Sobre el Hombre Rebelde: Lucha contra la Tradición y Tecnocracia
Por Alberto Espinosa Orozco
La etiología de la bellaquería, del hombre
rebelde, que hace la guerra al prójimo, es múltiple y variada. Dentro de sus
posible causas hay una que sobresale de entre las demás en nuestro tiempo: la
acebía moral, la ignorancia consciente, el no querer saber de las cosas del
espíritu, es decir: la barbarie. Porque la barbarie en el fondo no es sino el
carecer de una tradición –el ignorarla, el despreciar a sus egregios
representantes o el faltarles al respeto al no escuchar sus indicaciones, o el
omitirla por un acto de rebeldía, de guerra soterrada contra esa tradición.
Pecado de ignorancia, pues, que sólo atina a desbancar una metafísica, a una
ley, o a una norma, para inmediatamente poner en su lugar una metafísica
notablemente inferior que les permite también de pasadita activar una licencia:
así, se quita a la metafísica del centro de la vida o a Dios del centro de la
iglesia para sustituirlo en el acto por el Verraco de Oro o para adorar a los
ídolos tras los altares.
Una variación muy de nuestros días es
sustituir la metafísica de la luz por el inmanentismo del historicismo, que
aparejado a su relativismo escéptico, es manipulado por quienes controlan los
hilos de la historia, por la depravada política internacional o por el partido
que ha ingurgitado los centros de dirección cultural, dándose entonces el
curioso espectáculo ya no digamos del rebelde agasajado o del disidente
aplaudido, sino del rebelde sumiso, resultando a pesar de sus gestos feroces de
anarquista desaforado el “militante” más dirigido, el más sumiso, el más
obediente de todos –y el más servil. Porque que mejor para ocultar la propia vanidad, la propia nihilidad que la máscara de la doctrina socialista? Porque al espíritu de la inconformidad, al espíritu revolucionario, no le interesa corregir los abusos, tarea del reformista, sino cambiar los usos y volverlos totalitarios: dejar de adorar tanto a Dios como a sus excrecencias, a los ídolos de barro, para dorarlo a él mismo, a su nimia personalidad incomparable donde el espíritu absoluto eclosiona bajo la forma de la formación de la conciencia del pueblo, del gran educador.
Sus figuras más conspicuas son, en efecto, el demagogo y
el ideólogo en la política y el neógogo en la educación. La tradición queda
entonces reemplazada por una vaga mezcla ideológica de materialismo (histórico)
y cientificismo (positivismo), quienes alegremente sustituyen así a una cultura
universal, geométrica, donde todos tienen una misma forma de vida y obedecen a
una misma ley, por una cultura histórica, polimorfa, irregular, chabacana,
mezclada a su vez a un delirante subjetivismo –alimentado a su vez por meras
reivindicaciones materialistas, económicas individuales, o azuzado por la
franca lucha por el poder o por las fantasías triunfalistas más abigarrada de
la infancia. Culturas histórica que, por definición, están constitutivamente
incapacitadas de poner el acento en alguna instancia transhistórica, en alguna
norma eterna, en alguna esencia, por lo que muy existencialmente es traída y
llevada de aquí para allá, a la deriva, guiándose el hombre del historicismo en
la tormenta de la muchedumbre de los hechos: ya por las consignas del ideólogo,
repetidas ad nauseam y retorcidas al grado de intentar justificar cualquier
violencia, cualquier barbarie, cualquier rebeldía, cualquier levantamiento, por
quien va al frente de las masas vociferando sus raídos lemas, como el ratón
“piloto” que se precipita al abismo seguido por toda la manada; ya por la
estreches del horizonte de los propios intereses, poniendo en el centro de su
vida el “yo”, hasta perder toda consistencia, llegando a estar lleno de nada,
infinitamente vacío, como ese hombre rico y rollizo del que habla la Biblia.
Hay que agregar que tales actitudes
rebeldes, propiamente anarquistas, dominantes de nuestra época, no son sino
síntomas de una anarquía que les precede: la anarquía metafísica, producto a su
vez de las filosofías vitalistas y del positivismo que con singular desencanto
desdeñan la idea matriz de la metafísica: que vivimos en conjunción con la vida
rítmica y armónica del universo, pues el Cosmos es un entero, una totalidad.
(que es Dios, pues en el somos y nos movemos). A la anarquía metafísica
corresponde, pues, como su correlato necesario, la anarquía psicológica del
individualismo –a su vez malamente disfrazada de colectivismo-, pero también la
anarquía biológica, la anarquía vital del enfermo, que tiene como efectos la
pulverización de los síntomas y la desorganización del cuerpo humano –dando
lugar así a la enfermedad más subjetiva, más irracional de todas: el cáncer;
también a la enfermedad del “enfermo”, que se enfrenta a una medicina que todo
le perdona, que nada le prescribe, pues piensa que hay tantas enfermedades como
individuos, que todos estamos enfermos, pues en cada uno de sus organismos hay
una revolución total, donde el orden completo ya no puede ser restaurado, sino
apenas paliado mediante un armisticio orgánico subliminal.
Tal
universal desorden obedece, pues, a una rebeldía, si no universal al menos si
propagada ex profeso por medio de las locuras cultivadas, cuya meta es la de
llegar a una universal sordera. Porque rebeldía, sordera es lo que hay, y
sordera es desamor, odio al congénere, desconocimiento de la persona humana,
donde interviene ya directamente la envidia, la exclusión, el ocultamiento, y
tantas otras formas del rechazo, que al inventarse un rival, un enemigo,
facultan al lobo para afilar sus colmillos e ir impunemente, ya sea directa, ya
sea soterradamente, a morderle las narices a su “adversario” (Main Kampf).
La lucha contra la tradición toma entonces
la forma ya del laicismo, ya la forma vanguardista de la “tradición de la ruptura” (Octavio Paz) ,
que se quisiera erigir a su vez como tradición, como tradición otra,
alternativa… como proyecto subsidiario, restringido, de vida (pues es la
exaltación del mero inmanentismo) –pues de lo que se trata es, en el fondo, de
vivir como si Dios no existiera, vivir sin metafísica reconocible (positivismo,
marxismo), y por tanto de vivir en sociedades estancas u ocultando cada uno su
“trampita”, muy a la torera, anárquica, existencialmente, poniendo a fin de
cuentas en el centro de la escena los pequeños intereses del propio yo, al cual
se intenta exaltar “más allá del bien y del mal” (personalismo). Sin embargo,
las locuras dirigidas, cultivadas por los medios de la ideología, del
proselitismo, del dogmatismo o del adoctrinamiento a lo único a lo que llegan
es a poner de manifiesto el pobre desarrollo de los sentimientos sociales
–sentimientos que, si bien se mira, deben ser cultivados desde la infancia y,
sobre todo, en la etapa formativa, en la escuela, mediante el aprendizaje de
los valores, de la justipreciación del desempeño y de la trayectoria, haciendo
valer en una palabra el orden y la jerarquía: odiando al mal y amando el bien;
penando el vicio, castigando el crimen… y premiando la virtud, para que resulte
por ende victoriosa, triunfante, cosa que sólo es posible en una sociedad
abierta, transparente.
Por lo
contrario, las culturas históricas suelen ser a su vez las culturas de las
sociedades herméticas, cerradas, impenetrables, carentes de tradición,
amalgamadas por intereses desviados o subjetivos, inmediatos, efímeros. Una de
sus características es el uso de lenguajes cerrados, muertos por el uso
repetido del lugar común, sin vida (estenolenguajes), que repiten las mismas
palabras hasta el desgaste, dándoles así una extensión absolutamente
indeterminada y una intención o vaga o ambigua, pudiendo entonces significar
cualquier cosa. Así, el lenguaje se
vuelve por un lado un mero código tecnócrata, útil para los procedimientos
administrativos; por el otro se vuelve, vago, ambiguo, para poder comunicar
eficazmente los disimiles intereses de las subjetividades enfrentadas. Hombres
subyugados por la cultura histórica que no tienen un mundo que les sea común,
sino que miran hacia adentro, introvertidamente, cada uno a su personal mundo
interior.
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