La Esfinge
Por Alberto Espinosa Orozco
I
La Esfinge, ser ambiguo y enigmático, morfológicamente está constituido por una
proverbial mezcla de seres vivos: el cuerpo del toro, las garras del león, alas
en los costados de águila y cabeza humana barbada, tocada por el cireo o cobra
protectora –aunque la cabeza algunas veces aparece de carnero, halcón o de
mujer, incluso se conoce alguna con cola de cocodrilo. Por su estructura
somática se le relaciona con las Arpías, la Quimera, las Erinias y el
Hipogrifo, formando con ello una pseudoclase o “familia” simbólica, colmada de
sugerencias a la meditación, a la reflexión psicológica.
La obra artística más conocida que representa al fantástico ser es la Esfinge
de Gise (o Guiza), construida por mandato de Quefrén por la raza roja durante
el Imperio Antiguo más allá de 4, 500 años antes de Jesucristo. Su función era
proteger la necrópolis de Gise, pues la Esfinge egipcia guardaba la entrada al
Más Allá y a los santuarios. Algunos textos afirman que la cabeza es la imagen
del rostro del faraón Kefrén, la cual se concluyó junto con la pirámide
dedicada al faraón en el año 2, 530 antes de Cristo. La verdad es que el
monumento de la Esfinge colosal de Gise se pierde en la bruma de los tiempos,
probablemente más allá de los 6. 000 años a de C. Lo que nadie ignora es que la
gigantesca escultura es también la primera y principal creación cultural de la
civilización egipcia, siendo su símbolo, emblema y su marca distintiva –aunque
a través de la tradición ocultista y mitográfica haya sido asimilada por la
cultura Helena. Desde el Imperio Antiguo apareció la representación del
faraón como Esfinge, asociándolo así al dios solar del origen de la vida Ra,
perdurando la costumbre de su culto hasta el final de los tiempos faraónicos,
tanto en su escorzo protector como en el aplastante. Es, así, símbolo del
poderío soberano, despiadado con los rebeldes y con los renegados del espíritu,
pero protector de los nobles y de los buenos.
Su nombre en egipcio, Shesep anj, significa “imagen viviente”, uno de los
nombres con que también se conocía a Atum, el dios del sol poniente. Aunque
existe alguna esfinge femenina, la de Hatshepsut, la Esfinge es generalmente
masculina. En árabe se le ha llamado Abu-el-Hol, el “padre del terror”. Por
eras enteras la Esfinge de Gise fue cubierta por las arenas del desierto del
Nilo.
La Esfinge es así la guardiana de las necrópolis, de los umbrales prohibidos o
sagrados, que empiezan con los templos y las momias reales, pero que van más
allá de ellos hasta el mundo de ultratumba. Se dice que escucha el canto de los
planetas al través de la fricción que las grandes esferas producen en el
espacio sideral y que vela en el borde de las eternidades, sabiendo todo lo que
fue y todo lo que será. Su mirada enigmática observa así como se escurren a los
lejos los Nilos celestes y el diario bogar de las barcas solares. Es el símbolo
de la serenidad de la certidumbre, de la plenitud de la verdad íntima y
personal del espíritu o del hombre colmado por la alegría de la promesa. Más en
general representa lo ineluctable que se presenta en el origen de un destino
mostrado a la vez como misterio y como necesidad.
Su rostro, algunas veces pintado de rojo, observa el único punto del horizonte
por donde sale el sol. Generalmente representaba al faraón, otras veces al dios
sol, siendo antiquísimo símbolo de soberanía entre los egipcios. Es visto así
no sólo como una presencia protectora, sino también invencible. Representando,
como repito, el poderío soberano, despiadado con los rebeldes y protector de
los buenos. Por su rostro barbudo evoca al rey o al dios solar, poseyendo los
mismos atributos que el león en su aspecto diurno o luminoso: ser felino que
resulta irresistible en el combate.
En Egipto los leones son animales solares que se representan frecuentemente por
parejas, lomo a lomo, contemplando los opuestos horizontes: uno el Este, el
otro el Oeste. Así, simbolizan ambos horizontes y el curso del sol de un
extremo a otro de la tierra, vigilando el transcurso del día y representando el
ayer y el mañana. En este sentido son los agentes del rejuvenecimiento del
astro, repitiendo el transcurrir del viaje infernal del sol que va de las
fauces del León de Occidente a las del León de Oriente, donde vuelve a
resplandecer el astro por la mañana. Se trata de la misma función que cumple la
serpiente en el Calendario Azteca de la cultura mexicana. En otras culturas es
representado al león devorando a un toro, expresando con ello la dualidad
antagonista fundamental del día y la noche, del verano y el invierno. El león
llega así a simbolizar no sólo el retorno del sol y el rejuvenecimiento de las
energías cósmicas y biológicas, sino los sucesivos renacimientos periódicos de
cada persona. En la iconografía hindú la leona (Shardüla) es también un animal
solar y una manifestación del verbo que traduce el aspecto terrible de Maya: el
poder de la manifestación.
El león simboliza con su imagen la fuerza, el poderío, la majestad, así como la
virtud de la vigilancia, al dominar el felino su territorio con los ojos
abiertos. Por ello ha sido costumbre colocar en los templos y bibliotecas
públicas leones esculpidos en mármol o en bronce. Rey de la selva, el león es
en la tierra lo que el águila en el cielo: el símbolo del señorío natural del
poder de la fuerza y del principio masculino.
La quietud y la serenidad asociada a la fuerza del león lo transforman
fácilmente en alegoría del saber divino, siendo también ello empleado como título
de nobleza o como un grado en la cofradía iniciática –siendo opuesto natural
del chacal o la hiena. En efecto, para la heráldica es emblema de
soberanía cuando parece una de sus patas apoyadas sobre un globo
terráqueo, simbolizando en el blasón de las nobles familias la fuerza, el valor
y la magnanimidad.
En su aspecto femenino es la imagen de la Diosa de la Naturaleza en la unidad
viviente de sus reinos, representación pues de la Madre o de Isis terrestre, a
la vez tranquila, misteriosa y terrible. En Grecia, sin embargo, existían
también representaciones de leonas aladas con cabeza de mujer, pero ellas
indicaban el aspecto oscuro del símbolo: monstruos temibles, enigmáticos y
crueles, en donde se codificaban los extravíos de la feminidad pervertida.
Es el caso de la Esfinge encontrada en su andar por Edipo en la región de
Tebas: monstruo mitad león mitad mujer que planteaba enigmas a los caminantes y
devoraba a los que no podían responder a ellos. En tal imagen los analistas han
visto el símbolo de la intemperancia y de la dominación perversa, semejante al
azote que devasta a un país como secuelas de destructoras que deja un rey
despótico. Al estar sentada sobre la tierra, como adherida o pegada a
ella, es más que un símbolo de la naturaleza terrestre otro de ausencia de
elevación espiritual. Advierte Chevalier que todos los atributos de tal
engendro son los índices de la vulgarización o del rebajamiento moral, pues la
Esfinge de Tebas no puede ser vencida sino por la sagacidad del intelecto,
antídoto contra las formas del embrutecimiento causadas por la disolución de la
costumbres. Sus alas, como en el caso de las gallinas, no la sostienen, estando
así condenada a caminar en tierra o, más radicalmente, a hundirse en las arenas
del olvido. No expresa entonces una certidumbre misteriosa, sino la vanidad
tiránica y destructiva.
II
Los Querubines que aparecen por aquí y por allá como espolvoreados apenas en el
Nuevo y Antiguo Testamento son, por su constitución morfológica, idénticos a
las esfinges egipcias. Cuenta tal tradición, entre sus primeras noticias, que
mientras realizaba la obra de la Creación, Dios cabalgaba el abismo montando en
las nubes o en las alas de la tormenta o cogía los vientos que pasaban haciendo
de ellos sus mensajeros o montado en querubines. Tal es el poder y gloria del
Señor, pues ¿quién como el Señor? Nadie como el Señor, como el Dios de los
ejércitos, creador todopoderoso. Pues ¿quién es Dios, fuera del Señor? ¿Y qué
otro Dios hay que pueda protegernos?
La mitología judeo-cristiana visualiza los poderes elementales, así como los
cuatro animales por ellos representados, tanto en la visión de Ezequiel como en
la imagen de los cuatro evangelistas y en las revelaciones del Apocalipsis de
San Juan. A este respecto hay que recordar que la palabra hebrea querubim, que
es el plural de querub, no significa otra cosa que ser alado. Tales seres
sobrenaturales fueron representados comúnmente en el Oriente Medio. Variaciones
del querubín son los famosos toros alados esculpidos en los palacios de
Mesopotamia, y los son también las esfinges del antiguo Egipto. Representan,
efectivamente, la combinación de las cualidades preponderantes del león, del
águila, del toro y del hombre, como ejemplos supremos de vigor, espiritualidad,
racionalidad y bravura –cuyos representantes más recordados por la tradición
son los cuatro Evangelistas.
III
Si algún atributo tiene el toro es la doble nota de la potencia y la fogosidad
irresistible e infatigable, pero también anárquica. La abundancia de su semen
lo hace un símbolo inigualable de las fuerzas fertilizantes de la tierra
y por ello de la potencia creadora. Por ser un emblema de las fuerzas indómitas
y del desbordamiento sin freno de la violencia se le ha asociado a los océanos
y a las tormentas y al dios griego Poesiedón y a Dioniosio, la divinidad
fecundante, pero también a Urano, dios del cielo, asociándolo siempre a su
potencia anárquica. En si mismo representa la fuerza calurosa y vigorizante de
las potencias elementales de la sangre. Es el espíritu macho combativo,
asociado lo mismo al morueco que al cabrón o al buey. Se trata, en tanto
potencia religiosa o manifestación de lo sagrado, del becerro de oro –cuyo
culto fue proscrito por nuestro padre Moisés.
Sin embargo el toro, asociado con el ardor cósmico, con la fuerza calurosa y
fertilizante que anima todo lo vivo (Indra), tiene un aspecto de posible
sublimación: representa la energía sexual la cual, al ser dominada, trasmuta la
energía para espiritualizarse, simbolizando entonces la fuerza de la justicia,
pero también el orden cósmico o Dahrma. Es entonces el soporte del mundo
manifestado, el ser que desde el punto inmóvil pone en marcha el mundo organizado
o la rueda cósmica. Cuentan los Vedas que el toro retira una de sus pezuñas de
la tierra al fin de cada una de las cuatro edades del mundo y cuando todas se
hayan retirado los cimientos del mundo se destruirán. Porque el toro es también
uno de los animales cosmóforos que, como la tortuga y el elefante, soportan a
la creación entera.
El toro se liga así al complejo simbólico de la fecundidad:
cuerno-cielo-agua-rayo-lluvia –y en este sentido con las hierofanías lunares.
Muchas culturas han visto en sus cuernos una evocación de la clara luna en
cuarto creciente. El insuperable bate zacatecano, Ramón López Velarde, lo
comparó sin rubor con los pechos de la cantadora que: “con el bravío pecho
empitonando la camisa/ ha hecho la lujuria y el ritmo de las horas”. El toro en
tanto fuerza de la naturaleza y de las potencias ctónicas esta, en efecto,
enamorado de su contraparte inclusiva: la nívea vaca de las blancas astas,
poderosamente iluminadas en la comba nocturna del cielo estrellado.
Difícilmente podemos encontrar en la distancias siderales dadas a la
contemplación del anima del mundo otro símbolo más poderoso, salvando solamente
al populoso y frecuente astro diurno. El horno áureo de los días así está
ligado irremediablemente en su calor a su opuesto no excluyente: a la luz fría
y de argento, a la figura fantasmal y solidaria, a la láctea y sonriente luna
de plata. Porque si en el toro hay algo descomunal, una fuerza indomeñable y
excesiva, en la vaca hay algo de remanso de paz, de tesoro de carne pura y de
santuario de serenidad. En amor de la vaca por sus terneros hay, sin duda, algo
que el terciopelo en la caricia de los dedos imita y acaso difícilmente supera.
Por su parte, en el toro que abandona la manada, que respira todo él del olor
verdi-negro de la sangre en la potencia vital de la amapola y el olivo, en
realidad no es el toro negro de la muerte, sino el contemplativo enamorado de
la luna. Los himnos védicos cantan de ella:
“La Vaca ha danzado sobre el océano
celeste/
trayéndonos los versos y las melodías /...
La vaca tiene por arma el
sacrificio/
y del sacrificio ha sacado la inteligencia/ ...
La vaca es todo lo
que es:/
dioses y hombres, Asuras, Manes y Profetas.”
El poderoso novillo celeste de cuernos robustos, el toro de las estrellas y de
las noches, alía así para la valoración originaria de la imaginación poética
atenúa la interpretación fúnebre del toro: la de la divinidad infernal que
monta invertido al feroz bovino llevando en la mano una serpiente como símbolo
guerrero y es autor de los desórdenes cósmicos.
Genio del viento, para bien o para mal, es el toro o el buey el ser que en
libertad fecunda, afirmando su violencia de una manera absoluta, o el
continente que limita toda fecundidad, simbolizando entonces la castidad
sexual. Símbolo de las pasiones animales primitivas (como el buey), que tiene
que pasar por la iniciación para desear la vida des espíritu y alcanzar la paz.
Por su parte, el Minotauro representa a la bestia interior (encerrada en el
laberinto de la psíque) al que hay que dar muerte simbólica. La bestia
sacrificada en el exterior por el torero, graba una imagen inconsciente del
mismo hecho simbólico: la del padre enfurecido, la de la fuerza brutal y de la
dominación perversa, que apaga el soplido de la llama devastadora, cuyos pies
de bronce son emblema de la tendencia a la ferocidad y al endurecimiento del
alma. Tarea, pues, de imponerle el yugo de la ley moral, de dominar los deseos
instintivos, como Jasón, sin ninguna ayuda, controlando así la fogosidad de las
pasiones, antes de poder apoderarse del símbolo de la perfección.
IV
La leyenda griega de Edipo y la Esfinge, es la historia o el relato más antiguo
que se recuerde entre las historias paganas, el cual se inspira en hechos
ocurridos cuando menos dos o tres generaciones antes que la sucesión o cortejo
fúnebre en el ciclo de Troya. Alcanzó pronto el estatuto de mito y material
obligatorio de los poetas, debido a sus ingredientes de conmoción de la
sensibilidad, aunado al despertar de la conciencia del terror religioso que
suscita. La aparición fantástica de la Esfinge en el relato refleja su tono de
profundidad trágica al ofender a la inteligencia, ya con su mera presencia, ya
con sus disolventes acertijos. En la dilatada historia de la leyenda, que ha
sido representada y escrutada por generaciones enteras y sucesivas hasta el
mismo día de hoy, dos soluciones se han dado. El vencedor Edipo sugirió la suya
desde tiempos inmemoriales. La segunda fue atrevida por Tomás de Quincey, el
último discípulo y secretario de Emmanuel Kant, en el año del señor de 1849.
Ciento cincuenta y cinco años después a las dos soluciones paradigmáticas,
añadiré una interpretación y un comentario.
Thomas de Quincey, en un capítulo de su libro Seres imaginarios y reales, “La
Esfinge Tebana”, delinea una nueva solución al lamentable enigma de la Esfinge,
que aparece primero como por debajo de la grandeza del momento escénico en que
aparece, en el año de 1849. La historia del Rey Edipo, quien vivió mil 300 años
de Cristo, se refiere a las “oscuras fundaciones” de nuestra naturaleza humana
–un primer momento en que los antiguos griegos y romanos presienten la más
misteriosa y triste de todas las ideas: la idea del pecado, que sólo el
cristianismo revelaría en su plenitud. Tales culturas, en el periodo
clásico, tenían idea de la culpa, como en Platón o en Cicerón, (amartia,
pecattum), entendiéndola como una mera falta o defecto del individuo, no del
todo como una mancha –que afecta y contamina no sólo al individuo, sino que se
difunde a toda la familia humana. La idea de la falta era entonces asociada a
la idea de explicación, cercana a la idea del pecado original, pues implicaba
un castigo, cuyas razones se presentaban como inaccesibles, que alteraba sólo
el destino personal.
Edipo resulta, sin embargo, no sólo asesino, sino parricida, a la vez que
perpetra incesto con su madre, volviendo con ello a sus hijos sus hermanos
–acciones desmedidas que lo llevan a la ruina, a la humillación y a la miseria.
Por tales actos, cometidos contra la santidad de la naturaleza sin ser en
sí un hombre malo, Edipo vive el día de sus conquistas, sin presentir la noche
que al venírsele encima revelara una serie de valores, con un fulgor lánguido
de claras estrellas. Su historia es misteriosa: hijo de los reyes de Tebas Layo
y Yocasta, es arrojado de pequeño a un abismo del monte Cicerón, pues una
profecía lo señala como asesino de su padre. Queda sostenido de una rama por
los pies, liberado por un pastor y entregado al Rey de Corinto. Cuando averigua
la historia de su rescata quiere averiguar su origen y verdadero destino. Marca
a Delfos donde recibe el oráculo de que en Tebas está su origen y destino. En
su camino se enfrenta a tres hombres y al ser provocado de manera insolente,
los mata: uno de ellos es su padre, el Rey Layo. Inconsciente de ello llega a
Tebas, donde las autoridades ofrecen el trono vacante a quien venza a la
monstruosa Esfinge, mitad animal mitad mujer, por entonces residente Boecia,
quien cobraba el tributo de vidas entre la población. Edipo la enfrenta cuando
le propone un enigma: ¿Cuale es el animal que de niño se mueve en cuatro pies,
en la mocedad en dos y de viejo camina en tres pies? Sin pensarlo demasiado
Edipo responde; Es el hombre. Entonces la Esfinge se marcha, arrojándose de
cabeza desde una peña hacia el mar. Sin embargo, con el tiempo la peste azota a
la ciudad de Tebas. Edipo reflexiona, sabiendo que el trono y la reina de Tebas
los obtuvo por matar al antiguo rey. Pronto descubre con espanto que Yocasta es
su madre y que sus hijos (Eteocles y Polinica, Ismene y Antígona) sus hermanos.
Yocasta se suicida y él se descuaja los ojos. Sus hijos varones, antes de
pelear a muerte, lo destierran de Tebas. Cae la noche: el sentido de la
naturaleza humana se le revela en medio de su pavorosa
oscuridad. .
Thomas de Quincey atreve una interpretación más a la respuesta de desdichado
rey: cuando contesta a la Esfinge, ésta acepta la respuesta como válida,
entendiendo que el hombre al que refiere el joven es en realidad ese mismo
hombre: es decir, Edipo –de niño sujeto a la piedad de un esclavo, de joven
arrogante, pretendiente a un trono que consigue, de viejo inválido y ciego
sostenido sólo por el amor filial de Antígona. La esfinge, ese ser misterioso
labrado en mármol por egipcios o etíopes, se enfrenta a otro enigma, doble, que
es el hombre y que es Edipo, y es derrotada por la inteligencia. La peste es la
figura de la némesis, que azota con su ira destructiva no solo a Edipo o a su
casa, sino a la ciudad entera. Porque Edipo no ha resuelto sólo un enigma que
le revelará finalmente su propio destino, sino también un misterio, el de
pecado, que afecta el destino general del destino humano.
Edipo es el hombre signado por el mal fario desde su nacimiento: el de la
orfandad oscura que lo hace, paradójicamente, luminoso y privilegiado hijo,
aunque adoptivo, de los reyes de Creta. La amnesia del origen se vuelve así en
su caso condición de posibilidad para la anagnórisis del reconocimiento,
atenuando la propuesta de pertenencia y de humanidad inscrita en lo genético y
subrayando así su carácter de propuesta y de aceptación del libre albedrío y de
elección vital que conlleva la tarea de ser, de hacerse hombre entre los
hombres.
La ceguera del infausto rey Edipo no es sólo el foco de negrura en medio de lo
visible, también es la sutura de la cultura griega con su ascendente egipcio,
la que a su manera había resuelto la gran cuestión de la antropología
filosófica: la pregunta por el ser o la esencia del ser humano –ser plástico e
imprevisible, pero en su fondo de naturaleza inalienable e inmutable. La
esfinge se presenta para el mundo heleno así planteando directamente un enigma
a ser interpretado, pues de no descifrarlo el genio acechante devorará a su
víctima. Edipo resuelve que el animal que gatea para luego erguirse y después
declinar y andar apoyado es el hombre -pero con ello no alcanza a atinar del
todo en la significación que tal desciframiento entraña. Porque el joven Edipo,
por decirlo así, se queda en la superficie, rosando las apariencias externas o
en la cáscara del problema.
Porque no es el hombre meramente hijo del tiempo, o de sus argucias o de su
astucia sólo (hijo de su técnica); porque no es el sólo el constructor de sí
mismo –cual un expósito del cosmos. El hombre simultáneamente y a la vez es el
hijo de un origen, que tiene que rearticular a la vez que se articula y
construye a sí mismo. Porque le hombre es el ser que, al hacerse y rehacerse en
cada instante de su vida, tiene que cumplir con la promesa de su ser y, de una
manera humana, legitimarse. Porque el hombre, ser que al hablar proyecta
objetos en figura, objetivando por su expresión verbal el mundo en torno y
significando sentimientos y estados emocionales respecto de ellos, es también el
animal que es el prometido y que promete y que debe cumplir lo prometido, no
sólo con su hacer, sino cumpliendo con su sentido. Porque el hombre no nace ya
hecho, sino que su ser es una tarea y un proyecto que tiene que rearticular a
sus orígenes –de su casa, de su casta, de su comunidad y cultura, de sus
virtudes y de su nobleza, asuntos que el viejo Edipo ha de rumiar a oscuras
luego del desenlace trágico.
Los griegos vieron en la esfinge, teniendo como órgano su mitología
armonizadora del mundo antiguo conocido en su totalidad, a una “leona alada”.
Ambiguo símbolo y terrible que algunas veces indica fecundidad, pero otras se
relaciona con la idea general expiatoria que representa a los genios
destructores que arrebatan del mundo a los vivos. Así, por un lado, se le
relaciona con la sexualidad en su aspecto regenerador; por el otro, se le
concibe como la “estranguladora”, como un genio cruel y acechante que es en sí
mismo símbolo de lo enigmático por antonomasia: del misterio y de la duda. Así,
en Gise, el rostro de la Esfinge mira a la eternidad por el camino del
horizonte, por donde despunta el astro rey, orientando por el este, por el
camino del alba, del nuevo amanecer.
Bajo esta modalidad los psicoanalistas interpretan el símbolo de la esfinge
bajo el aspecto misterioso y terrible de la sexualidad femenina, significando
entonces su nombre “la estranguladora”, emparentándose en esta manifestación
decididamente con otros seres malignos de la mitología helénica, como las
Erinias, las Harpías o la Quimera, representando un genio destructor y
expiatorio que arrebata del mundo de los vivos.
Pero adopte un aspecto femenino u otro masculino los sacerdotes inmemoriales
quisieron significar en la perpetuidad de la piedra que en la gran evolución
cósmica la naturaleza humana nace de la naturaleza animal, teniendo que
armonizar en una de sus fases de crecimiento las fuerzas o poderes de ésta para
alcanzar su pleno desarrollo. La composición de la esfinge a partir de los
elementos metonímicos del toro, el león, el águila y el hombre, en
efecto, representa los cuatro elementos base de la ciencia oculta: el
agua, la tierra, el aire y el fuego. La filosofía griega de los milesios partió
de esta simbología elemental cuando interrogo la Physis para dar cuenta y
medida de los elementos comunes al macrocosmos y al microcosmos (Tales,
Heráclito, Anaximando y Anaxímenes).
Así, la clave del enigma de la esfinge hay que buscarla en el silencio y en el
hombre. Porque el hombre es el agente divino, el microcosmos que reúne en sí a
todos los elementos del cosmos y a todas las fuerzas de la naturaleza. Por su
parte, el absoluto silencio da a la meditación de la verdad interna el aire o
elemento plástico sobre el que las alas emplumadas del amor
realizan la ascensión del espíritu.
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