miércoles, 21 de marzo de 2018

Jonathan Gone: lo Fortuito Fugitivo Por Alberto Espinosa Orozco


Jonathan Gone: lo Fortuito Fugitivo
Por Alberto Espinosa Orozco

“Difícil luchar contra el deseo,
Lo que quiere lo compra con el alma.”
Heráclito, Frgs. 105-6

 

I
            Magnífico grabador cuya obra recuerda vivamente lo mismo las excelencias de los Caprichos de Goya, que las florituras de los buriles de Gustavo Dore en La Biblia o en El Infierno de la Divina Comedia dantesca, el afinado espíritu de Jonathan Gone ha sabido sumergirse en la noche de los símbolos para explorar el limite  último del ocaso declinación de nuestra edad: el abismo negro en el que cae el astro rey al declinar el día, para sumergirse, en su correría nocturna, en el submundo, dominado por la inercia de la materia impura, donde terminan por morir las vanas apariencias pasajeras de las cosas, para luego renacer transfiguradas, investidas con los poderes de la verdadera vida –pero que en su inmersión marchan de espaldas a las fuerzas espirituales de la luz. Aventura estética, quiero decir espiritual, pues, de la que el autor extrae una concepción coherente de la existencia personal y de la condición humana de nuestro siglo en crisis, de nuestro mundo agónico.
La muestra consiste en una Instalación Efímera (Performance) que el artista nos presenta, sorprendente por su hibridismo primordial, en el que hay algo de la espontaneidad creativa de dibujo a mano alzada, algo también de la magnificencia y grandiosidad de la obra mural. Lo que a la vez sobresale e inquieta: la mirada cruda y vertiginosa invertida y nocturna, secular, moderna y existencialista del mundo, en la que si bien es cierto hay un Cielo aceptado por todos, éste está desierto o es incomunicable; y donde los otros aparecen como proyecciones de un yo atomizado, paralítico o torturado, representando fuerzas hostiles u opuestas, a semejanza  de un inextricable laberinto o de un infierno.
Desarrollo del ideal moderno de una vida más vida donde, en medio de la fiesta de los sentidos, la exaltación del movimiento y de la nuda existencia, de la actividad y expansión del yo, de la pasión y de la fuerza, se detecta también la irrupción del mito desacralizado, en el que sin embargo permanece la voluntad demoniaca, la fascinación de lo nefasto y el  giro de trompo del eterno retorno de lo mismo. La inmensa tentación de comenzar la vida de nuevo a partir de una libertad absoluta, de sobrepasar todas las reglas –pero que conlleva el peligro de la supresión de la condición humana, la angustia de muerte ante el vació de la regresión, no simplemente al estado anterior de la inocencia adánica de la animalidad, sino a la caída en el río espantoso de la disolución, abrazado por el fuego colérico que lo consume, donde todo se ´pierde en medio de evocaciones, alegorías, metáforas al otorgar a todas las cosas la alucinante libertad de ser otras, de crecer al infinito o de rebasar sus fronteras, corriendo a todas partes en búsqueda de un sustito que las exprese.       
Detección del trasfondo sórdido la sociedad moderna positivista, imperfectamente desacralizada, ajena a los valores espirituales de la trascendencia y de la luz, donde todo se vuelve inmanente, fugaz y transitorio, sujeto al azar y los caprichos de la contingencia. Donde todo, todo, tanto objetos como personas y la naturaleza misma se volatiliza o se esfuma, volviéndose irreal, subjetivo, maligno o degenerado. Inmanentismo imperfecto, es cierto, en el que duerme, como en las semillas venenosas del cardo y de la ortiga, toda una apretada nebulosa de oscuras místicas inferiores, arcaicas y anárquicas, que parecieran destinadas en su letargo a demonizar subrepticiamente el mundo. Obra grotesca que expresa así, en medio del espectáculo circense de la grandeza inhumana, de la alteración del orden y la inversión de valores, de lo absurdo, extravagante y ridículo, de lo grosero y excéntrico, de la desproporción y exageración de las figuras, la gran tragedia de la condición humana, consistente en degradar los misterios adoptando formas inferiores de la mística.








II
            La exposición de Jonathan Gone “No Dejes que los Bastardos te Venzan”, Sala de Exposiciones Temporales del Museo Palacio de los Gurza (ICED), sobresale, más allá de su invasiva dinamicidad que se extiende a paredes, ventanas y techos, por su radicalismo, por presentarnos un fabuloso escenario escatológico, que es la vez la escenificación de un drama cósmico: una lucha, una batalla metafísica entre las fuerzas contrarias y latentes en toda la creación en su conjunto.
Más allá del carácter mayestático de su obra, sobresale la limpieza de la visión, de un positivismo extremo, de un mundo secular, totalmente desacralizado, donde se toman fenomenológicamente en cuenta todos los aspectos de la experiencia sensible vivida, expresando de tal guisa una genuina preocupación por la atura, ella misma límite, radical, de nuestro tiempo en crisis. Expresión de la fuerza incontenible de la vida en su aspecto más extremo y pasional, rayano en lo grotesco, en lo brujesco, en lo diablesco, que frisa por tanto en lo perturbador, por su carácter delirantemente sexual e incluso decididamente escatológico.
Representación de una mascarada circense en que se da la lucha contra las normas y lo concreto, inspirada por el espíritu abstracto de las tinieblas, en el que se da el acto demoniaco de la descomposición de lo corporal, el acto demoniaco de la dislocación de las fronteras y del espacio y la autoanulación de la persona. Rito orgiástico, pues, en el que, más allá de la sexualidad violenta y sangrante o de la deyección universal, se da la violación de las leyes y normas de la convivencia humana: el intento de la aniquilación del individuo en la multitud, la anulación de la identidad propia en el gesto del cambio de identidad, donde cada uno puede ser alguien más u otra cosa, remplazar a otro o asumir otra identidad o, por lo contrario, el intento de sobrepasar la propia personalidad en la posesión. Abuso metafórico de las comparaciones donde se puede ser alguien más u otra cosa, reemplazar o tomar el lugar de otro y tomar su identidad –dando por fruto distorsionado no sólo lo feo, lo monstruoso o lo singularizado e insólito, sino las aterradoras manifestaciones de fuerza, negativas y fuera del orden natural (kratofanias). Escenificación de lo maldito, en una palabra, o de lo maculado, de lo mancillado, que en su aberración causa repulsión, pero que a la vez fascina, que atrae por rebasar la condición profana al poner en contacto con una fuerza extraña, que rompe  el nivel ontológico y que por tanto puede ser funesta, acarrear desgracia o ser de mal augurio.     
Por un lado, el horror del hibridismo, que afecta a la morfología humana al extremo del zoomorfismo: estructuras teriomórficas donde lo humano se entremezcla con estructuras de cabras, caballos o lobos, a la manera de galopantes Centauros, de Sátiros exultantes o de Silenos, hasta solidarizarse con los niveles más bajos de la creación, de alimañas chupasangre que proyectan sus mandíbulas a la manera de prehistóricos insectos, o hinchan los exorbitados ojos como demenciales libélulas parasitarias.
Por el otro, la irrupción de lo excremencial, de las inmundicia de las deyecciones, confundido todo en la humedad del semen, la baba, los mocos y las sangre, con lo obsceno y la impudicia orgiástica, que producen un sentimiento ya de paroxismo: de increíble despliegue de energía, de impuso, actividad y fuerza, de fuego erótico que consume, que abraza, de feroz enajenación –pero también de mancha y suciedad,  de revoltura cósmica que llama a la infelicidad religiosa y biológicamente al asco y la náusea, como reacciones compulsiva de la vida a lo que la pone en peligro, por su abominación o inmundicia, o en riesgo de muerte.
Vertiginosa secuencia de imagen en donde, apenas en un parpadeo, aparece el rostro tricéfalo del Señor de las Moscas (Belcebú), el falso dios filisteo asociado a la magia negra y que tiene como súbditos a las brujas, en honor de quien se celebraban ritos impuros y voluptuosos, orgías en los que los partícipes se entregaban abiertamente a la vergüenza del culto al principio masculino de la vida para propiciar la fecundidad dela tierra. Sentimiento, pues, de terror y espanto, de pasmo y parálisis o de paso por la muerte, de terror ante lo monstruoso y demoniaco, lo singularizado inconciliable con la naturaleza humana y opuesto a lo sobrenatural.
Así, en la estilización y deformación de las figuras, la excentricidad de los planos y de las perspectivas, y el frenesí de los movimientos, se pueden detectar los estigmas innobles del Luciferismo: ser simulación y fachada, disfraz en cuyas salvajes muecas frenéticas se escenifica una imitación vulgar y obscena de la creación. Oposición indirecta a Dios, pues, que bajo la forma de la mascarada teatral y circense, carnavalesca, celebra el caos axiológico y vital, dejando traslucir terroríficos ritos iniciáticos arcaicos, por cuyo medio se aspira a alcanzar la regeneración del mundo, la vuelta a la Edad de Oro o la bienaventuranza. Se trata de la escenificación moderna de misterios degradados donde, en medio de las libaciones de vino o bajo la euforia de la embriaguez, se da culto al frenesí  sexual (faloforia) o a la violación como epifanía brutal de la supremacía. Rasgos todos ellos que culminan en la soberbia absurda: el deseo de la creatura de sobrepasar al Creador por el lado de lo extremoso, de forma obstinada y rabiosa, furiosa, vesánica y demencial, deshumanizándose, deificándose inhumanamente por encima de Dios (al que así, sin embargo,  necesita, aunque sea para negarlo y rebajarlo).













III
Escenario gótico de pesadilla, pues, que en medio de la luz más clara se muestran las profundas sendas retorcidas del valle tenebroso inmerso en la caverna. Lo inusitado y prodigioso se transforma entonces en lo demoniaco: no sólo el triunfo de la bestia sobre lo humano, en la liberación de las normas y convenciones sociales y el surgimiento de las pasiones arcaicas y destructivas, sino la trasmutación de los valores y la perversión de la conciencia moral, donde la densidad y el peso de los cuerpos, afectados por las deformaciones psíquicas, se unen a las sombras vagas que los raptan, hunden y sumergen con la rapidez de la caída en una inextricable mezcla de disipación y desdicha, convirtiendo así el inicial gigantismo de las formas en no más que entomología.
Ejercicio de autodestrucción creadora, que recuerda los juegos de los dioses patéticos, para los cuales la dualidad vida-muerte forman parte de una diada dialéctica, cuyas tensiones de tesis y antítesis se resuelven en la síntesis del rito, donde los juegos de máscaras son danzas que, son a la vez ceremonia festiva y guerra. Danza que es penitencia, juego divino que alcanza su cima en el sacrificio, en la inmolación que recrea el mundo y vuelve a engendrar el universo. Destrucción creadora de los dioses, cuyo modelo imitan  las fiestas rituales de los hombres, en la danza orgiástica y ritual de los misterios dionisiacos, lo mismo que los carnavales o en sanguinarios sacrificios de la pirámide. Pasaje oscurantista, consagrado a lo diabólico, hecho de crimen y de sadismo, en donde se promueve la insaciable negación oriunda de la cultura onírica -de los engañadores, de los simuladores y falsificadores que, causando divisiones y no teniendo al espíritu, obstruyen la verdad, comportándose peor que animales salvajes al dejarse llevar por su propio instinto (Judas 1.19).  



 
 



IV
El tema de la obra no es otro que el de la orgía ritual: el del impulso vital sin límite ni freno, compensatorio de una vida sombría, larvaria  e insignificante, dando como amargo fruto una mente evasiva y amorfa, sin memoria y vacía de contenido metafísico, sujeta a las fuerzas procelosas del devenir –por lo que propiamente no participa de la Vida, simbolizada más bien por  estaciones, el girar de los astros y el apego a las normas. Se trata de las masas, dinamizadas desde el exterior donde, igual en la orgía o en la revolución, se da el aniquilamiento de la identidad en la multitud, que por sí misma tiende a la materia inerte, muerta, sin forma ni memoria.
            Rito arcaico de tema agrario, la orgía  tiene como intención el restablecimiento de la condición paradisiaca, el retorno a la espontaneidad de la naturaleza como entidad opuesta a la civilización, a la sociedad ordenada regida por normas, reactualizando la unidad cósmica  por medio de la “totalización”: de la unión colectiva y caótica del yin y el yang. Ritos que, sin embargo, tras el manto de la lealtad y la fe en la palingénesis cósmica y en la renovación de la vida, revelan frecuentemente el inicio de la anarquía. Descubrimiento, pues, de una libertad vertiginosa que transparenta las fuentes sagradas de la vida, lo que tiene la unión sexual de rito y de sacralidad, de desnudez paradisiaca; también de intento de descubrir al hombre fundamental (religioso) y descifrar el significado de la vida; pero a la vez peligro constitutivo, entrañado en el ser mismo del hombre, de dejar de ser lo que es, de eviscerarse, de extrañarse a sí mismo en las sociedades mundiales globalizadas excéntricas, tentadas por la obsesión o por maneras exóticas de perderse en el laberinto de las formas, pasando del hipismo al vampirismo, o de disolverse en la nada.
Experiencia artística que cae en el orbe oscuro de las categorías estéticas: que se ocupa de la fealdad bajo el aspecto perturbador de la fascinación del mal, que resulta terrorífico por ser lo más alejado del espíritu –lo que religiosamente se acerca al misterium terribilis donde se conjugan los sentimientos de lo admirable en conjunción con lo horrible e, incluso, con el espanto. Participación, pues, del sentimiento de lo sublime, en el sentido que sobrepasa dinámicamente la facultad de comprensión, por la exteriorización de una fuerza inusitada. También por operar una doble sensación: a la vez atrayente y repugnante, que encumbra y exalta al hombre natural y simultáneamente abate y humilla al hombre interior, endureciendo y entenebreciendo el corazón al inflamarlo y consumirlo el fuego colérico.
Especie sui generis de felicidad, por poner en juego las potencias elementales de la vida, pero que procura en definitiva el terror –y que llama, por negativamente que sea, al sentimiento análogo opuesto, el de lo “numinoso” desde su lado más desolador: el de la ira de Dios. Pareja de sentimientos limítrofes en cierto modo complementarios, pues si lo numinoso se cierne desde arriba sobre toda razón, la inclinación y simpatía que produce lo sexual se refiere a la vida instintiva, por debajo de la razón o a la naturaleza animal del hombre. No se trata entonces de la categoría de lo erótico, que trasciende la vida instintiva (El Cantar de los Cantares), sino de lo profano en absoluto –opuesto per se a lo sagrado y a lo santo, el valor supremo, que infunde el máximo respeto espontáneamente por su majestad y omnipotencia.





V
Queda así un resquicio de esperanza escatológica que parte de una desesperación real, de un grito desarticulado de angustia y que sólo se atenúa a partir de una evidencia: que si hay Cielo hay un Dios; y que si hay cosmogonía entonces hay creación. La muestra resulta así una prueba negativa de como un universo puramente desacralizado, meramente positivo, inmediatamente se petrifica, para luego erosionarse por el viento abrasivo de olvido de la tradición y desembocar en la danza frenética de la liberación de los sentidos, rematando en la demonización de la naturaleza, del hombre  y del mundo.
Experiencia negativa, efectivamente, que nos indica, sin embargo, que tras la agitación caótica de la materia viva y sus singulares revelaciones, no quedan más que los desechos, el detritus humano zoológico, el excremento y la pestilencia del lodo.  Acto de ascesis, pues, de maceración del espíritu por medio de la humillación de la carne y la disolución de las formas. Maceración de la conciencia, es cierto, por medio del horror sacro y del asco, cuya función es cauterizar el alma por el fuego, anulando así la locura de las pasiones y de la voluptuosidad desenfrenada. Llegando, por medio de la contemplación, a la imperturbabilidad (ataraxia), que en la contemplación vuelve resistente al sufrimiento de la mayor miseria física y moral,  impotente tanto para aplastar al hombre, como para hacerlo volver a la animalidad.
Sótano del mundo que pulula igual en el inconsciente colectivo, subliminalmente convertido en perfumado carnaval de la carroña, donde la generación perversa, raza de serpientes, galopa en el bosque o se retuerce en fundas de mosquitos, hasta deformar sus estructuras óseas, o se hinchan en masivas formas de hipopótamo, como botargas de goma a las que les cuelga la fatigada piel vencida, y los cuerpos deformes agonizan parejamente a sus distorsiones psicológicas, sufriendo los rigores  de las transformaciones  y metamorfosis, terminando todo en la masa amorfa y procaz de la deyección universal, en el detritus último de un mundo exhausto, cuyo producto final sólo alcanza a incubar las crisálidas de moscas.
Imagen de lo insufrible e insatisfactorio, del deseo errado de la divinización de los sentidos, que sin liberar de lo biológico mortal,  termina exaltando lo que en el cuerpo humano hay de estilización desaforada, de ampulosas prótesis de goma, de decrepitud y flacidez, de cadavérica vejez y negligente fatiga, anunciadoras de la muerte. Mundo grotesco, en efecto, en el que detrás de la originalidad y la sorpresa, del disfraz que tiende a la reinvención de sí a capricho y voluntad propia, se deja traslucir la piel vencida y las rodillas y roídos huesos, inflamados por un momento de rabiosa luz, estallando para bailar sobre el fuego azufroso,  mostrando sus vergüenzas libertinas, para luego consumirse en la pestilente putrefacción final del organismo.
Metafísica del mal, pues, en la que se revela el inframundo del Gran Abajo, que es contrario al bien, de lo constitutivamente frustrado y sin salida, de la hirsuta caverna plagada de canino exhibicionismo y crueldad sado-masoquista, la excentricidad de lo meramente subjetivo, el egoísmo de la voluntad perversa, donde se mesclan el orgullo, la codicia, el odio, la avaricia y la pasión, el deseo abstruso y abigarrado, deseando con ello incluso, entre ininteligibles hechizos, sortilegios  y conjuros, que sucedan ciertas cosas que favorezcan al hacer el mal (magia negra) –ignorando abiertamente el hecho de que no hay buena esperanza para los que hacen la obra de la muerte.  
Obra no destinada no para agradar ni para agregar ninguna belleza nueva al mundo, sino que se presenta como un angustiado grito de horror –cuya función, empero, es advertirnos sobre la altura histórica de nuestro tiempo. Tiempos trabajosos, malos, peligrosos, tiempos finales en los que el grito de desesperación es una espina escatología clavada en el alma, que nos insta sin embargo a salvarnos de la raza de víboras, de la generación torcida y perversa, adúltera y réproba en cuanto a la fe, de amadores de sí mismos que resisten a la verdad, cautivos bajo la voluntad de diablo, que van llenos de inmundicia, como en los tiempos de Sodoma y Gomorra, y que, seguramente, no son hijos de Dios.
Magia negra, arte de delirio, pesadilla y posesión demoniaca, cuya magra expectativa escatológica no puede ser otra que la del eterno retorno de lo mismo: no la esperanza confiada en la otra vida, sino la divinización en esta que, sin embargo, equivale apenas a una representación teatral marcada con los signos luciferinos de una triste libertad, orgiástica, delirante, cargada por el frenesí, la posesión y la obsesión, por la tentación ilusoria de regresar al mundo animal, de abolir la aventura historia en la caída hacia atrás del cangrejo cronológico –pero que sólo da lugar a esparcir los polvos de lo sagrado negativo (sacere), culminantes en el lodo de la mancha moral, de lo mancillado o maculado por la caída en el río de lo colectivo, que disuelve al hombre en la pura temporalidad y en el devenir de lo subpersonal, evasivo y amorfo.   





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VI
Tiempo escatológico es el nuestro, donde se vive el agudo dilema radical de la libertad humana: la posibilidad de elegir entre la vida o la muerte. De seguir, junto con los ángeles de Dios, los caminos que buscan y escuchan a Yahvé, de quienes han creído en la luz del Señor observando sus mandamientos, depositando su fe en los bienes del otro mundo practicando el amor, la bondad y la justicia; o de dejarse absorber por los caminos de Satán y los ángeles de las tinieblas, por las sendas torcidas de la corrupción, del errar y del error, que se oponen a la sana doctrina y la persiguen, impíos que no guardan la ley del Señor, y que poniendo su fe en los bienes de este mundo van llenos de maldición con el corazón entenebrecido, obrando peor que bestias, incrédulos que serán cubiertos de vergüenza e ignominia y cuyo castigo final será la muerte eterna.  
Profundización en la experiencia personal del artista que ronda los niveles más bajos del abismo del mundo, pero que tiene el coraje de ver de frente a los fantasmas, a las sombras y demonios del viento que pululan por la noche, expresados fenomenológicamente en la bajeza, en la bestialidad, en la vulgaridad profunda, en la caída del hombre en la animalidad y en lo demoniaco, en el instinto orgánico de perdición, en la histeria colectiva, en la autoanulación, la despersonalización, la sed de salir de sí y en el impuso de resbalar cada vez más abajo.  
Excentricidad y extremismo del hombre moderno, pues, que se concentra y especifica en la orgía: regresión de la vida que pasa del trabajo de larvas a la materia informe, al sadismo y al crimen, preludio de su incorporación a la materia inerte –a la fórmula cuantitativa de base mineral. Experiencia invertida de lo sagrado por el lado negativo del non esse, por la aversión a la sencillez de la vida, al amor y a la autenticidad, e inmersión en el vacío absoluto, atracción por la nada. Función de la orgía fantástica: sentimientos terror, espanto que precipita a mirar la gran ilusión detrás de las realidades y al descubrimiento de Dios como ser absoluto. Ascesis laica: disgregar al hombre profano, disolver los estados de conciencia alentados por el bienestar de la carne, humillación de la voluptuosidad, que lejos de saiar al ser lo empobrece, que lo reduce a un plasma amorfo en los que se debaten la desesperación y la nada y que reduce al hombre a la vanidad y luego al polvo.
Contra la inhumanidad en ente de ser dado, contra la degeneración de renunciar a la superación en la infrahumanidad de la abyección por el gregarismo   o por el tedium vitae, el artista propone paradójicamente la lucha de la esencia humana (entelecheia), porque no prevalezca sobre ella el alma inferior, húmeda y opaca de la existencia (energía). Conciencia de la pequeñez humana, es cierto, que antes que perderse en un absoluto de esencia toxica, en la angustia del individuo afligido y separado, busca por medio de la crítica estética encontrar un sentido central a su existencia.
También representación crítica y nocturna de un carácter definitorio de nuestro inmanentista tiempo en crisis: el de su excentricismo radical, donde la ambivalencia, la androginia y el hibridismo  se proyectan en la alternancia de la luz y la sombra bajo la unidad de la vida y la muerte. Caminos de la perdición, en el que los numerosos, iguales a la arcilla, se extravían, siguiendo el camino de la corrupción y de la muerte, la impiedad y el error (Sodoma-Gomorra). Prueba negativa también del numen, de como un mundo que se desacraliza pierde a la vez su centro y su camino, resbalando angustiosamente a las místicas inferiores del embrutecimiento en la histeria colectiva o en la orgia, en el alcohol o en los polvos mágicos, cayendo cada vez más bajo y tendiendo, más pronto o más tarde, a demonizarse.
Repertorio monótono de las insidiosas tentaciones, siempre empero renovadas para volverlas más atrayentes, pero sobre todo grito de alarma y de desesperación: contra la no significación del soberbio espíritu abstracto, solazado en la disolución inhumana del valor o del sentido; contra la sequedad, la esterilidad y el tedio; contra la rebelión que busca despojar al hombre de su individualidad y plenitud en la insignificancia de la carne y de la nuda existencia.  Oscurantismo de la edad que revela, en su facticismo puro, positivo y existencial, a la naturaleza humana despojada de sus valores trascendentes, que sin sufrir trasfiguración espiritual alguna queda peor que antes, violentada, funesta y sin esencia, arrojada a potencias inhumanas e infrahumanas y al horror multiplicado de lo superficial y del vacío carente de sentido.
Dramática creación del espíritu es la de Jonathan Gone, cuya técnica simple es la  de aumentar el horror en la representación refleja de la orgía, cuya fuente estancada da de beber el agua quemante del vacío inhumano y demoniaco, y que al llegar a los extremos ya insuperables biológicos-culturales del asco nos insta, urgentemente, a rebotar en dirección contraria: al arrepentimiento, que sopesa la terrible gravedad del pecado, de la conciencia aterrada ante la separación de la creatura del numen (Dios), de la conciencia espiritualmente abatida, echada a tierra y decepcionada de sus fuerzas, que causa la necesidad de salvación, la sed de purificación y el hambre de santidad –experiencia ignorada por el hombre natural y del hombre equivocado, que se disciplina racionalmente en su propia senda errada.
Porque lo céntrico se opone por sí mismo a lo profano, impuro y excéntrico, excluyendo los actos reprobables y vergonzosos, lo peor y lo más bajo, pues su modelo es el de lo alto, donde reina Dios, principio de poder y de energía vital, de lo simple y lo angélico, de lo dulce y del esplendor omnipotente de la fuerza. Por lo que, ante el terror de las libertades humanas dislocadas,  sólo queda centrarse y concentrarse en el hombre interior, buscando sin desmayo la perla escondida de la vida, restableciendo la comunicación con el numen -refugiándose confiadamente en Cristo, que es amparo de toda criatura.

Durango, 22 de marzo del 2018





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