La Renovación
de la Real Academia de San Carlos:
Manuel
Vilar y Pelegrín Clavé
Por
Alberto Espinosa Orozco
I
Para ubicar a la escuela de escultura
mexicana en el Siglo XIX en vistas de su reevaluación contemporánea, es necesario abrir aquí un paréntesis y hacer
un poco de historia.
En 1821, al término de la guerra de
Independencia, la Academia de San Carlos se vio obligada a cerrar sus puertas,
y no fue sino hasta 1843 que se dieron definieron los nuevos estatutos de la
escuela, la cual volvió a abrir sus puertas el 6 de enero de 1847. Con ello
llegaron a México algunos artistas europeos y españoles, entre ellos el gran
escultor catalán Manuel Vilar, de sólida formación técnica, artística y
espiritual, dispuesto a continuar con la
tradición clasicista en la escultura, quien, trascendió aún más como maestro,
siendo fundador de la escuela mexicana de escultura moderna al impregnarla de
la belleza, espiritualidad y la dulzura de la religión cristiana católica,
bebiéndose también a él la primera exaltación heroica de los grandes personajes
de la antigüedad prehispánica mexicana. Su perfección idealizada en el retrato
y su absoluto conocimiento de la anatomía humana lo llevó a la inmortalidad,
siendo ejemplo, entre las obras que atesora la Academia de San Carlos, el busto
del dictador Antonio López de Santa Anna, difícil de observar, y sobre todo su
famosa obra legendaria del Tlahicole.[1]
Manuel Vilar i Roca (1812-1860) es el mayor
representante de la escuela del romanticismo español del siglo XIX. Es también
el mayor escultor de la Academia de San Carlos después de Manuel Tolsá. Nació
en Barcelona el 12 de noviembre de 1812. Estudió en la Escuela de Arte de la
Llotja, en Barcelona, a la que ingresó a los 12 años, estudiando pintura por 8
años, siendo luego discípulo del escultor Damian Campeny hasta 1832. Junto con
Peregrín Clavé viaja pensionado a Roma para perfeccionarse en su oficio, en el
año de 1833, estudiando y trabajando en el taller del catalán Antoni Solá,
maestro de la Academia de San Lucas, y siendo dirigido por el famoso escultor
Pietro Tenarani, cuando eran las máximas figuras del estilo romántico
clasicista Thornewalden y Canova.
Forma parte de la justamente célebre escuela
de los “Artistas Nazarenos”, que revolucionaron las formas clásicas y renacentistas, dominando la estética y estando en boga
durante su formación en Roma, en las
décadas de los 30´s y 40´s. Son famosas sus obras de ese periodo: “Letona
y los labradores” (1833),”Jasón robando el vellocino de oro”
(1836), ambas en la Real Academia de Artes de San Jordi. También destacan sus
obras “Deyanira y el centauro Neso”; “El Juicio de Daniel en Babilonia”,
“Discóbolo”,
“Niño
jugando con cisne”, y; “Niña rodeada de perros”.
Manuel
Vilar llegó a México En el año de 1846 cuando, por órdenes de Santa Anna se
inicia la reorganización completa de la Academia de San Carlos, donde se
desempeñó como egregio director del área de escultura, luciendo siempre gran
entusiasmo en sus clases y en todos sus proyectos. Comenzó por realizar una
serie de proyectos para reformar el arruinado edificio y renovar los planes de estudios
de su disciplina. Sus planos arquitectónicos fueron, sin embargo, malamente
usados por el director de arquitectura en la Academia, Javier Cavallani, quien
se declaró además como su antagonista. Escoyo que no detuvo al escultor para
continuar sus esfuerzos de mejora de la institución.
Introdujo como novedad el estudio
concienzudo en sus calases de escultura de la anatomía, el dibujo de los
modelos antiguos, los vaciados en yeso y modelados en barro, la práctica sobre
bloques de mármol y sobre toda la composición de obras originales. También
introdujo temas nuevos, de carácter
histórico e incluso prehispánico, haciendo retratos clásicos, religiosos, pero
también románticos. En su clase de “Bustos Ideales” los alumnos se retrataban
unos a otros y también a los maestros, sustituyendo su dinámica pedagógica la
anquilosada reproducción de santos tallados en madera y destinados a las iglesias.
Su estilo romántico, idealista y clasicista
nos habla del eclecticismo de la época, en cuya línea formó a numerosos
alumnos: Felipe Sojo, Epitacio Calvo, Martín Saino, José Bellido, Agustín
Barragán y Miguel Noreña. En 1850 realiza tres importantes obras de carácter
nacionalista: “Iturbide”; “Moctezuma” y “La Malinche”.
En 1852 intentó regresar a Europa y
establecerse en Cataluña, pero el nuevo director de la Academia, Bernardo
Couto, impidió tal pérdida, convenciéndolo para regresar a México, realizando
en ese mismo año una de sus obras cumbre: el "Tlahuicole", sobresaliente por la
magnificencia del estudio anatómico que entraña, así como por el esfuerzo
realista de reproducir la auténtica indumentaria prehispánica.
La obra de Vilar se caracteriza por su
moderado realismo, por su carácter de idealización de sus figuras, en las que
buscaba no menos la fidelidad del parecido que la postura noble. En México, el
arte de Apeles y Vitrubio habían tenido siempre más ´discípulos que el de Fidias y
Policleto, hasta la llegada de Manuel Tolsá a finales del Siglo XVIII, y de
Manuel Vilar a mediados del Siglo XIX, que es donde empieza propiamente la
escuela de escultura mexicana.
Imponiendo su estilo romántico nazareno, el
arte y la pedagogía de Manuel Vilar campearon en la Escuela Nacional de San
Carlos durante tres lustros, de 1846 a 1860, año éste último de su fatídico
fallecimiento. Su obra sobre el patrono de la Academia de San Carlos, “San
Carlos Borromeo protegiendo a un niño” es un emblema de la institución,
del cual el grabador Buenaventura Enciso realizó una célebre reproducción
titulada “San Carlos”, en 1865. Destaca también la escultura de “San
Lucas”, labrada para la Escuela Nacional de Medicina.
Las presencias tutelares e la imaginación religiosa
colectiva resaltan de tal modo en los espacios institucionales arquitectónicos,
resonando en sus aulas por sus ondas implicaciones pasionales y dramáticas,
cumpliendo plenamente con sus propósitos expresivos y narrativos, pues tanto en
el ahondamiento del Antiguo como del Nuevo Testamento puede verse en toda esa
época los resabios del barroco y su intrincado espejo de analogías y
paralelismos simbólicos, donde aparece Hidalgo como un nuevo Moisés para
señalar el pueblo elegido de los gentiles con su liberación independiente la
tierra prometida donde mana leche y miel; estando el alma nacional alimentada
por los relatos arquetípicos de Caín y Abel, de José vendido por sus hermanos a
tierras egipcias: por los 70 años de cautividad del pueblo hebreo en Babilonia;
por el relato la destrucción de Nínive; y sobre todo por la cicatriz en el alma
del despojo y el exilio forzado del pueblo judío de su tierra natal y por la
herida incurable de su cruenta dispersión por todo el mundo en castigo al
orgullo de su espíritu.
Desde sus esculturas sobre el pasado
indígena prehispánico hasta las que retratan episodios y personajes de la
historia, todo en la obra de Manuel Vilar respira un gran aliento artístico de
poesía y verdad. Aunque se tambaleaba la imagen de una nación integrada y
laboriosa, viviendo en medio de la mutilación territorial y el enrojecimiento
del horizonte histórico, Vilar supo captar el espíritu y destino universalista
del Nuevo Mundo en la imagen escultórica del descubridor “Cristóbal Colón” (que
estuvo en pie en la Plaza de Buenavista hasta 1892), realizando también un yeso
en la Academia que luego hiso trasportar al mármol por sus alumnos con el mismo
tema, “Cristóbal Colón y la Reina Católica”; hizo lo propio no menos
en su otrora archifamosa obra “La Malinche”, hoy en día
prácticamente olvidada.
Litografía
de Hipólito Salazar, “Cristóbal Colón” de Manuel Vilar
El Monumento de Cristóbal Colón esculpido por Manuel Vilar. fue colocado hasta el 12 de octubre de 1892, frente de la estación del F.C. Mexicano, sobre la calle de Mina, frente a la Plazuela de Buenavista. El Monumento de Colón existe todavía en el mismo sitio. En el terreno que ocupaba la estación, hoy se encuentra la Delegación Cuaúthemoc
Uno de los méritos de Vilar fue acabar con
la rutina en la Academia de copiar Apolos y Venus del arte greco-romano,
oxigenando de tal manera la tendencia neoclasicista de la época, impregnándola
de la nueva sensibilidad romántica, teniendo las obras mayor movimiento y mayor
alcance en cuanto a su expresividad.[2] Aunque pertenecen
a la colección de San Carlos las obras de Manuel Vilar “Monumento a Iturbide”
(1850) y el busto del dictador “Santa Anna” son poco conocidas,
proscrita su exhibición por no formar parte en la actualidad de la iconografía
oficial –cosa parecida sucede con el “Maximiliano de Habsburgo” realizada
por Felipe Sojo en 1869.[3] Es de
subrayar aquí que el mismo Felipe Sojo, alumno que sustituiría que querido
escultor catalán en la dirección de escultura de San Carlos, realizó un retrato
de su maestro Manuel Vilar, a la escayola, un año después de su muerte, en 1861
–obra de la que hay dos ejemplares, una de ellas bajo el resguardo de Bellas
Artes (INBA), habiendo sido donada la otra pieza por Salvador Moreno a la Real
Academia de Bellas Artes de Saint Jordi, en Barcelona.
Retrato de
Manuel Vilar
|
Sojo,
Felipe [Mèxic, ? - ?, 1869]
|
Las obras más importantes conservadas en
México de Vilar son: los retratos de Don J. Echeverría, director de la Academia
de San Carlos (1846); el busto en yeso de Don Francisco Sánchez de Tagle, poeta
y subdirector de la Academia de San Carlos (1852); el busto del filólogo Fray
Cristóbal de Nájera (1853); el busto del escultor Manuel Tolsá (1852); el busto
del estadista e historiador Don Lucas Alamán (1853)el busto de Antonio López de
Santa Anna (1853), el retrato del diplomático Manuel Diez de Bonilla (1852),
coloreado al óleo por Peregrín Clave, y de su esposa Mercedes Espada (1856). Es
obra suya, como se ha advertido ya, el San Carlos Barromero que se encuentra en
el patio de la Academia de San Carlos.
Fue suyo también el grandioso proyecto del “Monumento
Ecuestre a Iturbide”, montado en un pedestal enorme diseñado por
Lorenzo de la Hidalga, los cuales quedaron en bocetos, por más que el mismo
Vilar realizó varios intentos de fundirlo en bronce, antes de que la obra fuera
definitivamente cancelada en 1860 por órdenes del presidente Miguel Miramón.[4] Poco se
pudo hacer por llevar el magno proyecto a la realidad, en una época marcada por
el afán iconoclasta –afán que redujo a polvo varios bustos de hombres notables
que se encontraban en el atrio del Teatro Nuevo, haciendo desaparecer bajo la
picota del los republicanos fundamentalistas las efigies de Acuña, Gorostiza,
Fernando Calderón, Paniagua y Juan Ruiz de Alarcón.
Murió inesperadamente de neumonía el 25 de
noviembre de 1860, en la flor de su talento creador. Sus alumnos le
construyeron un magnífico monumento sepulcral en la Iglesia de Jesús Nazareno,
donde reposan hasta la fecha sus cenizas, dando constancia con ello de su
grandeza y de su gloria póstuma. Destaca en el monumento un cuadro de la Virgen
de la Piedad de Petronilo Monrroy, una cruz decorativa realizada por Epitacio
Calvo, y un hermoso busto prístino tallado por Felipe Sojo.
III
Las raíces
del movimiento neoindigenista no podían ser más interesantes, pues se remontan
al maestro y director de escultura de la Academia de San Carlos Manuel Vilar i
Roca (1812-1860). El escultor catalán, formado en Roma a donde viajo en 1833,
participó del movimiento del Purismo Nazareno, de raíces alemanas y florescencias catalanas, que intentó retomar
la honradez y espiritualidad del arte cristiano medieval, escuela a la que
pertenecieron otros importantes artistas de Barcelona, como Josep Arrau,
Claudio Lorenzale y Peregri Clavé.
En Manuel
Vilar 1845 viaja y se establece en México, junto con el afamado pintor Peregri
Clavé, considerándosele como notable escultor romántico español. La Real
Academia Catalana de San Jorge atesora dos obras notables suyas: “Jasón
robando el vellocino de oro” (1836) y “Latona y los labradores”
(1838). Otras obras importantes suyas en aquella galería son “El
Juicio de Daniel en Babilonia” y “Deyanira y el centauro Neso”. En
México destacó sobre todo como retratista, siendo célebres sus bustos de “Cristóbal
Colón” e “Iturbide”. En la rama prehispánica aportó bustos
de “Moctecuzoma”, “La Malinche” y la famosa escultura de
cuerpo entero del héroe “Tlahuicole”
(1851, yeso patinado, 216 x 135 x 132 cm.) resguardada en la colección de la
Academia de San Carlos.[5]
Manuel Vilar fue llamado a México con otro
gran artista catalán: el gran pintor Antonio Pelegrín Clavé (1810-1880), con
quien se incorporó a la Academia de San Carlos, tratando con sus alumnos tanto
de temas bíblicos como del Mundo Clásico, seleccionando la tradición de los
grandes maestros renacentistas, evitando con pulcritud y rigor el exceso de sus
“profanidades”, llegando la concentración en asuntos religiosos a una estética
de intenso colorido emocional, de composiciones cuidadas y equilibradas,
serenas y armoniosas, subrayando el impecable dibujo de la línea neta, la
iluminación sin fuertes contrastes u homogénea.
Peregrín Clavé i Roque (1810-1880) estudió pintura en la Academia de San Jorge, en Barcelona, perfeccionando sus estudios en la Academia de San Lucas, en Roma, donde a los 22 años ya era estudiante del de la figura principal de la llamada pintura idealista alemana: Overbeck, cuya corriente Nazarena profundizaba en el estudio del Antiguo Testamento, línea que continuaron los alumnos de Pelegrín Clavé en México, siendo el más logrado de todos ellos Santiago Rebull (1829-1902) quien, junto con José Salomé Pina (1830-1909), se perfeccionó también en Roma.
Regresó a Barcelona en 1868, luego de que se volvieran insoportables las condiciones de hostilidad en la Academia, dejando en lugar como director de ´pintura a su discípulo José Salomé Pina, siendo nombrado allá inmediatamente como Miembro de Número en la Real Academia de Bellas Artes de San Jorge, desde 1868 hasta 1880. El presidente Juárez lo había retirado de la dirección de pintura de San Carlos ya en 1861, a lo que Maximiliano I reaccionó reinstaurándolo inmediatamente en su puesto, nombrándolo incluso “pintor de cámara”, debiéndose a sus pinceles el famoso cuadro de la pareja imperial -el cual se dice fue recortado, se dice, por haber incomodado a Carlota las constantes poses para el retrato, y solo tener el busto de la reina junto al retrato de cuerpo entero del monarca mexicano.
Algunas de los textos de las lecciones de
Clavé se han conservado, sorprendentes por su rica cultura y aún por su
erudición, publicándose reciente en el libro Lecciones de Estética.[6] En
capítulos como: “Análisis de la estampa
de Rafael, de Jesucristo cuando entrega las ovejas a los apósteles” o “Análisis de la Mujer Adúltera, del Pusino” puede
constatarse tanto el método de
enseñanza como la clara orientación pedagógica y superioridad del maestro
catalán.
En 1845 y 1846, en efecto, comenzó a
restaurarse la Academia de San Carlos Borromero, la cual se hallaba en una
situación de insoportable de estancamiento, de inercia que remató en letargo hasta llegar finalmente
a la muerte. Tal situación se explica porque, antes de concluir el Siglo XVIII
y en la primera década del XIX, las comunidades eclesiásticas, dispersas a lo
largo y ancho de la sociedad toda, dejaron de ocupar a los pintores –por
razones complejas que no viene aquí a
cuento profundizar. Luego vino la insurrección de independencia, luego las
rebeliones, no quedando de ese periodo ningún retrato que valiera la pena, ni
tampoco nada que indicara una gran pérdida para el arte. La rutina no era así
sino la expresión de que las fértiles fuentes de las manara el barroco y el
churrigueresco se habían agotado por completo –y con ellas, habría que agregar,
algo más sutil y acaso más esencial: las fuentes mismas de la metafísica
occidental moderna, que habían empezado ininterrumpidamente a decaer a
partir del cartesianismo.
Como quiera que sea, la resistencia a la
modernidad sostenida por el arte en el Nuevo Mundo se encontraba exhausta a la
llegada a la academia de Clavé y Vilar, quienes estaban acompañados por otros
maestros venidos de Europa. Sin embargo, la cadena del arte tradicional de la
escuela mexicana se rompió definitivamente y luego de medio siglo de penosa
agonía no pudo continuar, por lo que tuvieron que plantearse los fundamentos
del arte de nuevo. Igual que en el Siglo XVI, la imagen de una nueva era en el
arte iría a sacudir a México, luego las intervenciones armadas de EU y de
Francia.
Lo cierto es que Peregrín Clavé, como
confesó en el libro de Couto, no encontró ninguna escuela, ni buena ni mala, al
llegar a México. La escuela de San Carlos, por caso, no tenía galería alguna,
por lo que emprendió el primer ensayo de reunir obras de arte mexicano salidas
de la escuela y clasificarlas. Los apoyos en la Academia para los alumnos
fueron durante ese periodo sin igual, regios, tanto en su trato como en los
favores recibidos, como sucedía en pocos lugares de Europa, enviando después a
los alumnos más destacados a especializarse a Italia. Preparando así a los
talentos de ese tiempo, a Cordero, Rebull, Monrroy, Salomé Pina o Ramón Sagredo,
a la altura de los mejores maestros de la antigüedad barroca, de un Echave, de
los Juárez, de Ibarra o Arteaga, de Rodríguez o Cabrera, poniendo incluso mayor
cuidado en la formación del gusto, el estudio más excelente de los modelos, el
contacto más fundamental con el arte y una mayor instrucción, fomentado también
un mayor número de exhibiciones de sus obras
o de muestras.
Lo que Clavé enseñó a sus discípulos fue lo
había aprendido en Barcelona y en Roma, según los principios derivados de sus
propias observaciones, en artistas hábiles de Italia, España y Francia.
Destaca, sin embargo, las enseñanzas de la escuela alemana de Johann Friederich
Overveck (Lubeck 1789-Roma 1869), mejor conocida como la Escuela de los
Nazarenos, que reaccionó vigorosamente contra las “profanidades” del
Renacimiento, siendo también la escuela que rescató la pintura mural en Europa.
Overveck y sus dos compañeros, Proff y Vogel, núcleo del movimiento
Nazareno, se convirtieron al catolicismo en 1813, y se recogieron
en el Convento de San Isidoro para llevar una vida realmente austera. En 1818
pintó los primeros murales del movimiento nazareo en la finca del cónsul de
Rusia en Roma, Bartholdi, de tema religioso, y en la finca de San Juan de
Letrán del príncipe Máximo, el “Encuentro de
Godofredo de Boullón y Pedro el Ermitaño”, decorando el templo de la Resurrección en
Frnkfurt en 1840. .
Hay
que agregar que Clavé también retomó las enseñanzas de Tiziano y el clasicismo
de Ingres. A Pelegrín Clavé se le considera sobre todo
como retratista, devoto de la idealización de sus figuras, de sus rostros y
manos, y de una deslumbrante objetividad en la reproducción plástica de sedas,
encajes y joyas, pintando a sus modelos y atuendos con maestría y verdad. Compuso
toda una galería de retratos donde se espejea la sociedad mexicana de mediados
del siglo XIX. De su intento por revivir la pintura mural quedó un vestigio en
La Profesa, la cual fue decorada por él y sus discípulos entre 1860 y 1867, los
que terminó poco antes de abandonar México definitivamente.[8] Los murales
desaparecieron en el famoso incendio de 1914 –aunque por alguna misteriosa
razón se salvó un fresco: “El Padre Eterno” –el cual entusiasmo desde el
principio a la sociedad culta mexicana, representando a Dios de una forma
inusitada, no como un anciano, sino como un hombre en madurez, pleno de vigor y
fortaleza.[7] No fue Diego
Rivera, como ahora se quiere hacer creer, oportunista, vanidoso, delator,
stalinista y ateo, sino José Clemente Orozco quien seguiría después las
lecciones de Clavé y de su escuela en algunas de sus composiciones.
Pelegrín
Clave. “El padre Eterno”, Convento de La Profesa
José
Clemente Orozco, “El Padre Eterno”
Existe un notable retrato del arquitecto Lorenzo
de la Hidalga realizado por Clavé en 1861, encargado por Don Bernardo Couto, en
el que, mediante la representación del famoso arquitecto, con su maneras de
gran distinción, nobles y firmes y su impecable porte queda codificada toda una
época histórica, sus usos, su tensión, su dimensión contenida. Existe en la
Academia también un retrato del escultor Manuel Vilar, realizado por Antonio
Tomasich (Almería 1815-Madid 1891).[9]
Entre sus obras más logradas y de mayor envergadura
destacan: “La locura de Isabel de Portugal”, obra que tardo años en
realizar y que llevó consigo a Barcelona, estando hoy en día en real Academia
de San Jorge; “Jacob recibe la túnica ensangrentada de su hijo José”.
De su primera época en Barcelona y en Roma
la Academia de San Jorge conservó varios de sus cuadros: “El buen samaritano”
(1838); “Salomón proclamado rey de Israel” (1833); “Autorretrato” (1835); “El
sueño de Elías” (1837); “Retrato de
Don Ignacio Cecilio Algara Gómez de la Casa” (1840).
De su época mexicana sobresalen: “Retrato
de Lorenzo de la Hidalga” (1851); “Retrato de Ana Gloria Ilzcalbaceta”
(1851); “Andrés Quintana Roo” (1851), “Familia Antuñano”; el
famoso retrato del humanista “José Bernardo Couto”, director de la
Academia; “La dama del chal”. Obras todas ellas que constatan su
profundidad psicológica, fina observación y reproducción de sus modelos y viva
sensibilidad –también la idea de que el arte es intuición de esencias y el medio
idóneo de expresarlas, incluso mediante el sutil labrado del ícono analógico y el
arquetipo, para llegar así a la figura esencial, e incuso la intuición pura de
la esencia de todas las esencias o esencia infinita, centro de la creación toda.
Couto
Quintana Roo
Caballero
De la Hidalga
Don Porfirio Díaz
[1]
Para la historia del pintura en México en esa
época y de la época colonial puede verse la síntesis realizada por Don José
Bernardo Couto, director de la Academia de San Carlos Boromero, escrita entre
1860 y 1801 y publicada en 1872 poco después de su muerte: Diálogo sobre la Historia de la
Pintura en México, FCE, Biblioteca Americana, Prólogo de Manuel
Tossaint. 1ª ed. 1949. 1ª reimp. 1979. En 1976 se imprimió en Madrid un
extracto del diálogo, firmado por Francisco Arrangóiz, titulado Historia
de la Pintura en México. En 1893 Don Manuel G. Revilla, profesor de
español e historia del arte en la Academia de San Carlos, gran defensor del
estilo Churriguera, publicó El Arte Antiguo durante la Época Antigua y
durante el Gobierno Virreinal. En 1923 Don Francisco Pérez Salazar
publico un estudio, excelente en opinión de Manuel Toussaint, llamado Algunos
datos sobre la pintura en Puebla durante la Época Colonia, editado en
las Memorias de la Sociedad Alzate. En
1927 el poeta José Juan Tablada dio a la prensa La Historia del Arte en México,
trabajo por encarga al que dedicó poco tiempo distraído por los cocteles y
compromisos de sociedad. En 1934 Don Manuel Romero de Terrero entregó un
importante texto titulado El Pintor Alonso López de Herrera,
rescatando para la historia ni más ni menos que al “divino” Herrera. En 1936
Manuel Toussaint publicó un adelanto de su magna obra sobre el tema, titulado La
Pintura en México durante el Siglo XVI, parte de su ambicioso proyecto Historia de la Pintura Colonial
en México. Luego de una época
de “historiadores de medio cachete”, absorbidos por la opaca política
institucional universitaria, destaca para finales del Siglo XX y principios del
XXI, la obra de un extraordinario historiador del arte, acuciosímo yveraz, Don
Guillermo Tovar de Teresa, quien en más de 40 libros da vueltas y revueltas al
tema del arte colonial, debiéndose mencionar aquí, cuando menos: La
Ciudad de los Palacios. Crónica del Patrimonio Perdido. Ed. Vuelta;
[2]
Otro maestro catalán importante fue el escultor Josep Bover i Mas (1802-1866),
quien talló el monumento sepulcral a Jaime Balmes (1865).
[3] De
las obras con que cuenta la colección de la Academia Nacional De San Carlos
1700 son pinturas y sólo resguarda 170 esculturas.
[4]
Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo (1831-1867).Era conocido
como "el joven Macabeo". En 1859 fue nombrado Presidente Interino de
México por el Partido Conservador bajo la ideología del Plan de Tacubaya, en
oposición al Presidente liberal Benito Juárez, quien había accedido al poder
siendo presidente de la Suprema Corte de Justicia a través de la renuncia de
Ignacio Comonfort. Miguel Miramón es el presidente más joven que ha tenido
México en su historia y durante los siguientes dos años se distinguió como el
máximo líder de los conservadores. Tras fracasar en su intento de derrotar a
Juárez en Veracruz su buena suerte terminó, siendo derrotado de manera
definitiva en la Batalla de Calpulalpan y con él todo el Partido Conservador.
Tras su derrota se vio obligado a abandonar el País junto con Juan Nepomuceno
Almonte y José María Gutiérrez de Estrada, entre otros distinguidos
conservadores. Nunca participó en las negociaciones que finalmente culminaron
en el ofrecimiento de la corona de México a Maximiliano de Habsburgo en 1863.
Regresó finalmente en 1867 tras la salida de los franceses para ponerse al
servicio de Maximiliano. En el Sitio de Querétaro fue derrotado y capturado
junto con los demás partidarios del Imperio. Murió fusilado al lado de
Maximiliano de Habsburgo y Tomás Mejía.
[5] LEYENDA DE
TLAHUICOLE. Entre los años 1511 y 1519 se sucedieron, en el actual territorio
de Tlaxcala, numerosas batallas en que los mexicanos -los tenochcas o mexicas
-intentaban mellar el espíritu inflexible de los tlaxcaltecas. Desde las
Guerras Tepanecas, en que los tlaxcaltecas habían soportado lo más crudo de las
batallas al lado de su caudillo Nezahualcoyotl, esta valiente nación había dado
muestras de su espíritu guerrero y su ardor patriótico. Abrazaron el ideal de
un Azcapotzalco convertido en ruinas aun antes que los señores de Tenochtitlan
y Tacuba, tornándose los favoritos del príncipe acolhua. Y de entre estos
valerosos guerreros, sobresalían especialmente los otomíes, una pequeña etnia
enclavada en el este de los estados tlaxcaltecas que habitaban esas tierras
incluso antes que todas las tribus nahuas y que habían firmado pactos de
hermandad con los tlaxcaltecas a cambio de que no los expulsaran de sus tierras
en Tecoac.
El pacto era sencillo y claro:
ellos permanecerían en el este vigilando la frontera más conflictiva de su
país, marchando en la vanguardia de cualquier guerra que decidieran emprender
contra sus enemigos, primero en Azcapotzalco y, después, en Tenochtitlan y
Chalco. Servían como mercenarios, mas no como sirvientes. Marchaban al frente
como humildes guerreros, nunca como esclavos. Y gozaban del respeto y la
consideración de los confederados de Tlaxcalan. Hubo una batalla en 1516 que
dió lugar a una de las leyendas más grandes de esta hermosa nación. La batalla sucedió
en Huautla, con un triunfo de los mexicas, la huida de los soldados
tlaxcaltecas y la captura de un joven noble de menos de 20 años pero que ya era
una leyenda entre las filas enemigas: Tlahuicole. Era éste un joven otomí hijo
de patricios miembros de la República Tlaxcalteca. A su edad ya era famoso por
ser un soldado sumamente fuerte, diestro con las armas y, se rumoraba, había
dado muerte a uno de los hijos de Motecuhzoma Xocoyotzin, emperador de los
mexicas. Cayó en una ciénega y no pudo salir de ella. Ahí fue encontrado por
los soldados huexotzincas, quienes lo ataron y lo llevaron prisionero a la
capital del imperio. Al llegar fue recibido por el señor de Iztapalapa, quien
por ese entonces era Cuitlahuac. El noble mexica no tardó en llevarlo ante el
emperador como trofeo de guerra y éste lo recibió con los más grandes honores.
Cabe mencionar que entre los mexicas, la habilidad para la guerra era una de
las mayores virtudes. Motecuhzoma colmó de regalos y mujeres al noble otomí,
tratando de ganarse su confianza para hacerlo parte de las negociaciones con su
nación. Pero Tlahuicole era de madera sólida, un nacionalista extremo y
ferviente defensor de la independencia de Tlaxcala (un caso similar al de
Xicohtencatl Axayacatzin), y le pidió al emperador que le diera muerte lo antes
posible, pues un capitán capturado en la guerra era deshonroso para los
otomíes.
Lógicamente Motecuhzoma, hábil
político y negociador, no haría caso a las peticiones de Tlahuicole. Lo mantuvo
“prisionero“, si esa es la palabra indicada, hasta convencerlo de servir bajo
el estandarte mexica en las Guerras Purépechas. Los purépecha o tarasco,
ancestralmente también eran enemigos de los tlaxcaltecas, por lo que Tlahuicole
aceptó el pago de los favores otorgados por el emperador liderando en la guerra
a los soldados tenochcas. Tlahuicole marchó como capitán de milicia bajo el
mando de Cuauhtemoc en la Guerra del Salitre para apoyar a los estados de
Sayula y Autlán (algunos autores incluyen Tzinapécuaro). A su regreso,
Cuauhtemoc habló al emperador de su valía y su enorme contribución en la
batalla, pidiendo más honores y riquezas para su persona. Motecuhzoma insistió
de nuevo en concederle la libertad para que regresara con los suyos y sirviera
de ejemplo de la buena voluntad mexica. Tlahuicole pidió de nuevo la muerte,
esta vez con más seguridad dada la circunstancia de que había combatido bajo el
estandarte del enemigo y que no había manera de regresar a Tecoac (su ciudad
natal) debido al juramento de los guerreros otomíes, que les forzaba a regresar
victoriosos o morir en la batalla (algo similar al juramento militar de los
espartanos). Fue sacrificado como gladiador, en la cima de Tolometli, atado al
Temalacatl, la piedra del sacrificio gladiatorio. Fue atacado por cuatro
guerreros al mismo tiempo en cinco ocasiones dando muerte, según el Códice
Mendoza, a ocho guerreros y sacando del combate a otros veinte. Su cráneo y su
corazón fueron ofrecidos a Huitzilopochtli por Motecuhzoma y su cuerpo,
convertido en cenizas, fue enviado de regreso a Tlaxcalan. Los tlaxcaltecas lo
honraron como a uno de los grandes héroes de la República. Después de muerto
Tlahuicole, las Guerras Purépechas siguieron cobrando batallas hasta unos meses
antes de la llegada de los españoles, pero los mexicas sólo obtuvieron
derrotas. Las únicas victorias que pudieron obtener en esa desastroza guerra
fueron las que obtuvo Tlahuicole.
[6]
Peregín Clavé, Lecciones de Estética. UNAM, México, 1990.
[7]
Al soberbio Juan Cordero (1822-1884), de Teziutlán, Puebla, quien se había
perfeccionado también en Roma, se le atribuye la restauración del muralismo en
México. El incomodo archirrival de Clavé siguió sin embargo una estética no mas
que popular, dentro del gusto nacionalista de la época. Enfrentó directamente a
Clavé y ya en plan de abierto antagonista pinto varios murales en iglesias
mexicanas, como “Jesús ante los doctores” en la Iglesia de Jesús maría. Su mural
dedicado al filósofo Gabino Barreda (1874), ha sido calificado, no son
anacronismo, incluso de vanguardista, atribuyendo, ya en el delirio, el inicio
del movimiento muralista mexicano a su persona, siendo, eso sí, uno de los
primeros actores de un fenómeno ahora tan sólito que deja incluso de ser
perceptible: el de la rebelión de los discípulos.
[8][8] La Pinacoteca de la Profesa cuenta con una
más que respetable colección de obras, más de 380.
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