Atardece: declinan las horas
mustias,
la luz del sol envejece, sus llamas
no son las mismas; exhaustas,
no son las mismas; exhaustas,
en resplandor iluminan las nubes
que van marchando en escuadras,
sedientas, sobre el silente celaje.
El bochorno de las horas pasa, se
extingue;
la caballera del día, que era trigo
en la mañana,
se seca entre las crueles grisuras de la tarde
que se apaga, marchando con solemne amargura
a recostar su cien fatigada en las
honduras del agua.
Más allá del horizonte el héroe rubio
también se va y se apaga, se va el
lucero
apenas iluminando, a lo lejos, las horas
mustias,
que van, que caminan, pero que ya van
andando yertas, como las sombras que
andan,
desiertas, sin poder ya ser ellas, las
mismas.
El polvo en torbellino levanta al
tiempo,
exánime, que ahora es presa del
viento
levantándose entre el polvo para
luego
dejarse caer fatigado, entre las cenizas
que, sin rescoldos, empiezan a
volverse
nada: el segundo, el minuto, la
hora
pasan, de un tiempo ya desgastado
cubriendo bajo su manto de ocres
colores la bastedad del poblado
que poco en poco va recordando,
sin remedio, la obra del tiempo fugaz
que, sin durar, la devora el cruel gusano.
que, sin durar, la devora el cruel gusano.
La tarde se agota, silenciosamente
se apaga, todo muere, todo declina,
como si fuera una ruina se desploma
bajo su peso cargada por el tiempo
que el tiempo ha sumando a los días
hundiéndose en un óxido ajado.
La tarde es polvo quemado, el calor
que la encendía se va, los átomos
ya no giran ni le prestan más su
vida,
se va, se precipita, hacia la
sombra
del cieno, haciendo de barro seco
al olvido en ruda y terca
guarida.
Se abre tras las montañas un ulular
extraño: son las compuertas
nocturnas;
el dulce sol ya declina, la luz se
ha ido
volviendo opaca; en un último
suspiro
se ven las chispas del día; nubes
naranjas,
luego moradas, luego de gris... y luego nada.
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