Transgresión,
Inconformidad y Revolución Vanguardista
Por
Alberto Espinosa Orozco
Tarea
de la antropología filosófica es encontrar los principios de la esencia humana
y sus cimientos eternos metafísicos, volviendo así a las fuentes del ser, de la
ontología y de la vida -en una época tan amenazada por falsas filosofías y por
ideologías de dominio. Hace falta, efectivamente, limpiar también nuestro
sistema axiológico volviendo a la razón y al hombre... y enderezar el camino.
Volver en una palabra a la filosofía, a la antropología filosófica, y levantar,
en una reconstrucción ab integrum, la
estructura entera, vertical y alada, del
ser humano. ¿Porqué de que nos sirve lo externo, lo mismo las fachadas
relujadas que el hedonismo del consumo, si se pierde la forma humana, la idea
misma de lo que somos por esencia los hombres, absorbidos por la existencia o
por las olas del devenir, por lo que no tiene ninguna trascendencia metafísica?
Porque el hombre contemporáneo ha llegado en su despliegue histórico al
inmanentismo más extremo, olvidando por tanto la metafísica, sin idea de la
estructura misma de su naturaleza y del alma humana, ignorante de su propio
centro, y sin idea de Dios –encontrándose así severamente mutilado, manco del
espíritu, mocho del alma, sujeto a una serie de doctrinas alrevesadas e
hirsutas causantes de que la verdad sea llanamente desechada e incluso
blasfemada.[1]
El vulgo, la mayor parte de los hombres que
practican la malicia, no tienen la ciencia ni el conocimiento por medio del
cual el hombre recuerda las raíces negras el pecado, para menospreciar los
vicios de todo lo que es materia y poner remedio a ello –menos aún recuerdan el
Plan Divino de acuerdo al cual ha sido constituido el Universo. Es por ello que
algunos hombres, separados e incluso adversos a la facultan de la intelección,
a la facultad de intuición de lo divino (nous), se dejan engañar por sus
deseos, siendo arrastrados en persecución de una vana ilusión, que engendra la
malicia en las almas, pues el vicio, envidioso de la divinidad, se adhiere a
los placeres radicados en la parte material del ser humano, rebajando al hombre
a la naturaleza del demonio, de la bestia o del bruto.
La malicia del vulgo es, pues, una carencia
de sabiduría; en particular, una ignorancia respecto de lo que es el pecado
–que es la palabra, acto o deseo contrarios a la ley eterna; implicando por
tanto una desobediencia o rebelión contra Dios, una ofensa a Dios (Salmos
51.6), incluso una guerra contra todo lo que es espiritual o divino en el
hombre. Ruptura, pues, con la ley regia, con la palabra de la Verdad –que es el
conjunto de las revelaciones de Dios sobre el comportamiento humano y el
destino del alma (Mt. 5. 17-19; 7. 24-27; Jn. 13.17). Ley que prescribe no vivir según las
concupiscencias y pasiones humanas
acostumbradas por los gentiles, en el libertinaje desbocado de desenfrenos,
lujurias, liviandades, crápulas, orgías, embriagueces, glotonerías y culto
ilícito de los ídolos, sino vivir según la verdad de Dios, siendo sensatos y
sobrios –teniendo como escenografía de fondo la Buena Nueva, que implica el
juicio final de los vivos y de los muertos.
Así, la expresión más sólita de la
ignorancia del vulgo es la vanidad, que es el amor de sí y el desprecio a las cosas
del espíritu, y de las cosas de Dios. El pecado se manifiesta entonces en las
obras de la carne, que va de la fornicación y el libertinaje a la pereza y la
molicie, pero va corriendo hacia los pecados del espíritu –siendo el mayor de
todos esa como exacerbación intelectual de la envidia llamada soberbia. El
pecado mortal se reconoce así porque destruye la caridad en el corazón del
hombre, mostrando con ello que no hay vida en aquella persona. El pecado puede
verse entonces como un verdadero atentado a la solidaridad humana, siendo el
fruto negro de la ignorancia un desorden o desequilibrio moral que implica una
cierta desolidarización con los próximos y cercanos, una especie de pecado o
falta social asociado a la complicidad con otros en el mal, que lleva a la
ocultación de la mentira, a la violencia e imposición social o a los pactos de
la concupiscencia.
Ignorancia del pecado, es cierto, cuya
naturaleza propia es la de estar premiado –pero ser castigo, pues es pérdida de
la pureza, de la luz, mancha que encadena a la opacidad y a la luz negra de la
desesperación, que es la entrada en la caverna platónica, donde no se ven las
cosas, sino siluetas adormecidas de las cosas diluidas entre sombras. También
pérdida de la gravedad del espíritu, insoportable levedad del ser, que al
perder contacto, al romper las raíces con las formas y arquetipos que por medio
del intelecto nos mantienen unidos al cielo –pues el hombre es como un árbol
invertido, cuyas raíces se levantan hacia arriba-, queda suelto y a la deriva
en el mundo de las cosas fugitivas.
Su camino, nadie lo ignora, es el del error,
cuyo fruto amargo es la barbarie. Su síntoma inmediato: no reconocer la
verdadera lengua (ser un mleccha: tartamudear en sánscrito), lo cual consiste
no tanto en no tener Ley, sino en no entenderla, presentando por tanto como
salvaje, como fiera, como incivilizado –en cierto modo como inhumano por
carente de “religión”, de normas sagradas, siendo así su comparente no tanto
carente de coherencia, sino de reflexión, pues el bárbaro, el vulgo en una
palabra, no tiene entonces manera de representarse su actuar, que es otra
manera de decir que no sabe vivir según los símbolos (aunque es cierto que tal
ceguera para símbolos, y que tal sordera para las normas pudiera agregarse,
puede deberse a un defecto de quien está ante el símbolo o la norma; puede
deberse también a los defectos de los símbolos mismos, cuya causa estaría en
los hombres que los instituyeron, deformándolos o pervirtiéndolos, es decir,
por una especie de demencia social que ha enfermado a los símbolos, pues la
civilización no sólo instituye los símbolos, sino que en parte también los
pervierte, por caso en la civilización moderna por el afán desmedido de
novedades). La barbarie pude verse así como una carencia o falta de tradición
–lo que se expresa diciendo que una persona es incapaz de hablar la verdadera
lengua, que no puede “conversar”, quedando por tanto fuera de la civilización,
mientras que la lengua verdadera sería así el vehículo de la tradición y de la
razón.[2]
La mayor barbarie es así la que por vía de
una carencia radical de tradición deja intuir simple y claramente la vedad de
Dios –también los mandatos divinos de la moralidad. Y es la ignorancia respecto
de Dios la falta más notable de las ideologías modernas; ignorancia de Dios que
es también una ignorancia respecto de las fuentes de la verdadera libertad.
Porque la modernidad misma en su despliegue tiene que trastornar,
neutralizando, el concepto mismo de la libertad para desprenderse de su raíz
ahincada en la tradición y de la conciencia del pecado, de la falta moral
–convirtiendo su concepto en un mero derecho de paso, que ni obliga al sujeto a
una norma, ni lo hace responsable de nada, incubando en cambio en el sujeto
moderno el chancro de la secresía, el frío corazón del cálculo y de la
conveniencia social, y la anemia del confinamiento existencial. La exigencia de
una vida más vida y de una libertad más libre son entonces así sus corolarios
–donde los conceptos por tanto empiezan a girar sobre sí mismo para
despedazarse o engendrar sus contrarios –en una intensidad existencial que, sin
embargo, en su hybris o desmesura fáustica, quedando desligada de compromisos
ontológicos con lo sobrenatural (metafísica), contrae sin saberlo compromisos
de carácter meontológico (ya con la desesperación, ya con el ansia de la
inexistencia o de la nada).
El hombre de la modernidad resulta así como
superpuesto al hombre medieval, caracterizado por una libertad más grave y
responsable, dando cada vez más la apariencia de la ligereza, de la liviandad y
en cuya densa capa tectónica se estratifican progresivamente, no sólo una razón
autocontenida y solipsista, sino una vaciamiento de la tradición, cuya ruptura
atrae la vida humana hacia las formas de la inconciencia, en las tendencia de
la materia animada y sin espiritualizar al impulso, al mero instinto, en una especie
de retrogradación hacia la animalidad o, en su otro extremo, hacia lo demoniaco, lo cual se manifiesta en
una angustia estructural, constitutiva del ser humano moderno, siendo en su
autolegislación autosustante, pero pudiendo en cualquier momento dejar de ser,
que para el hombre es dejar lo que ser, de deshumanizarse pues, o en el peligro
de al sostenerse en la punta del instante discontinuo, sin un tiempo asegurado por el momento eterno de
la recreación continua, se tronche, para dejar de ser en lo absoluto. Sus
conformaciones sociales son también modificadas y radicalmente, no siendo ni
pudiendo ser comunidades de fe trascendente, guiadas por la fe en un bien común
de trascendencia metafísica, sino apenas amalgamadas en la superficialidad
equivoca de la contingencia y de los encuentros casuales y azarosos, trenzados
en el río del tiempo para destrenzarse luego en el fragor de las aguas corren
hacia abajo o en el estancamiento de la pútrida ciénaga.
El hombre moderno es así el hombre rebelde,
rebelde a la tradición, pero también al conocimiento de sí mismo, quien lejos
de reconocer una naturaleza humana se da penamente al vértigo de la existencia:
a la bonanza de la carne, a la codicia de la ambición materialista y aún a la
idolatría –aderezando malamente su zozobra igual con la musac digestiva que hamaca
las entrañas al fondo del banquete, que con la estridencia improvisada, a la
vez sorda y ruidosa, de la agresiva y vertiginosa megalópolis.
Rebeldía, vanguardia y revolución van así de
la mano. La búsqueda de una moral más permisiva es sólo el primer paso que
conduce a la revolución, la cual es un producto de la inconformidad, de la
ruptura con la tradición. Porque la inconformidad a fin de cuentas contra lo
que lucha es contra la costumbre, contra la conformidad con la norma moral, por
lo que hay también en ella un desacuerdo con el origen. Nada más revolucionario
que ser hijo de la fortuna, que ser hijo de la ´técnica, que el hombre hijo de sus
propias obras, el cual no tardará en revelar su verdadero ser auténtico: como
un mercenario del cosmos –ajeno a toda legitimidad y aún a toda naturaleza que
le sea propia. Pero lo que va contra la tradición, la novedad, la
excentricidad, el extremismo, que saca a los hombres de su centro, en
experiencias de fuga de sí, no es otra cosa que… que…., si, que el pecado; es
decir, la obra del demonio, engendrador de comunidades tan diversas y
abigarradas como in-auténticas -siendo en cambio la auténtica comunidad de una
fortaleza contra el demonio, un organismo natural de la conformidad con uno
mismo y con la comunidad.
La
obra del demonio es la fascinación, la seducción: es el hechizo de la belleza
aliada a la perversidad que hace desaparecer toda religión. La revoluciones,
con lo que hay en ellas de histeria colectiva, de desmesura, de deseo ilimitado
de poder o de placer, e incluso de soterrada lucha de clases, es lo menos
angélico que uno se pueda imaginar. Ninguna revolución, en efecto, es
angelical. Su método es el dialéctico; el de la negación y el de la negación de
la negación, pues toda afirmación la pone en entredicho guiada por una
demoniaca pasión por conocer, convirtiéndolo todo en problema y haciendo de
todo un puro objeto intelectual. Su orientación es la de destruir un orden, una
religión o una monarquía, las cuales al desplomarse sustituye inmediatamente
por otras… de orden marcadamente inferior: a la monarquía sucede la dictadura
del proletariado o el imperio de la mediocridad; a las místicas superiores y la
metafísica las místicas inferiores, luciferinas, que son sólo simulación y
fachada, que imitan vulgarmente la creación el espiritismo, o que rayan en la
mistagogía, el misterio de la Atlántica o en el culto a la lucha de
clases.
Su resultado: un mundo meramente inmanente
en donde todo es pura fugacidad o ligera del ser y donde el sentido mismo de la
realidad se pierde –pues el mundo del diablolismo, al entrar en la cruda
irrealidad del mal, se despide necesariamente de toda realidad, de todo afecto
y de toda seguridad. Porque el temperamento revolucionario, como el del
espíritu vanguardista que es su correlato estético, es también el ámbito de la
excepción y del peligro –donde se corre el peligro de disolver toda realidad y
de caer preso en la deslealtad de los sentidos.
[1]
Los
modelos sociales que procuran la comunión ente los seres humanos quedan así
pronto enfangados en un soterrado y oscuro paganismo –lo mismo en la crápula
del socialismo oficial que hace del estado un nuevo ídolo (y un nuevo
absolutismo), que en el socialismo del orbe estético, cuyos “performativos”,
igual que en el socialismo del marketin y del toper were, o que en el
agnosticismo perturbado de la pesudo tranza por mencionar sólo algunos
ejemplos, realiza apenas una mímica enteramente desangelada de la participación
–y de donde se derivaría el fenómeno profetizado para los tiempos últimos de la
gran apostasía.
[2]
Es
importante hacer notar que Yahvé considera a un pueblo “como suyo”, el cual se
identifica con Israel, siendo el pueblo elegido, destinado a levantarse sobre
las turbulentas aguas del devenir universal y sobre la historia misma, trayendo
al mundo justicia y amor; mientras que los otros pueblos, corruptos por el
paganismo, vendrían a ser más bien “no-pueblos”, simplemente constituidos por
hombres del mundo, es decir: muere; por lo contrario, Israel al tener su punto
de apoyo fuera de la historia sería el único pueblo en no disolverse en la
historia o en la vida, pues no participa por completo de tal devenir –pues
aunque Yahvé amenaza y castiga continuamente al pueblo elegido, no lo abandona
nunca, prometiéndole el mensaje divino y al Mesías. En México, por su parte, se
registra también esa diferencia; por un lado el pueblo pacífico de los
Toltecas, el pueblo de los cantos y las flores ofrecidas a la divinidad,
consagrado al culto de Tláloc y Quetzalcóatl; por el otro los pueblos bárbaros
o chichimecas, que no entiende la verdadera lengua.
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