Sobre
el Hombre Rebelde: El Descarado y la Impudicia
Por Alberto Espinosa Orozco
Nos
hallamos ahora ante otra figura de la rebeldía: la del descarado, la del hombre
que se ha vuelto a tal grado inconsistente, incoherente, por exclusivamente
obediente a sus pobres, a sus mezquinos intereses, que ha perdido sus rasgos
fisonómicos propios, hasta borrarse del todo en una careta que a su vez resulta
muda, vacía y el mismo irreal, una ficción no sólo inventada, sino sólo creída
por él mismo. El descarado se distingue del carota, del cara dura, porque antes
de volverse un ídolo de piedra para al chocar contra los otros hacerlos o cascajo
o polvo, se ha vuelto por decirlo así una nada, vaporizando complemente lo que
se podría denominar una personalidad. Hombre de coyunturas, que va por la vida
como una veleta, robaleando de aquí para allá, distraído, traído y llevado de
un lugar a otro no menos que por su cabeza desatenta que por sus pasos distraídos
. Porque la característica predomínate del descarado es que, al carecer de
principios, bien a bien no guarda, no
defiende ninguna posición, ninguna postura, resultando por ello
psicológicamente amorfo, cuya memoria resulta también porosa para el olvido al
tratase todo en él de una impostura, pudiendo rayar en casos con el fantoche.
Su cara se ha vuelto una máscara vacía, una
apariencia más en un mundo el mismo aparente. Así, el descarado empieza por ser
el enmascarado, el disfrazado, quien aparenta amistades y tareas, el que
simula, pues toda su vida resulta a fin de cuentas simulación y él mismo un
simulacro pues dice ser lo que no es y dice hacer lo que no hace. Su
personalidad resulta de tal forma inestable, poseedor de una y mil máscaras,
pretendiendo ser o que va a ser lo que nunca es o será. Se caracteriza por no
reconocer jerarquía ninguna y por sus sintomáticos errores de juicio y de
apreciación, rayando así fácilmente con el resentido, no siendo infrecuente en
su actitud una clara tendencia al chantaje sentimental y a al reiterado intento
de la manipulación, siendo no menos proclive al oportunismo. Su ética y
educación resulta así la del interesado, la del egoísta, que pomposamente
intenta justificar por la vía realista del pragmatismo y de la dureza de
corazón, transformando su resentimiento, su inversión de valores característica,
en un conjunto de valores veleta, que se mueven indeterminadamente de acuerdo a
la oportunidad del momento, intentando hacer de su tabla una escalera por donde
trepar, lo que lo convierte también en una especie botánica pariente de hiedra:
la del “trepador”.
El descarado empieza así por ser un carita,
por ir tirando rostro, por ser o sentir que es, muy a la darwiniana, “el macho
preferencial” (sic), y que quisiera competir en belleza con su pareja
sentimental, siempre pasajera, pues su motivación fundamental es la de vivir de
su linda cara. Vanidoso, pagado de sí mismo, el carita cree así que todo lo
merece, que lo tendrá todo, satisfaciendo con sus pesados autoelogios y proyectos
inútiles su fácil vanidad de ser fingido, sin sustancia propia, imantando por
el deseo de propiedad, de apropiación, a partir del cual forja sus impalpables
castillos en el aire dispuesto alegremente a habitarlos.
En cierto sentido se trata no sólo del
impostor, sino también del pusilánime, cuya pobreza espiritual le vine de tomar
sólo en cuenta las cosas que tiene, pero no los lugares a los que entra; no
perteneciendo realmente a nada, al no tener un espacio espiritual al cual poder
entrar, del cual poder formar parte y al cual pertenecer: al no tener un alma
(pérdida pneumática de la libertad).
Así, el descarado, tras sus innobles modos
disueltos y acomodaticios, esconde en realidad una hinchada imagen de sí mismo,
resultando por ello su actitud, si bien se mira, sobre arrastrada: jactanciosa,
ampulosa, arrogante, hinchada –cartesiana, pues detrás de la delgada película
aerostática que infla su conciencia, no se encuentra, realmente, sino una nada.
Es por ello que es también característica del descarado usar impunemente los
´símbolos de una tradición como si e tratara de cheques, o de cartas en blanco;
ya sea embadurándose la cara con jerga socialista a la vez que minando el suelo
de lo social en su raíz misma; ya sea doblándose en la jerigonza de los gestos
gemuflexos ante cualquier forma de poder por la esperanza de algún favor, de
allegarse una influencia o de lograr un mero convite. Su falta es la de la más
triste de todas las manías: la locura social del convencionalismo, que sólo
está interesada en su continuo acto de trsanformismo, de ponerse y sobreponerse
disfraces, al estar movida tan solo por la vanidad de los valore efímeros.
Un rasgo más: el descarado se caracteriza no
sólo por no tener cara, sino por no darla, siendo en este sentido en que se
sume, el que no quiere enfrentarse a la vergüenza pública que suscita su
fechoría privada, que en este sentido no aparece, que se esconde, para no dar
la cara –distinguiéndose así del carota por una especie de medroso refinamiento
de la sensibilidad, de extrema susceptibilidad ante la vergüenza pública, todo
ello debido a que queriendo que el mal se premie, que es realidad el
desplazamiento invertido de las jerarquías para las que trabaja, espera de la
instancia pública sobre todo honores. El descarado es entonces también un mago,
de la especie del prestidigitador, pues nos está dando la espalda mientras nos
muestra la cara –una cara, hay que decirlo, sin rostro, sin personalidad, como
esas manos de palo que al estrecharlas nos dicen en secreto, pero a las claras,
que no son manos con rostro, manos de amigo.
Otro rasgo más que hay que apuntar sobre el
descarado es su fingida indignación, pues al intentar escamotear la
responsabilidad del yo proyecta la culpa sobre otros, por lo que es también el
acusador, el hombre de la denuncia, de la delación. Así, echa en cara a otros
sus propias faltas, desplazándolas –aprovechando para ella la falsa jerarquía
de valores o de contravalores sería mejor decir, que quisiera imponer.
En una palabra, se trata de un curioso modo
del desvergonzado: del hombre sin escrúpulos. En efecto, el descarado es
propiamente el hombre sin escrúpulos morales, cuya falta de valores ya no le
aqueja, pues ha perdido del todo la energía positiva del sentimiento de
vergüenza, aletargando por tanto la conciencia. Así, comete un curioso pecado
de omisión, pues no toma en cuenta el sentido moral de sus propias acciones, lo
cual equivale a una ceguera para consigo mismo, por lo que no es infrecuente
que exalte lo que considera hiperbólicamente las faltas de otros.
Así, cuando el descarado no puede evadirse
de la responsabilidad por una falla moral, cuando tiene que enfrentar un
conflicto, o se cierra sobre si mismo para volver al ídolo, al caradura, o bien
se agita, alza la voz, vocifera, niega, difama, calumnia, advierte, “echa
aguas”, en parte para subir el tono vital deprimido que lo convertiría en un
blandengue, para mejor borrarse como el pulpo aventando sobre su honor puesto
en duda un chisquete una densa tinta negra, tras la cual pueda borrar las
huellas de pasos, ocultar sus fechorías y volverse perfectamente inapresable.
Doble estrategia de la fuga, pues, cuya misión es la de si no deshacerse de
todas sus culpas, por lo menos disimularlas, mediante el bajo subterfugio de
culpar a oros, ya sea detectando la viga en el ojo ajeno, ya sea señalando
indignado el acné que late en los poros del vecino, al cual escudriña de manera
tan inquisitiva como morbosa.
Se trata, así, de una peculiar condena, de
una sui generis esclavitud del pecado que lo tiene sujeto, pues se vuelve el
descarado así abiertamente injusto, inicuo, ignorando llanamente el mismo
núcleo del deber, añadiendo a su mal otro mal más grave, y cayendo así cada vez
más bajo.
Así,
el descarado es también el hombre de la impudicia, que exhibe la nihilidad de
la propia alma, ya presa o esclava de sus fuerzas inferiores. Así, si el recato
consiste en un ocultar las cosas que no quieren que se vean, el descarado
exhibe las faltas ajenas, deleitándose en cierto modo en lo indecoroso de las
personas ajenas, en una peculiar lucha contra lo concreto, contra las normas
-aunque conservando para sí una especie de máscara en blanco que le cubre el
rostro, por lo que puede adquirir la
inestabilidad del payaso que se pinta una cara, o incluso de del psicótico
polimorfo que faceta la psique en personalidades disímbolas y encontradas.
Por último, el descarado encarna una forma
de la deshonestidad que a su vez puede degradarse, puede degradarse en
personalidades cada vez nimias, cada vez más tristes, cada vez más vergonzosas:
son las del atrevido, las del fresco, las del roto, las del descosido, hasta
llegar a las del descocado -que se regodean exhibiéndose indecorosamente al
poner de manifiesto sus vergüenzas, hasta llegar al grado de la procacidad.
Caterva de cínicos, en una palabra, cuyo irrespeto e insolencia cae del lado
del hombre inescrupuloso, como del indiscreto u ostensible, no sabiendo por
ello guardar la compostura ni mucho menos la discreción.
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