El joven maestro Antonio
Charaud (1989) incursiona en el realismo expresivo y existencial desde una
perspectiva neoimpresionista que, a partir de los campos de color, explora el
combate mítico entre la alta luz con las bajezas de las sombras, persiguiendo
los efectos del claroscuro, los juegos de la contraluz y los caprichos de los
contornos. Pintura en cierto modo tenebrista, en la que se detecta la tendencia
universal del retorno de la materia a su estado inerte, en el que se disipa el
fragmento luminoso al ser invadido por las tinieblas de la noche inabarcable.
Sus espacios formales, enmarcados en escenas cotidianas, transitan así por
calles abandonadas, baños públicos, cuartos de hotel o centros comerciales, explorando la
excentricidad de lo marginal y la extrañeza de un mundo deteriorado, recorrido
por la vagancia, por lo engañoso, por lo réprobo o lo delincuencial. Su
interés, como en Edward Hopper, es la visión de la mezquindad social del drama urbano, en lo que tiene de cita clandestina o de indigna soledad.
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