Contra
la Tolerancia
Por
Alberto Espinosa Orozco
Un principio inequívoco de civilidad ha sido
cuando menos desde Erasmo de Rotterdam, el de la tolerancia. Muy pronto el
"mundo libre" del protestantismo vio en el autor del "Elogio de
la Locura" el verdadero peligro, pues proponía un mundo
"utópico" de comprensión social activa de eras libre, inspirado por
la locura práctica del amor cristiano. Cosa incómoda, sin lugar a dudas, para
esos otros locos de mentes autoritarias que quisieran hacerse valer por lo que
no vale, creando leyes obligatorias para lo que no es obligatorio por su
naturaleza propia, dando con ello alas a cualquier pobre diablo para volar en
las alas de la tiranía, para imponerse quiero decir, echando mano de una
convención, de dudoso fundamento, para luego de escandalizar por nada, agredir
o reprimir al prójimo, creando finalmente un estado de hostilidad e incluso de
persecución generalizada, haciendo pasar tan feas actitudes como una norma
natural de conducta.
Deformación de la educación y del hombre
mismo si la educación es el proceso de formación humana, el cual no puede
alcanzar todos sus logros en un estado de raquítica tolerancia. En efecto, en
las instituciones púbicas de hoy en día, e incluso en las privadas, como son
cafés y restaurantes, ha querido imponerse la falsa norma de "protección
contra el no fumador", empoderando a cualquier hijo de vecino volviendo al
equívocamente capacitarlo para llamar la atención e incluso reprimir al prójimo
por el simple hecho de fumarse un pitillo, ya no digamos en una sala de
espectáculos o dentro de un cine, sino en el trascurso de una caminata por las
escaleras de un edificio o en los pasillos y patios más amplios y coloniales
que quepa imaginar. La medida no es del todo gratuita; por una parte exalta los
ánimos del neurótico, tanto como los del bruto e iletrado, que con gran
facilidad se irritan porque su pelo y ropa huele a tabaco, luego de haber ido a
tomar alguna copa, sin recalar en que también huele a cebada y vaya uno a saber
si no es que a otros sustancias de mayor peso y rugosidad hirsuta atómica.
Libertad a la indignación, quiero decir, de aquellos seres más o menos
antisociales que, poniéndose a gritar a voz en cuello que no sólo fuman como el
aficionado un cigarrillo, sino el de todos los asistentes a un recito, en
ademanes y gesticulaciones tan hiperbólicos como patéticos, sino que fincan el
terreno para algo de mayor gravedad: una sociedad de control, tan policíaca
como delatora, donde se vuelve normal el atributo más reconocido del demonio,
que el ser un acusador de sus hermanos.
Se acusa en efecto, a alguien por algo
nimio, detonando de inmediato el impuso feroz y atávico de excluirlo del
círculo social, cuando no de saltarle al cuello para el forcejeo de la fuerza
bruta, creando así el poder en turno una sociedad de gente despectiva, intolerante,
tan mal encarada como confusa, por necesidad dogmática, alineada a alguna
certeza doctrinaria, constituida por alguaciles y alguaciles en potencia o en
acto. Mientras tanto, entre bambalinas, detrás del telón, el viejo payaso
autoritario, delectando su copa de rojo vino y frotándose las manos,
amargamente sonríe.
A nadie, sin embargo, se le ocurre en las
acosadas butacas, que se decrete una ley de protección de los no intolerantes,
sino que simplemente ejercen ese derecho yendo a fumar al café del Tiki-Tiki ,
o los bares de Kamila, de El Capital o de EL Mal Del Puerco...hoy en día ya
denunciados en primera plana a la opinión pública y ante la CEPAADE.
Un principio inequívoco de civilidad ha sido
cuando menos desde Erasmo de Rotterdam, el de la tolerancia. Muy pronto el
"mundo libre" del protestantismo vio en el autor del "Elogio de
la Locura" el verdadero peligro, pues proponía un mundo
"utópico" de comprensión social activa de eras libre, inspirado por
la locura práctica del amor cristiano. Cosa incómoda, sin lugar a dudas, para
esos otros locos de mentes autoritarias que quisieran hacerse valer por lo que
no vale, creando leyes obligatorias para lo que no es obligatorio por su
naturaleza propia, dando con ello alas a cualquier pobre diablo para volar en
las alas de la tiranía, para imponerse quiero decir, echando mano de una
convención, de dudoso fundamento, para luego de escandalizar por nada, agredir
o reprimir al prójimo, creando finalmente un estado de hostilidad e incluso de
persecución generalizada, haciendo pasar tan feas actitudes como una norma
natural de conducta.
Deformación de la educación y del hombre
mismo si la educación es el proceso de formación humana, el cual no puede
alcanzar todos sus logros en un estado de raquítica tolerancia. En efecto, en
las instituciones púbicas de hoy en día, e incluso en las privadas, como son
cafés y restaurantes, ha querido imponerse la falsa norma de "protección
contra el no fumador", empoderando a cualquier hijo de vecino volviendo al
equívocamente capacitarlo para llamar la atención e incluso reprimir al prójimo
por el simple hecho de fumarse un pitillo, ya no digamos en una sala de
espectáculos o dentro de un cine, sino en el trascurso de una caminata por las
escaleras de un edificio o en los pasillos y patios más amplios y coloniales
que quepa imaginar. La medida no es del todo gratuita; por una parte exalta los
ánimos del neurótico, tanto como los del bruto e iletrado, que con gran
facilidad se irritan porque su pelo y ropa huele a tabaco, luego de haber ido a
tomar alguna copa, sin recalar en que también huele a cebada y vaya uno a saber
si no es que a otros sustancias de mayor peso y rugosidad hirsuta atómica.
Libertad a la indignación, quiero decir, de aquellos seres más o menos
antisociales que, poniéndose a gritar a voz en cuello que no sólo fuman como el
aficionado un cigarrillo, sino el de todos los asistentes a un recito, en
ademanes y gesticulaciones tan hiperbólicos como patéticos, sino que fincan el
terreno para algo de mayor gravedad: una sociedad de control, tan policíaca
como delatora, donde se vuelve normal el atributo más reconocido del demonio,
que el ser un acusador de sus hermanos.
Se acusa en efecto, a alguien por algo
nimio, detonando de inmediato el impuso feroz y atávico de excluirlo del
círculo social, cuando no de saltarle al cuello para el forcejeo de la fuerza
bruta, creando así el poder en turno una sociedad de gente despectiva, intolerante,
tan mal encarada como confusa, por necesidad dogmática, alineada a alguna
certeza doctrinaria, constituida por alguaciles y alguaciles en potencia o en
acto. Mientras tanto, entre bambalinas, detrás del telón, el viejo payaso
autoritario, delectando su copa de rojo vino y frotándose las manos,
amargamente sonríe.
A nadie, sin embargo, se le ocurre en las
acosadas butacas, que se decrete una ley de protección de los no intolerantes,
sino que simplemente ejercen ese derecho yendo a fumar al café del Tiki-Tiki ,
o los bares de Kamila, Caliope, El Capital, EL Mal del Puerco, o Los Hijos de a Tostada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario