Sobre
el Hombre Rebelde: Del Libertino
Por Alberto Espinosa Orozco
“Tengo
mis vicios y mis virtudes en equilibrio perfecto:
un
vicio más y me inclinaría definitivamente por los vicios.”
Julio Torri
Antes de despedirnos del tipo inmoral del
descarado hay que agregar, a manera de repaso o de recapitulación, que se trata
del hombre que ha optado por borrar su rostro para escabullirse de cualquier
situación que lo comprometa, no queriendo así dar nunca la cara. Ser
despersonalizado que propiamente carece de identidad, que no es ni puede entrar
a ningún lugar, a ningún ámbito del espíritu, manteniéndose siempre a
considerable distancia, fuera, a la manera de un lejano espectador; que a nada
pertenece tampoco, siendo la suya un alma débil, propiamente pusilánime, que
prefiere la inacción a quedar avergonzado delante de los otros por la somera
penetración de sus tareas, siempre más o menos superficiales, incompletas, dispersas
y, sobre todo, roídas por la fantasía de un delirante y extremo subjetivismo
–que sin embargo, está vacío, pues todo se reduce al mundo del deseo, imantado
en su querer por la feroz urgencia de la materia y por el mundo de las
apariencias y las ilusiones, es decir, por la vanidad -la cual al resultar
sobreabundante quisiera hacer pasar como mérito, como orgullo, exhibiendo por
tanto en su trato una apariencia jactanciosa, arrogante, hinchada, pero que al
carecer de toda consistencia pronto se desinfla de nuevo en la niebla de la
pusilanimidad.
Hombre sin principios, ni nobleza, ni moral
alguna, carente por tanto de todo sentimiento auténticamente social, su fingida
filantropía no atiende sino a un esquema primario de acción, pues sólo sabe
moverse instintivamente por mor de su mera conveniencia, tocando entonces un
caso vergonzante del egoísmo: el del convenenciero –por más que se gusto lo
lleve en incontables ocasiones a hacer lo que no conviene, lo que no es de
provecho. Es por ello también y todo el tiempo el tipo psicológico del
volteado, el del hombre fraudulento que quiera vernos la cara al pasarse de
listo, fingiendo así todo el tiempo una cara que propiamente hablando no tiene
a la vez que quiere hacer pasar el gato por liebre. Se trata así también del
hombre que expide u otorga licencias, que invita a trasgredir los límites,
entablando con ello una guerra soterrada contra las normas, contra la ley,
contra la moral, deseando íntimamente la máxima impunidad por sus fechorías:
que es la del vicio premiado, triunfante. Hombre que no sólo no tiene
principios, sino que quisiera o borrarlos del mapa o invertirlos, voltearlos en
una especie de conceso socialmente admitido, para ganar así el fervor del
público, de los adeptos, a los que desea embaucar para que sigan la corriente
de sus bizarras locuras insaciables, por lo que no es infrecuente que termine
trabando alianza en asociaciones delictuosas que se regodean en las conductas
moralmente ilícitas del adulterio, de la fornicación, de la orgía, por lo que
esencialmente es también el hombre de la impudicia: el libertino.
Porque la desvergüenza del descarado
estriba, en efecto, en no tener cara con que hablar ni de estética ni de moral,
por ser sus acciones invertidas, por sus feas maneras, no sólo de mal gusto
sino incluso volteadas: corruptoras del sentimiento de la sensibilidad. Aún así
el descarado habla… y no sólo, sino que quisiera adoctrinar: llenar con su
pobre palabra y su alma envilecida un espacio vacío; y a la vez queriendo
irrefrenablemente comandar, dictar normas, dirigir… pontificar –llevándose por
supuesto entre las patas a los inocentes cretinos que le siguen haciéndole de
tal modo el caldo gordo, por carentes a fin de cuentas de personalidad, de
posición, de valor, de especias, y muy precisamente de rectitud moral, de
verticalidad.
Vale la pena agregar aquí su variante más
patética: la del “risotas”, la del hombre que sustituye su rostro perdió por
una perenne risotada idiota, que esgrime en toda ocasión a cambio de la
palabra, haciéndose pasar así si no por un ser feliz, jocundo, creativo, pleno,
realizado, al menos por ligero, pero siendo su insoportable ligereza en
realidad no tanto materia de frivolidad, sino de una total carencia de espíritu
(perdida neumática de la liberad). Su expresión mímica de la risa, sin embargo,
al no tener objeto propio, al no apuntar a nada que sea cómico, ingenioso o
risible, resulta ambigua por ser a su vez doble, hablándonos más bien del
estado emocional propio de la caída que, por su fuerza descendente, produce
sensaciones de explícito cosquilleo y temor interno, los cuales traduce el
sujeto en términos de visibles temblores estomacales y en toda ocasión bajo la
forma compulsiva de la risa -que, por decirlo así, lo deja sin cara, con menos
que una máscara o una careta por rostro, sino apenas con una figura sonora de
risa, desencarnada, paupérrima, que flota abstracta, al modo del Gato de
Chesseare, fantasmalmente en el aire.
En cifra y resumen: el descarado toca un
extremo de lo subhumano, pues no lleva propiamente nada dentro que no sea su
ampulosa vanidad, que no sea su gusto particularismo, el impulso de su vientre
a seguir creciendo, queriendo hacer siempre su capricho, su gana, su soberana y
regalada gana. Su vida se resuelve así en una mascarada inútil pues detrás de
su cremosa cara no habita en realidad nadie, identificándose así con ninguno
–cosa que al llenarlo de pavor quisiera volcar sobre los otros, siendo por
antonomasia el hombre del ninguneo, del desprecio y de la exclusión del prójimo.
Ser evasivo y amorfo, políticamente anárquico, agnóstico en materia de
religión, el descarado va por la vida zozobrando, primero hundiéndose
abyectamente al amoldarse, sobajarse, rebajarse e incuso arrastrarse ante otros
para lograr sus propósitos, recuperando después el tono vital perdido en tal
desequilibrios mediante intermitentes expresiones de soberbia, estando siempre
necesitados de reclutar socios al su alrededor…
para negarles luego la sociedad. Así el descarado, oscilante entre el
desmayo y la dominación, es no sólo el libertino, sino también el disoluto, el
ser que se disuelve en un magma amorfo al no estar determinado en lo absoluto
por su razón, sino por los móviles más bajos del alma humana, por el deseo o
por el mundo – siendo sus conductas (que van del prometer en vano y el dorar la
píldora a otros agravios y crímenes de mayor fuste: asechanzas, fraudes,
adulterios, incitación al comunismo de salón, y demás lindezas) disolventes
finalmente de la sociedad misma.
Nada hay más adverso no ya digamos que al
hombre del recato, de la continencia, del pudor, del respeto, del decoro, de la
santidad, sino a toda sociedad de fe trascendente que el descarado –detrás de
cuya sonrisa raída, de su espolvoreada careta, de su troquelado gesto amable, se
encuentra el nihilismo activo del libertino, del licencioso que, al regalar
permisos a diestra y valiéndose de la indignación de la izquierda, manifiesta
una urgencia por la temporalidad, por la fuga del tiempo, que irremediablemente
pierde, que lo condena también no sólo a la finitud, sino al vacío; pues lo que
se va en el tiempo a él mismo se lo lleva, quedando en nada como la arena que
no puede ser retenida entre las manos, disimulando con su cara de nadie, con su
rostro vacío, su insoportable, indesprendible, constitutiva angustia, ya que
dentro de sí tan sólo se debaten la desesperación y la nada.
Su ruptura con la tradición, su carecer por
tanto de ella, lo lanza así a la barbarie moderna de las místicas inferiores,
orgiásticas, negras, pues al romper con la ley y con el pueblo que hace lo
que la ley prescribe, no puede sino
trabar una alianza de contrario signo: con las naderías del tiempo, con la
cultura histórica, con los hombres dormidos,
pues, o con la muerte que tales instancias del ciego devenir representan
–corrompiendo así el gusto y a los mismos jóvenes del grupo, por su agónico
afán por invertir las jerarquías e introducir en sus consciencias el degradado
culto de un oscuro paganismo que sólo puede conducir al sufrimiento.
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