El Gabán de Mercurio
Por Alberto
Espinosa Orozco
I
La llamada “caperuza de Hermes”, prenda
mágica si las hubo, le fue dada al joven dios por Vulcano. Fue usada una vez de
extremo apuro por la mismísima Atenea y otra por Perseo para vencer a la
Gorgona Médusa, siendo una característica más del dios mensajero.
Hermes aparece gracias a ella y al caduceo
como archimago y es por tanto como el campeón y el patrón de la magia. Con la
caperuza tiene el poder de hacerse invisible a voluntad –heredada a su hijo
favorito, Autíloco, a quien concedió también el poder de transformarlo todo
haciéndolo irreconocible. Acaso por estas dotes Hermes participa de los poderes
de la noche. Empero su caperuza está muy distante de ser la salea del lobo azul
portada por Hades, el dios del inframundo, siendo su relación con el mundo de
los muertos totalmente diferente. Se trata de Hermes Psicopompo, la faceta que
lo muestra como acompañante de los muertos, el conductor de las almas, que tan
vivamente recuerda al Virgilio de la Comedia dantesca.
En efecto, la caperuza es un símbolo que lo
distingue como un genuino dios de los muertos, aunque en su condición de
conductor revela en realidad el favor de su guía. La conducción por caminos
oscuros no lo hace habitante, empero, del oscuro mundo de los muertos, pues su
irrecusable condición singulariza su carácter
como no perteneciente a ningún dominio, por no tener lugar fijo, sino
caminar de aquí para allá, uniéndose repentinamente al hombre solitario para
lograr el éxito en una difícil misión. La capa de invisibilidad es su rasgo
nocturno, pues aunque participa también del rostro del día lo hace siempre en
la forma de una sombra imprevista o de una enigmática sonrisa que se asoma.
La capa de invisibilidad lo hace
participar del tono misterioso y lunar de la noche. Ahora es el misterio
nocturno que se presenta de día, ora las tinieblas mágicas que aparecen en el
ocaso, ya el silencio que se predice en medio de la más viva conversación -que
igual presagia un mal augurio, que una oferta secreta o una coincidencia
favorable. Es cierto; cuando en una reunión todos callan y la sala se invade
silencio era costumbre decir en voz queda: “Entró Hermes” o “Un ángel pasa por
la morada” –porque Hermes realmente es un espíritu de la noche constelada. La
caperuza con que se hace invisible es un signo de su naturaleza nocturna,
llevando el epíteto no solo de “el vigilante”, sino adjetivado para precisarlo:
“el vigilante de la noche”.
La noche, es verdad, es un mundo particular,
con sus propias leyes y su lógica sombría, cuya figura más clara es la de
Hermes. La solitaria noche nos proporciona otra percepción del mundo que la de
día populoso, ya se camine por la calle o por el campo abierto. Todo se
encuentra lejos y a la vez cercano, junto a nosotros, contiguo, y
misteriosamente alejado, como impalpable. El espacio pierde sus medidas habituales
no menos que el tiempo. Algo susurra y suena no se sabe dónde, ni se sabe que
puede ser y el silencio mismo que llamaba al sosiego se transforma en incierto.
Es entonces cuando la intuición se enciende como un sol diminuto y melancólico
o como una luna, o desciende como una estrella pálida sobre la tierra para
habitar un momento entre nosotros. El misterio amoroso se experimenta con
cierta extrañeza y lo espantoso excita y atrae nuestra imaginación en las altas
horas oscuras. Se borra la línea que demarca lo muerto de lo vivo y todo se
encuentra a la vez animado y a la vez desalmado, durmiente, somnoliento,
irreal, comulgando con el reino de la fantasía o de la fábula. Lo que en el día
se hace perfectamente reconocible por la luz diurna se tiñe de pasado, pues la
oscuridad lo entorpece. Sin embargo, en la noche de pronto algo se desprende de
su mundo fijo y aparece el milagro del encuentro, y se revela la novia mágica o
el monstruo de los mil ojos. Los gestos se vuelven desconocidos y extraños y
nos asustan, y en un parpadeo, de pronto, vuelven a ser reconocibles e
inofensivos. Porque la noche es el reino de los seres aparentes y a la vez de
la aparición de los seres.
Es el dominio no sólo de la tranquilidad, sino también del peligro que
asecha por doquier. De la oscura garganta de la noche que se abre frente al
viajero nocturno, sin advertencia alguna, igual puede salir un espectro
horrible que el fantasma intranquilo de un muerto o que un caminante solitario.
Lo mismo los nebulosos espíritus maliciosos que un espanto o los demonios
seductores que no dejan a nadie con vida. Puede emerger también, bajo la tibia
luz de la luna, los recuerdos amigos del pasado o el resonar la música de la fricción
de las más altas esferas. Es la noche y la destilación de sus poderes, la madre
de todos los secretos, que cubre a los cansados con el sueño, que divierte a
las almas con ensueños, que hipnotiza al desesperado, o que trastorna al
lunático. Su protección igual toca al perseguido que al peregrino, al astuto
que al infeliz.
En la ambigua oscuridad las formas se
vuelven vagarosas y deja caer su velo sobre los amates, teniendo en Hermes a su
genio de bondad. Es el espíritu que a la vez invita al cuerpo dulce sueño y al
alma a la nueva atención que procura una nueva claridad, haciéndola más
conocedora, más audaz, más temeraria: haciéndola vidente
Porque la noche, efectivamente, todo lo
comprende: el peligro y la protección, el susto y el alivio, el error de
perspectiva y la certeza papable. Le pertenece lo raro, lo extraño, pero
también lo precioso. Porque al desligarse de todo espacio-tiempo pudiéndose puede
hacernos remontarnos a cualquier geografía y a cualquier pasado o futuro.
El mundo nocturno de Hermes invisible participa
cumplidamente de estas notas –con todas sus esferas altas y bajas. Es por ello
que en él predomina la oportunidad, el favor del momento, así como la buena
suerte que confiere a quien sigue puntualmente las señales del camino, realizando
por tanto un viaje feliz. La agilidad y la ingeniosidad, que son las virtudes
más altas del dios, tienen como meta el tesoro, que resplandece
instantáneamente con sus fulgores en la noche para dar la pista del horizonte a
seguir.
En el pasaje del Himno Órfico
dedicado a la Noche se encuentran a su lado el Ardid y el Engaño, ambos
atributos de Hermes. También se dice que su hijo es el Amor, cualidad que
Hermes demuestra por su diligente cariño a los animales y a los hombres, y casi
se podría decir que también a las cosas. A Hermes, así, se le atribuyen los
mismos epítetos que a aquella diosa llamada la “amistosa compañía”, la
“auxiliadora”, la “amiga de todos”.
Acaso por todo ello el verdadero lenguaje de Hermes es el de la música,
en el que se comprenden perfectamente cielo y tierra, cercanía y lejanía,
presente y pasado, hombre y naturaleza. El espíritu de Hermes está
indisolublemente asociado al espíritu de la música, que es el arte invisible.
Porque, en efecto, a Hermes se debe la invención de lira, pero también de la
flauta pastoril. Baste recordar que la primera lira adoptada por Apolo fue un
regalo de Hermes y que es también el instrumento del inmortal Orfeo.
El liróforo celeste es viene entonces plenamente a ser el espíritu
trasfigurado y elevado al infinito por su música. Las delicias que emanan del
son de su lira no son otras que las de la alegría, el amor y el dulce sueño. El
mismo, en el Himno Homérico, llega a llamarse “guía de los seños”
–por ello después de un sueño importante solía recordársele respetuosamente,
por el sentimiento vívido y esplendente de su visita.
Lewis Carroll lo evoca indirectamente en su Alicia en el País de
las Maravillas bajo la forma de un Grifo druida, quien escucha a una
pequeña tortuga cantar una dulcísima canción versante sobre la sopa de su
conchudo animal amigo.
Se le representa en el Helicón acompañado por el instrumento de cuerda
que ha inventado, o en imágenes que lo hacen luchar con Apolo por la lira. En
Megalópolis se encuentra el santuario de Hermes, pero también de sus más afines
compañeros de afinidades electivas: Apolo y las diez Musas.
No hay que olvidar que Hermes es el maestro
de la elocuencia. Otro de sus atributos es el de su vigorosa y más que
estentórea voz, la cual lo hizo vencer en un certamen al famosísimo y
vociferante Estentor, lo que le permitió al dios dar la palabra a la desdichada
Pandora. Por esas y otras hazañas semejantes Hesíodo lo llama “maestro del
lenguaje”. Tal maestría es también la que lo mantiene alejado definitivamente
de lo grosero y de lo repugnante, pues su elocuencia, la amenidad de su
conversación y superior sonrisa lo elevan de ese mundo reconciliándolo con sus
más osadas travesuras. Por todo ello, aunque con más ricas y multiformes
razones, recibe junto con Afrodita y Dionisos el epíteto de dios “dador de lo
agradable”.
Aunque Hermes no es un dios de la fecundidad o un genio erótico de la
procreación propiamente dicho, participa
de la potencia amorosa en lo que ésta tiene de travesura, de astucia y de
picardía, de hallazgo amoroso, de robo y de atrapar afortunado inspirado por la
conversación encantadora. El portador de la buena suerte no se ha equiparado a
Príapo inútilmente. Es el Hermes Tychon, el feliz amigo y galán
de las Ninfas y de las Cárites, que cae bajo el círculo de Afrodita. A ello se
debe que hiervas y medicinas para conseguir hijos sanos y hermosos lleven su
nombre. Pero también a su desarrollado sentido del amor más humano que hay: el
de cariño. En efecto, el dios mago, conductor de manadas y espíritu de la noche
es también el dios más cariñoso del panteón olímpico, que sin la fusión
candente de los cuerpos alcanza la unión bien templada de los espíritus.
La divinidad representada por el dios Hermes es una compleja figura del
Olimpo griego al no tener un dominio de virtud (areté) claramente
determinado, invadiendo en su versatilidad lo mismo la inventiva que la
fascinación o el encanto, y la marrullería igual que la sagacidad. Sátiro,
mendigo, mago y artesano, el invisible dios trasciende, en efecto, las
funciones y capacidades de todos los demás dioses.
A Ganimedes se le representa también
portando una caperuza. Las mitología cuenta que Ganimedes era un adolecente de
singular hermosura que guardaba los rebaños de su padre en las montañas que
rodeaban Troya, cuando fue raptado por Zeus transfigurado en águila y llevado
en calidad de inmortal al Olimpo como copero, remplazando a la diosa Hebe,
divinidad de la juventud, como escanciador de los dioses, dándole con ello el
atributo de tipo ideal del efebo helénico. Está relacionado también con el
signo zodiacal Acuario, pues es el genio que derrama sobre la tierra el agua
del cielo. La ciencia astronómica también le rinde honores al nombrar a una de
las cuatro lunas de Júpiter con su nombre. Se trata del satélite Ganimedes (que
en francés quiere decir “complaciente”) cuyo diámetro es de 5,150 kilómetros.
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