De
la Vergüenza al Sentimiento de Respeto
Por
Alberto Espinosa Orozco
El sentimiento de respeto puede asimilarse
al sentimiento de la vergüenza, que añade un interesante matiz o campo
semántico. Veamos.
La voz “vergüenza” (verecundia) tiene una
significación dual, por un lado indica, pudor, reserva, respeto; palabra a su
vez que se deriva la expresión a su vez de la voz “vereri”, en el sentido de
ser modesto, o de tener respeto –pero también “reverenciar” (“reverérí”),
“reverencia” (“reverentia”); en el sentido de ser reverente, de honrar, a
alguien digno de reverencia (el reverendo, o quien encarna la figura de una
autoridad, de un maestro), ante el cual, por el sentimiento propiamente moral
de deber, de vergüenza o de respeto, hay que mostrar consideración,
modestamente guardar distancia y conservar los límites.
Recuérdese el argumento ad verecundiam, o master dixit, que puede usarse de manera falas,
dependiendo de la situación, consistente en afirmar que algo es verdad por el
hecho de que lo dijo un maestro; o alguien que tiene autoridad en la materia.
Argumento que fue muy usado con frecuencia por los Pitagóricos. Ejemplo de
falacia: La raíz cuadrada de 2 da como resultado un número irracional, con
infinitas decimales –porque lo dijo Euclides, quien realizó la demostración
matemática que lo prueba, etc. Los marxistas lo llevan al extremo el argumento ad vercundiam (vergüenza) cuando lo
hacen pasar al argumento ad baculum o
argumentum ad baculum (en latín,
significa ‘argumento que apela al bastón’) que basándose en la fuerza, en la
amenaza o en el abuso de la posición propia se resume en la idea de que “la
fuerza hace el derecho». Sus modos suelen ser los de la provocación, que
utilizan al resentido social para vociferar e intimidar al contrincante,
especialmente por algún puesto o posición pública, esgrimiendo en nombre de la “lucha
de clases” o algún otro dogma de su
iglesia, una falacia, creyendo ganar con fuerza y la intimidación lo que le negaría
el sano juicio, siendo sus alocuciones mas pedrería intestinal que
chisporroteos de cohetería.
Sin embargo, el sentimiento de respeto en
que consiste la vergüenza está específicamente dirigido a la propia persona, a
la propia dignidad de la persona humana. Así, si al sentimiento de respeto
corresponde la reverencia, la consideración hacia alguien de mayor altura o
jerarquía, y por tanto la modestia, el abajamiento, al sentimiento propio de la
vergüenza, en su sentido positivo, corresponde la entrega, e incluso el del coraje. Tener vergüenza en
una palabra es actuar guiado por el sentimiento del honor, de la honra, de
dignidad y respecto respeto a la propia persona. Quiere entonces decir: ser
digno –no empeñarse, no rebajarse ante uno mismo, no dejarse usar como una
mercancía. Pero también tener pudor, reserva –por lo que su contrario, el
sentimiento de la desvergüenza, consiste en rebajarse, en perder la dignidad, o
dicho con una llana expresión: en
“enseñar las nalgas”. Se puede así sentir vergüenza en un sentido
negativo: como falta, como pérdida, como una carencia axiología, que hiere la
propia ontología, el propio ser moral de la persona, por lo que se siente
dolor, pena, agravio, rebajamiento o empequeñecimiento ante los propios ojos.
Se trata entonces de un peculiar sentimiento
reflexivo, el de avergonzarse, de quien se siente apenado por haber caído,
reconociendo de tal forma una falla moral, una limitación, una carencia, un no
ser –que roe, al ser, que erosiona al apersona, que corrompe al alma finalmente
comprometiendo finalmente su misma suerte metafísica. Tal sentimiento es el más
moral de todos, pues hace sentir en carne viva un malestar, correlato de haber
asumido una responsabilidad, producto de un estado de conciencia propiamente
moral.
Su expresión fisiológica es interesantísima:
el rubor, el sonrojamiento de la cara, la subida de la sangre en densa marea
hasta los carrillos, que sube hasta las mejillas, para encenderlas, en
reconocimiento de una culpa. El sonrrojo, tiene así una fase de zozobra, de ir
de lo más alto en que se tiene a sí misma considerada la persona a lo más bajo,
reconociendo la bajeza en la que ha caído, cuya sentimiento propio de turbación
comienza con un estado afectado del animo, con una desarmonización en la
respiración pero sobre todo en los fluidos de la corriente sanguínea, que suben
con densa presión hacia la cara para primero ponerla "de todos colores”,
hasta finalmente estabilizarse en una emoción tensa que enciende las mejillas,
en seña de que la persona está profundamente apenada, quebrantada, atravesada,
por decirlo así, por un súbito sentimiento de nihilismo y abatimiento que le
impulsa como a borrarse, como a querer que se la “trague la tierra” –todo lo
cual indica un connato, pues, de conciencia, y por tanto de… de…. si… de arrepentimiento, de reconocimiento público
y notorio de una desviación respecto de la ley moral, que afecta por tanto el
sentimiento de respeto, de deber moral de la persona, el cual sólo puede ser
completado con la enmienda del comportamiento fallido y, sobre todo, con la
reconciliación, con la readopción del valor perdido.
También sentimiento de exhibición de una
falta, en el sentido de haber cometido una impudicia -como reconocimiento de
haber trasgredido un límite, de haber sobrepasado una frontera, con merma o
daño moral, de donde deriva el consecuente dolor, la pena, el sonrojarse.
Avergonzarse, por algo o por alguien, por otra
parte, indica sólo una expansión del sentimiento de indignidad, de pequeñez o
de pérdida de la dignidad, de la honra personal (que puede extenderse en un
sentido familiar, racial, étnico o religiosa, etc.), que por tanto va
acompañado de abatimiento, de pena o de
agudo dolor.
Su contrario excluyente sería el sentimiento
propio de la soberbia: elación de ánimo por la elevación intelectual, por la
superioridad epistémica de la persona en el sentido de comprensión, pero
también de la dominación, donde la sangre sube en densa marea hasta la cabeza
causando en el sujeto una sensación de potencia, de grandeza, de
invencibilidad.
En el sentido negativo, que es el de la
vergüenza como reserva, como pudor, como contención, tocamos una fibra
sentimental que al estrujarnos angustiosamente contra nosotros mismos, nos
obliga a confesar, también ante nosotros mimos o ante una instancia trascendente,
nuestras vergüenzas –invitándonos de esta suerte a reconocer nuestra personal
debilidad, a no evadir la debida conciencia y responsabilidad personal que
tenemos como agentes morales, así como a la instancia a que nos debemos, o a
quien debemos.
La humildad de la persona, que ligada a la
consideración del propio tamaño y a la prohibición por tanto de no desbordar
los propios límites, ya sea por motivos de la hybris, de la desmesura, ya por
los de la asevia, de la ignorancia consciente de la ley moral. La vergüenza es
así el verdadero criterio regulador de la conducta moral, pues atiende
directamente a la autenticidad de la persona, que es la conciencia de sus
límites, de su limitación, como a su posible
universalidad, que es el acuerdo con la norma eterna, universal y
trascendente. Así, en el hombre de vergüenza sobresalen las actitudes del
recato, del pudor, del decoro, las cuales por ese segunda naturaleza a la que
llamamos educación rehúyen lo vulgar, lo pedestre, poniéndose a cubierto, a
buen resguardo, cubriéndose, pues, o alejándose, para no ver aquello que
representa, conlleva o implica el mal.
O dicho de otra manera, si la culpa es es el
reconocimiento interior de una falta, la vergüenza es el reconocimiento
exterior; es el reconocimiento exterior de la culpa que, por decirlo así,
reflexivamente se retrotrae y vuelve al interior, conmoviendo por tanto desde
el exterior el interior del persona.
Así, el contrario directo del sentimiento de
respeto es el sentimiento, por decirlo así vacío y ya completamente negativo,
de la desvergüenza, encarnado propiamente por el caradura, por el sinvergüenza.
El sinvergüenza no es otro que el hombre sin sentimiento de culpa –si es que no
constituye esto una contradicción en los términos. Se trata del caradura, del
hombre que por su dureza de sentimientos, por su terquedad, ha quemado su
rostro resistente hasta volverlo como de bronce, que no tiene temor por tanto
de exhibirse y que incluso utiliza su desvergüenza contra el mundo en torno, a
la manera del cínico, enseñando los dientes, por razón de su mal entendido
naturalismo. Por un lado, se trata del hombre (o de la mujer) que con sus
afirmaciones va, por decirlo así, “enseñando las nalgas”, exhibiendo los
harapos mal cocidos de su pobre educación; por el otro, se trata también del
hombre cuya dureza sentimental lo vuelve un ídolo de si mismo, una piedra
condensada por sus dogmas o por sus procedimientos, y ante el cual toda persona
se estrella, quedando desestimada, desconocida, desautorizada, ignorada,
despreciada –es decir, reducida a vil cascajo.
Se trata entonces del fenómeno de la falta
de distinción, de un mundo donde no hay jerarquía y por tanto personas
distinguidas o que distinguir, y que alcanza la indiferencia en lo numérico en
un rasgo que es carácter de la edad contemporánea: el codeo y el tuteo público,
cuyo intento final es el de unificar el todo de lo social en un misma magma
amorfo y subpersonal (la masa).
No es infrecuente que el hombre de la
vergüenza, que el hombre desvergonzado o que el llano sinvergüenza, se hinche
con la fácil levadura de la vanidad; que se eleve ante sus propios ojos por el
sentimiento personal, caprichoso, capcioso, del orgullo. Es la soberbia, pecado
capital por excelencia del que se derivan todos los demás, el que paralelamente
tiene su propia expresión fisonómica en el elevar la nariz y el mentón,
desviando la mirada de todo lo demás y mirando por sobre el hombro en clara
actitud de “perdona-vidas”, con una clara elación del ánimo al subir la sangre
den densa marea a la cabeza, por el sentimiento de la superioridad intelectual,
por el descubrimiento de un principio de la razón que, al referirse al todo, da
la sensación de poder, de fuerza, de dominio sobre la realidad universal. Así,
puede decirse que si el sentimiento de vergüenza es el sentimiento del pecado,
de lo particular, de la propia e intransferible culpa, que nos achica, que nos
hace arder el rostro por el doloroso sentimiento de la propia pena personal,
que nos apena; el sentimiento de la soberbia se coloca en el otro extremo de
una gama peculiarísima de sentimientos, al ser un sentimiento propiamente de la
universalidad de la razón, pero que sin abrir al sujeto a otras
sentimentalidades, a otros sujetos, más bien lo confine en el interior de ese
soberbio sentimiento de grandeza, de potencia, de… de…. si, finalmente de
auto-divinización.
Sin embargo,
el reconocimiento del propio error puede aun alcanzarse mediante la reflexión,
ciertamente dolorosa, de nuestras faltas, de nuestras culpas, de nuestras
caídas, de nuestros límites, de nuestra….. si, de nuestra nada –engendrando con
ello un estado, si no de paz, al menos si de responsabilidad, producto no de
una gaya ciencia, sino de un melífico saber, el saber de la vergüenza (la felix
culpa).
Como
quiera que sea, la vergüenza y el respeto son sentimientos matizados comunes
que pone de manifiesto la sobrenaturaleza del ser humano (no la
sobrehumanidad); el hecho de ser el hombre, pues, un animal metafísico. Porque
el sentimiento de la vergüenza, con ser aparentemente nimio, revela otra
definición posible del hombre: como animal que por sentir vergüenza es el
animal metafísico que es: el ser que tiene su alma en el centro de su propio
ser –la cual a su vez está ligada al espíritu, a la realidad absoluta, a lo
sagrado. Así, la capacidad que tiene el
hombre de reconocer su propia alma, está indefectiblemente ligada a su
capacidad de recordar la verdad. De hecho, el camino de la sabiduría y el
camino de la libertad son el mismo, pues ambos llevan al centro del propio ser.
Todos los esfuerzos de la metafísica, en efecto, están consagrados a que el
hombre descubra su propio centro y que al acercarse a él descubra también esa
realidad otra que nos trasciende y que nos salva y justifica.
En efecto, el hombre, separado y afligido,
sufre en este mundo por una ignorancia fundamental: porque ignora el valor y la
situación de su alma, porque ignora su propio centro. La catástrofe de la
condición humana se deriva así de una absurda amnesia: cifrada en el hecho de
no recordar las normas, la verdad eterna, ni de reconocer el valor y la altura
de la que ha caído su alma –del alma entendida como una entidad ontológica,
diferenciada por tanto de la psique o de la vida psico-mental, la cual has sido
reiteradamente concebida por los modernos apenas como una sutil manifestación
de la materia, a su vez reducible a las sensaciones (sens-data o datos
sensoriales).
Sin embargo, en el centro mismo del hombre,
en su alma, entendida como una entidad real, autónoma, reside la
posibilidad de ese recuerdo y de ese
reconocimiento, tanto de la ley, de las normas, como de uno mismo, también de
la necesidad de purificarse, de quemar la escoria que nos mantiene prisioneros
del mundo, de las ilusiones, de los deseos, de la materia, de la mentira, para
así poder recuperar la libertad perdida y, por decirlo de alguna manera, dejar
que el alma emplume, eche alas, que sea realmente autónoma en el sentido de la
libertad ascendente, y continúe por el
rudo camino de la montaña que va hacia arriba, hacia la realidad trascendente
que nos espera al final de nuestra personal batalla con la vida.
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