viernes, 24 de agosto de 2018

Guillermo Bravo: El Mural de Palacio de Zambrano “Alegoría al Desarrollo de México” Por Alberto Espinosa Orozco


El Guillermo Bravo: Mural de Palacio de Zambrano 
“Alegoría al Desarrollo de México”
Por Alberto Espinosa Orozco




I
   El Maestro Guillermo Bravo Morán pertenece, junto con Guillermo de Lourdes, Horacio Rentería y Francisco Montoya de la Cruz, a un pequeño cúmulo de maestros de primer orden que formaron parte sustantiva del movimiento muralista mexicano al plasmar en los muros públicos de Durango reflexiones de carácter histórico e incuso metafísico sobre la comunidad, haciendo de él una tradición de características inéditas por los ingredientes de critica y exploración de nosotros mismos que entraña, siendo por ello articulador de la colectividad en un nuevo estrato de civilidad.  Maestros todos ellos radicados en la provincia mexicana que a pesar de ser fieles a los principios del movimiento muralista y a la escuela mexicana de pintura, han obtenido escasa consideración por parte de la crítica oficial. El Maestro Bravo Morán, sin embargo, estuvo durante muchos años a la cabeza de la cultura durangueña, siendo un maestro muy querido y de absoluto primer orden en el desarrollo de la educación artística regional.
   En el segundo cuerpo del edificio, junto a la Casa Principal, se encuentra una segunda edificación, menos esplendorosa, llamada la Casa Anexa (hoy ICED), la cual se conecta por unas escaleras de herradura, de muy baja altura, diseñada para que las bestias de carga pudieran subir a la planta alta.  En el cubo de la escalinata  el Maestro Guillermo Bravo Morán pintó al acrílico, en el año de 1979, una fabulosa alegoría modernista y de colores vivos sobre el desarrollo histórico de México titulado “Alegoría del Desarrollo de México: Raíces de su Historia”.
      El imponente mural de estilo modernista en el cubo de la escalera de la Casa Anexa al Palacio de Gobierno realizado al acrílico por Guillermo Bravo Morán, “Alegoría del Desarrollo de México”, constituye una verdadera maestra, siendo por ello mismo el trabajo por el que el autor sentía mayor orgullo mostrándolo personalmente a los interesados. Localizado en el lado poniente de la gran casona principal, que fueran antaño las bodegas, tiendas y oficinas del Palacio de Zambrano, el mural se despliega por el agudo cubo de la escalera secundaria, formado por una colección de estampas cuya serie va recorriendo a partir de una serie de símbolos o alegorías el tema de la historia de México. A la manera de un sistema planetario de acendrados valores expresivos, el maestro Guillermo Bravo hace desfilar una meditada secuencia de imágenes prístinas de nuestra saga histórica, haciendo que la mirada del espectador caiga por principio de cuentas en la especificidad de la composición mural, al tomar en cuenta, por decirlo así, cada paso en la marcha del espectador, pues por sus dimensiones la obra muralista esta diseñada para contemplarse durante el trayecto de la caminata en observación cinética de una serie de imágenes sucesivas que constituyen una de narración o historia hilada.
II
   La composición sinfónica puede leerse empezando arriba a la izquierda, donde en el muro este se exhibe como primer cromo la vertiginosa máquina de la modernidad en el despliegue de todo su poder, la cual es simbolizada por el ferrocarril contemporáneo revestido de violentos colores de azules, amarillo, bermellones, rojos, llevando en la parte superior a un grupo masivo de revolucionarios que desvanecen al fondo una gran línea paisajística. La imagen, que ocupa prácticamente todo el muro este, se continúa en una segunda postal con el grupo de revolucionarios que, sin solución de continuidad con el anterior, pero ya desde tierra firme, hacen detonar sus fusiles hacia la parte baja del muro, en cuya base, en la esquina del primer descanso, surge en tonos violáceos un extraño ser expresionista -conectando la secuencia narrativa de las imágenes y abriendo a la lectura los dos muros encontrados.  



III
   A un lado de ellos, como segundo cromo, aparece una imagen insólita y compleja: se trata de una especie de imponente carro metálico de bronce, equipado de ruedas, semejante a una máquina de vapor en cuya plataforma se muestra un severo rostro facetado, reduplicado en varias ocasiones –el cual evoca directamente al dios Jano Cuadrifronte de la mitología romana y a la vez al Carro de la Divinidad descrito por el profeta Ezequiel en su primera visión.
   El poderío patente de la máquina, en la cual se combinan los gestos torvos de cuatro semblantes repetidos, hace clara alusión al dios Jano, divinidad de las puertas y de todo comienzo y todo final. La obra abre así una puerta, creando con ello un pasaje por donde el espectador observa la intromisión el mundo terreno de fuerzas suprapersonales, históricas si se quiere, pero que a la vez se relacionan  con la instancia del supramundo y de lo numinoso. Hijo de Uranos y Hécate, a la antigua deidad se le invocaba al comienzo de una guerra y se abrían las puertas de su templo. Deidad de la armonía, del dinero, las leyes y la agricultura, Jano era considerado a la vez un héroe cultural que señala el paso de un reino caótico y salvaje a un estado de civilización, asegurando por ellos buenos finales. Saturno, quien fue acogido en sus tierras cuando fue derrotado en la guerra contra su hijo Júpiter, le concedió el don de ver el pasado y el futuro, mirando su efigie por ello a oriente y occidente simultáneamente, tomando así decisiones sabias y justas capaces de equilibrar el orden cósmico –y junto con ese poder visionario, otorgándole a la vez el poder para abrir o cerrar las puertas. 
   El curioso artilugio mecánico que porta las cabezas, semejante a una nave espacial o a un platillo volador, se relaciona también con el Carro de Fuego vislumbrado por Ezequiel en su fantástico arrebato a orillas del río Quebar, en Babilonia, cuando vio por primera vez la gloria del Señor.  Al igual que él, la imagen nos muestra un carro con ruedas multidireccionales coronado por una especie de bóveda, correspondiendo los cuatro Querubines descritos por el profeta a los poderosos rostros de la imagen, en cuyas formas, que tienen algo de las gigantescas cabezas Olmecas, se condensan las sombras de los jefes revolucionarios.
   Todos esos ingredientes son así sintetizados hasta el extremo de constituir una especie de poderoso emblema, a la vez punta de lanza y escudo, de las fuerzas revolucionarias, especialmente las múltiples fuerzas constitucionalistas del carrancismo -de las que formó parte Siqueiros, pero con las que colaboró directamente también el Dr. Atl e indirectamente José Clemente Orozco y muchos periodistas y artistas más, entre los que habría que contar al poeta estridentista Luis Quintanilla. Sin embargo, se trata de un ser sin determinación precisa, camaleónico, mutable,  por decirlo así vació de identidad, en el que late, empero, el poderío conjugado con el impulso destructor. La figura, similar  al dios Jano que mira con varias frentes en todas direcciones, da idea así de un aparato burocrático de estado, en cuyas sucesivas metamorfosis hay algo de símbolo dictatorial, haciendo los rostros mudos indistintas alusiones lo mismo a un Bismark que a un Porfirio Díaz, a un Pancho Villa que a un Álvaro Obregón.
   Un numeroso ejercido montado en caballos blancos marcha al frente del carro, sobre las llamas de un pozo o fragua volcánica en erupción, mientras debajo un gigantesco ser de violento rostro feroz y cadavérico, quien en tonos morados y violáceos, con demencial gesto, sujeta y junta entre sus nudosas manos los gordos cables maquinistas que lo rodean, a manera de los brazos de un pulpo o araña descomunal. Arriba de él, sobre el muro este de la primera escena, los guerrilleros de a pie disparan directamente al portentoso ser tecnológico, agazapado y rugiente entre sus tentáculos. En este cuadro el artista muestra dos facetas del proyecto de la revolución mexicana pues si por un lado llevó a cabo grandes transformaciones, reivindicando causas  políticas, sociales, nacionalistas y culturales, por otro, al apagarse la llama revolucionaria, los ideales quedaron distantes de la vida, flotando en su abstracción, en una constitución inaplicada, o petrificados en la sordera de la intolerancia, emparedada en el pensamiento rígido de una verdad absoluta renuente a la crítica, a la libertad y al debate ideológico.
El prepotente mecanismo nos advierte así desde su altura sobre uno de los más acusados caracteres nacionales: me refiero a “la cargada”, esa tendencia de las costumbres patrias a desbarrancarse colectivamente, a aceptar ciegamente una convención para hacerla valer dogmáticamente como vía única –de manera tan absolutista cuan variable, según el dictado de las circunstancias. El mismo Siqueiros condensó tal propuesta con una fórmula: “No hay más ruta que la nuestra”. Razón histórica, si se permite el oximoron, que al institucionalizarse con el fin de la revolución es visible aún ahora en la inveterada costumbre del “dedazo”.  En efecto, para 1924 se da el extravío de la Revolución, enajenada por el utilitarismo de los políticos y por una burguesía arrogante y pagada de si misma, distraída en sus pequeños caprichos y negligente, protegida por una burocracia adocenada y acomodaticia aquejada por la peor de todas las locuras: la locura del convencionalismo, puerta grande por donde se resquebrajan los ideales sociales –encontrando su fin en la proletarización de esa burguesía misma, en justa sanción histórica por no haber podido educar y elevar a la plebe. 










IV
   Siguiendo la secuencia de la obra aparece en el centro del tablero principal una tercera imagen compuesta por cuatro escenas: se trata del desarrollo de una sangrienta revuelta, en la que aparecen un monstruoso ser montado por un jinete el cual es combatido desde arriba, entre nubes eléctricas y expresionistas signos ominosos, por un grupo de revolucionarios de infantería, mientras es rodeado en la parte inferior por dos agrupaciones humanas en sendas manifestaciones de protesta. 
   La parte central de la obra gravita un descomunal caballo montado por un inmenso jinete. La imagen que tiene alguna relación con el “Guernica” de Picasso y con “El Grito” de Edward Munch, es una visión de pesadilla: en ella el monstruos ser hibrido, un equino de cola serpentina, gime y se revuelve herido siendo conducido por un deforme general de aspecto circense, quien lleva la brida en la mano crispada, en cuyo ademán hay mucho de dolor y de muerte,  estando ambos rodeados por el fuego destructor y las llamas de la metralla. La grandilocuencia de la escena hace penar en un combate cuerpo a cuerpo con la sierpe del mal, contra el dragón antiguo o contra el Leviatán, encarnado en un ser hibrido mitad yegua nocturna mitad dragón cabalgado por un ambiguo general tocado con un especie de ridículo cucurucho azul a manera de vaporoso gorro, símbolo acaso de la perversa política  de las naciones, combatido por el pueblo de los gentiles, en tiempos normales tan amable, a sangre y fuego -atrayendo así la obra la atención de viandante no tanto al momento más álgido de la Revolución Mexicana de 1910, sino a la figura del  arquetipo, en el cual hay probablemente una alusión simbólica a la profecía bíblica de Ezequiel, quien se refiere a Gog, jefe supremo del país de Magog, la tierra más lejana del norte, quien  en los últimos tiempos atacará, con un enorme ejercito armado de espadas y escudos de diversas clases y sus jinetes elegantemente uniformados, al país indefenso situado en el centro del mundo y formado por varias naciones, con el fin de saquearlo, despojarlo y robarlo, lo cual despertará el ardor de la ira del Señor haciendo venir sobre Gog y sus ejércitos toda clase de males, con lluvia a torrentes, granizo y azufre, con enfermedad y muerte violenta –demostrando así a muchos pueblos su grandeza y santidad (Ezequiel 38, 1-23). 




   En la visión de San Juan vuelve a aparecer el arquetipo de Gog y Magog al que el mural hace alusión. Se trata del pasaje  del profeta que se refiere al milenio, hacia en el final del libro revelado del Apocalipsis, cuando el apóstol habla del ángel que trae la llave del Abismo y una gran cadena en la mano prende al Dragón, que es la Antigua Serpiente, el Diablo, y también Satanás, y lo amarra por mil años precipitándolo al abismo, cerrándolo con llave y sellándolo encima para que ya no embauque a las naciones. Cuando hayan transcurrido los mil años, relata en las sagradas escrituras, Satanás será puesto en libertad y saldrá de la prisión para volver a engañar a las naciones de los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, para reunirlas para la guerra, siendo su número como las arenas del mar, cercando el campamento de los santos y de la ciudad amada. Dios lanza entonces fuego del cielo para consumirlos, siendo arrojado el Diablo, que las había seducido, al lago de fuego y azufre –donde se encuentran también la Bestia y el falso profeta, para ser atormentados día y noche por los siglos de los siglos ( Apocalipsis 20, 10). Los dos nombres se refieren así a las naciones paganas coaligadas contra el pueblo de Dios en el final de los tiempos, siendo la imagen del mural una especie de esquema de Gog montado y seducido por la Antigua Serpiente para convocar a los reyes de todo el mundo a un lugar llamado en hebreo Harmaguedón (en referencia a llanura de Meguiddó donde se hizo un duelo por el dios Hadad-rimón y fueron destruidos los nombres de los ídolos para que no fueran invocados nunca más; ver Zacarías 12. 11), en donde se librará la gran batalla de del gran día del Dios Omnipotente (Apocalipsis 16, 14-16). 
V
   El paso del transeúnte se detiene entonces en el descanso de la escalera ante un díptico cuyas dos escenas cierran la tercera composición; en primera instancia aparece un grupo de hombres sin camisa en una manifestación, aludiendo a  los Batallones Rojos (ejercito de obreros que en 1921 pelearon contra los zapatistas en Jalisco) mientras entre la turbamulta una bandera roja se incendia y en la parte posterior la multitud parece destrozar una insignia que tiene la forma de un satélite espacial o de un sputnik; de entre ellos se desprende, destacándose como una grandiosa imagen autónoma de extraordinario dinamismo, un grupo de mujeres humildes y enrrebosadas que corren como llevadas por el viento  en medio de la vorágine del caos hasta enfrentar a un hombre blanco y barbado al que le piden airadamente explicación de todo aquello, el cual les muestra mudo una especie de reliquia, de antorcha o de despojo entre las manos, lo que hace pensar en la escena de la reunión de las dolientes con el sacerdote cristiano. El par de obras, de inequívoco dinamismo y de realista fuerza multitudinaria, muestra la participación del Maestro Guillermo Bravo en la pintura de todos los tiempos, cuyo estilo reúne el mejor expresionismo orozquiano, a su vez resolviendo inmejorablemente la composición de los grandes conjuntos heredados por influencia de la escuela de Siqueiros. 







VI
   Anejas a esas imágines, reposa como escondida y el olvido  como en el centro de toda la inmensa pintura mural, como cuarta composición, un conjunto ideológico de tres figuras: por una parte, la imagen de una tercia de monolitos prehispánicos, los cuales no sino tres fragmentos de la escultura Coatlicue, que exhibe sus  miembros; por la otra, la doble imagen de una pareja de Conquistadores en el ejercicio de sus armas y ataviados de armaduras. El décimo cromo de la serie se refiere así directamente al nacimiento de la nación mexicana en el siglo XVI, cuando la espada de la cristiandad destruye una cultura centenaria, para erigir con sangre la fe cristiana a la que adiposamente se suma el hombre ruin con su joroba de codicia y el verduguillo en cruz que se señala a si mismo en ávido y fatal signo de mísera avaricia. 
   En el cuadro, lleno de dinamismo flamígero, la figura conquistador armado Hernán Cortes hiende con la fiera espada en el ídolo ya de por si mutilado y tinto en sangre –debajo de cuyo poderoso brazo medra la figura de la conquista de la usura y la avaricia. Hay que advertir que la figura de la Coyouxauki fue descubierta en el año de 1978, justamente cuando el maestro Guillermo Moral ejecutaba su inmensa obra mural. Se trata de la Luna en la figuración del mito mesoamericano, para relata que la diosa Coyouxauki (Rostro de Cascabeles), hermana de los Cuatrocientos Surianos (Centzon Huznahua), conspiró junto con ellos contra su madre Coatlicue, que vivía en Coatepec, para matarle -al saber que se había embarazado de Huitzilopochtli por medio de una misteriosa concepción: de una bolita de plumas de colibrí que cayo a su seno del cielo. Al momento de que la Luna instigando a sus aliados da muerte a Coatlicue, degollando a la diosa de la Tierra, nace completamente armado Huitzilopochtli (Colibrí Zurdo o Colibrí Suriano), con la Serpiente de Fuego en la mano en forma de hacha (Xiuhcóatl), iniciándose así una guerra fratricida. La Diosa de la Noche y de los Vencidos es finalmente derrotada por el dios del Sol y de la Guerra, quien finalmente arroja su cabeza al cielo para formar a la Luna.
   El ídolo lleva los pechos flácidos, estando visiblemente degollada y desmembrada, ostentando en el rostro pintado una serie de cascabeles y ataviada con un cinturón que lleva una serpiente bicéfala, un cráneo a la espalda, sandalias, tobilleras y muñequeras.    De el sólo podemos ver en la pintura algunos fragmentos: una de sus extremidades, una muñequera y el cráneo que monta a la espalda. El triunfo del Sol sobre los poderes nocturnos del mito azteca, encontraría su colofón en la figura de Cortes quien, a manera de un oscuro Apolo o de un Huitzilopochtli ultramarino redivivo, destruye con la conquista y las armas teológicas y evangélicas del cristianismo los sacrificios rituales –enterrando viva con ello a toda una cultura.



   Sin embargo, gesto manierista  del brazo del segundo conquistador, quien empuña la cruceta de la espada  en dirección a la tierra con mirada torva y esquiva, expresa a la vez la doble imagen de la avidez incontrolada, del afán de dominio y la avidez de poder material –cuyo motivo preponderante, detonado por el orgullo y la codicia, no puede sino mostrar junto al gesto repudiable el cuchillo sacrílego que empuña con infame ademán, el cual deja entrever lo que en su mente calenturienta hay de radical egoísmo y traición a la causa de la nueva religión instituida por españoles, simbolizando con ello un crimen de lesa humanidad.     Intento también por romper con el dualismo estrecho y dogmático de Siqueiros, y de Diego Rivera, con esa especie de reduccionismo o visión maniqueísta y mezquina de la historia que divide ciegamente en buenos y malos a las fuerzas del progreso y a las fuerzas reaccionarias. Dogmatismo que mutila enormemente la realidad y que por ejemplo, acentuó en la Conquista de México los rasgos sombríos y negativos de los conquistadores idealizando la sociedad precolombina. Ante esa pintura ideológica, pues, destinada a convertirse en su oratoria exaltada y vociferante en gesto, el maestro Guillermo Bravo acentúa su otro polo: la gesta histórica de la nación mexicana en la defensa de las creencias  que le dan mayor sentido y cohesión social: me refiero las creencias religiosas y a la fe viva donde se cultiva la caridad, el sentido de la justicia y la conducta recta.










VII
   La siguiente estampa, la quinta composición, arranca en la esquina baja del descanso principal: es la de un hombre blanco de pelo rubio sentado en una especie de flamígero trono. Se trata de Maximiliano de Habsburgo, quien se encuentra sentado como aprisionado en un rincón, encerrado por las raíces de un inmenso árbol que crece sobre sus espaldas –de una des oquedades emerge también la triple imagen de la conquista española por los hombres de metálica armadura. En efecto, en la esquina derecha del tablero, la cual se cae en una especie de cuchilla por la que casi se abisma la miada del espectador, el artista coloca, encerrado en el vértice mas agudo de toda la escalinata, la figura esquemática del cacique imperial, el cual encarna a un dorado Maximiliano de Habsburgo sentado, hundido, sin torso aparente, en el sitial legendario de la embrujada silla presidencial mexicana, teniendo la imagen algo de eco, donde reverberan  repetidas las sombras del viejo Santana mutilado o del pálido Don Porfirio Díaz. El hombre alza las manos aferrándose a unas cuerdas doradas, símbolo del poder imperial que se le concedió en nuestra tierra –reduplicando de tal manera la imagen del ser monstruoso y cadavérico que sobre tonos morados está pintado aferrando los cables maquinales en la esquina opuesta.  

   Al levantar la vista nos tropezamos entonces con la escena del enorme vegetal, pues de las raíces carcelarias surge un inmenso árbol que según va ascendiendo enreda a los hombres entre sus ramas. Se trata de una especie de gigantesca Ceiba devoradora que entre sus  llamas atrapa a los hombres, la cual sube dramáticamente por el muro central torciéndose hasta conectar el muro contiguo –aplicando el muralista con singular maestría la idea de la perspectiva curvilínea heredada por Siqueiros hasta desdoblar completamente los muros encontrados. La imponente imagen se refiere inequívocamente hace alusión al mito bíblico del Árbol de la Ciencia del Bien y el Mal, incrementando el artista con ello  la atmósfera dantesca de la obra, en medio de un estilo cuyo expresionismo alía la influencia surrealista, por penetrar en el inframundo del inconsciente colectivo. La imagen es así en su conjunto una tremenda alegoría situacional, histórica quiero decir, del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal que se encontraba en medio del huerto del Edén, junto al Árbol de la Vida y de la inmortalidad, prohibido al ser su fruto no comestible por el ser humano por llevar a la muerte.  El tema del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal y el Árbol de la Vida fue un motivo recurrente en el Movimiento Muralista Mexicano: de ese motivo plenamente esotérico se ocupó Roberto Montenegro en su primer mural en la Iglesia de San Pedro y San Pablo en 1922, Diego Rivera con su equipo de ayudantes pinto una especie de Árbol Cósmico en el mural Anfiteatro Bolívar de la Preparatoria de  San Ildefonso en el año de 1923 y José Clemente Orozco el mural “Omnisciencia” en la Casa de los Azulejos el año de 1925.
   El conjunto hombre-árbol-serpiente es recurrente en los mitos de muchas religiones y específicamente desarrollado en el gran mito bíblico: la serpiente es un monstruo que personifica al espíritu del mal, esencialmente opuesto al hombre, la cual aparece como el obstáculo máximo para que el hombre consiga la inmortalidad, cuya fuente está en el Árbol de la Vida, sirviéndose de él a la vez al poner la tentación para que el hombre le revele por su ciencia donde se encuentra, pues se encuentra disimulado entre la multitud de árboles del Paraíso. Así, el héroe tiene que luchar contra el monstruo y vencerlo en una lucha (no necesariamente física) para acceder al Árbol o a la Fuente de la Vida –el cual según disímbolas leyendas se encuentra en el fin del mundo (Finisterre), en el País de las Tinieblas o en le cúspide de un monte muy elevado, simbolizando todos esos lugares un eje o “centro” del mundo, siendo frecuente que el poder de lo inmortal se encuentra concentrado en un fruto, en una agua o en una hierba.  En efecto, grifos, dragones o serpientes montan guardia en todo “centro” o vía de inmortalidad, protegiendo así los receptáculos donde se encuentra concentrado lo sagrado, la sustancia real, los tesoros o los diamantes, los cuales son símbolos iniciático de lo sagrado, pues confieren poder, inmortalidad u omnisciencia.
  En la imagen mural la serpiente gigantesca va aprisionando entre sus anillos a una serie de figuras humanas repetidas, lo cual es un indicio de los años o ciclos temporales, siendo así una representación simbólica de la misma humanidad, asaltada en su camino histórico por las astutas tentaciones de su mortal adversario –y la imagen misma una especie de explicación del mural prefigurado cunado fue ayudante de Siqueiros en el mural “La Marcha de la Humanidad hacia su Liberación”, el cual, según la interpretación conclusa del maestro durangueño, precisa de una clave hermenéutica  simbólica, apelando para servirse de ella a la mitología judeo-cristiana y de la antigüedad griega. La figura central del árbol combate sin embargo el pesimismo general de la imagen, al representar a un hombre que con los brazos en alto, logra liberarse de la tentación y de la sujeción, siendo seguido por los otros a la manera de un nuevo Prometeo.




VIII
   Todo camino en dirección hacia un “centro” (el Paraíso, la Fuente de la Inmortalidad) es largo, penoso y sembrado de obstáculos: es el tesoro difícilmente conseguible, que está rodeado por las aguas de la muerte que el héroe debe trasponer, o la hierba llena de espinas que se encuentra en el fondo del mar (Gilgamesh).  El camino para acceder a lo sagrado suele estar guardado por un monstruo o una serpiente –el adversario por excelencia del hombre y de su inmortalidad prometida –que la serpiente codicia para si. En el Árbol de la Vida se encuentra, efectivamente, el centro del universo y su eje atraviesa las tres regiones cósmicas, siendo un lugar de paso entre el cielo,  la tierra y el infierno, pues si sus ramas cubren el mundo entero y su copa llega hasta el trono de Dios, sus raíces se prolongan hasta el infierno. En este sentido se ha interpretado también la cruz del redentor, que es a la vez sostén del mundo y puente o escalera para que los hombres suban hasta Dios. El Árbol Cósmico, identificado frecuentemente con el Árbol de la Vida, tiene un papel central en la mitología y los ritos de muchas religiones. Se trata efectivamente de un símbolo cosmológico-vegetal pues su tronco toca el tercer y hasta el séptimo cielo, mientras que sus raíces se extienden hasta el ígneo corazón de la tierra, reino de gigantes y lugar del infierno. El mito iraní cuenta que en el fin del mundo temblará el universo hasta sus cimientos y luego del tremendo cataclismo se instaurará un nuevo paradisiaco en el mundo; y así, aunque el árbol será sacudido muy fuertemente no será arrasado ni se derruirá el cosmos. 
   Se trata así de una potente imagen del Árbol Cósmico, cuya existencia indica el exilio del hombre en este mudo sublunar y caído, en el cual crecen la raíz de las tentaciones  que encarcelan a los hombres,  llevándolos al confinamiento o a la perdición –por medio de la pecaminosidad, que tradicionalmente lo mismo se expresa en términos de avaricia, avidez, codicia violencia o de la lujuria. El árbol resulta así una prisión y a la vez un sacrificador de hombres que de alguna manera sugiere una tentación más: la de la razón histórica, la cual se funda, por un lado, en incesantes convenciones, en cuyas derivaciones dialécticas u oscuras contorsiones del sentido los hombres son irremisiblemente atrapados, o caen paralizados y en masa por una especie de  hipnotismo colectivo; sustentándose por el otro costado en el recurso subjetivo de la moral personal, que en su relativismo anarquista, resulta a fin de cuentas incumplible –ya sea al estar  al estar orientada por modelos menores del derecho o acicateada por los vientos cambiantes de los intereses personales enraizados a grupos o circunstancias transitorias.
    Las anillos que estrangulan al Árbol Cósmico habría que interpretarlas como el espíritu de la novedad y de la moda, cuya incesante renovación conduce al hombre por los caminos de lo excéntrico o lo lleva a los acantilados del extremismo, sacándolo por el ello del centro estable de la persona, volviéndolo inconsistente y sin sustancia propia, anulando en el hombre el conocimiento de si mismo, enturbiándolo o oscureciéndolo –llevándolo en el terreno de la moral lo a la ausencia de sentimientos o a su perversión y, con mucha frecuencia, al cultivo de las místicas inferiores y al confinamiento del hombre en si mismo para por decirlo encriptarlo –volviéndose con ello una fuerza socialmente disolvente o un sujeto ininteligible para los otros y para si mismo.
   Lastimoso árbol del sacrifico inútil, pues, y de las lamentaciones, que nos recuerda dos verdades inconmovibles y eternas: que a Dios pertenece todo ser humano y que aquel que peque morirá -estado en Dios el poder de derribar el árbol orgulloso y de hacer crecer al pequeño, de secar al árbol verde y de hacer reverdecer al seco. El mural nos habla así de la tremenda presión histórica y generacional que pesa sobre el pueblo mexicano y del espíritu del error que desacata el mandamiento central de la religión: el amarse como hermanos los unos a los otros. Negativa a seguir el pacto con la deidad, de guardar el santo mandamiento, de hacer lo que agrada al Espíritu de la Verdad –y que constituye el desamor y la sordera del espíritu del error, de los hombres que hablan según el mundo porque son del mundo y que son escuchados por el mundo. Verdad mundana, pues, cuyo saber es desamor, donde el consiste en el fondo en no ser cómplice, es encontrar en falta al hombre y en denunciarlo. La condena de la humanidad, llevada por las bajas pasiones, a la tentación del poder o, en una palabra a estar en el error, lejos de la verdad, privado del espíritu, dormido y con los ojos  cerrados.
   La vieja analogía del hombre que hace de él un árbol, encuentra en el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal a la serpiente, que conlleva la muerte del espíritu y el alejamiento de Dios. El hombre, árbol de imágenes cuyas ramas son los pensamientos y las hojas, cuyos frutos las acciones –buenas y/o malas.  La estampa se presenta así como una primera señal de advertencia sobre los engaños del camino, expresando vivamente, en un tremendo esfuerzo personal, las viejas verdades hoy olvidadas, las cuales ayudan a apartarse del espíritu del error y de la confusión –el cual, bajo formas modernizadazas, cada vez más atractivas y fascinantes, se adaptan por todas partes y no dejan de reaparecer, disfrazando con el sello de la novedad las antiguas y temibles herejías.






IX
   Por su parte la serpiente representa el principio primordial  e indiferenciado de la vida y por tanto la psique oscura e inferior, incomprensible y misteriosa, en cuya sacralidad material carente de espíritu hay una marcada tendencia al caos. Línea viva, abstracción encarnada, su fría viscosidad y su vida subterránea que surge de la boca de una caverna nos hablan del mundo de abajo y de la noche del origen, pues es dueña de de las fuerzas de la naturaleza y de la libido. Los anillos que forman su cuerpo curvilíneo son así también un símbolo de la cadena del tiempo o de la rueda de las horas. Es el dios de las tinieblas, símbolo del mal intrínseco dominado por el interés egoísta, siendo así un animal de poder caracterizado por su agresividad, su fuerza, por el veneno de su sabiduría tramposa y por su cólera (Apophis, Leviatán). Sin embargo, en la dialéctica material, la serpiente es también un principio vital, vivificador que nos indica que de la vida surge la muerte y de la muerte sale la vida. 
   La serpiente cósmica, falo, vulva, matriz y boca a un tiempo,  simboliza de tal suerte el deseo perverso de llevar el cosmos de la creación de nuevo al caos de lo indiferenciado. Como rey subterráneo su deseo no es otro que el de destruir el mundo. Potencia desde un principio hostil al hombre, la serpiente simboliza así las fuerzas de la naturaleza desatadas y un poder incontrolable esencialmente enemigo del espíritu. Sin embargo incorpora también algunos aspectos, a primera vista contradictorios, pues a fin de cuentas cumple en el plan de la creación una función regeneradora. Enemiga del sol y del espíritu, la serpiente lleva a cabo así una función no solo vivificadora e inspiradora, sino que también fecunda por medio del combate al espíritu. Sus aspectos polivalentes la hacen por ello equiparable al símbolo del laberinto –dominando en todo ello el aspecto nocturno, negativo, incuso maligno de la naturaleza, siendo por ello el emblema de lo falso, del orgullo, de la avaricia y el egoísmo, así como de la sublimación de la lujuria en sus aspectos más degenerados y perversos del deseo caído, bestial, del impudor y la prostitución. También es efigie por ello de los seres materializados que sólo aman los bienes temporales, que engendran escasez debido a sus irresponsabilidades y  que hacen sufrir a los pobres. Ser repugnante, la serpiente maldita que engendra los vicios que traen la muerte,  es también emblema de la masa humana y su impuso tanático y disolvente que la impulsa a volver a la materia en bruto de lo inanimado. 
   Para el mito iranio la Serpiente de la Esfera Celeste (Gochihr) caerá en el fin de los tiempos desde lo alto de la luna a la tierra, la cual sufrirá gran dolor, como cuando la oveja ve desgarrada su lana por fauces el lobo: entonces el dios maligno Ariman fundirá los metales de los montes y las colinas, los que fluirán hacia la tierra como ríos, obligando a los hombres a atravesarlos pereciendo de tal modo y revelando con ello su maldad –logrando sin embargo Ormuz, el dios de la luz, que los salvos los cruzarán como ríos de leche tibia. Gochir, el espíritu de la destrucción, finalmente será vencida para hundirse en  los abismos del infierno.  Por su parte San Juan explica la génesis del pecado en un conocido pasaje del Nuevo Testamento: “Y fue arrojado el enorme Dragón, la antigua serpiente que se llama el Diablo o Satanás, el que seducía al universo entero; fue arrojado a la Tierra y sus ángeles fueron arrojados con él.” (Apocalipsis 12, 9). Se trata así de la serpiente cósmica, del rey subterráneo que ha de volver y cuyo deseo perverso es llevar el mundo de nuevo al caos y destruirlo.
   La larga cola azul y serpentina del monstruoso ser que sujeta al Árbol Cósmico se desarrolla sobre el muro occidental –sirviendo de conexión o puente con el muro sur. La sexta estampa muestra así, sobre la prolongación de la serpiente y en primer plano, una enorme y alucinante águila imperial, que en la visión alegórica del pintor aparece bajo la forma de una especie de Tifón de la mitología griega o de de Hidra alada resuelta en colores azulgrana, la cual sostiene un combate contra la serpiente cósmica.  Tifón, la divinidad primitiva relacionada con los huracanes cuyo nombre significa “humo”, es una figura ctónica de las fuerzas volcánicas, un espeluznante monstruo alado de cien cabezas cuya colosal altura alcanza las estrellas. Por dedos lleva cabezas de dragón y numerosas serpientes repartidas entre los muslos siendo sus piernas también serpentiformes. Monstruo espeluznante de mirada ígnea que con su aterradora cabeza de dragón que vomita fuego y lava de sus fauces, Tifón crea los terremotos y los huracanes al mover sus alas.  Se trata, en efecto, de una fuerza anárquica dirigida contra la ley, de las desmesuradas fuerzas bestiales de la naturaleza sublevadas contra el espíritu. 
   La inmensa águila, rematada en una poderosa garra imperialista que aprisiona a una roca, desarrollando la escena del combate con la serpiente sobre un paisaje ígneo entre volcanes en erupción y donde es visible en un segundo plano la cabeza de la serpiente herida mortalmente. Sin embargo, aunque la lucha entre el águila y la serpiente es un símbolo cosmológico de la oposición entre la luz y las tinieblas, una hierofanta de la contradicción entre el principio solar y el subterráneo, pues el águila, en efecto, libra diariamente un combate contra la víbora. Siendo un pájaro de presa, el águila hunde sus garras en el cuerpo de la serpiente para obtener de ella la sangre destinada a formar al hombre civilizado.   
   Sin embargo, cabe una doble interpretación, pues el alado ser monstruoso que vuela enloquecido con sus multiplicadas cabezas, aprisionado en su única pata una especie de aerolito o de cometa, pudiera referirse entonces a un ángel maléfico, incluso al anticristo –pues el águila ha sido también símbolo del poder imperial, en particular del Sacro Imperio Romano, siendo así entonces un símbolo de la perversión del poder, pues en su aspecto descendente el águila puede expresar orgullo y opresión, al ser en ocasiones un animal rapaz, cruel y robador, caracterizado por su voluntad de poderío y por su inflexibilidad, pues como ave de presa rapta a sus víctimas con sus garras a lugares donde no pueden escapar. La imagen mural nos hablaría entonces de un enfrentamiento entre dos fuerzas primigenias de la naturaleza, ambas de naturaleza negativa. La enigmática figura se presenta así a la vez como una figura del enigma: fantástico ser hibrido que nos impele, que incluso nos exige buscarle un sentido –que es el rasgo definitoria  y propio de la verdadera de la obra abierta. 




X
   La séptima imagen con que cierra el mural en el descenso final del cubo de la escalinata nos remite a la mítica Comala, a la  viudez, orfandad, miseria de un pueblo de muertos en vida –o mejor, de muertos que no saben que no están muertos, vivos en la muerte, o que mueren de muerte viva.  La grandiosa serie de paisajes por decirlo así minimalistas se cierra con una maravillosa grisalla, en la que se retrata una anémica y fantasmal procesión, en la que aparecen como a la distancia, casi al borde de la desincorporación, un grupo de mujeres esporádicas ataviadas con los atuendos revolucionarios de las dobles cananas y el amplio sombrero zapatista.
Imagen rotunda, pues, de la desolación y la orfandad. Retrato de la miseria del pueblo que es a la vez un tratado de demonología. Revuelta, pues contra los actos de astucia inscritos en la modernidad, cuyo propósito más férreo es ocultar los símbolos y su exégesis, debido a la presión histórica, para vaciar el sentido. 





XI
      La obra, realizada entre 1978 y 1979 a encargo del Dr. Máximo Gamis durante la administración de Castillo Franco, fue concluida por Guillermo Bravo en varios meses de extenuante labor, que se prolongaba en jornadas diarias de nueve de la mañana a dos de la madrugada –teniendo durante toda su ejecución a un solo pintor diletante como ayudante. El maestro Bravo estaba realizando su obra maestra, por lo que borraba estampas completas del complejo mural, rehaciendo las postales constantemente, en un esfuerzo por enfocar y llevar a su perfección la visión estética que le fue dada. Asombrosa imagen y compleja, es cierto, donde se siente vivamente junto al tono de de la epopeya patria un presagio apocalíptico. El magistral mural, pleno de ingredientes simbólicos, es una visón ciertamente pesimista de la condición humana y de las repetidas tragedias nacionales, en cuyo dramatismo sin embargo se establece una especie de diálogo o, mejor dicho, de consideración y corrección final al mural colectivo “La Marcha de la Humanidad hacia la Liberación” que junto con David Alfaro Siqueiros y su equipo realizo Guillermo Bravo como Jefe de Taller en sus etapas generatrices y decisivas una década antes.  Esfuerzo en verdad titánico por aclarar en lo posible y volver explícito el simbolismo subyacente en aquel esfuerzo colectivo y generacional…
   Así, en sus muchas alegorías la gran obra mural del maestro Guillermo Bravo, localizado en el hoy Museo Palacio de Gobierno de Durango, corrige lo que el Museo Polyforum dejó pendiente o inconcluso informe, por su carga de arte concesivo y de pintura demagógica por lo que fue tan criticado Siqueiros en su momento,  aportando la única solución posible ya entrevista por José Clemente Orozco: el recurso no sólo a la simbología tradicional, sino incluso a su renovación. Proceso de hermenéutica que va más allá de la exégesis: me refiero a la invención de imágenes originales, sujetas a un riguroso proceso heurístico. Predicar desde los andamios renovando con ello la religión; religión nueva, es verdad, que se expresa a través del humor cruel y de la sátira llamativa los grandes problemas y temores que conciernen al pueblo de México -función social del arte entendida como expiación colectiva y como acto de conciencia. 
   Hay que agregar aquí que en torno al movimiento muralista ha rondado por sistema una temible confusión, la cual se reactiva sin cesar en nuestro tiempo cuando se habla de “arte nacional”, “literatura campesina”, arte proletario” o “arte colectivo”. Lo cierto es que cada colectividad tiene sus propios medios de expresión, que se manifiestan tanto en el folclore, en los símbolos como en su mística, los cuales pertenecen a una estructura mental dada, y que son creados por la vida social misma, siendo así imposibles de ser representados por un artista. Por su parte el artista se distingue de los demás hombres justamente por profundizar en su experiencia personal, por pulir su autonomía individual y acrisolar su vida y visión interior, y a la vez por llevar a cabo una lucha permanente por concentrar su inteligencia y sus esfuerzos con la continuidad de la tradición, solidarizándose con el trabajo de la humanidad por asegurar su nobleza y su dignidad. Sus esfuerzos personales se conectan entonces con la tarea de recordar las viejas verdades olvidadas, por apartarse del error y de la confusión, el cual ronda entre nosotros con formas modernizadas, cada vez más modernizadas y fascinantes, adaptándose por todas partes sin dejar nunca de reaparecer a la manera de las viejas herejías.
   El antídoto para combatirlas que encuentra el maestro Guillermo Bravo en la tradición y a la mano es una interpretación moral  e incluso Bíblica, usando para ello la clave de Antiguo Testamento el cual resuena en el fondo del mural con sus incendiados paisajes apocalípticos. Imposible no ver en el jinete central a los jinetes de elegantes uniformes del país de Magog descritos por el profeta Ezequiel: la grandiosa imagen central hay así una vívida reminiscencia de su Jefe supremo Gog, quien se hizo enemigo del Dios, condensando la imagen al general blasfemo, en el momento de estar atacando al país que vive en el centro del mundo para saquear y robar, a ese país tranquilo, hecho de varias naciones y aliado casi fortuito de Dios, quien castiga a Gog con toda clase de males como granizo, fuego, azufre, enfermedades y muerte violenta -pues Dios juzgará al ejercito enemigo de acuerdo a la manera en que ellos juzgan, y usando su propia medida los tratará según su conducta.
   En el magistral mural aparecen representadas así una serie de grandiosas fuerzas impersonales, que al incrustarse en la naturaleza humana o al incubarse en el inconsciente colectivo dan por resultado tremendos movimientos sociales sujetos a los vendavales de las potencias desatadas –las cuales van desde las máquinas que imperan sobre la condición humana a la Hidra de Lerma, pasando por la ambigua deidad farisaica del voluntarioso carro guerrero, el dragón montado por un churrigueresco generala amotinado y el Árbol del Conocimiento de la Ciencia del Bien y del Mal. Así, lo primero de lo da cuenta la decoración la tendencia del espíritu moderno a estar en contacto con realidades cada vez más pesadas. La condensación. En efecto, la densidad tectónica de las expresiones artísticas, pero no sólo de ellas (pues está presente en la novela, en la filosofía, en la economía y en la política), revela la necesidad de nuestra época de sentir la realidad dentro de sus aspectos más pesados –tendencia barroca que se explica por una especie de doble horror de la modernidad: el angustioso horror al estar vacía de espíritu, por un lado, cuyo ferviente materialismo conduce por oposición al horror por lo puro, por los sencillo, por lo angélico. El maestro Guillermo Bravo da cuenta de esas notas valiéndose de la densidad en sus volúmenes, introduciendo en el grandioso tablero una especie de composición polifónica, cuyos colores chirriantes, solferinos, eléctricos y violentos, crean una atmosfera de desconcierto y desafinación generalizada, expresando con ello lo que la revuelta armada de principios del siglo XX tuvo de sangrienta lucha fratricida –pero también de explosiva fuerza redentora.
XII
   El mural comprende así, de manera alegórica, un recorrido por las etapas clave de nuestra historia, en una visión megaperiódica, en la que sólo tienen cabida los símbolos más caros que nos constituyen. La visión, que por la misma dinamicidad extraordinaria lograda por las formas y la aceleración que añade el colorido, eléctrico y casi chillón en su viveza, va dando cuenta de un continuo de escenas plásticas  que abriéndose en una especie de visión en espiral, por decirlo así de embudo, en el que van desenvolviéndose los temas particulares de las cicatrices de nuestra historia: se trata de los emblemas del mundo Prehispánico, la Conquista y la Revuelta Armada, para continuar el mural a mano derecha con una alegoría del imperialismo internacional bajo la forma de una monstruosa águila, que deforme o mutilada asienta su única garra sobre un ardiente terreno roturado, tras cuyas quebradas de marmóreo granito destaca el estallido de un volcán  en la pradera. Se trata así de un juego formal de impecable factura que conforme a la declinación de la escalinata nos lleva simultáneamente a recorrer esa otra escalinata de una cumbre acerada, cuyas lajas van cayendo a una hasta formar toda una hilera muda de sarcófagos.
   Imágenes de vertiginoso recorrido, es verdad, que nos hablan de las hondas preocupaciones del maestro Guillermo Bravo por nuestra hondura histórica. El mural es el relato así de los grandes dramas de un pueblo, de las migraciones humanas que van constituyendo al través de su historia a una nación, porque los viajes de las grandes colectividades y los retos y escollos para constituirse que encuentra en su camino.  Así, el anhelo por constituir una cultura propia, castellana rayada de azteca, el mestizaje en su difícil mixtura de elementos autóctonos y criollos,  de nuestra raza.
   En su momento Bravo Moran, debido acaso a su formación de caballero arcaico y a su impecable formalidad (a la flexible pero firme estructura de su formación moral), organizó bajo su jefatura los talleres de David Alfaro Siqueiros para la construcción macro-pictórica-arquitectónica del Polyforum Cultual. El maestro Bravo, al entregarse a la tarea de manera absolutamente comprometida y responsable, casi me gustaría escribir que de un modo religioso, no tardó en refinar los ideales estéticos del movimiento muralista, por una especie de contacto áptico y afectivo. Tal actitud, lejos de ser la de la mera asimilación de los conocimientos técnicos (como sucedió con el obsedente formalismo estéril aprovechado pragmáticamente por su discípulo norteamericano Jakson Pollok o Jaspers Jons ? bajo la forma del “driping”), no tardó en traducirse en el lozano crecimiento de un brazo más que poderosamente iba creciendo en el recio árbol del movimiento pictórico nacional, cuyos frutos trascendían no sólo la poderosa individualidad de Siqueiros, sino también los de la primera generación del muralismo entero, llegando a superar-conservando las enseñanzas de sus preceptores, al añadir en sus visiones y fantasmas otro capítulo, acaso más ecuánime y desarrollado, acaso también más inteligible y explícito, a los ideales estéticos colectivos. Imposible olvidar aquella fabulosa anécdota cuando, en un momento dado de su ejercicio creador, sus íconos llegaron a venderse por un mercenario sudamericano en alguna conocida galería mexicana bajo el sello más novedoso y revelador del último Siqueiros: caso insólito en cuyo suceso se superpusieron circunstancialmente tanto la proverbial bellaquería argentina como el contagio visionario que hace al discípulo, no sustituir, sino relevar al maestro en tanto encarnación, personal y concreta, de los valores estéticos de una tradición.
   Cuando su obra incursiona en los grandes planos paisajísticos, en las gruesas dimensiones del mural, su visión equivale a la de una revelación, como sucede, sobre todo,  en las imágenes de José Clemente Orozco. La metafísica oscura de la nación mexicana, alimentada no de otra cosa que de un anhelo de vacío estridente que desemboca en la evisceración de lo estridente, en mera voluntad de aniquilación, manifestada ya  bajo la especie de la idolatra superchería, ya bajo la forma del atavismo inconsciente, o de las bravuconerías y malversaciones de la nada. Sujeta a las ventoleras de la intemperie, a la existencia edulcuroda por las tentaciones, que son siempre mezquinas, o por los engaños, que siempre resultan hijos bastardos de la ambición mercenaria.
   La asimilación, proceso para entender al maestro, fue llevada a tal extremo de perfección que incluso se dio una memorable situación escandalosa de robo de creación y de aparente plagio estético. El mural, de innegable grandeza escatológica, se presenta así como reflexión a fondo de nuestra historia desgarrada.

 Durango, 24-08-2018







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