Armando Blancarte: Paisajes del Alma Provinciana
Por Alberto Espinosa Orozco
I
Armando Blancarte es uno de los artistas más
singulares y a la vez más representativos de la cultura y la sensibilidad
durangueña. Su trabajo artístico ha cultivado con gran originalidad dos
huertos: el de la interpretación musical y el de la pintura, logrando en ambas
parcelas cosechar la sincera admiración, y el afecto y aplauso de sus
coterráneos.
Su amplia trayectoria musical en radio,
cabarets, restaurantes y fiestas, prolongada por más de 50 años, se caracterizó
siempre ´por sus virtudes interpretativas, por su inspiración, sus expresivos
tonos y profundos timbres emocionales. Acompañado o solo con su
guitarra, Armando Blancarte llevó a otro nivel el género del bolero y de la
inquerida bohemia, donde se encierra toda una concepción de la poesía y del
amor, de la pena y del olvido, de la ilusión y la esperanza, en cuyas letras y
melodías se preservan muchos de los valores de la auténtica sensibilidad del
México de siempre, inmunes a la temporalidad.
II
Armando Blancarte nació en Durango, México,
el 24 de noviembre de 1929. De pequeño hiso sus bártulos en la orquesta de los
Hermanos Cisneros, de Pablo y Nico Cisneros, conquistando al público en
tertulias dominicales, serenatas y clubs durangueños. Siendo joven ganó un
concurso para aficionados en la radio local.
A los 20 años, en 1949, viaja a la Ciudad de
México, donde trabaja en la XEW, trabando una relación de trabajo y amistad con
el famoso compositor y pianista cubano Armando Valdez Pi (Pinar del Río, 1907-San
Juan, Puerto Rico, 1967). Valdespí compuso más de 500 canciones, muchas de
ellas de gran popularidad, entre boleros, sones y danzones. Con Fernando
Collazo y Antonio Manchín grabó más de 36 canciones de su autoría. Trabajó desde muy
joven como director de orquesta en La Habana, siendo uno de los músicos más
populares de Cuba.[1]
Desde 1944 Valdespí vivió en la Ciudad de México y a principio de los 50’s
grabó siete discos para la compañía Peerles, siendo doce de sus canciones
interpretadas por Armando Blancarte.
Por esas mismas fechas, junto con Carlos Crespo, Blancarte trabaja en la Fonda Santa Anita, creando el grupo “Los Dorados de
Villa”, con el que graba dos discos de larga duración luego de una gira por Centroamérica.
Regresó a Durango a finales de la década de
los 50´s, formando un dueto con Antonio Haro, llamado “Toño y Armando”, cantando
en centros nocturnos, clubs nocturnos y luego, por más de 20 años, en el Hotel Casablanca. Más tarde animó el restaurante bar “JR” de Carlos
García Cruz, estelarizando como solista las “Noches Bohemias”. Máximo exponente
de la canción romántica en Durango, el gran solitario de la canción bohemia
sumo a sus éxitos, como “Noche de Ronda”, las canciones “Asesina”, de Carlos
Crespo, “Desdén”, “Crueldad” y “Mujer”.
La voz de Armando Blancarte, caracterizada por un refinamiento superior
y la emoción bien temperada de sus notas, quedará en la historia local como un caso ejemplar y
de distinción de la cultura propia, siendo así una de las figuras arquetípicas
de la región, en donde por su poder evocador se condensan una serie de valores
que preservan viva el alma nacional en la provincia, saturada de nostalgia, de
dulces sentimientos y herida también por la pena del recuerdo de la mujer perdida.
III
Por otra parte, Armando Blancarte, a los 40
años de edad, a principios de la década de los 60’s, ingresó a estudiar pintura
en la recién creada Escuela de Pintura, Escultura y Artesanías, dirigida por el
muralista y pintor Francisco Montoya de la Cruz. Época de esplendor para la cultura
local, pues en la EPEA se dieron cita los más claros talentos de aquella
generación, encontrando en ella la sociedad durangueña un canal de comunicación, formación,
convivencia y expresión, potente para aglutinar a toda una comunidad por el
valor intrínseco de la cultura.
Vale la pena añadir que de aquella primera
generación de alumnos sobresalieron los artistas Manuel Soria, Manuel Salas,
Federico Esparza, distinguiéndose por su personalidad y empeño dos singulares talentos:
Guillermo Bravo Morán, quien pronto se incorporó como maestro a la EPEA, y
Fernando Mijares Calderón, pintor vanguardista de gran originalidad y trascendencia, quien
desarrolló todo un sistema estético comprendido en la idea del “pluralismo
estético”, quien comprendió en plenitud que el arte estriba en la formación del
gusto, lo que implica la profundización en la experiencia personal, pulir la
autonomía y la perspectiva individual, para llevar al acto la expresión de un punto de vista propio sobre la realidad al teñirla de una coloratura singular.
La pintura durangueña se transformó así en una visión del mundo y de una época, sujeta a la interpretación (hermenéutica) de cada pincel, de acuerdo a su sensibilidad y tamizada por su particular talento, de responder en cada caso a la sana doctrina, creando tanto para sí como para el espectador un criterio claro de contemplación.
La pintura durangueña se transformó así en una visión del mundo y de una época, sujeta a la interpretación (hermenéutica) de cada pincel, de acuerdo a su sensibilidad y tamizada por su particular talento, de responder en cada caso a la sana doctrina, creando tanto para sí como para el espectador un criterio claro de contemplación.
De aquella dorada época Durango atesora celosamente
dos gabinetes de pintura, en el anexo a la Sala de Exposiciones Francisco
Montoya de la Cruz (Tlacuilos, UJED) y en una bodega de la EPEA (ICED), con más
de 5 mil lienzos, obras originales todas ellas, pintadas en aquellos años de
fervor y experimentación plástica. El nivel alcanzado en el presente por el
arte de Rubens en la región, llevado hoy en día a considerable altura, sólo se
explica por haberse practicado el oficio
de las martas con tal pasión, empeño y
continuidad por toda una comunidad.
Al finalizar la década de los 60´s el artista participó
en la exposición “La Provincia en el Arte”, efectuada en el Poliforum Cultural
Siqueiros a instancias del maestro Guillermo Bravo Morán. Sus últimas
exposiciones: “Impresión y Sentimiento” y recientemente “Nosotros”, junto con su
esposa Elizabeth Linden Bracho, en el Hotel Casa Blanca.[2]
IV
Los paños de Blancarte obedecen así a una sana doctrina, cuyos dos
ingredientes o notas esenciales son el amor a lo propio y la fidelidad a un
destino. Por un lado, el amor al alma nacional, sufrida, depositada en mucho en
el refugio de la bendita provincia, que ha sabido absorberla y también
preservarla de los vendavales de la modernidad y su culto al cambio, la
novedad y el progreso tecnológico. Por otra parte, fidelidad a un mismo camino recorrido, pertenencia quiero decir, a una raíz metafísica común, que blasona a los hijos de Durango
como legítimos exponentes y herederos de toda una cultura –marco trascendente
cuya doctrina de la mexicanidad fue sintetizada y puesta en solfa local por el querido pensador
Don Héctor Palencia Alonso en su prístina idea de la provincia, adornada con
las prendas de la autonomía y la originalidad, bautizada con el nombre de
“durangueñeidad”.
En estrecha consonancia con tal tesis, el
mundo pictórico de Armando Blancarte no es el del despertar a la modernidad hacia el progreso y desarrollo material, soñado alguna vez por su maestro Francisco Montoya de la Cruz, sino el de un
Durango más íntimo y provincial, acaso más esencial. Porque la búsqueda de
Armando Blancarte no ha sido el de atrapar el alarido del ahora o la esquirla
desprendida por el choque de la novedad, sino la calma y la reflexión pura, para
comunicar un criterio de contemplación sereno y a la vez veraz del mundo en torno. No el cambio y
la aventura del ahora o la cábala del acontecimiento histórico, sino la norma estable; no la desesperanza por el derrame caótico
del gran río del tiempo, sino quietud que reposa en la originalidad de una
cultura –sin dejar por ello de mirar los escollos de tal cultura del sosiego y de la tranquilidad, como son hasta hoy en día su lamentable precariedad, y las cadenas de miseria que la fustigan y la
yagan.
Mas que el tono de la nostalgia, la estética
moderna donde se da la eclisión de la obra abierta, sugerida para el desciframiento de una esencia,
la mexicana, que nos constituye, desde la perspectiva de la realidad y situacionalidad regional. No
la esencia abstracta, sino la individual y colectiva del hombre en situación,
de su ser en el mundo. Visión, pues, de la esencia de la existencia modulada
por una región geográfica y por una historia.
Sus formas son así, más que perfiles de lo
humano, figuras morales, símbolos y emblemas de un tiempo y de una geografía. Ello se debe a la perspectiva misma del
artista, que descreyendo de los eventos históricos –como la panacea de la
eficacia y el progreso-, se concentra en las significaciones morales de su
tiempo y en las figuras donde la sociedad misma se expresa y reconoce, y que
por lo mismo van más allá del tiempo o lo trascienden (“El Vendedor de Alfalfa”; “El Vendedor de Tunas”; “El Arpista”). También registro de lo otro, innominado, presente en la
naturaleza humana, cuyo escoria o choque produce en lo humano formas
oscuras, frustradas, no creadoras, rayanas por tanto en la infrahumanidad (“Alma
perdida I, II y III”).
La obra de Blancarte aparece así como un
llamado final, que exclama e incluso clama por una vuelta del hombre al equilibrio de su naturaleza propia, que pide por volver a la armonía de sus partes constituyentes y de acoplarse a los ritmos de la naturaleza toda –en una labor incardinada con el arte, el
saber y cultura que asegure socialmente, con un órgano bien nivelado, la continuidad de la nobleza humana.
La lucha del artista ha sido así contra la
sordera del hombre moderno y contra las esencias infernales y caducas de lo
social, no menos que contra la soledad
individual, por emprender su obra el
camino de la aventura interior: de aislarse, de retirarse del mundo, por una
sed originaria de contemplación (“El Árbol”).
Es por ello que en su obra destilan estampas
de un Durango menos moderno y más emblemático e incluso dolorido, asechado por el aislamiento, por la miseria, las sombras y el salitre. Escenas de gente cotidiana, de figuras
populares, comunes y sencillas, pero donde se acrisola sin embargo el
sentimiento entero de un pueblo y de su zaga histórica por permanecer. También
el sentimiento de lo conmovedor, e incluso de la rendida tragedia, donde se consuma el
drama insípido de los espectros que rondan por el aire, aboliendo entre, bares pestilentes
y cantinas, con su ancla de naufragio, la aventura. Donde navegar por el
desierto significa también los días sin atarse y los pasos perdidos sin camino.
Náufragos en medio del desierto, hundidos en el barro acuoso entre la arena. Escenas de
la vida de los otros, de la vida de todos, pues, que se alternan con las del atroz estancamiento, de la calma chicha a la
deriva donde no pasa nada amenazada con el terrible desamparo (“Mujer con brasero”).
V
La pintura de Armando Blancarte puede
considerarse más como costumbrista que como nacionalista, pues su objeto no es
exaltar ideológicamente a la patria en una serie de truismos, sino, antes que nada, observarla. Y lo que
ve es una ciudad pequeña, prácticamente abandonada a su suerte en medio del ventoso valle inmenso del Guadiana –con su promesa siempre postergada, eternamente
diferida, entre ríos de mármol como nubes y montañas de oro como soles. Sus estampas, sin embargo,
conservan una especie de candor, por ser verdaderamente íntimas, destacando
entre sus recursos la franqueza autentica de la expresión y en el empleo
simbólico de las tinturas –siendo, al igual que los dos grandes maestros que lo
precedieron, Guillermo Bravo Morán y Fernando Mijares Calderón, también un
colorista espléndido. Su pincelada, labrada en la materia con la ayuda de la espátula, ha
dejado escuela, pudiéndose ver una continuidad de su técnica y sus temas en artistas como
Yesica Ríos y, en cierto modo, en el excepcional pincel de Germán Valles
Fernández.
Su arte no es por tanto un arte “campesino”
o “proletario”, o de “tendencia”, ni mucho menos un “arte colectivo”, pues es
claro que las expresiones folklóricas, místicas y simbólicas de un pueblo son
creadas por la vida social y en modo alguno podrían ser representadas por un
artista. No. El artista que es Blancarte se distingue, como todo artista
auténtico, por expresar, con total autonomía espiritual, su experiencia
individual, personal, la cual va recorriendo los tonos más sensibles de la suavidad y de la
blandura, de las emociones de ternura y, casi podría decirse, del cariño, hasta
llegar a ser hosco e incluso hirsuto, pues alcanza también los tonos hirientes
de la aflicción y la congoja, así como del sentimiento dramático de lo patético.
En el abanico sentimental de su obra hay, en efecto, algo del dolor del regreso a la ciudad en
ruinas y a la tierra marchita entre la arena, por lo que más que un sentimiento
de nostalgia o un anhelo de pasado, o de ser una pintura de lo típico, lo que encontramos en sus paños es un arte
testimonial, que a la vez intenta preservar y reintegrar los valores ciertos de
la provincia al alma colectiva –poniendo entonces el acento no en el
sentimiento particular, individual ante el solar nativo, sino en aquello que
nos funda, aquello de dónde venimos y a
lo que pertenecemos finalmente: a la patria interior, hecha de a mitades de
evidencias ciertas y de vislumbres –pues la nuestra ha siempre más que nada una patria futura, quiero decir una promesa, apostada en el horizonte categórico del
porvenir…. que se espera y sin embargo no es vista y nunca llega. La carreta alegórica de paja, el caballo cimarrón
corriendo en las llanuras, el relámpago policrómo de los días, nos hablan así más bien de un carácter, hecho en las
dificultades extremas del camino, que por tanto se presenta en un eterno ahora, de carácter mítico, que supera la finitud y la temporalidad, rayando por ello en el arquetipo
inconmovible, en la piedra estable, en el valor inamovible por ser como la
tierra fecunda y firme como el suelo.
Su perspectiva se centra entonces no tanto en un
echar de menos lo que fuimos, sino más bien y por contraste en contrarrestar,
por medio de la crítica y sobre todo del testimonio vivido, lo que no somos o
lo que nos anula, las vías perdidas que nos devoran en razón del extremo desmayo, de la pena o de la debilidad humana ante la miseria física o moral. testimonio, pues, que exhibe nuestras flaquezas como pueblo para mejor resistir con ello a los poderes oscuros de los vicios y a las adicciones que exhortan a
la vuelta del sueño o de la animalidad, de la bestialidad o la herejía, de la
embriaguez o la bajeza, por ser aniquilantes de la esencia y de la fuerza espiritual
humana.
VI
La pintura de Blancarte recorre de tal suerte un doble
camino paralelo: por un lado, el de la recuperación de los orígenes, inscrito
en el movimiento cultural de la ontología del mexicano -que tuvo, hay que repetirlo, como su egregio capítulo final y acaso epílogo, la tesis del querido mentor Don Héctor
Palencia Alonso sobre las “durangeñeidad”, absorbida por la más válida comunidad
sapiencial de la región –y que hoy en día los innobles regatean, relegándola al basurero de la historia, arrojada al cieno por aquellos
rebeldes sin causa que esterilmente quisieran encumbrarse haciendo de la mezquina negación el motor de la dialéctica social. Por otro, el camino de la destilación de un criterio de contemplación en el
sufrimiento, en la adversidad, que acaso sea la única forma nacional de
concentrar las fuerzas en una nueva
creación, que al aceptar el dolor y las calamidades de la existencia desarrolla, no una pose estéril de petrificación o de vacío, sino una actitud positiva, contemplativa, en perfecta quietud, rebasando el escollo de la muerte por la
serenidad y la paz interna, que permite a la vez contemplar la realidad
sustancial –tocando entonces los tonos propios del amor, que frisan en veces
con el arrobo y lo encantador.
Anhelo de ensanchar lo que realmente nos
constituye como hombres, de expandir el corazón y el sentimiento, de quitar las
corazas que llevan el corazón a pique, al estancamiento o al entumecimiento
atroz de la frialdad o del pauperisante interés pragmático, despegándolo del cáncer
de la mortal indiferencia –tal pareciera el objeto de Armando Blancarte como
artista. La existencia varada que despoja al hombre de su esencia cede entonces
su efímero sitial aletargado para, al abdicar de sus pírricas conquistas y deponer
su recio trono, abrirse a la solidaridad con los humildes y a la participación
primaveral con la existencia, hermanando el arte a los oficios populares en una
comunión feliz de polvo de oro. Así, en medio del desierto y el salitre, del
barro cenagoso y del estéril mundo sin caminos que conduce indefectiblemente hacia la nada, la pintura de Armando Blancarte
nos permite volver a mirar lo que hemos sido, valorando con ello la paciente
frugalidad de la abundancia, del espacio y el color del valle iluminado, y de
una manera de ser hospitalaria, resistente, mansa, cuyas diferencias esenciales
blasonan a los hijos de esta tierra norteña de la patria con los emblemas platinados de la
flor de simpatía, de la pobreza evangélica y la gracia.
La pintura de Blancarte recorre de tal suerte un doble camino paralelo:
por un lado, el de la recuperación de los orígenes, inscrito en el movimiento
cultural de la ontología del mexicano -que tuvo, hay que repetirlo, como su
egregio capítulo final y acaso epílogo, la tesis del querido mentor Don Héctor
Palencia Alonso sobre las “durangeñeidad”, absorbida por la más válida
comunidad sapiencial de la región –y que hoy en día los innobles regatean,
relegándola al basurero de la historia, arrojada al cieno por aquellos rebeldes
sin causa que esterilmente quisieran encumbrarse haciendo de la mezquina
negación el motor de la dialéctica social. Por otro, el camino de la
destilación de un criterio de contemplación en el sufrimiento, en la
adversidad, que acaso sea la única forma nacional de concentrar las fuerzas en
una nueva creación, que al aceptar el dolor y las calamidades de la existencia
desarrolla, no una pose estéril de petrificación o de vacío, sino una actitud
positiva, contemplativa, en perfecta quietud, rebasando el escollo de la muerte
por la serenidad y la paz interna, que permite a la vez contemplar la realidad
sustancial –tocando entonces los tonos propios del amor, que frisan en veces
con el arrobo y lo encantador.
[1]
El músico y creador cubano Armando Valdespí (1907-1967). Nació el 25 de septiembre
de 1907 en Pinar del Río y estudió de niño piano con su madre, quien dirigía un
conservatorio. Trabajó en La Habana desde muy joven como pianista acompañante y
compositor..Hijo de una maestra de conservatorio, desde 1926 fue director de
orquesta y en 1929, a la edad de 22 años, formó su propio grupo interpretando
en el Club Yucatán de Mérida, boleros, sones y danzones de su autoría. En 1930
cosechó fama como compositor en Nueva York y compuso su ópera “Carolina”. En
1935 con Fernando Collazo y Antonio Machín grabó 36 composiciones suyas . Fue
uno de los músicos más populares en La Habana, teniendo como cantantes a
Reinaldo Enríquez y Miguel D. González. Luego de viajar a México y trabajar en
nuestro país por unos años volvió a Nueva York donde trabajó para la radio
Cubana. En 1960 se retiró yendo a vivir con su familia a Puerto Rico, donde
murió el 4 de octubre de 1967. Entre sus boleros más recordados se encuentran:
“Orgullo”, “Sola y triste”, “No tienes corazón”, “Como una rosa”, “Quiero
saber”, “Fuiste mía”, “Soñé contigo”, “Solo por ti”, “Dime corazón”, “Alma de
mujer” y “Como tú”.
[2]
Exposición “Nosotros” Vestíbulo del Hotel Casa Blanca. ICED, MACAZ, CONACULTA,
HOTEL CASA BLANCA, GED. Diciembre del 2014 a marzo del 2015.
La pintura de Blancarte recorre de tal suerte un doble camino paralelo: por un lado, el de la recuperación de los orígenes, inscrito en el movimiento cultural de la ontología del mexicano -que tuvo, hay que repetirlo, como su egregio capítulo final y acaso epílogo, la tesis del querido mentor Don Héctor Palencia Alonso sobre las “durangeñeidad”, absorbida por la más válida comunidad sapiencial de la región –y que hoy en día los innobles regatean, relegándola al basurero de la historia, arrojada al cieno por aquellos rebeldes sin causa que esterilmente quisieran encumbrarse haciendo de la mezquina negación el motor de la dialéctica social. Por otro, el camino de la destilación de un criterio de contemplación en el sufrimiento, en la adversidad, que acaso sea la única forma nacional de concentrar las fuerzas en una nueva creación, que al aceptar el dolor y las calamidades de la existencia desarrolla, no una pose estéril de petrificación o de vacío, sino una actitud positiva, contemplativa, en perfecta quietud, rebasando el escollo de la muerte por la serenidad y la paz interna, que permite a la vez contemplar la realidad sustancial –tocando entonces los tonos propios del amor, que frisan en veces con el arrobo y lo encantador.
ResponderEliminarHermosa y profunda reseña, que haces, sobre esta grandiosa figura del Arte de todos los tiempos, Armando Blancarte. Gracias, estimado Poeta y Amigo, Alberto Espinosa, por tus grandes aportes culturales, que nos compartes. Saludos y abrazos, con honda emoción.
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