Atención
y Respeto
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
La esencia de la educación está en la
formación del hombre, de acuerdo a sus aptitudes y predisposiciones de
carácter, al hombre educado tal vez no pueda definírsele; pero puede en cambio
y en todo caso caracterizarse por dos notas esenciales, típicas,
características: la atención y el respeto.
Si alguna cualidad hay que desarrollar para
ser un hombre educado esta es la atención. Se trata, más que nada, de una
disposición de ánimo, que llega a forjar una actitud general de interés hacia
la vida toda: es el atender, el prestar atención al otro, pero también a los
contenidos y formas de la cultura, que son, a fin de cuentas, obras humanas.
Consiste elementalmente la atención en un
acto de interés, de concentración y de cuidado respecto a aquello que es motivo
de atención, lo cual forma un suelo firme y fértil como el suelo donde
personas, formas y contenidos de la cultura puedan enraizar y a su vez
desarrollarse. Su imagen ideal radica en una forma de la escucha, en escuchar
atentamente lo que las cosas significan o quieren decir, sin atropellarlas o
mutilarlas por el propio decir o por el propio querer o el interés particular.
Para propiciar y potenciar la atención existen recintos, formas protocolarias,
atmósferas, generalmente aislantes del mundanal ruido, del tráfago del mundo
(aulas, salones, salas, bibliotecas, templos), para poder alzarse, elevarse a
determinados contenidos y formas de la cultura requirentes, exigentes de
particular y alta concentración –moviéndose por lo de más el hombre mismo en
ritmos y periodos de relativa concentración concéntricos a otros de relativa
laxitud, relajamiento, descanso, divagación y dispersión, de manera tan
incesante como alternativa.
Prueba de que la atención es nota esencial
del hombre educado es que no hay hombre educado que sea distraído, negligente,
informal, chabacano, o desatento, disperso, injurioso o grosero –síntomas todos
ellos de espíritus volátiles, poco dispuestos o nada afectos a enraizar en un
suelo.
Es la atención el suelo mismo de la
educación, la tierra misma del proceso educativo, la cual, evidentemente, hay
que saber trabajar, abonar, labrar, para volverla perfectamente firme, y
potentemente fértil.
La
segunda nota esencial es la del respeto. El nicho del respeto implica ya una
posición de altura, de jerarquía y dimana de una actitud general de
consideración para la creación toda y especialmente para el hombre, para el
prójimo. Su regla: el tratar a cada uno como quisiéramos ser tratados nosotros
mismos –que es el único igualitarismo inteligible (cuyo corolario es: no hagas
a otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti). Su concepto antípoda es el
desprecio.
El respeto es, en efecto, un tipo de aprecio
particular por la persona, elevada ante nuestros ojos por sus méritos, por sus
virtudes, por sus desarrollos, esfuerzos y obras en una misión o tarea, en
virtud del cual se levanta como ejemplo en algún término, sentido o capacidad
–constituyendo su intrincada red de relaciones el templo completo de las
jerarquías humanas y del trato entre los hombres, siendo elemento esencial a su
vez en la orientación misma de todas las acciones humanas.
Nada más desorientador, destructivo y dañino
resulta en este sentido el hombre irrespetuoso, burlón, mal educado, que
basándose en la rebeldía ante principios y probadas normas de vida quisiera,
más que bajar de su nicho a tales figuras para convivir más dinámicamente con
ellas, o alzarse hasta ellas para alcanzar sus horizontes de vida y acción
práctica, dinamitarlas, para aniquilar con ello algún principio educativo que
le oprime, que lo reprime, que lo minimiza o empequeñece -por ser en el fondo
un pigmeo en materia moral, intelectual o sentimental (fenómeno de debilidad de
carácter que puede tomar la forma de las masas en la llamada “rebelión de los discípulos”, tan sólita en
la edad contemporánea que llama a gritos, y a gritos pelones, a la anarquía, a
la abolición carnavalesca de las jerarquías, a la dictadura del relativismo y,
finalmente a la autarquía autoritaria del despotismo).
Tal resentimiento moral no es el único
escollo, ni mucho, en la tarea educativa de fomentar el respeto por el prójimo
y por los logros en las especificaciones de los propios o propiedades
derivables de la esencia humana. Otro caso notable es el del acaparador del
respeto, el que ama al respeto –a él debido, o que sólo quisiera respetarse y
que lo respetaran a sí mismo, más por amor a sí que por amor al respeto mismo.
Tales hombres fanáticos de la respetabilidad recuerdan a esos herederos
maniáticos, que por amar tanto el concepto de la herencia, se lo heredan todo a
sí mismos dejando en cueros a sus hijos. No.
El respeto consiste, ni más ni menos, que en
el reconocimiento del valor –reconocimiento social, se entiende, explícito,
transparente. Porque nadie verdaderamente reconoce un valor si lo pone en un
nicho en privado para ocultarlo luego públicamente, en una especie de secrecía
del valor que de tal forma deforma, que lo miente o que socialmente lo socava.
De hecho, el valor no es nada si no es reconocido, si no es confesado, rompiendo
con ello las resistencias mezquinas que el animal o el demonio que nos habitan
imponen ante lo superior, ante todo lo humano, ante todo valor. El alar del
respeto se constituye así, esencialmente, como reconocimiento del valor –del
valor propio, si se quiere, pero sobre todo del valor ajeno, siendo por ello el
mejor anticrotálico contra las insidias y venenos de la envidia.
En el
caso del educador se requiere, como en caso del padre, de un gran corazón y de
magnanimidad –sobre todo si se toma en cuenta los innúmeros desvíos y
distracciones que pueden suceder en el camino para ser educado, los cuales,
para ser corregidos, requieren tanto de una larga y probada paciencia como de
un espíritu que aliciente, fortaleciendo y dando seguridad al desarrollo de las
aptitudes del estudiante, del hombre en proceso de formación.
No hay educador que sea mezquino –quedando
fuera de su esfera tanto gendarmes, como verdugos e inquisidores; tampoco hay
educador que sea aprovechado –que se aproveche del trabajo ajeno para hacerlo
pasar como propio, que haga al discípulo elaborar las papeletas y los resúmenes
para aprovecharlas como material enajenado para la clase siguiente o para su
personal investigación; o que emplee la ley del embudo y sea permisivo para sí
mismo y restrictivo para los otros.
Generosidad, munificencia, gran corazón son, en efectos, notas
esenciales del verdadero educador.
Así,
lo que la atarea educativa debe fomentar sobre todas las cosas es el sentido de
la atención y del respeto; atención hacia los contenidos de la cultura; respeto
hacia las personas que se esfuerzan por comunicar éstos. El nicho, el templo
del respeto se encuentra casi completamente abolido en nuestros días, a favor
de esa chabacanería del falso igualitarismo, de la indistinción contemporánea,
en razón también de los ídolos de barro que pueblan el “imaginario” colectivo.
Respeto y distinción van de la mano. Sin distinción, deferencia y acepción de
personas, es decir sin la noción de jerarquía, difícilmente puede elevarse el
nicho del respeto –lo cual entra en abierto juego con el fenómeno del
desconocimiento de la persona humana, estimativo práctico, en la época
contemporánea. Respecto de la tierra de la atención, que hace al suelo a la vez
firme y fértil como el suelo, puede decirse que es, sin duda alguna, uno de los
criterios y rasgos sustantivos del hombre educado.
II
Sin embargo, un temible, fabuloso complejo
perturba, y de raíz, la tarea formativa, educativa, del hombre moderno
contemporáneo.
El primer brazo de tal complejo esta formado
por el doble fenómeno de: por un lado,
la proletarización creciente de la burguesía, en justa sanción y reacción
histórica por no haber querido educar y elevar a la plebe; por el otro, la
imposibilidad de esa burguesía misma por educar y elevar a la plebe en razón de
doctrinas violentas, de la lucha económica de las clases, de la utopía de la
dictadura del proletariado y del
resentimiento social de las masas –imposibilitadas constitutivamente para
educarse.
En un caso: fingimiento de una educación, si
no de una jerarquía, que ya no se tiene; por el otro, aspiración a una
educación que no hay manera de conseguir ni con el favor del mejoramiento de la
posición social –todo lo cual se revela en síntomas de creciente
insatisfacción, ansiedad, depresión, o en el peor de las coas en la expresión
de un nada disimulado cinismo de un aburguesameinto proletarizante o, de plano,
de un proletariado cuyo aburguesamiento resulta una pobreza, un proletarizción
más reduplidcada –como la del perro que come su propio vómito o de la marrana
que lavada en la lluvia vuelve a revolcarse en las heces de su chiquero. Y así,
a pasos contados, el inmanentismo de la filosofía del éxito y del progreso
contemporánea va llevando de la mano al estrechar sus horizontes de vida al
lamentable inmoralismo y existencialismo contemporáneo del ser que es de hecho,
pura y simplemente, pero sin razón de ser.
El
abrazo de tal problemática educativa lo cierra otro fenómeno, también doble: el
del divorcio de la cultura por parte de la política, por una parte; y el de la
dependencia de la cultura, cada vez mayor, por parte de la política, por la
otra. Terreno, pues, minado y saturado de contrariedades sin cuento, donde la
cultura es deformada por los intereses políticos, ya por servilismo y abyección
de la cultura respecto de la política; ya por un forzar las cosas por parte de
la política, por sembrar la cizaña en los campos de las eras bajo la forma de
provocadores, adelantados y vanguardistas permisivos de toda laya y mala
estofa.
Uno de
los rasgos más notables que arrojado sobre el tapete de la civilización
contemporánea tal doble, cuádruple complejo, es la acelerada, progresiva y a la
vez ineluctable sustitución de las creaciones culturas por los productos de la
mercadotecnia, en un constante sobar y resobar el haber de una herencia
cultural ya sin vida, en lamentables productos edulcorados, enmielados,
empalagosos, en el mejor de los casos, en el peor, ajados; ya su sustitución por
otra cosa que se dice cultura pero que no lo es (no la cultura en acto, o el
acto de la cultura, sino la actuación cultural, la representación de algo que
ya ha dejado de ser quedando en aparente movimiento sólo su fantasma o su
sombra, su desecado bagazo; o lo que se ha llamado la tradición de la ruptura),
constituyéndose muchas veces como formas embozadas de la herejía. Paso, pues,
del estancamiento y repetición cacofónica, de una herencia ya marchita a la
destrucción de la cultura misma por otra cosa parasitaria que ha tomado su
lugar, dejando por tanto a la cultura yerta como un dermatoesqueleto muerto y
sin vida, queriendo ser, encima de todo ello, autárquicamente y sin tradición
–cosa imposible.
No es entonces la tradición, sino sus
actores que no supieron como asimilarla, familiarizarse con ella y recrearla,
los que se muestran impotentes, y por ello mismo inferiores intelectualmente,
quienes practican la sepulcral sordera, disponiéndose entonces a esforzarse por
que les pertenezca, no la tradición, cosa como repito imposible, sino cuando
menos sus símbolos: sus instituciones –tradición a la que nada tienen que
decir, con la que nada tienen que alegar, y a que a la vez no están dispuestos
a escuchar, para pasar de ahí a otro tipo de desatención: el no tener suelo
donde arraigar, al no tener identidad propia, siendo igual de aquí o de allá
sin ser de aquí ni ser de allá, disipados en un mundo de abstracciones, cuentos
y chanzas, de apuestas y comidillas donde se ve a las claras que al perder esa
tierra han perdido con ello completamente el piso, dándose entonces alegremente
a la tarea infausa de excluir, de descartar, de obstruir y, faltaba más,
también de elegir a sus prosélitos y posibles sucesores, y todo eso en medio de
la decadencia pronunciada de las costumbres, del irrespeto generalizado, de la
más cruda vulgaridad y de la vaguedad más brumosa, hasta tocar todos los
extremos imaginables de la sodomía o la impudicia, en una especie de socialismo
totalmente desindivudalizado gestor de las masas –tan torpes en el pensamiento
como en la acción.
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