El Limo y la Perla
I
Contando con la copiosa participación de los
artistas regionales (47 obras en total), el certamen Premio Estatal de Pintura Guillermo Bravo
Morán Durango 2014 entraña el reconocimiento social a una verdadera
comunidad discipulorum et magistratorum.
De una comunidad de fe, quiero decir, de fe en el arte, en la belleza y en el
espíritu, que abreva de una larga tradición en el estado y que debe su impuso
distintivo y definitivo a la persistencia y profesionalismo de una continuidad
académica y magisterial, iniciada por el muralista y difusor cultural Maestro
Francisco Montoya de la Cruz, y llevada a su culminación por el Maestro
Guillermo Bravo Morán, quienes lograron arraigar el cultivo de la disciplina en
su solar nativo, hasta constituir lo que, por la multiplicidad de sus sazonados
frutos, puede legítimamente llamarse “Escuela
Durangueña de Pintura”, marcada con los signos inequívocos de la
originalidad creativa, por la calidad, penetración y talento de sus diversas
figuras constituyentes.
Asamblea de solitarios, la exposición
colectiva con motivo del Premio Estatal de Pintura Guillermo Bravo
Morán 2014, es una muestra representativa del trabajo de toda una
comunidad artística, unida por el amor a un oficio y a una disciplina. Sinfonía
de talentos, mayores y menores, cuya pluralidad se amalgama al ofrecernos en su
conjunto la articulación de una visión del mundo colectiva en la que, sin
embargo, cada participante aporta su timbre y esencia específica, su personal
sensibilidad y punto de vista, contribuyendo así con su grano de sal o de arena
a un conocimiento más profundo de nosotros mismos y de nuestra alma colectiva.[1]
Huerto, pues, cuyas semillas en plena
germinación, robusto desarrollo y pleno crecimiento han sabido crear el espesor
y densidad cultural suficiente como para levantar una atmósfera estable,
enriquecida continuamente por las propuestas y experiencias personales de unos
y otros, formando así una comunidad vigorosa ,que hunde sus raíces y prodiga
sus frutos a la sociedad entera, en la que se revierte y la que a su vez ha
sabido alentar y aplaudir los esfuerzos colectivos e individuales de la
disciplina (Julio Cesar Ortiz Reyes, “Los abuelos”), oxigenando e iluminando
de tal modo, por su amor a la cultura, el espacio y el aire de toda una región
geográfica.
El abanico de técnicas y de recursos
formales y expresivos encuentra su primera unidad en la recurrencia de temas y
problemas que nos atañen a cada uno de nosotros.
La tendencia que reina en prácticamente la totalidad de las obras es el
tema del retrato, expresionista o costumbrista (José Guillermo Martínez, “Astronauta”; Francisco Rocha Hurtado “Guillermo Bravo, el ojo del visionario”;
Manuel Martínez García, “El niño y el
perro”), no carente de abstracción (Claudia
Galarza Sosa, “Reflexiones”; Paulina Ortega Contreras, “Se me fue (la idea)” ), y la del relato
de circunstancias, no carente de simbolismo (Martín Vásquez López, “Hijos del sol”).
Más que de la búsqueda de los orígenes, se
trata de un paso más allá: de la exploración de la ipseidad, de la identidad personal y de la verdadera esencia del
ser humano. Propuesta de introspección personal y de antropología profunda, más
que esteticista o vanguardista, que se preocupa radicalmente por la intimidad
de la persona, en una especie de proceso de balance, critica, purificación,
ascesis y autognosis de la personalidad individual -pero a través de ella,
también de conocimiento del alma colectiva y de la altura de nuestro tiempo
histórico. Y lo que sus obras entonces nos revelan son las fuerzas primigenias
que constituyen al alma humana, como si se tratara de un carro tirado por dos
caballos, uno blanco, el otro negro, conducidos por el auriga de la razón
(Platón, Fedón, República, 580e).
Por un lado, revista de las tendencias
oscuras, mórbidas, ocultas y subconscientes que pululan en el alma humana; el
registro del caballo negro, que tira y jalona por las motivaciones del alma
inferior, hacia los deseos inconfesables del instinto y de la libido, hacia los
apetitos materiales corporales inmediatos, originando la dislocación de los
signos, que giran en rotación en ausencia del mundo, la dispersión y
licuefacción de los significados, la boba distracción, la hipnotizante
parálisis o el cenagoso estancamiento de las potencias superiores –creando
sociológicamente una falla del mundo en torno y, conjuntamente, al interior de
la persona, una oscilación o desequilibrio axiológico, lo cual se revela en
síntomas de ansiedad, angustia, tedio, desesperación o depresión –notas propias
al excentricismo y extremosidad de las tendencias postmodernas (Eduardo Alanís,
“Mal animal”; Lía del Toro Jaques, “Menú estereotipo”).
Intuición, pues, de las oscuras presencias
invisibles de la noche, igual que de los pasajes góticos, sombríos y bizarros
de la existencia, cuyo eléctrico registro de luz negra o de disección de
hiriente daga es llevado a cabo, empero, con una especie de concentrada
prudencia, de mesurada reflexión e incluso de extrema cautela ante la
revelación del enigma, de la pesadilla, del símbolo o del mito (Paulina Ortega
Contreras, “Se me fue (la idea)”;
Elizabeth Castellán Castro, “Literal”; Flor de Jericó Quiñones Órnelas, “Espectro”, Carlos
Eduardo Pérez Favela, “Otro gallo le
cantaba”).
II
La muestra resulta expresiva de toda
una compleja sintomatología de la altura histórica de nuestro tiempo, atenazada
por una especie de presión generacional e histórica, cargada por el peso de la
pecaminosidad, roída por la ansiedad y carcomida por la angustia, que conduce
en no pocas ocasiones a la pérdida de las orientaciones y aún al extravió de
los nombres, de los caminos e incluso a la alienación. Representación del mundo en lo que tiene, pues, de apariencia
evanescente y fantasmal embeleco, donde los entresuelos del subconsciente se
manifiestan, ante la mirada de reojo del artista, bajo las diversas forma que aprisionan y perturban al
alma, que la extrapolan y raptan, llevándola a la confusión, a la confiscación o al olvido del verdadero ser.
La exposición muestra así, como si de un
argumento se tratara, una serie de acordes polifónicos que espejean el mundo en
torno, comenzando con las armonías
disonantes dominadas por la hostilidad del subconsciente que, por más
que edulcorado, expresa gestual o narrativamente lo que hay en el hombre de ángel
anémico y caído, exilado del reino, cargado de broncínea vanidad o petrificado
por la codicia del amor a sí mismo, donde se dan incluso los fenómenos de la
enajenación extrema de la regresión a formas larvarias, parasitarias o de la animalidad, de de la llana posesión o del sadismo de la malignidad –lo que manifiesta no solo el tejido
social severamente vulnerado por la laxitud de usos y costumbres, sino más
esencialmente el peligro radical del hombre: que es dejar de ser lo que es para
ser el otro radical, encarnando la posibilidad de ser el enemigo de sí mismo, antagonista de lo humano o reverso o
contrario del ser (Jesús Arnoldo Martínez, “Infancias
Alienadas”; Juan Daniel Hernández Soto, “Alter Ego”). Notas del laberinto dionisiaco, de la humillación y el hibridismo, de la mística de
las tinieblas, pues, que llama desde la caverna oscura donde campea el olvido del ser, que es la ausencia, que al apresar al hombre entre sus redes lo ciega, ensordece y endurece, entenebreciendo su entendimiento al grado de impedirle ver la la realidad a la verdadera luz del sol.
III
La presencia de un retrato con dos cuervos,
uno silente y reflexivo, el otro en actitud de emitir su horrendo graznido, hace pensar en la dualidad que acompaña a todo el mundo simbólico (Daniela
Ortega Contreras, “Todos somos cuervos”).
Ave negra y a la veza brillante, considerada tradicionalmente de mal agüero, el
cuervo es también capaz de imitar a la perfección la voz humana. El ave
representa, en efecto un misterioso espíritu que, a la manera de los
psicopompos, puede atravesar de un mundo a otro, sirviendo por tanto para
conducir las almas de los muertos, para advertir del peligro y ayudar a los
héroes. En su aspecto oscuro se liga a la visión tétrica del destino, al mal, a
la oscuridad y al demonio, formando parte de la familia mal aspectada del mono,
el zorro, el lobo y el basilisco, ya que es un ave carroñera, siendo por tanto
un pájaro fúnebre mensajero de la muerte
y la desgracia, asociado a los pensamientos oscuros y a la soledad. En ese
casillero se relaciona con algunas miserias del alma, como son la envidia, la
impiedad, la avaricia y la traición, la lujuria y el oportunismo, siendo su
costumbre de la indecisión, de postergarlo todo con su lamento “cras, cras”
(equivalente de: “mañana, mañana”).
Sin embargo, el ave puede por lo mismo
considerarse un icono de la esperanza, siendo imagen de un demiurgo y héroe
civilizador que practica con perfección la magia adivinatoria por sus ´poderes
de clarividencia, que conjura la mala suerte y que es un ayudante del sol,
estando asociado al relámpago y al trueno. Apolo lo reclama como suyo entonces,
haciendo pariente del león, del pelícano, del unicornio y del ave fénix,
atribuyéndosele haber colaborado en la creación y llevar el pan a los santos.
Su soledad es vista entonces como el aislamiento voluntario de quien participa
de un plano superior de la existencia, siendo así un guardia y espíritu
protector que previene al hombre de los peligros que lo amenazan. Para la
alquimia es símbolo del “nigredo”, de
la tierra y la noche del seno materno, cargada de generación y de
fertilización. Relacionado con los hombres el cuervo estaría al inicio de la
regeneración del orden social, pues su presencia es un aviso para rectificar la
conducta, previniendo sobre todo del fatal engaño de la sobrevaloración
personal.
IV
Las presencias ominosas de la noche que
avanza se concentran condensadas en la
imagen de la calavera, sede del pensamiento y por tanto emblema del mundo
supremo. El cráneo de la cabeza humana puede verse como un microcosmos que
reproduce la bóveda celeste del macrocosmos natural, siendo el cerebro y los
pensamientos semejantes a las nubes y los ojos a las luminarias nocturnas (Omar
Ortiz Hernández, “Des-ayuno”; Jesús
Manuel Cenceñas González, “Elegí al tiempo y a la muerte”).
La calavera es el vértice del esqueleto, por
lo que se ve en ella un receptáculo de poderes que sobreviven a la muerte luego
de la putrefacción del cuerpo. Por tener el poder de apropiarse de la energía
espiritual del alma, ha sido interpretado como símbolo de inmortalidad, pero
también de la maldad humana y de la muerte brusca, siendo para algunos pueblos
un codiciado trofeo de guerra. El cráneo pelado de la calavera evoca asimismo
las sociedades peligrosas y la gente sin escrúpulos que ostentan un poder
arbitrario y poco generoso, también los deseos irrefrenables de encumbramiento,
la opacidad, los asuntos poco claros y los valores caducos, siendo signo de la
posposición sin futuro y finalmente de la impotencia creadora.
Emblema de la transitoriedad de la vida y
del paso del tiempo, el cráneo es una analogía inversa de la vida -que invita a
reflexionar sobre la vanidad de la pompa y sobre el momento de la muerte
(siendo tema central de los bodegones holandeses sobre la vanitas y el memento mori).
Descarnada e inmortal, la calavera es figura de lo que está vacío de contenido,
pero también del descuartizamiento de la naturaleza y de la superioridad del
alma humana, por ser la cabeza la sede de la fuerza vital, significando
entonces la purificación del espíritu. El cráneo, en efecto, reproduce la forma
redonda del universo, del sol y de la divinidad, dándose en él la actividad
primordial del pensamiento de ordenar y esclarecer, siendo un principio activo
creador que mueve el cuerpo y la materia, por lo que adquiere la connotación de
la fecundidad indefinida y, sobre todo, de autoridad y gobierno, indicando por
tanto la perfección espiritual. En su aspecto religioso encontramos que el
Monte Calvario, el Gólgota (lugar de las calaveras), es el sitio de
intersección del cielo y el infierno, por lo que su doble simbología alude
directamente a la vida eterna.
V
Otro grupo de acordes pictóricos se
encuentran consonantes en la imagen recurrente de Medusa (Alejandra Sandoval
Herrera, “Medusa”; Carlos Salinas Salinas,
“Inconsciente”; Lizolet Rodríguez, “S/T”,
en cuyo esquema general pueden contarse también los cuadros de Carlos Gómez
Martínez, “Merilin Monroe” y de
Nadina Villanueva, “S/T”). Mito
poderoso, imagen espantable de la muerte, la presencia vagarosa de Medusa nos
advierte de los temores y correctos colectivos de nuestra era o mundo. La
imagen sólita del insólito monstruo de la cabeza cercenada y de mirada pavorosa
y petrificante. Sus cabellos rizados, propios de de muchas diosas telúricas y vengativas,
pueden igual tomar la forma de tentáculos marinos que de serpentinos apéndices.
La cabeza sin cuerpo toma así la forma de la medusa de mar, de un ser neutro y
ambiguo sin sexualidad definida, llamada lágrima del mar u ortiga del océano
por ser la picadura de sus tentáculos ardiente y dolorosa.
En sus más arcaicas representaciones se la
dibuja como un monstruo marino, encarnación del caos, o como una deidad
femenina telúrica y nocturna. En el arte
sus vestigios más antiguos se encuentran
hace seis mil años, en el Etna y el Mar Negro, a manera de imagen que
era usada como higa, amuleto o apotropaico para conjurar el mal de ojo. Las
figuras más antiguas del arte ático la
pintaron con una gran cabeza de rana, dispuesta a tragar, en su bobo bostezo,
al mundo. Los antiguos mexicanos la representaban como Señora de la Tierra o Tlaltecutli (que es el gran monolito
encontrado sobre la tumba del rey nahua Ahuzote). Se trata de un ser subterráneo,
que succiona la sangre de su propio ombligo, la cual toma a veces la forma del
lagarto (cipoctli), o de un monstro
sagrado de muchos ojos e innúmeras bocas que muerden ferozmente los cadáveres,
insaciable de sangre. El arte oriental la registra como una horrenda cabeza de
dragón, mofletudo y de redondos carrillos, usada como máscara ritual. Su imagen
cumbre se encuentra es el “Escudo de
Atenea” pintado por el artista barroco Miguel Ángel Caravaggio (1571 – 1610).
El mito de la Médusa, monstruo de cabellos
serpentinos y de mirada insoportable y petrificante se refiere a una virgen
sacerdotisa violada por Poseidón que se entrega a la voluptuosidad desenfrenada
y a los ritos orgiásticos dionisiacos. Es castigada por Atenea, desterrada a
una lista y confinada a vivir en la oscuridad de un laberinto, donde petrifica
con su mirada a aquellos que buscándola para matarla la miran de frente.
Perseo, ayudado con un escudo que le regala Atenea, la enfrenta y decapita con
su espada –surgiendo de su venenosa sangre, al caer al mar, Coral, y al hacer reacción en tierra el níveo caballo
alado Pegaso, que surge como una chispa y se dispara al cielo.
La interpretación de tan compleja y poderosa
alegoría mítica se refiere al enemigo interior a combatir, a las deformaciones
inconscientes de la psique o al deseo pervertido y al desbordamiento de sus
fuerzas, que conducen a la involución del hombre y a la regresión de la
moralidad hacia las místicas inferiores. Simboliza, pues, la vanidad codiciosa
y cómplice, atrincherada y mezquina, que al no aceptar la culpa se petrifica,
siendo por tanto un emblema del endurecimiento del corazón y de la primera
mentira o del primer pecado, forma matriz de la enajenación que arroja una
imagen deformada de sí que simultáneamente estanca la imaginación y paraliza
los sentimientos (protón psuedos).
Médusa representa entonces la fealdad interior, cuyo odio perfecto tiene como
cometido vengarse de los hombres mediante el predominio en los impulsos del
alma inferior, femenina y lunar –estando en relación con otros monstruos, como
la Quimera, la Hidra, las Arpías, las Erinnias. Las Grayas y el Canservero.
La mirada de la cabeza espantosa de Médusa petrifica al reflejar la culpa
individual intransferible, simbolizando la inercia de la vanidad intoxicada de
sí o el narcisismo de la exaltación de los mezquinos deseos del subconsciente,
que se regodean en la propia culpa. Las sierpes de la cabeza, de evocaciones
fálicas, representan entonces los actos voluptuosos, excéntricos y extremos, de
la sensualidad: la humillación, la violación, la bestialidad, el infra-sexo, la
prostitución y la pederastía, la sodomía y el adulterio. Las serpientes, asociadas al antitérmico del
agua, representan en general las ataduras del cuerpo y del tiempo. La
decapitación del monstruo equivale a la liberación interior, llevada a cabo por
la reflexión y la lucidez de la conciencia (la espada de Perseo), pues la
sangre derramada corta las inercia de las aguas pútridas del estancamiento y da
como fruto la imaginación ascendente (Pegaso), que es la verdad de la vanidad
apaciguada: el deseo, la voluntad y la fuerza afirmativa del corazón puro.[2]
La decapitación, que ve indirectamente al
monstruo al trabes de su reflejo en el escudo, equivale a reconocer la falta
mediante el arrepentimiento, la enmienda y el mejoramiento del comportamiento;
aceptando la propia limitación para claudicar al amor de si enfermo, como un
proceso de ascesis y purificación interior, que encuentra en el justo medio y
la proporción las normas de la belleza, logrando en el reconocimiento de los
otros la equidad y la armonía –que es el fruto de la reflexión, que mediante el
pensamiento activo logra eliminar la individuación demencial u obsesiva o la
creación interior negativa que perturba el espíritu humano, expulsando de si lo
inferior y las fuerzas infernales. Salir de la parálisis y del estancamiento,
de la inercia y molicie de los deseos corporales, por medio de la acción
creadora y de la ascesis del espíritu (Claudia Galarza Sosa, “Reflexiones”).
La imagen de Médusa tiene así propósito protegernos de la invocación al
Caos (Nun), equivalente a lo no ordenado, al agua original que rodea y acosa a
la creación ordenada y al mundo de la manifestación formal, como el océano que rodea
a la tierra y es engendrador de las medusas. La recurrencia de la imagen en la
selección nos habla de la presión histórica de nuestro tiempo y mundo, donde el
caos primigenio se filtra como la humedad ´por todas partes, y cuya imagen es
igual la del vacío primordial que las tinieblas o la orfandad del desierto,
pues todas apuntan a lo evanescente o inexistente, a lo abismado y
fragmentario, a la ruindad del infundado o a lo vacío (Jonathan Gone, “El abismo”; Gabriela Anahi Herrera
Aguinaga, “Fragmentos de guerra”;
Sebastián
Fernández Orona, “Erase una vez en el
cielo”; Aldo Vargas Rodríguez, “Revelación
personal”; Marisa Rivera García, “Mutis”; Rubí López Larreta, “Del nido al abuelo”; Daniel Adrian
Venegas, “La expresión del pueblo”, Anabel
Duarte, “Sin titulo”; Jesús Gonzales
Calderón, “Otra vez Corina”).
También a la apariencia engañosa o al
recipiente de todas las posibilidades, incluso de las más opuestas, en que se
mezcla como en la marmita de la bruja lo santo con lo demoniaco, lo bello con
lo horrendo y lo amable con lo colérico, y donde reina la acefalia de lo
anárquico y la descomposición de las formas –equivalente al Tou wa bohu, que causará finalmente la
destrucción del mundo (Jeremías, 4.23).
Desde el signo de la vida inmortal y de la
vacuidad de la existencia (la calavera), pasando por la mirada de la vanidad
petrificante que arroja deformada de propia imagen (Médusa), a la imagen del angélico niño degollado (Cristo), la muestra
nos habla del recogimiento interior y de la fuerza vital, pero que al entrar en
la penumbra del subconsciente se topa con las formas de la lívido instintiva
carentes de conciencia, determinadas por la tiranía del impulso reptil, por los
ritos oscuros de los automatismos que reptan por oscuros pasadizos, donde
impera el mundo lívido de los fantasmas o la procelosidad de las aguas
turbulentas.
La imagen de la decapitación, frecuente
también en la hagiografía, hace pensar en esa dualidad radical de los dos
mundos, celeste y terrestre, pudiéndose interpretar también en algunas
imágenes, más que como un signo de
moderno escepticismo respecto de la fe religiosa, impotente para vivificar sus
valores, vueltos frágiles como las figuras de yeso, como un amuleto protector o
talismán, como igualmente lo son las imágenes del padre interior y la madre
celestial (Jesús Osvaldo Parra Galindo, “Fe
de 18 años”). Pues la verdadera
libertad sólo se alcanza mediante la atención y la concentración en el mundo de
formas puras que constituyen los valores de lo
humano, mediante el trabajo de la imaginación liberada y de la reflexión
de la conciencia.
VI
Escenografía del mundo evanescente,
lejano a la verdad, regido por la introversión del sueño, por la fragilidad de
lo incierto o por el accidente, la colección da cuenta de una época marcada por
criterios oníricos y zozobrante, que solo alcanza a mostrar los rostros del
tiempo modelados por la angustia o las experiencias estáticas, inertes o de
circuito cerrado, anejas a la esterilidad espiritual.
Así, la muestra, al enfrentar una
problemática común, va rompiendo la cápsula de la hibernación onírica y del
relativismo historicista, dando lugar entonces al lento despertar de la
conciencia y del valor de la vida actuante, donde se vislumbra un único mundo
que nos es común, regido por la obediencia a una misma ley universal e
iluminado por una misma luz imparcial y bienhechora. Signos de la
sintomatología de nuestro tiempo que no son sino una serie de símbolos de
transformación y alquimia interna para sublimar la conciencia y redimir la condición humana -cuya función crítica y
reflexiva es la de orientar el instinto, dominando los sentidos y domesticar la
voluntad, de romper las ataduras del tiempo y del cuerpo, para asegurar la continuidad
de la vida y el renacimiento espiritual en su carrera de ascensión al mundo de
arriba.
Tarea de apertura, pues, de las potencias
ascensoriales y creativas del espíritu humano que, como pájaro blanco de
Pegaso, nacido de la tierra en medio de la aspereza y el veneno, se eleva, por
el potente impuso de sus alas, hacia la luz del día -indicando con ello el
camino para salir de la cenagosa caverna, donde por contraste sólo se pueden
ver las sombras móviles y las menguadas apariencias de la verdadera realidad de
las cosas.
En ambos casos crítica del mundo y de las
apariencias, de los fenómenos inmediatos y de los placeres sensibles, que por
virtud de la indirecta mirada de reojo de la intuición estética intuye el valor
y va más allá, tomando primero de sus figuras lo que hay de casos ejemplares o
arquetipos, y al sopesar notas fundamentales de su esencia partir a una
revaloración de las potencias que nos constituyen, lo que muestra en la
selección una especie de mesura de orden clasicista, en donde se busca es una justo medio estabilizador
entre las potencias conformadoras de la vida, para hallar un equilibrio donde
puedan balancearse y florecer la
hermandad del tiempo con el logos, de la esencia con la existencia y la
naturaleza con la norma del ser ideal (Daniel Duarte Quiñones.“Razas”; Eduardo Trejo Soriano, “Pensamientos amarillos”; Fredy
Valenzuela Días, “El Endustra”;
Patricia Aguirre Valles, “Ave María
Purísima”; Jorge Omar Ramírez
Velázquez, “Pinta tu presente”;
Fernando Palacios, “Cuidad en
construcción”).
Asimismo búsqueda razonada de los motivos
internos que conducen a la acción, lo que da al conjunto de las obras una
especie de medio tono reflexivo, contemplativo, francamente introspectivo e
incluso melancólico –como si se trata del momento en que, al tocar el límite,
se decide el viaje de vuelta. Momento de pasmo y de suspensión del ánimo, como
si después de mirar los abismos desorientadores de los extremos, se detuviera
la carrera para reflexionar, empezando a emprender la marcha atrás, en una
especie de ascesis personal y de catarsis conjunta, en la búsqueda de un centro
más estable de la persona. Tarea, pues, de integración en la actividad
artística el sentido ascensorial de la purificación y de la espiritualización
de los sentimientos -para el logro de un mundo más bello y de una comunidad más
sana, equilibrada y armónica.
Relato de nuestra circunstancia y del teatro
del mundo, no menos que de la tensión, lucha y contienda entre los elementos
ontológicos y axiológicos que nos constituyen
-que es también un retablo de nuestros sacrificios y anhelos más
íntimos, que por la acción creativa y vivificadora del arte infunde otra vez de
calidez el río torrencial de nuestras venas, permitiéndonos así simultáneamente
resistir confiadamente a los escollos de
nuestro tiempo, que los artistas regionales no dejan de atisbar como el de una
cruda y tormentosa helada del espíritu.
Intuiciones estéticas y desarrollos
compositivos, es verdad, cuyo final objetivo conjunto no puede ser otro que el
de restituir a la vida lo que tiene de tibieza, de paz, de amor y de alegría
-pasando necesariamente por una crítica a la moderna laxitud de usos y de
costumbres ateridas, rompiendo mediante la imaginación y la reflexión pausada
los grilletes de su esclavitud de las apariencias, para reconquistar y
restituir de tal suerte los valores ajados por el tiempo y desintegrados por la
presión de nuestro tiempo y sanar con sus oleos y tinturas el vulnerado tejido
de la realidad social.
Humilde labor del artesano, del trabajo
diario y del respeto al oficio, que cada día hace resurgir al hombre de sus
propias cenizas, como el Ave Fénix, que mediante el fuego de la consunción
espiritual devora a las serpientes de la noche y vuelve cada día para rehacerse,
resurgiendo de sus cenizas, y desplegar sus alas de cinabrio, regenerando sus
potencias por el rojo sulfuro de mercurio y por la acción del fuego creador y
destructor de la luz del sol (rubedo).
Tarea humilde y cotidiana de artesano, es cierto, pero que por su amor a la
moral del oficio amalgama a una comunidad, manifestando de tal forma su respeto
por la continuidad de la vida, por cada semilla, por cada ser y cada producto consagrado del
espíritu.
VII
La
muestra representa finalmente, pues, en su conjunto, un diáfano cristal,
que es un espejo de fuego penetrable y purificador en el cual poder reconocernos
–donde palpar las aristas de la altura y complejidad de nuestro momento
histórico, de nuestro siglo y mundo, marcado por la crisis extrema de la
post-modernidad, observada en esta colección desde el solar nativo empotrado en
la meseta del mundo, confirmando con su visor artístico la singular
preeminencia que la imagen tiene sobre todos los demás datos sensibles, dando
cuenta también de la voluntad
irrefragable de sobrevivir y del triunfo de la vida sobre la muerte.
Viva preocupación por lo que somos y tarea
por lo que deseamos ser, que superando la soledad y el desamparo, las
servidumbres inconscientes y los temores y terrores de la noche, abre el es
espacio detenido de la imagen estética, donde mirar morosamente nuestra figura
y nuestras formas.
Tiempo suspendido también, que abre el
compas de la espera, de la contemplación y de la reflexión interior y en donde,
por virtud del reflejo que hay en la representación, por los yodos solares del
amor de la ternura y los ácidos curativos de la crítica, lograr
secar las yagas, suavizar y fatigar hasta romper las cadenas que atan a las
presencias engañosas y sacar finalmente nuestra propia imagen verdadera,
purificada y lavada de sus limos, aclarando así la visión de lo que realmente
somos y de lo que aspiramos llegar a ser, preservando con ello nuestros más caros ideales.
Inmersión al mundo interior, en la noche de
la ostra oscura, donde encontrar la
perla rara escondida en el celaje de su nácar, poniendo en juego la
participación de una comunidad y de toda una cultura en la competencia de los
nuevos valores artísticos y estéticos regionales, donde por virtud del trabajo
y de sus frutos se reafirma el lugar central para la vida que tiene la belleza
y el encanto, la gracia del talento y el encuentro de
alegría.
[1]
La exposición Colectiva Premio Estatal de Pintura Guillermo Bravo
Morán Durango 2014, celebrada en el Museo Palacio de los Gurza,
inaugurada el día 15 de noviembre del presente año, contó para su realización
con el apoyo de las siguientes instituciones:
[2]
Pegaso es también la montura de Belerofonte, quien combate a la Quimera, otra
forma monstruosa de la mentira, a la que derrota haciéndole tragar una roca de
plomo que se derrite en sus fauces llameantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario