Fermín Revueltas: Traslúcido Muralista
Por Alberto Espinmosa Orozco
“Lo que sirve de alimento y
tónico
a una clase de hombres
superiores,
es casi inevitablemente un veneno
para una clase diferente e
inferior.”
Federico Nietzsche
I
Entre los estados de Oaxaca y de
Durango hay extrañas correspondencias e intrincados lazos de simpatía interna.
Sus ritmos mágicos vibraron alguna vez en la armonía del alba prometida al
aportar a la sinfonía mexicana de la pintura mural, esa gran polifonía de la
imagen de la zaga de la cultura de México, dos de sus mejores y más claros
pinceles. Se habrá adivinado. Me refiero a dos de los brazos, acaso los más
visionarios y puros, del frondoso árbol sembrado por los tres gigantes, por los
tres colosos de la pintura mural mexicana. En efecto, a la sombra de José
Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, y paralelamente al
desterrado Jean Charlot, florecieron los claros mundos utópico-pictóricos,
preñados de luz y cargados de futuro, de Rufino Tamayo y de Fermín Revueltas.
Antes siquiera de intentar la exploración de los entretejidos vasos
comunicantes en las obras de esos atlantes, caminemos un momento por la galería
de Fermín Revueltas, cuya bóveda ha permanecido, misteriosa y secreta,
exclusiva y cordial, murmurando sus diáfanas sílabas de agua y aire
transparente, construyendo las lentas estalactitas que habrán de tocar algún
día a las pacientes estalagmitas, para besarlas como la palabra besaría el
pilar de la boca para quien se acuña, fortaleciendo con los años su delicada
arquería para, al margen del manoseo del mercado, irrigar el espíritu de los
hombres del futuro: nosotros, los hombres del Siglo XXI, sus dilatados
herederos.
II
El admirable pintor durangueño
Fermín Revueltas Sánchez murió el 9 de septiembre de 1935, cuando llegaban los
años de creación más fecundos. Tenía treinta y tres años de edad -los mismos
que tuviera el bate jerezano Ramón López Velarde, muerto en el año de 1921 y
nacido en la provincia zacatecana de 1888. Sin embargo, hay litigio respecto
del año exacto del natalicio de Fermín Revueltas Sánchez. Mientras que Don
Manuel Lozoya Cigarroa asienta en su vademécum durangueño, lo mismo que Carla
Zurian en su exhaustiva reconstrucción, el año de 1901 –aunque la Casa Colorada
de Santiago Papasquiaro retiene en placa de bronce el año de 1903. Otras pistas
de su genealogía, así como diversos catálogos y publicaciones, señalan en
cambio 1902, el 7 de julio, como la fecha de su nacimiento.
Mejor habría que decir, sin
detenerse en disputas menores, que Fermín Revueltas es el único muralista que
nació tres veces. La primera de ellas corresponde al origen familiar, y a las
vicisitudes de su vertiginosa orografía personal, digamos al tiempo inmanente y
a la perspectiva con que le fue dado vivirlo. Otra vez nació para la pintura,
la que sólo se da en el tiempo trascendente, en la historia del drama
espiritual del pintor y la cultura, ocupando el artista santiaguero en ese
reino un lugar universal de privilegio por sus aportaciones a la gesta educativa
de la cultura mexicana. Una tercera vez Fermín Revueltas, el benjamín de los
abuelos muralistas, ha de nacer a la mirada del pueblo que lo vio nacer y de la
República entera por la que forjó sus hierros: ha de nacer para ser reconocido
en el espíritu de su arte. Nacer de nuevo, pues, para que nosotros también
aprendamos de su espíritu y nos reconozcamos, puesto que en ellas está depositada parte de
nuestra luz, y que al espejearla nos da también el rostro de uno de nuestros
espejos.
Porque la obra del pintor con el
tiempo ha condensado su ingrávida luz atemperada hasta lograr hacer escuchar su
grito transparente, hasta poder materializar sus imágenes de luz evanescente,
que son las de nuestros rostros, para que todos las veamos y nos reconozcamos en
ellas, puesto que ellas son nuestra luz y nuestro espejo. A una década de la
fecha de su nacimiento su obra nos invita así a una relectura de sus
composiciones y a una revaloración de su mirada.
III
El mayor mérito de Fermín
Revueltas estriba en haber logrado detectar algo muy dentro que sucede en las
profundidades mismas leí pueblo mexicano. Algo que es a la vez inacumulable,
como la miel de la verdadera riqueza de la vida, como el auténtico lujo del
arte, y a la vez gratuito, como el pan de comunión. Porque eso lo que fluye por su obra de luz
temperada, por su cuerpo hecho a la medida del sol del trópico, impregnado de
sal, de resistencia y bañado por el agua del espíritu, por la pertenencia al
alma de la tierra, al primordial tiempo de la tierra.
Porque con sus imágenes Fermín
Revueltas reinstaura un sustrato de la historicidad de nuestra cultura bajo la
especie de los diversos modos en que se transforma una sustancia única: el
paisaje. Es claro, se trata del paisaje geográfico no menos que del humano,
visto como lo salvador y firme, como la base de la realidad concreta: la imagen
autóctona de la vida modificando al hombre y, conversamente, el tiempo de la
tierra potenciado por la acción de la humanidad. Es en esa sustancia temporal
hecha de espacio, en ese continum de
la historia hecha de imágenes, donde se fragua la cultura como correspondencia
bidireccional del hombre con la naturaleza y de la naturaleza con el hombre -y
donde se da por momentos la fijeza para pensar la realidad desde adentro. Acaso
porque la imagen, contra la idea tradicional, más que fenómeno psíquico, bien
pudiera ser una clase sui generis de fenómeno físico, que enraíza penetrando la
carne hasta llegar al tuétano, dejando sus huellas en la expresión mímica, y
que orienta los movimientos del hombre al asimilarlos a un espacio imaginario:
a una memoria primigenia y mineral, donde simultáneamente se forjan los
ensueños de la tierra patria y del recuerdo.
Las transformaciones modales de
la visión que impregnan sus cuadros son, pues, el rescate de esa memoria. Se
trata de un fantasma que empieza por presentarse como una tibieza pálida,
lunar, cuya luz se antoja ingrávida, casi frívola de tan ligera -o, mejor
dicho, de luz introvertida. Sin embargo, en esa evanescencia hay también una
gravedad cálida, concreta y quemante; una gota de fuego tropical que es también
una lucidez (La siembra, 1933).
El fuego que hay en sus cuadros
no es, sin embargo, un fuego líquido, sino un fuego b añado (Paisaje del trópico, 1927). No es la
combustión que corre por las lentas arterias de la tierra para explotar en
magma volcánico y petrificar su movimiento; no es el fuego de las emociones que
desciende a trompicones y arroyando los obstáculos de su carrera para poder
formar (Alfaro Siqueiros). Se trata, más bien, de una furia calma y combustible
que es, a la vez, un ácido y una angustia, un elemento de tibieza quemante que
es un horror al vacío, y que produce más que una explosión, un espasmo -cuyas
raíces son del orden de lo metafísico, de lo que no es engullido por el río
amorfo del devenir: del valor trascendente (Paisaje
de Sonora, 1935).
En lo hondo, en las profundidades
de lo que queda simultáneamente adentro-hacia-atrás y entrando-hacia-adelante
hay en Revueltas un elemento de tibieza quemante. O, mejor dicho, de la índole
de la intensa temperatura baja de la compenetración en que se funden los
espíritus. Y esa sensación, que no es la del temblor sino la de la profunda
superficie trémula, tan pronto es redonda como un pan de comunión regado con
agua de sal (Nadadores, 1933), que
filosa como una astilla o un aguja húmeda con que perforar muros, desbrozar la
densidad del paisaje y cruzar los abismos. Emoción compleja hecha de ternura y
de servicio semejante a los vasos comunicantes (Puente de Ocotlán, 1933), pero trazada en un espacio de aventura
donde emprender el viaje (Embarcadero de
Ocotlán, 1933).
Los diversos "Méxicos"
son vistos, así, como una sedimentación encabalgada y sucesiva de actos humanos
que la realidad geográfica transforma y concreta al adherirlos en un movimiento
reversible. De tal forma, la imagen plástica se inventa como un platillo regional, trenzándose con el tiempo de la
maceración en que se tejen los ritmos elementales de la danza cósmica en su
comunión con el espacio. Se trata de esa vida sentimental de la psique que
sinestésicamente hace de la escucha un olfato y de las percusiones una
repercusión emocional a la que los pies no resisten: un baile. Por saltar a la
vista las estridencias del guajolote, del ajonjolí, los chiles, la caña de
piloncillo y el chocolate, el ojo estético pre-anuncia el gusto de la
constitución íntima del paisaje natural al cocinarlo en la olla de barro,
impulsando a seleccionar y sintetizarlo en un todo, a trabar los elementos bajo
la mezcla que recrea al órgano de la convivencia (que es la expresión) en un
sistema compositivo de situaciones comunes, restituidoras del parentesco. El
paisaje se articula entonces como un manjar para los ojos, siendo es en sí mismo
la expresión de una ceremonia y de una fiesta en íntima participación con la
totalidad.
IV
En efecto, Fermín Revueltas
cocina el paisaje obedeciendo a la naturaleza -pero no para dominarla, sino
para poder seguirla en sus hiatos incomprensibles, según el orden más del arte
que del artista, para poder contemplarla poéticamente. Así, en su tarea armonía
la razón poética vuelve a su mano un hálito que es también una bocanada de luz
oxigenante, para poder modelar así los ingredientes ingrávidos, impregnados de
las más remotas y arcaicas sutilezas: aire y tiempo, atmósfera y luz -sazonadas
con una pizca de fuego y una braza de sal. A ello se debe que su densidad no
sea la de las grandes masas, sino la gravedad de los sucesivos velos del tiempo
envolviendo al gran cuerpo del paisaje con la conciencia del hombre.
El viento que ronda y bruñe sus
imágenes no es así el que sopla en las vastas regiones de las atmósferas
superiores. Quiero decir que no es el viento neutral, de congelada grandeza
metafísica y trascendente, el viento mítico y sin tiempo de Velásquez. Tampoco
es el tiempo de la ardua lucha por alcanzar una cumbre, cuyo viento lo envuelve
todo para posarse en el reflejo que se asoma por la boca del volcán y su
estanque congelado, como en el Dr. Atl. Se trata, por lo contrario, de una
plasticidad aérea trascendente pero a la vez más cercana a la inmanencia, a lo
que toca al hombre en el pequeño y privilegiado espacio vertical y en el
horizonte temporal de la condición humana: el aire inhalado y exhalado por
ancestros y antepasados, que desciende simpatizando con la dimensión del
hombre. Aire que pasea por la hamaca, por la palapa y la choza, mimetizando y
armonizando la industria con los frutos, el oro en las palmas del tejaban con
la bruñida cabellera (Las barcas,
1927, Pareja en la selva, 1933). Se
trata también del aire de los espacios flotantes, que aceptan sustentar al
hombre por su técnica, por su comprensión física del plástico elemento
resistente, para suspender la mirada del hombre a la mitad del aire y en el
medio mismo del espacio (La barranca de
Oblatos, 1933).
¿Pero, no hay acaso también en
ese elemento ingrávido, el empuje de una fuerza abrasiva o maniática y
vertiginosa; no hay también el peso quemante de la aceleración y la presión del
sensualismo paralítico que se deja arrastrar por las aguas que viajan hacia
abajo? Quizá sí, cuando sus cuadros se empapan contagiándose de óxido y de
limo, anegándose de presión histórica (Paisaje
de Tehuantepec, 1932, Paisaje de
Pátzcuaro, 1932). Sin embargo, la mayoría de las veces es un viento calmo,
a veces delgadísimo, pero siempre salubre y respirable. Se trata, en efecto, de
una atmósfera donde lo que se comunica no es una acústica, pero tampoco un
silencio -sino una escucha. Y lo que entonces dejan oír sus cuadros es una
querencia: el amor misterioso de la tierra, donde el amor al paisaje vincula al
hombre con los próximos y con lo más distante -con la humanidad entera.
A diferencia de Seurat y Cezanne,
para Fermín Revueltas, como para Manet, el fenómeno de la luz no es
interpretado como masas corpusculares, sino esencialmente como ondulación -no
en un espacio abstracto, sino envolviendo y modelando un espacio relativo a la
particularidad del tiempo y de su experiencia viva. Su sentido del color, más
que ser el de las texturas, es el de la gravedad -expresiones de la evidencia sopesables por
el sentido interno del tacto. A la vez se trata de algo íntimo y ondulante, como
el agua interior del origen o como el aire iluminante en que se expande el
espíritu -expresiones a distancia aprehensibles sólo por la vista, el oído y la
respiración. Así, la luz se aleja, se difunde o se ensancha o bien se funde
lenta y morosamente en aguas que manan de un Nilo primordial para subir por el
Jordán. Y todo se confunde en el fondo de una indecidible brisa bebible y
transparente, en un venero claro que es a la vez concreto, actual,
inverificable, situado en una circunstancia personal, tocado desde la
experiencia vívida que lanza alegremente su red interpretativa hacia un relevo
de sentido, donde es posible aceptar su promesa de luz sin necesidad de tomarle
la palabra en la transitividad de la vivencia.
Sus expresiones estéticas nos
proyectan a un espacio abierto para que las leamos, para convivir con nosotros,
en algo que es más que una lectura solamente, la articulación de una situación
formativa, de recreación de los más claros contenidos de una cultura –lugar
constituyente pero no constituido, pues, parecido al vacío y al abismo, pero en
esencia familiar del vuelo, en que se asienta y se modela una atmósfera.
Los artistas constituyen,
intuitivamente, pequeños o grandes sistemas de antropología filosófica;
diminuta como la hoja de la fabulosa hormiga o vasta y dilatada como los
paisajes de las gestas históricas. La humildad contradictoria de Revueltas,
tejida en la imbricación de la desmesura, los viajes, los trabajos, los grupos
dispersos y la soledad reflexiva, se cifra entera en una mirada que quiso y
supo traspasar todas las capas de las asociaciones humanas y sujetos colectivos
para dar cuenta del valor absoluto de la singularidad individual al entrar en
comunión con un espíritu enraizado en una dimensión, en una atmósfera espacial,
geográfica -y así fraternizar, contemporizando con el indecidible tono
histórico de un pueblo: con el núcleo más preciado de su tradición. Su
melancolía cruzada de dinamismo, encontró el justo medio armonizador al
salvarse por la razón de la belleza.
No es la nostalgia del ideal inalcanzable e
incumplible lo que lo salva, sino la contemplación vívida por el juicio
poético, amalgamado de acción y revelación. No es así su obra la de un perpetuo
volver, trasmutado luego en misticismo o en narcisismo estéril; sino un estar
en el ser y en la memoria: un existir en la esencia -para no volver ya más,
sino para siempre estar en el sitio del comienzo: en el llamado del agua del
espíritu, en el fuego que lava la llama de la existencia para, por fin, admirar
los arquetipos de lo eterno que traspiran simultáneamente más acá y más allá de
lo existente.
Su expresión artística nos
proyecta así a un espacio abierto que nos invita de tal forma no a volver, sino
a comenzar desde el origen, para ver nacer en cada día el paisaje encantador de
nuestra patria, sembrada de luz y es posible la cosecha de alegría.
Frecuentar la obra de Fermín Revueltas, por familiaridad y
amistad con ella, no es así una exhumación, sino un rescate: un ascenso a la
tierra de las atmósferas superiores donde anida la memoria, y un descenso a los
valles tropicales donde el viento se serena para hacer a la vida respirable. La
prueba de la vitalidad de sus obras radica efectivamente en la posibilidad de
dialogar, de conversar con ellas. Por la situación de convivencia a que lleva
ese diálogo, no sólo se trata de una obra moderna, sino plenamente
contemporánea en todos sus matices -incluso en aquel que se interroga por el
tiempo de la antigüedad mesoamericana, y por el tiempo vivido, por el lugar de
la técnica y de la historia en la sociedad o por el problema del sueño y de la
verdad personal, también por el lugar
que ocupa el hombre en la sociedad, en la naturaleza y en su participación con
el todo.
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