El Grado Cero de la Voluntad
Por
Alberto Espinosa Orozco
El equilibrio de la compleja naturaleza
humana (que es natural y sobrenatural, intelectual y emocional, egoísta y altruista)
solo se encuentra en la virtud, que es la conducta que procura la perfección
equilibrada –que se individualiza personalmente, pero que sólo puede lograrse
políticamente, de acuerdo a valores intersubjetivos totales como la felicidad,
hasta subjetivos (como puede serlo la satisfacción en el cultivo de alguna
afición o disciplina: para uno tocar el tololoche, para otro escribir poesía,
para uno más cantar, etc.), lo cual se explica por ser los sujetos históricos no sólo
individualmente distintos, sino diferentes.
El egoísmo alcanza su límite de expansión
equilibrada en la afirmación de la propia voluntad, sin imponerla a los demás.
Alcanza su perfección cuando antes de avanzar sobre la voluntad ajena se acerca
a los demás con espíritu de identificarse con ellos, dejándolos libremente ser
ellos mismos y experimentando la simpatía de la identificación intelectual o
emocional de tal manera que la propia personalidad se enriquece con la
experiencia de la convivencia en la identificación emocional o intelectual,
expandiéndose, dilatándose, esponjándose la propia libertad con el espectáculo
de la variada riqueza de la realidad.
El valor del liberalismo es la corona de la
virtud equilibrada del egoísmo; el respeto e incuso la complacencia en la
individual personalidad del ser humano –que es anejo al respeto por las
libertades de creencia y expresión y que se postula como máximo valor del
humanismo. Más que unanimidad uniformada, complacencia, pues, por la
pluranimidad y maravillosa riqueza de lo humano y del Universo todo.
Sin embargo, el egoísmo empieza a acusar una
tendencia desequilibrante cuando recae en el atávico impulso de hostilidad
contra el extraño simplemente por serlo, por pensar, creer o sentir de otra
manera –impulso de hostilidad que se expresa primariamente mediante la
indiferencia, dejando al otro por decirlo así chiflando en la loma. Las formas
socialmente codificadas de agresión al prójimo empiezan incoándose con el
olvido del otro; subiendo de grado por medio de la intimidación, el chantaje y
la provocación.
Como ha visto Schopenhauer el grado cero de
la voluntad, el grado en que el corazón se congela y se endurece la nuca. Empieza con la
indiferencia, con el no distinguir al otro y en este sentido borrarlo de la
visión, no teniéndolo, por ejemplo, en cuenta o “haciéndole vacío” –que es la
razón, o mejor, la sin razón de ser del “descarte” o de la exclusión. Pero
puede bajar de grado hasta el punto de la vanidad, que es el encierro sobre sí mismo, o más gravemente aún, del orgullo: de imponerse al otro por la fuerza, a como
de lugar; su manifestación intelectual sería la de la ortodoxia dogmática: el
de imponer a otro el propio pensar, sentir o creer –hallando sus formas más
refinadas en el adoctrinamiento y más descaradas en la convención de la
uniformidad institucionalizada. Al otro se le excluye entonces por no pertenecer
al grupo, a una corte de allegados o sellados, por pensar y actuar de distinta
manera, por salirse de las cabezas… del rebaño.
Se trata entonces de la afirmación egoísta
de la propia voluntad pero que va más allá de sí misma avalada socialmente,
invadiendo así la esfera de autonomía de la voluntad del otro y, en este
sentido, oprimiéndolo. Se trata de hecho de una contracción de la voluntad y de
su endurecimiento concomitante, de tal manera que la propia voluntad se
convierte en negación de la ajena. Su forma más tenue de expresión es la falsa
promesa, la cual crea una esperanza en la voluntad del otro cuya expectativa
queda defraudada. La voluntad propia que niega la ajena se expresa así con
alguna energía negativa e impositiva, cometiéndose por tanto alguna injusticia
–haciendo nacer una ofensa en el paciente, quiero decir el surgimiento de un
dolor interior al ver negada su voluntad y un remordimiento de conciencia en el
agente de la imposición al llevar a cabo una invasión negativa y no consentida
en la voluntad ajena. Así, lo que propiamente se llama egoísmo es el punto de
vista unilateral que se desapega de los intereses del otro en provecho del
propio bienestar, llevando a cabo así una acción inmoral, al infringir al otro
un dolor interior al tener que soportar una injusticia.
El hombre egoísta es en efecto aquel que
considerándose el centro del mundo se siente a la vez empequeñecido hasta la
nada como la gota de agua en el mar, preocupándose así en tal contrariedad
sentimental solamente por su propio bienestar, dispuesto a sacrificar todo lo
que no es él para afirmar su propia persona –adoptando por tanto la figura
estética de la vanidad o de la presunción y exponiéndose por ello mismo al
ridículo –actitudes que se vuelven funestas cuando son adoptadas por la masa
desatada emancipada de toda ley.
Su figura más lamentable la alcanza en el fariseismo o en la hipocresía, que es la sólita actitud del resentido egoísta, que protege su esfera de autonomía autárquica presumiendo públicamente de obras de caridad, de beneficio social o de altruismo, pero que sólo usa para llevar agua a su molino, blanqueando así la fachada de su sepulcro, pero que, como la garganta de la parábola, está habitada de gusanos carroñeros y rondada por las tinieblas espectrales de la muerte -contrayendo con ello el peor de los defectos o fallas morales, que es el de la dobles de la personalidad o propiamente hablando la hipocresía, cuando el individuo sobre ser un egoísta es además un estafador.
Su figura más lamentable la alcanza en el fariseismo o en la hipocresía, que es la sólita actitud del resentido egoísta, que protege su esfera de autonomía autárquica presumiendo públicamente de obras de caridad, de beneficio social o de altruismo, pero que sólo usa para llevar agua a su molino, blanqueando así la fachada de su sepulcro, pero que, como la garganta de la parábola, está habitada de gusanos carroñeros y rondada por las tinieblas espectrales de la muerte -contrayendo con ello el peor de los defectos o fallas morales, que es el de la dobles de la personalidad o propiamente hablando la hipocresía, cuando el individuo sobre ser un egoísta es además un estafador.
Por lo contrario, la acción altruista es
aquella que sacrifica el propio bien en provecho del bien colectivo o del bien
común, por m
or de un ideal y de una idea superior del deber de la persona y de su función social no desvirtuada por los intereses egoístas –actitud, habría que agregar, tan contraria al rabioso individualismo,
vanidoso, orgulloso, ampuloso e hinchado de nuestro tiempo crítico.
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