lunes, 29 de febrero de 2016

Contra la Tolerancia Por Alberto Espinosa Orozco

Contra la Tolerancia
Por Alberto Espinosa Orozco




   Un principio inequívoco de civilidad ha sido cuando menos desde Erasmo de Rotterdam, el de la tolerancia. Muy pronto el "mundo libre" del protestantismo vio en el autor del "Elogio de la Locura" el verdadero peligro, pues proponía un mundo "utópico" de comprensión social activa de eras libre, inspirado por la locura práctica del amor cristiano. Cosa incómoda, sin lugar a dudas, para esos otros locos de mentes autoritarias que quisieran hacerse valer por lo que no vale, creando leyes obligatorias para lo que no es obligatorio por su naturaleza propia, dando con ello alas a cualquier pobre diablo para volar en las alas de la tiranía, para imponerse quiero decir, echando mano de una convención, de dudoso fundamento, para luego de escandalizar por nada, agredir o reprimir al prójimo, creando finalmente un estado de hostilidad e incluso de persecución generalizada, haciendo pasar tan feas actitudes como una norma natural de conducta.
   Deformación de la educación y del hombre mismo si la educación es el proceso de formación humana, el cual no puede alcanzar todos sus logros en un estado de raquítica tolerancia. En efecto, en las instituciones púbicas de hoy en día, e incluso en las privadas, como son cafés y restaurantes, ha querido imponerse la falsa norma de "protección contra el no fumador", empoderando a cualquier hijo de vecino volviendo al equívocamente capacitarlo para llamar la atención e incluso reprimir al prójimo por el simple hecho de fumarse un pitillo, ya no digamos en una sala de espectáculos o dentro de un cine, sino en el trascurso de una caminata por las escaleras de un edificio o en los pasillos y patios más amplios y coloniales que quepa imaginar. La medida no es del todo gratuita; por una parte exalta los ánimos del neurótico, tanto como los del bruto e iletrado, que con gran facilidad se irritan porque su pelo y ropa huele a tabaco, luego de haber ido a tomar alguna copa, sin recalar en que también huele a cebada y vaya uno a saber si no es que a otros sustancias de mayor peso y rugosidad hirsuta atómica. Libertad a la indignación, quiero decir, de aquellos seres más o menos antisociales que, poniéndose a gritar a voz en cuello que no sólo fuman como el aficionado un cigarrillo, sino el de todos los asistentes a un recito, en ademanes y gesticulaciones tan hiperbólicos como patéticos, sino que fincan el terreno para algo de mayor gravedad: una sociedad de control, tan policíaca como delatora, donde se vuelve normal el atributo más reconocido del demonio, que el ser un acusador de sus hermanos.



   Se acusa en efecto, a alguien por algo nimio, detonando de inmediato el impuso feroz y atávico de excluirlo del círculo social, cuando no de saltarle al cuello para el forcejeo de la fuerza bruta, creando así el poder en turno una sociedad de gente despectiva, intolerante, tan mal encarada como confusa, por necesidad dogmática, alineada a alguna certeza doctrinaria, constituida por alguaciles y alguaciles en potencia o en acto. Mientras tanto, entre bambalinas, detrás del telón, el viejo payaso autoritario, delectando su copa de rojo vino y frotándose las manos, amargamente sonríe.
   A nadie, sin embargo, se le ocurre en las acosadas butacas, que se decrete una ley de protección de los no intolerantes, sino que simplemente ejercen ese derecho yendo a fumar al café del Tiki-Tiki , o los bares de Kamila, de El Capital o de EL Mal Del Puerco...hoy en día ya denunciados en primera plana a la opinión pública y ante la CEPAADE. 
   Un principio inequívoco de civilidad ha sido cuando menos desde Erasmo de Rotterdam, el de la tolerancia. Muy pronto el "mundo libre" del protestantismo vio en el autor del "Elogio de la Locura" el verdadero peligro, pues proponía un mundo "utópico" de comprensión social activa de eras libre, inspirado por la locura práctica del amor cristiano. Cosa incómoda, sin lugar a dudas, para esos otros locos de mentes autoritarias que quisieran hacerse valer por lo que no vale, creando leyes obligatorias para lo que no es obligatorio por su naturaleza propia, dando con ello alas a cualquier pobre diablo para volar en las alas de la tiranía, para imponerse quiero decir, echando mano de una convención, de dudoso fundamento, para luego de escandalizar por nada, agredir o reprimir al prójimo, creando finalmente un estado de hostilidad e incluso de persecución generalizada, haciendo pasar tan feas actitudes como una norma natural de conducta.
   Deformación de la educación y del hombre mismo si la educación es el proceso de formación humana, el cual no puede alcanzar todos sus logros en un estado de raquítica tolerancia. En efecto, en las instituciones púbicas de hoy en día, e incluso en las privadas, como son cafés y restaurantes, ha querido imponerse la falsa norma de "protección contra el no fumador", empoderando a cualquier hijo de vecino volviendo al equívocamente capacitarlo para llamar la atención e incluso reprimir al prójimo por el simple hecho de fumarse un pitillo, ya no digamos en una sala de espectáculos o dentro de un cine, sino en el trascurso de una caminata por las escaleras de un edificio o en los pasillos y patios más amplios y coloniales que quepa imaginar. La medida no es del todo gratuita; por una parte exalta los ánimos del neurótico, tanto como los del bruto e iletrado, que con gran facilidad se irritan porque su pelo y ropa huele a tabaco, luego de haber ido a tomar alguna copa, sin recalar en que también huele a cebada y vaya uno a saber si no es que a otros sustancias de mayor peso y rugosidad hirsuta atómica. Libertad a la indignación, quiero decir, de aquellos seres más o menos antisociales que, poniéndose a gritar a voz en cuello que no sólo fuman como el aficionado un cigarrillo, sino el de todos los asistentes a un recito, en ademanes y gesticulaciones tan hiperbólicos como patéticos, sino que fincan el terreno para algo de mayor gravedad: una sociedad de control, tan policíaca como delatora, donde se vuelve normal el atributo más reconocido del demonio, que el ser un acusador de sus hermanos.
   Se acusa en efecto, a alguien por algo nimio, detonando de inmediato el impuso feroz y atávico de excluirlo del círculo social, cuando no de saltarle al cuello para el forcejeo de la fuerza bruta, creando así el poder en turno una sociedad de gente despectiva, intolerante, tan mal encarada como confusa, por necesidad dogmática, alineada a alguna certeza doctrinaria, constituida por alguaciles y alguaciles en potencia o en acto. Mientras tanto, entre bambalinas, detrás del telón, el viejo payaso autoritario, delectando su copa de rojo vino y frotándose las manos, amargamente sonríe.
   A nadie, sin embargo, se le ocurre en las acosadas butacas, que se decrete una ley de protección de los no intolerantes, sino que simplemente ejercen ese derecho yendo a fumar al café del Tiki-Tiki , o los bares de Kamila, Caliope,  El Capital, EL Mal del Puerco, o Los Hijos de a Tostada.


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