,
A su rencor de muerte, para cegar la fuente de la vida.

Fría luz que titubeante, lívida luz más verde que amarilla,
Que derribando al hombre en sus rodillas lo envuelve luego
 En el mezquino vicio abstracto de tener, de acumular, de acaparar
Para expedir después el cheque iluso, el cheque en blanco
Con que reclama su derecho codicioso a las caricias
De la puta alegría o para ponerle así grilletes a la vida;
No así a la libre vida, que se escapa siempre, siempre
Sin decir una palabra, sino a su propia vida, esclavizada
Por el vicio de la muerte, que así destila su amargo despotismo.  

Donde se mezcla el tiempo y su corona de hojas secas
Con el humo insano, donde indistintamente, en el banquete
De la carne, se ensortijan el mármol de la vida con la parca muerte,
Donde la flor convive con el vómito y el gusano emponzoñado
Se revuelva a sus anchas con su baba por el río de la saliva.

Donde el viento se arma con su cuchillo de aire, cortante
Como el viento del cierzo del invierno; donde asfixiante
Se desparrama en su erótico sofoco; donde pesado
Es un sonámbulo sopor de desolado, desierto desecado.

Donde el viento rebelde, enemigo de las leyes, inficionado
Por el aire viciado, batalla, junto a  la luz amotinada, contra el muro
Descarapelado, herrumbrando la cancelería de hierro,
Oxidando el mineral de l conciencia, devastando, desbordado,
Sin límites precisos, que deja al mismo pez boqueando al sol,
Fuera del agua, ahogados, infectado por el herpes de la luz,
Desecado por el polvo en tolvanera, despojado de las arpas
Y laudes de las marinas ondas pasajeras; donde el viento sordo
Amplifica el ruido rebanado que se filtra por las grietas del azar.

Donde la jaula de desdichas se engatusa por los malos dichos;
Donde se estrella la incoherencia en las muecas de su propio muro;
Que zozobra en medio del mar airado que levanta su soberbia
-Que se asoma, tan curiosa, en mitad de la tormenta por la cerradura diminuta y enterrada de una puerta, por la que que, perpetua,
Se asoman los rostros del olvido: los marginados del recuerdo,
Compartiendo el pan, el vino, también la sal, cantando
Por la noche celestial, emocionados al mirar la estrella
Que guió a magos y pastores al portal de la caverna  
En que despierta la promesa de esperanza que, gratuita,
Sin cobrar nada, ni siquiera una moneda, quiebra
Las cadenas de ignorancia y su yugo que esclaviza,
Sana la lepra que habita las miradas, y que aboliendo la envidia
Va abriendo con su luz a todos el camino de la vida.






jueves, 10 de diciembre de 2015

En Mi Pueblo Por Tulio Duran

En Mi Pueblo
Por Tulio Duran



En mi pueblo cada día despierta
el día que carga a sus hijos como una Madre.
Los recoge en la noche -ahora- más temprano que antes.
El día es un ser que crece todos los días al amanecer.

Y para enseñarnos se hace el muerto
cada noche para decirnos:
Tú que duermes todos los días
no te das cuenta de que la noche
por muy larga que sea siempre tiene un nuevo amanecer.
Mira que tú puedes pero jamás te detienes a pensar
que la tierra es un gran animal que danza
bajo la vigilancia del gran ojo de Dios.

Ese que te lleva y te regresa
como la luvia y la sequía en un ir y volver.
El día despierta a los hombres a las mujeres
a los animales y a los árboles
para que hagan el amor en ese juego lúdico
que-aunque tú no lo creas los multiplica
por mucho que ellos mueran.

¿Dormirá Dios, cerrará sus ojos?
El Sol, ese ojo que siempre nos vigila, jamás lo cierra.
La tierra es la que siempre le voltea la espalda.
Aunque tú no lo creas a la tierra siempre
se le duermen las piernas
Se enferma queda ciega
Y -a veces-ilumina para salvar vidas
y en otros casos desilumina para acabar con ella.

Pues -desde otra óptica semántica- tú ni siquiera
te detienes a reflexionar que solo eres tierra.
Ya lo dijera el hijo de Dios.
"Polvo eres  y al polvo volverás" .


La Red Por Alberto Espinosa Orozco

La Red
Por Alberto Espinosa Orozco





Echar la red al mar, para sacar los peces,
como hicieron Pedro y Andrés al medio día;
lanzarla al cielo, para atrapar a las estrellas;
a la noche, para pescar los sueños de luz
que nos despiertan; a los sueños, para espantar
a las congojas que acosan pesarosas y nos dañan;
lanzar la red de la palabra al simple viento
para despertar al tiempo con su aliento;
pulsar sus hilos, como se pulsan las cuerdas
de la orquesta; lanzar la red de la palabra al río,
en el que boga ese otro río de la vida, que es el tiempo,
por el que las pesadas piedras ruedan vigorosas
y los frutos y las flores sobre cristales flotan.






miércoles, 2 de diciembre de 2015

De la Buena y la Mala Voluntad: el Criterio del Bien y del Mal Morales Por Alberto Espinosa Orozco

De la Buena y la Mala Voluntad:
el Criterio del Bien y del Mal Morales
(2a Parte)
Por Alberto Espinosa Orozco




I
    El hombre es, por el desequilibrio propio de su doble naturaleza, animal y raciona, un ser que necesita recuperar su verdadero ser, que necesita recuperarse para llegar a sí mismo, a lo mejor de sí que guarda su propia alma como un tesoro.
   Pues estando hecho como está, de mala madera, tiende irracionalmente al vicio y al pecado, a dejarse fugar de su centro verdadero y arrastrar por el egoísmo,  la envidia, o las presiones y convenciones del mundo en torno. Muy en particular a dejarse llevar por su alma inferior, cuya energía opaca y tensa suscita las escorias asociadas a la experiencia de la energía negativa y de la pérdida de conciencia, que en el fondo ambicionan la muerte, siendo reacia a la purificación propia del alma superior. La energía positiva del alma superior, en cambio, exige la abolición de la voluntad de vivir egoísta (Shopenhauer) para llevarnos al plano de la conciencia espiritual, donde se da la mezcla de la limitación del individuo, que es su autenticidad, con la participación de los contenidos universales de la vedad.
   El conocimiento de sí mismo, de la propia naturaleza humana, se presenta entonces como la fuente liberadora de la ignorancia, que lleva a la esclavitud de las pasiones, pues rompe los grilletes que oscurecen o disipan el entendimiento –ya sea por falsas creencias acerca de uno mismo, de nuestra naturaleza propia o de Dios (paganismo e idolatría).  En particular el conocimiento de la palabra santa: “Y así conocereís la verdad, y la verdad os hará libres”; “Porque todo aquel que hace pecado es siervo del pecado.”(Juan, 8-32 a 35).
   Lo que equivale, pues a decir que el hombre debe buscar la libertad ascendente del espíritu, la relación sin trabas, tanto internas como externas, con su propia y verdadera naturaleza humana, para alcanzar con ello la verdadera autonomía (frente a la culpa, que es su naturaleza caída) y los verdaderos fines de su esencia, el desarrollo de sus aptitudes o predisposiciones de carácter, o los dones con que la naturaleza le regaló al venir al mundo (desarrollo o (auto)realización) –para lo cual se requiere, evidentemente, un concurso de los factores sociales, es decir la armonización axiológica de las satisfacciones tanto en la esfera privada como en la pública.


II
   Para alcanzar tal armonía en el plano individual como social se requiere un criterio para discernir la bondad o la maldad de las satisfacciones humanas (puesto que hay insatisfacciones que resultan benéficas, tanto como placer o satisfacciones que resultan perjudiciales, no siendo el puro criterio de lo satisfactorio confiable en lo absoluto).
   El único criterio disponible es entonces el de la misma naturaleza, divina o demoniaca, en el hombre; es decir, el de su naturaleza volitiva, de su querer, ya sea el mero deseo primario, ya el de la segunda naturaleza del querer motivado por la reflexión intelectual, por la conciencia de sí mismo, más pleno y lleno de matices.
   O dicho de otra manera: el hombre es por naturaleza tanto susceptible como menesteroso de satisfacciones, ya sean éstas superficiales o profundas –que es precisamente la naturaleza exclusiva, propia del hombre o la exclusiva suya más radical y fundamental de todas. Pero el criterio de lo que es bueno o malo no puede ser dado por la naturaleza divina o demoniaca de las satisfacciones mismas, sino que, por el contrario, sólo puede ser dado por la naturaleza misma de los sujetos, divinos o demoniacos, por lo que puede conceptuarse una satisfacción de buena (amar el bien y odiar el mal) o mala (odiar el bien y amar el mal) –que es donde plenamente se da la evidencia de las perfecciones y las imperfecciones morales.
   O dicho de otra forma: no hay otro criterio para juzgar o discernir las satisfacciones buenas o malas en el hombre que la naturaleza buena o mal del hombre mismo –sean las naturalezas divina o demoniaca infinitizaciones de la naturaleza humana, de lo vivido por el hombre como bueno o malo, o existen de hecho realmente. Estando así el imperativo moral respecto de la bondad o maldad ya en relaciones positivas con la ley natural (o con la ley natural de la sociedad humana generalizadora de máximas individuales, como el imperativo categórico kantiano), ya con la ley de la teología eudemonista, o en relaciones peculiares con la divinidad.
   La explicación de la moralidad se daría así por las relaciones ético-metafísicas con el ser (el amor infinito como deseo de presencia, y de presencia infinita) y con el no-ser (el odio, no menos infinito aunque de signo contrario, como deseo de inexistencia, y de ausencia radical de la persona, como voluntad ya de encubrimiento, de olvido o de aniquilación). La cacodemonología antiteológica postularía así un error, pero radical, entre las satisfacciones, prefiriendo a las más altas espirituales y sociales o altruistas las más bajas sensibles y egoístas, o las más bajas e impuras, la de los placeres propiamente perversos y de los odios demoniacos, las satisfacciones demoniacas de los malhechores o de los inicuos, que por más que puedan resultar si no altas si al menos profundísimas, resultan también impuras y en definitiva bajas.


III
   Acaso la peor de todas las ignorancias sea la de la realidad del pecado –tanto en lo concierne a la metafísica como en sus consecuencias sociológicas inmediatas. En primer lugar, porque ignorar la categoría moral del pecado lleva en el mundo real a la conformación de sociedades no trasparentes, regidas por la secrecía, y de personalidades tortuosas, sumidas en la opacidad o en la simulación.
   Porque ocultar los pecados, no ser trasparente, ser opaco ante los demás, defenderse ampulosamente de las propias faltas ante los otros con la máscara de la vanidad, de la ampulosidad o del orgullo, es decir: volver el pecado particular un secreto, no puede conducir sino a una escisión de la personalidad, en cuyo juego de espejos se incuba el fenómeno, tan sólito en dentro tiempo, de la doblez: de  la simulación, rayana en alienación mental o enajenación, en una especie de transformismo y polivalencia de la persona, cuyo resultado no puede ser otro que el espectáculo doloroso de personalidades “actorales”, que simulan un mundo y disimulando sus reales intenciones, siendo por tanto personalidades  excéntricas o sacadas de su centro, extremistas por lo mismo también, pero también ignorantes de su situación real, del estado de su propia alma (entendida ésta no sólo como el fluido del acontecer psicomental, sino metafísicamente o esencialmente como entidad ontológica).
   Lo que es más, la comisión de un pecado es grave en lo personal, pero si socialmente se calla, si se oculta en el interior de la conciencia, se vuelve terrible –porque de tal suerte se dejan en libertad a las “fuerzas mágicas”, como las llama Mircea Eliade, o dicho en términos coloquiales, se da poder a los infiltrados, al enemigo oculto siempre acechante, para que urda sus redes cómplices, amenazando entonces a toda la comunidad al arruinar los esfuerzos de los hombres, trayendo la derrota en la guerra, la vacuificaciòn del trabajo, la pérdida del honor o la escases en la producción –e incluso contaminando el mismo entorno natural, causando igual la desaparición del venado que las inundaciones o las sequías (por la ruptura del pacto de armonía y de solidaridad entre la naturaleza y el hombre).
    Las sociedades arcaicas conjuraban tales peligros en su modo de vida cotidiano mediante una solución: la confesión oral de los pecados. Cuando una desgracia asalta a una comunidad es aún en día costumbre que las mujeres se confiesen entre si sus pecados, que los hombres se encuentran con sus hermanos y confiesen sus faltas, como sucedía antes, en la sociedades arcaicas transparentes. Cuando no hay secretos personales o particulares cada uno conoce lo que concierne a la vida privada de su vecino, tanto por su modo de vida cotidiano como por la confesión de los pecados, y así cuando un individuo a trasgredido alguna ley moral se apresura a confesarlo públicamente –y a confesarlo como lo que además es: un simple accidente en el océano del devenir universal, como algo inmanente que atañe al sujeto, el cual así implícitamente reconoce tal actividad como carente de todo valor metafísico.
   En tales sociedades, en cambio, lo que siempre ha sido secreto, materia de iniciación y de estudio, han sido las verdades trascendentes, o que versan sobre las realidades metafísicas, los mitos y los misterios religiosos –asequibles sólo a una minoría culta, larga y minuciosamente preparada para lograr acceder a su real significación. Los secretos no conciernen así a la vida profana de los individuos, no son secretos episódicos, sino propiamente dogmáticos, referentes a las realidades trascendentes y sagradas.
   Lo que esta dicotomía nos hace ver es que todo lo humano, demasiado humano, todo hecho profano quiero decir, al volverse secreto se transforma en cierto modo en un ídolo, en una Gorgona que petrifica el alma humana, siendo por tanto un centro de energías negativas, dañino tanto para el individuo como portador de desgracias para toda la comunidad -por lo que, por el contrario, volver pública la falta, equivale a desactivar tal fuente de desdichas. El sentido religioso de la confesión pública radica fundamentalmente en aceptar arrojar lo profano a lo profano, en no darle ningún valor metafísico, ni mucho menos trascendente, despojando con ello a la ocultación de su mistificación, de su ocultismo, de su esoterismo –y devolviendo por tanto al secreto su carácter ‘propio, que es el de lo santo, que es misterio, exclusivo de las materias metafísicas, trascendentes, o que no son de este mundo.
    Es decir; si el secreto conviene sólo a lo sagrado, volver secreto lo profano es darle un valor que no tiene, y por tanto un sacrilegio –porque tan es sacrílego tratar lo sagrado como algo profano cuanto trasmutar los valores al dar a lo profano un valor sagrado. La teoría tanto teológica como cosmológica de la sustancia metafísica no ha dejado siempre de ver en ello una ruptura de nivel, y una quiebra en la lógica de los sagrado, cuyo cambio de valores trae aparejado una perturbación en la armonía de la unidad cósmica, pues el universo se presenta para tales sistemas como solidario con el hombre.
   Pues bien, tal universalización del demonismo es lo que sucede en las sociedades modernas, donde las personalidades son generalmente opacas, no transparentes, cada una ellas un átomo, un individuo aislado, separado y sin interesarse realmente los unos de los otros o en franca ruptura y discontinuidad con la comunidad. La civilización moderna ha cambiado asì los valores sociales mismos, viéndose como una cualidad la discreción y la reserva de las personas, ocultándose tanto la vida interior como los eventos personales profanos, pues se callan, transcurriendo silenciadas pecados, aventuras y desventuras; es decir, todos aquellos hechos que no tiene una trascendencia metafísica, que se pierden en el río amorfo del devenir, que va dar a la nada, siendo valorado como un tesoro secreto todo lo que concierne a los niveles profanos de la condición humana, siendo vista la confesión de un adulterio, de un desliz o de un crimen como un sacrilegio, en una especie, particularmente odiosa, de mística de la secrecìa. Como su contraparte, en las sociedades modernas se ha perdido por completo la idea del secreto relativo a las realidades religiosas  y metafísicas, pues sin necesidad de iniciación o juramento cualquiera puede aventurarse en cualquier texto sagrado o criticar cualquier religión.


IV

   La sociedad mexicana, aunque occidental, no es de toda moderna, como muchos países de Latinoamérica; de ahí su singularidad sin par en el concierto de las naciones. Una de sus resistencias a la modernidad se cifra en un símbolo: la Virgen del Tepeyac. Pero no sólo, porque aún pervive entre nosotros el respeto secreto de las realidades trascendentes y el impulso por comunicar a nuestros hermanos los pecados, en una labor de expiación de las culpas y de purificación de las almas -y de ahí el profundo valor que otorgan a la comunidad sus sociedades tradicionales. Pues no ha desaparecido de nuestra cultura ni la noción de pecado, ni mucho menos la idea de la redención individual y colectiva por acción de la confesión, que implica el sincero arrepentimiento de nuestras faltas, y de la concomitante enmienda, así como la petición de auxilio y purificación por del don de la divina gracia trascendente.

Continuará...!!!






martes, 1 de diciembre de 2015

Mar Cansado Por Alberto Espinosa Orozco

Mar Cansado
Por Alberto Espinosa Orozco



Qué es el mal sino un dolor cansado,
vecino de la muerte y el olvido?
Qué sino el mar de un sentimiento desolado,
un malestar, un dardo, un vacío, un corredor
helado, ahuecado, 
en los ojos sin luz, heridos
por la luz, en sombras, funestos, ahuyentados?

Qué sino el hambre de no ser, la sed
exhausta, siempre, de poner una esponja de hiel
entre los labios y una lanza de odio en el costado?

Qué sino el deseo que huye del pasado,
haciendo del instante una estatua amarga
que cauteriza con su sal la vista del mañana?

Qué sino la alondra caída cada día, como la noche
agazapada cada noche debajo de la almohada?
Qué sino el pacto con la fiebre que reclama,
en su victoria helada, la extinción de la esencia,
la transparencia de existir sobre la cresta
inexistente del ahora, sin aroma,

Como el cristal de ámbar en que asoma
una constelación de polvo y líquenes marchitos,
petrificados de pronto por un grito;
como el fuego sordo entre las hojas que reclama
un nicho en donde reposar; como una mar amarga,
cansada de esperar ningún cobijo?

Qué sino el satélite quemado de las arenas movedizas;
 el vértigo, el delirio, sentados junto al cirio,
trastornando al impalpable papel del río de la memoria?
Para erigir en su centro la coraza, en su dureza de desierto,
del perfecto hueco eterno, ya sin vida, del caprichoso insecto.







domingo, 29 de noviembre de 2015

El Destino de la Universidad: Política y Filosofía Por Alberto Espinosa Orozco

El Destino de la Universidad: Política y Filosofía
Por Alberto Espinosa Orozco 



I
   La universidad concebida como empresa privada es aquella que presta un servicio particular y directo a los individuos, que prepara a los profesionistas liberales en función del lucro individual. Su tarea: la enseñanza técnica, en vistas a la productividad, para satisfacer las condiciones materiales de la vida humana, siendo su mercado propiamente la industria y el comercio. La universidad vista exclusivamente como una institución que faculta a profesionistas es entonces concebida como una institución privada de la enseñanza, como un instrumento técnico que utilizan las personas para el libre ejercicio de su profesión en el mercado laboral, sujeto a la libre competencia de la economía –pudiendo gozar del subsidio del estado como una gracia administrativa otorgada a particulares. A ese tipo de enseñanza puede llamársele en propiedad adiestramiento, instrucción, capacitación –que solo, por sofisticados que sean, los niveles básicos, elementales, del proceso educativo.
   La universidad socialista, en cambio, tendría como solo objetivo una significación revolucionaria: el deber de modificar el orden político establecido.
   La universidad a oscilado, peligrosamente, entre ambas concepciones, haciendo un doble juego, ya sea para no comprometerse, ya sea porque no sabe lo que quiere y n o hacer prácticamente nada, condenándose con ello a la parálisis de la inacción o a la esterilidad, presa de su vaguedad ideológica. En su extremo obstaculizando de cualquier forma y por cualquier medio y por sistema las actitudes y manifestaciones libres de la cultura superior, que abiertamente tiende a rebajar, obliterar o ignorar, teniendo incluso la tentación de sabotear –movida por el imperativo de no modificar la realidad de ninguna forma, es decir, condenado a la sociedad a la ignorancia. El riesgo de tan penosa como contradictoria oscilación, como ha hecho ver en nuestro medio Jorge Cuesta, es el de herir intereses universitarios concretos, al ser desconocidos o expulsados de la universidad; intereses que empero siguen desarrollando su autoridad, por desconocidos que sean oficialmente, entrando por tanto en pugna con las autoridades oficiales, investidas entonces de una manto de ficción y de fantasía por apoyadas en una ley carente de autoridad    
II
   En medio de esas dos tendencias extremistas y antagónicas se encuentran los verdaderos derechos universitarios: por un lado, el derecho de la libertad de cátedra, carente de todo sentido pràctico-utilitario o, quizá sería mejor decir, inspirada por el desinterés propio del conocimiento, y; el derecho a la autonomía universitaria, cuyo significado es el derecho de existir la universidad como colectividad dentro del estado, es decir, como personalidad colectiva autónoma con derecho a los beneficios de tesoro público de la nación. La  autonomía universitaria, en efecto, se refiere al orden público, político, de la nación: a la idea del carácter público de la educación superior o universitaria, que se presenta como un “servicio prestado a la colectividad” y no a los individuos en cuanto tales, de lo que se deriva su carácter nacional.   
     Porque lo que diferencia propiamente la enseñanza universitaria es dotar a la enseñanza de la ciencia y de la técnica de una base social a partir de la cual se estabilizan y crean las instituciones sociales. O dicho de otro modo: la enseñanza universitaria está destinada a abolir las pugnas y desequilibrios sociales  no mediante el ejercicio individual de las profesiones o de ejercicio de la economía de la sociedad, sino a través de la cultura científica y humanística, en el sentido de una cultura universal.
III
   No queda así, sino reconocer los fines superiores que le son propios a la enseñanza universitaria, tácitos, pero a  los que en todo momento apunta  la obra de los creadores universitarios de cultura: el satisfacer la necesidad social de la apetencia de cultura –que es la necesidad más importante de satisfacer de todas, por la superioridad de su valor humano.
   Superioridad eminentemente social también, pues el bienestar de la cultura regional implica necesariamente el de su sociedad. Apartarse, pues, de las presiones y tendencias que falsifican la enseñanza, que corrompen el espíritu universitario –que es el tomar las instituciones como rehén o como botín de otros intereses ajenos a su esencia, que son los fines desinteresados de la cultura, para poner a la cultura al servicio de apetitos incultos, ya sean económicos o políticos, haciéndola trabajar en beneficio personal, siendo guiada por el mezquino espíritu utilitario. No.
   Simplemente porque la universidad no está destinada  a beneficiar a los individuos en cuanto tal, sino en tanto sociedad,


IV
    Distraída por otros fines, de enriquecimiento personal o de trampolín político, la universidad correría el riesgo de morir de anemia, asfixiando sus fuentes fértiles de investigación, creatividad y difusión,  enrareciendo con ello su atmósfera, a lo que sigue la degradación de los estudios universitarios al desistir de su misión propia, dejándose seducir por el lamentable espíritu del “realismo utilitario”. Porque la universidad tiene fines que le son propios, morales, humanitarios y universales, siendo su utilidad práctica diferente a los que pudiera arrojar el adiestramiento o la mera instrucción: la de fortalecer una tradición en el sentido de una cultura espiritual superior –que también es de fe.  
   Los fines últimos de la universidad son así los de poner en contacto no sólo a la comunidad, sino a la sociedad toda, con la herencia cultural de la nación, preservando con ello y potenciando nuestra tradición, fuente de toda renovación y de todo progreso. Pues tal es sino de expansión del núcleo mismo del proceso educativo: la trasmisión de la memoria colectiva, de asimilación, familiarización y recreación de los logros distintivos, específicos, diferenciantes de una cultura. Corpus de ideas, ideales, creencias, normas y conocimientos, la cultura es el bien social por excelencia, siendo deber de la universidad la creación de nuevas formas de cohesión social alrededor de ese núcleo, creador de lazos comunes de identidad y de pertenencia.
   La labor de la filosofía de la universidad sería así la trasmisión de valores por personalidades vigorosas, que por su acción comprometida tengan el coraje de defenderla en un saber comprensivo, evaluando y jerarquizando los contenidos fundamentales de la cultura, llevando a cabo paralelamente una crítica radical de los fines e intereses desviados, cuya autoridad injustificada y aviesas orientaciones impiden el estudio, la investigación y la difusión de las propias formas culturales, asegurando con ello la continuidad del saber y de la misma nobleza y dignidad humana –hoy más que nunca puestas en riesgo por absurdas místicas inferiores y abstrusos intereses bastardos, conducentes en el pasado a inenarrables atrocidades o al abismo, sin fondo, de la barbarie. Por lo contrario, tarea esencial de la universidad es la de su renovación incesante de sus ideales,  movilizando hacia la realización de ellos, como ya ha hecho en ocasiones, anticipándose, los más altos artistas nacionales, toda de la diversidad de sus potencias. 
 V
   Los nombres pueden cambiar. Lo que se mantiene en cambio inalterado es la pureza y el valor de la esencias. La esencia de la universidad es hacer llegar a todos la universalidad  de sus valores, entre los cuales son la cumbre los derechos, enteramente positivos, de la vida humana, que son los derechos de la persona. Los derechos universitarios son así los de su propia naturaleza como órgano de enseñanza de los valores universales para la sociedad, por lo que deben estar enderezados a esa naturaleza, a esa esencia, que es puntualmente la misma del acceso de la sociedad a la educación de alto nivel y a la cultura propia, a la propia tradición –sin cuya situacionalidad sería imposible atisbar el horizonte universal de los valores (paradoja de lo eterno: que siempre y todo el tiempo tiene historia).
Las reivindicaciones de esos derechos, llámese lo mismo reformistas que revolucionarios, no pueden ser otros que la reivindicación de la libertad de cátedra, la autonomía de la universidad como entidad de personalidad colectiva y la excelencia académica –que no consiste en reivindicar derechos laborales a la manera que hacen sindicatos en la industria, sino específicamente en reivindicar los derechos del mérito,  que consisten en estimar a los hombres por su valor para una empresa cultural, de valor eminentemente social, y no por su servilismo.


Dibujos de Josè Luis Ramìrez