domingo, 11 de noviembre de 2018

El Ministerio de Lectura Por Alberto Espinosa Orozco

El Ministerio de Lectura
Por Alberto Espinosa Orozco

Había en sus rostros algo de maquinal, o bien de burdo, de rústico o de inacabado; cuando no la ansiedad que inundaba sus miradas las volvía perpetuamente esquivas.
En ese tiempo el Ministerio de Lectura había sustituido ya a todos los artistas y escritores por lo que ellos llamaban con pedante funcionalismo "promotores culturales", los cuales eran en realidad pequeños homúnculos, apenas unas larvas de la cibernética contemporánea, fanáticos soñadores de sus posibles poderes, quienes tomaban sus embrionarias posiciones en un mundo gobernado maquinalmente por las potencias inhumanas, siendo ellos mismos, estériles desde el punto de vista del espíritu, gobernados como máquinas.
Lo cierto es que el "acto humano de la lectura", como ellos le decían, les resultaba insoportablemente cansado, tan fatigante como fastidioso, y sobre todo sin sentido práctico: si acaso fábulas de fuentes, material de las sueños con que urdir un "sabrosos" cuento, destinado no a otra cosa que a matar el tiempo -aunque ello no era óbice para que en sus arengas públicas alabaran tal práctica con inmoderada e insana insistencia, acuñando el vacuo truismo según el cual "Leer nos hace mejores personas".
Así, los "promotores culturales" no eran propiamente ni maestros de letras, menos aún historiadores o filósofos, hombres de armas dedicados a pulir un campo de batalla o a perfilar la comba del dilatado universo; no, nada de eso, se trataba de galeotes, de personas simplemente distraídas, llevadas y traídas de aquí para allá, sin ton ni son, por los mismos procedimientos institucionales, hablando siempre, ya mecánicamente y sin ninguna convicción, de la lectura como el bien más grande de la humanidad -especies de brigadistas del tedio, quienes repetían palabras "tipo" como "interpretar", "significados", “el imaginario”, atribuyéndoles poderes misterios, sin entender por supuesto una sola palabra, sin poder entrar tampoco al mundo de la cultura y de la formación humanística que se abre por medio del espíritu y, sobre todo, sin poder hacer vivir un lenguaje. Casi no vale la pena añadir que muchos de ellos desviaban la idea onanista del "leer para leer", objetivo apenas velado del Ministerio de Lectura, por el deseo, determinado por sucios atavismos campiranos, de ordeñar con fruición las rubicundas ubres de las vacas...
La labor en el Ministerio de Lectura era, sin embargo, ardua. Dependiente en todo de una oscura oficialía central, su primer representante, el decano y pionero en la materia había sido un hombre gordo, mofletudo, un jarocho bastante campechano de rasgos negroides e imponente volumen, debatido todo el tiempo en arengas trufadas de lesos ademanes indicativos y de violentos manotazos ramplones, que estaban siempre a medio camino o del exabrupto o del llanto. 

Su misión, como la de varios “lectores” (así se les llamaba realmente) en la actualidad, había sido la de promover el levantamiento de monumentos y la recaudación de firmas y la recolección de dinero entre el campesinado para la elaboración de placas conmemorativas a los héroes patrios. En realidad, detrás de esta labor inane estaba dibujándose desde sus orígenes su verdadero propósito: la elaboración del organigrama estanco sociológico-institucional, acompañado por el canon y, en su médula misma, del index. 
Los autores de debían ser leídos y fomentados, turcos y polacos paganos en su mayor por ciento y, en el centro mismo del sistema, aquellos autores, oradores y prohombres regionales sobre los que debía caer el más insidioso de los olvidos, arrojándolos, como se decía con insultante mal gusto en aquellas regiones, al basurero de la historia.


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