lunes, 9 de julio de 2018

Distopía Monterrey: Joaquín Flores Por Alberto Espinosa Orozco

 
Distopía Monterrey: Joaquín Flores
Por Alberto Espinosa Orozco







            Artista visionario, Joaquín Flores (1989) ha sabido combinar el oficio de fotógrafo con las largas caminas por los márgenes urbanos, en busca de paisajes idóneos para integrarlos a la composición de sus exploraciones estéticas. Inclinado hacia la representación de la pelada luz solar que pega sin piedad en los paisajes solitarios, en los que apenas aparecen, entre las pocilgas desvencijadas, las escuálidas lagartijas, los perros famélicos y los anémicos niños desdentados, el artista se ha ido especializando en la representación de la pura naturaleza inanimada, donde sólo aparecen arcaicos menhires, escombros de antiguas edificaciones hechas polvo, rocas y pedruscos cuya masa inerte, filosa o de aplanadas lajas, reposa confundida entre la arena. Paisajes desérticos, castigados por el sofocante calor y por el abrasivo viento, de inequívoca significación postapocalíptica. No la abigarrada representación de la infrahumanidad inherente a la decadencia del mundo contemporáneo,  sino la simpleza lapidaria y sobria de su resultado final, en el que puede sentirse un hiriente rastro de desolación catastrófica, de caos y vacío, donde apenas queda el vestigio o seña de un olvidado altar, en el que sobrevive el crucificado signo de la verdad eterna.
Frugalidad simbólica, que es signo de elegancia, no ajena a la profundidad significativa. Porque los paisajes desérticos de Joaquín Flores son también la proyección del alma abierta al silencio y a la serenidad de la conciencia vuelta escucha, al sitio donde se posible hacerse diáfano como el desierto y el que la aridez de estar expuestos a los elementos y a los rayos del sol obliga a perder la candidez, trasportando una actitud espiritual reflexiva, de ascesis y de penitencia, para poder volverse del todo trasparente. Imágenes de los lugares expuestos, es cierto, por donde pasea la serpiente maligna y portentosa, pronta a engañarnos con las delirantes fantasías del deseo, pero también sitio último, y otra vez primero, en el que recordar la cantera primordial de la que fuimos en el comienzo desprendidos.











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