Distopía Monterrey: Mario Cinquemani
Por Alberto Espinosa Orozco
Su estética es, así, la de la
indiferencia, en donde la yuxtaposición de los elementos del cuadro se
neutralizan y late, sin embargo, en medio de la superficialidad de las formas,
una ausencia, una carencia: el agujero sin fondo donde el tiempo mismo pierde
consistencia. Arte del fragmento también, donde se condensa el espíritu de
nuestro tiempo, y cuyo equivalente existencial es el acto arbitrario,
espontáneo y gratuito. Mundo de sueños: de príncipes y hadas hechizadas, de
gente dormida en donde la comunicación queda suprimida y lo que reina es la
soledad y el silencio. Descenso a las regiones más recónditas del alma del
artista, en las que la imaginación visita los paraísos interiores que de pronto
amenazan en convertirse en los infiernos. Especie de mística en donde se sale
de la realidad para regresar a la unidad orgánica primordial, aislada e
impenetrable, como en el estado prenatal y embrionario, en el que la vida ni se
desperdicia ni se proyecta hacia afuera, sumergida en los grandes procesos
orgánicos de transformación y en los que
propiamente no existe ni el
pecado, ni la libertad, ni el drama. Experiencia de circuito cerrado, de
hibernación y éxtasis, donde se encuentra el paraíso de la creación onírica sin
conciencia, determinado por una fuerte vida orgánica. Obra, pues, que resulta
una imagen de la ambigua polivalencia de las culturas oníricas, históricas,
donde se perciben y juzgan las cosas según criterios oníricos, espontáneos e
incondicionados, en las que cada uno está mirando en exclusiva el mundo que le
es propio, ignorando la realidad universal, única, por la que transitan todos.
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