La
Religión del Futuro: el Horizonte Inmanentista
I
La rebeldía resulta un carácter constitutivo
del hombre moderno, cuyo alejamiento de la religión no ha hecho sino exacerbar
su naturaleza caída (pecado original), aunando al surgimiento de las ideologías
por las naciones hegemónicas, que usan de la filosofía para dominar a las
conciencias, desnaturalizándola, o sirviéndose lo mismo de la publicidad que de
la tecnocracia (gobierno de las máquinas), o narcotizándolas y contibuyendo con ello a maquinar la perdición del hombre. Su resultado ha sido finalmente en de una aguda decadencia de la cultura y de la civilización occidental toda, ensombreciendo el horizonte al grado de no poder
distinguir el bien del mal, la luz de las tinieblas, estando el hombre moderno in partibus infideliun, sin un criterio
moral fijo o de contemplación estética al que atenerse, guiando su
acción práctica por un concepto lábil de la libertad, como un mero derecho de
paso que termina por confundirse con el subjetivismo rampante, y por una vaga idea de igualdad, que lleva a la indistinción entre los
hombres y a la imposición de absurdas jerarquías –caminando cada cual según sus
propios intereses particulares, carentes de espíritu de comunidad, en una especie de
secularización desviada (Habermas), despeñados en un oscuro paganismo, viviendo
como si Dios no existiera o sustituyendo las creencias básicas y salvadoras en lo sobrenatural por
grandes síntesis totalizadoras que bajo la apariencia de la filosofía escapan a los límites de la razón.
La religión está, en efecto, en el origen
de la filosofía, estando marcada ésta por su constitución misma, y desde el
principio, como una instrumentación conceptual de la religión (Diltey) –… o de la
irreligión. Cuando el hombre griego sintió desconfianza en la religión,
tambaleándose su mundo en torno, se ocurrió razonar la religión y nació la
filosofía como lo que siempre ha sido: racionalismo, confianza en la razón, como
fe irrestricta en los poderes de la lógica o de la inteligencia.
Cabe recurrir a la razón para razonar la
religión, como en el caso del creyente que no quiere dejar de creer, para
recuperarla del todo; cabe también, acaso más sólitamente, servirse de la
filosofía para sin razonarla por quien ha dejado de creer en parte y quiera dejar
de creer del todo. Sin embargo, lo cierto es que creer o dejar de creer no se
produce por puras razones, por razones y críticas, sino por motivos
prerracionales. Motivo de la religión la voluntad del ascetismo; de la
irreligión la voluntad hedónica y crática o voluntad de poder (Nietzsche).
Todas las religiones sin excepción son
ascéticas, limitantes de la voluntad espontánea de sujeto mediante
abstenciones, mortificaciones y sacrificios. El ascetismo tiene así la doble
dimensión de una limitación del poder y de una oposición al placer, cuya
función es la de refrenar el alma inferior del ser humano, para acceder con
ello al alma superior y al espíritu. Pero atentando con ello contra la libertad
intrínseca del ser humano de hacer lo que se le pegue la gana, su regalada
gana. Pero hay en el hombre también esto
otro: el impulso al placer y la voluntad de poder, constituyente de la
naturaleza humana no menos que la voluntad, instinto o impulso que lo lleva al
ascetismo. Es evidente que en el poder hay el placer de la expansión de la propia
voluntad; por su parte el placer necesita del poder para realizarse en
plenitud, tomando en cuenta lo bien constituida que está la naturaleza humana
para los goces materiales del cuerpo.
Desde la perspectiva religiosa tales
tendencias pueden verse como un impulso de perdición y otro de salvación del
alma, de venderle el alma al diablo o de entregársela a Dios –entendida no como realidad psico-mental,
sino como entidad ontológica. Desde el plano estrictamente ético constituyen el
gran fenómeno de la dualidad moral del ser humano, el a priori del ser humano, el misterio mismo de
hombre o su condición de posibilidad.
Mas que el ateo, que siente que Dios le
oprime y reprime y que lo niega para liberarse de él, el verdadero irreligioso sería el indiferente, a quien ya no le preocupa Dios, ni se acuerda de Él, que es
propiamente aquel sobre el cual la irreligión ha triunfado sobre la religión.
Posición extrema cercana a la del positivismo, para el que lo metafísico es lo
insensato, lo que no tiene sentido, y que no poder verificarse resulta inverosímil, siendo en resumen algo de lo que nadie en su juicio debe ocuparse. En materia de religión,
sin embargo, el racionalismo o confianza de la razón en sí misma, no tiene
todos sus poderes, pues es incapaz tanto de razonar como de sin razonar la fe,
de mantenerse en sus límites, que son los estrictamente científicos, donde no
entran los objetos de la fe religiosa.
II
Lo cierto es que la fuente y autoridad de
los fines fundamentales del hombre tampoco pueden cimentarse solamente en la
razón –pues es la moral la que determina el objetivo de la acción práctica,
teniendo la ciencia exclusivamente el papel de establecer los medios para
llevarlo a cabo (razón instrumental), pues el conocimiento de lo que es no lleva
directamente al conocimiento de lo que debería ser o la meta de las
aspiraciones humanas.
En efecto, la mera actividad racional no
puede proporcionar el sentido de los fines últimos y fundamentales. Los valores
morales, por lo contrario, se edifican y tienen su fuente más bien en poderosas
tradiciones que influyen en las aspiraciones y juicios de los individuos –no
siendo necesario buscar una justificación racional de su existencia, pues su
razón de ser la adquieren a través, no del juicio racional, sino de la intuición moral, la revelación individual o por intermedio del mensaje y ejemplo de personalidades extraordinarias –pero
que a la vez pueden aclararse recurriendo a los fundamentos emotivos del
pensamiento humano, pues los axiomas éticos, arbitrarios desde un punto de
vista lógico, no lo son desde la perspectiva psicológica, estando los
sentimientos religiosos en un plano superior y de universalidad, al liberados de los deseos egoístas, de la servidumbre de
los anhelos y aspiraciones egoístas, teniendo sus contenidos un valor
suprapersonal , imponiéndose sus pensamientos y sentimientos por la fuerza
misma de su sentido y significación irresistible.
Por su parte, el impulso irreligioso del
hedonismo o impulso de placer en general, entra en un complejo que empuja hacia
el esteticismo por un lado, y hacia el ciencismo por otro, oscilando la
personalidad irreligiosa hacia gustos estéticos, a los que cede, y a rigores
intelectuales, a los que no renuncia. Fabuloso complejo, decía, que se liga al
espíritu revolucionario, entendido como aquel que va contra la tradición,
contra la costumbre, que empuja hacia la tentación idolátrica del progreso y el
futuro y el pecado de la expansión de la propia voluntad o ambición de poder,
que es la obra del demonio. La revolución, en efecto, es lo que va contra la
conformidad, es el producto de lo inconforme, por lo que va también contra la
naturaleza –pues la naturaleza es lo cíclico, lo que no cambia, lo que no es
inconforme (por lo que todo naturalismo es en realidad un conformismo). La
revolución es lo que va a favor del cambio y ninguna revolución es angélica. Al
querer dominar el socialismo por medio de la organización del obrerismo y de la
burocracia de partido encuentra a su enemigo natural en el socialismo de la
caridad: en la Iglesia, esa organización de la conformidad, natural,
fortificada contra el demonio -penetrada y hoyada también por la inconformidad y el humo de
Satanás.
El demonio es por excelencia el tentador y su espíritu desviado ha hecho al
comunismo sensible al pecado, pero también lo ha hecho con el arte, concibiéndolo como obra del
hechizo y la fascinación, como arte nada más que arte, postulando la autonomía
de los valores artísticos, de lo poético, de lo artístico, de lo bello en sí, como valores autárquicos desligados de la verdad eterna, y sin embargo como lo que va de acuerdo con el cambio y contra las
costumbres, como lo acorde con la revolución, con lo inconforme, con la religión de la fascinación que gusta de la alteridad (a la que se la da el nombre de originalidad o de precio, y no el de transgresión) y de lo extravagante,
aliando a la belleza la perversidad de la moda, en un arte impuro que no violenta al azar sino
que le abre el pazo, abominando de toda naturaleza y de toda esencia, quedando
el arte varado en el hastío de las vanguardias y su congénito hibridismo,
volviéndose sus expresiones tediosas, repetitivas y superficiales, frívolas en una palabra y por su constitución
misma, alejadas de la verdad y ajenas al espíritu, saturadas de imágenes vanas
o extravagantes, y donde finalmente el sentido de la realidad se pierde un una pura
fugacidad -detrás de la cual asecha el diablo, que aguarda al final del túnel al
hombre que se ha desprendido previamente ya de todo afecto, de todo respeto y
de todo sentido de la realidad.
El arte inventa así en la época moderna la idea de la “belleza convulsiva”, donde cabe lo bizarro, lo grotesco, lo extraño, lo
irregular, oponiéndose por tanto a las normas clásicas de la armonía y la proporción, y a la estabilidad beatífica de la eternidad
cristiana, en una especie de singular desdicha que no es sino la conciencia de la finitud y de la culpabilidad, donde la muerte aparece como la gran excepción que absorbe a todas
las otras en su final anulación de leyes y de normas. También vindicación de lo que no es: del futuro, y de la escisión con la tradición y la memoria: olvido, al ser separación del pasado y
desunión, ruptura continua que se separa continuamente del origen y que por
tanto se identifica con la trasgresión de la alteridad, que se confunde con lo otro imantándolo y
que luego se separa con horror de ese fantasma para seguir, otra vez, en busca
de sí mismo (Octavio Paz).
III
El origen de la rebeldía contemporánea puede
verse así como el encumbramiento de un nuevo tipo humano: el hombre fáustico, Nuestro
tiempo, en efecto, da la preeminencia al carácter hedónico, voluptuoso,
voluntarioso o al crático –que dan lugar a los nuevos tipos humanos que se soliviantan
contra el ascetismo religioso y contra la religión toda o quienes se preocupan por sin razonar la religión, hasta que llega a parecerles indiferente, ya sin
razonarla, dando con ello cabida y encumbrando académicamente al rebelde sin motivos, que es el existencialista moderno, al cual tampoco le
importa ya no digamos dar razones, o que razones dar, pero ni siquiera tener razón, prendado de la
pura y nuda existencia como razón de ser suficiente o ratio sui, sin logos salvador, al ser meramente en la existencia, sin otra justificación que los hechos. Inaugurando con ello nuestra edad tardomoderna o
postmoderna otro de sus caracteres dominantes: el del inmanentismo, que
instaura la existencia del hombre sin ninguna
trascendencia, arrojado a lo que no va más allá, a lo que en si mismo se
agota, y que es, por tanto, engullido por las aguas amorfas de devenir.
El abandono secular de la religión ha
llevado así a un desplazamiento de la fe, por asociación de ideas y
transferencia de sentimientos, hacia las doctrinas políticas, de carácter totalitario, cuyo principio no
es una verdad eterna, sino la verdad del cambio violento o de la lucha –donde
se identifica la crítica con el cambio y éste con la alteridad. La razón que
las alimenta no puede ser otra que la razón histórica, que niega el pasado, y
al negarlo se identifica con el ahora, con el tiempo, con la historia, en una
especie de pasión religiosa que a la vez que niega a la religión para convierte en una mística del tiempo
histórico, abriendo el mito de la muerte de Dios, que da el paso al principio del azar
y de la contingencia, de la sin razón existencial y el absurdo comunitario.
La indiferencia en materia de religión,
fase final del ateísmo, vista como una liberación, proyecta al hombre así a una
confianza en el ahora, en el presente, en vista al futuro: es la idea, o mejor
dicho el ídolo, condensado en la figura del progreso. A la vez, la nueva religión del inmanentismo es
acompañada por dos notas: por un lado a la angustia de la existencia vacía, que contempla el
cielo desierto, experimentando así la bancarrota del sentimiento religioso y de
la comunidad de fe trascendente, empujando hacia la caída en la desesperación
de la particularidad. Por el otro a la ironía, al humor negro que como medida
compensatoria a la depresión anímica, intenta disolver las tensiones y
recuperar el tono vital mediante la negación de la objetividad, introduciendo
el subjetivismo extremo en el ahora para disgregar la eternidad en el tiempo
histórico –pero sin poder salir de la caída en el caos informe del devenir, que
introduce en la historia el azar y la contingencia.
En el arte los valores artísticos, separados
de valores religiosos, desembocan en una especie de idolatría del objeto como
realidad aparte, autosuficiente. La crítica toma entonces el rostro de la
vanguardia: negación de sí misma que busca un nuevo principio para poder perpetuarse.
Sustancia de la arte moderno: la frivolidad de la mera sucesión, de lo
excéntrico, de la alteridad cada vez más extremosa, guiada por la divisa del
cambio incesante, que para poder vivir tiene que renacer, criticándose a sí
misma.
En el campo sociológico las doctrinas
políticas han impuesto una ideología materialista, que se resuelve en
economicismo, mediante el método del recurso, que es el control social y el determinismo de la conciencia
por la presión social de las instituciones, cifrado en el dogma: “No es la conciencia
del hombre lo que determina su ser social; sino su ser social o que determina
su conciencia”. El principio de fraternidad queda entonces resuelto no en la
voluntad de tratar al prójimo como a uno mismo, sino encapsulándolo en
hermandades cerradas, amalgamadas por los intereses mutuos, pero en cuyo fondo se delata la transgresión de la religiosidad por una
voluntad hedonista de la vida (erotismo-esteticismo) y por un impulso de
poderío en la historia: desgarradura que constituye el eje contradictorio sobre
el que gira la modernidad. En sus casos extremos, cayendo de bruces en místicas
degradadas, que al destejen el tejido de la creación al imitarla vulgarmente
(luciferismo).
Lo moderno coincide entonces con lo
revolucionario: romper con el orden antiguo al escindirse de la sociedad
cristiana; destrucción del pasado y construcción de una sociedad nueva. El
hombre es entonces no más que su historia y la historia el lugar donde el ser
humano se realiza –socializándose hasta el extremo hasta dejar de ser
individuo, pues el hombre que se realiza en la historia, cumple un destino
histórico supraindividual, quedando enajenado en función y sujeto de las
presiones del tiempo.
Las ideologías políticas de nuestro tiempo,
apelando a una libertad lábil y una conciencia social determinada por las
condiciones materiales de existencia, han sido también las el lugar de las
reivindicaciones, creando con ello una trasmutación y una nueva escala de
valores al prometer un paraíso meramente terrenal. Por un lado reivindicación
de una libertad de nuevo cuño, que la romper las coyundas de la tradición y de
la ley moral, lanza al individuo a la
rebeldía de la desmesura (hybris), ya de la voluntad de poder, ya del impulso
de placer, ya del esteticismo apráctico -estratificándolo en la meseta movediza de la
vanidad. Su meta final: la reivindicación global de un mundo meramente
inmanente, sin lugar no ya no digamos para Dios, pero ni siquiera para el
humanismo -puesto que si no hay más allá, todo se resuelve en el más acá,
dándose entonces el enorme equívoco del “presentismo” de las convenciones:
tratar lo profano como si fuese sagrado, sacralizando arbitrariamente lo
profano, y a la vez tratando lo sagrado como realidades profanas -creando no un
paraíso terrenal, sino el infierno burocrático de los césares postmodernos.
Condena de Sísifo: negarse a sí mismo para
perpetuarse en el tiempo profano, identificándose no con un destino
trascendente de unión con Dios y la comunidad de los santos, sino con la
sucesión y negación dialéctica de la historia, en una ruptura continua e
incesante separación del hombre de sí mismo, confinado a los plagues y repliegues
de la psicología individual, y a la vez lanzado fuera de sí, en un perpetuo ir
más allá, hacia los extremos excéntricos de la naturaleza humana, en una
carrera frenética montada en el tiempo de la aceleración histórica, imantando
el presente por el futuro: por una ilusión inalcanzable. Sobrevaloración del
futuro, pues, de un tiempo que no existe o que no es nada y que roe la
conciencia de falsas expectativas y promesas y anega el alma de nihilismo
–transformando al futuro en el lugar de nuestro deseo, pero también de nuestra
frustración y de nuestra desdicha.
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